Para nadie es un secreto que todo ha escaseado en estos tiempos y por ello, no crearé una lista de todos los productos que no se consiguen para evitar convertir esta entrada en un hecho redundante al mencionar lo que ya sabemos que nos hace falta. Omitan los paréntesis si no les hace gracia. 
 Parece que todos los días tenemos “una participación estelar” (iba a colocar papel, pero no hay) en la obra “Lo que fue y lo que nos queda”, que nos amarga (colocaría “endulzar”, pero no tengo azúcar) constantemente la vida porque nos cuesta cada vez más entender las vueltas del personaje que nos toca representar. 
Y no es para menos, mira que andar de cabo a rabo interpretando a un desesperado que corre de un supermercado a otro buscando lo que no se le ha perdido (porque no consigue nada) hasta el cansancio, con el pan (se llama arepa cuando hay harina de maíz, aunque tampoco hay de trigo) del día a día rancio bajo el brazo (no hay desodorantes) y los ojos adormilados por el exceso de té (me referiría a ojeras si hubiese café), masticando el sin sabor del sueño (no hay crema de dientes) en incomprensibles colas (el primero y el último van a la par) para al final regresar con las manos vacías; además de no ser nada fácil y no tener pies ni cabeza, es toda una travesía.  
Lo que más cuesta comprender es la temática indiferente en que se desenvuelve el teatro, en la que se transmite el mensaje de que “la vida es una manteca” (sí, ya sé que la frase no es así, pero no hay mantequilla) y de que hay que tomársela light (es decir, haz dieta y ya) como si todo fuese más sencillo que pelar mandarinas (eso me recuerda que además andamos es pelando…). Sin embargo, no puedes evitar pensar que te están pintando pajaritos preñados (¡y tú queriendo que te muestren “pollo frito”! Olvídalo, que no se encuentra lo primero y se necesita aceite para lo último), como comúnmente pasa con cualquier parapeto montado.
Es que a estas alturas, hasta las historias de amor en el supermercado están escasas. Antes con un tropiezo empezaba el enamoramiento, mientras que ahora fingen que se tropiezan para iniciar la riña y ver quién se lleva el mercado completo. No cabe duda de que ya no sacarán la novela “Amor en tiempos de escasez”; pero hay que buscarle el lado bueno, por ejemplo: Ahora saldrán a relucir muchos caballeros pues, con aquello de que tampoco hay servilletas, sacarán sus pañuelos. 


 – Abuelo, ¿es verdad que antes había leche en polvo?  
– ¡Uff!, hace tiempo mijo. Después, empecé a ordeñar vacas para alimentar a su papaíto.




Triste sería que al final de esta vida no haya nadie que te eche un puñado de tierra encima, nadie que lance una rosa a tu fosa, nadie que rece sobre tu tumba, siquiera alguien que te honre leyendo tu epitafio o que derrame unas lágrimas sobre tu lápida al evocar tu partida.
Tenemos la certeza de que al nacer alguien escucha nuestros gritos, pero al morir ¿habrá alguien que comparta nuestro silencio?
Y si no hay nadie que te diga adiós cuando te quedes tieso, o que cierre tus ojos cuando sea inútil ver con ellos, que te haga compañía hasta que exhales el último aliento, que vista tu piel fría con una de esas prendas que lucías en vida, que deje algún presente en la  urna que te sirva de consuelo, que en el aniversario de tu muerte lleve flores al cementerio o que al menos encienda una vela por respeto o consideración a tus recuerdos.
Qué triste sería si, al final de esta vida, nadie levantara la vista hacia el cielo y le pidiera al Altísimo recibirte con los brazos abiertos, que lo único que quedara de ti en la tierra fuese una piedra con la fecha de nacimiento y deceso grabada en su superficie, que nadie volviese a pronunciar tu nombre y se pudriera en el olvido del mismo modo en que se descompondría tu cuerpo ya extinto.
Sabrías entonces que no vales más que las ratas que acuden a tu ataúd en busca de refugio, y que sólo les importas a los gusanos que se pelean por tu carne y a los parásitos, que carcomen lentamente tus huesos hasta convertirlos en polvo.
Qué triste si al final de esta vida no provocamos ni un diminuto sollozo, un lacerante lamento, ni siquiera un vacío latente en el lugar que en este mundo nos pertenecía o una tenue arruga en el alma de alguien que nos conocía. Pues significaría que nuestra existencia fue vana y que lo único que hicimos, además de retrasar la victoria de la muerte, fue robarle el oxígeno a las plantas. 

Pero después de todo, no hay de qué preocuparse; al final de esta vida sólo serás un cadáver.


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