Magia Negra

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Como buen cristiano Jacinto asistía a la misa de esa mañana oyendo el sermón del padre, sentado en uno de los bancos de la tercera fila entre Doña Concepción y la señora emperifollada que recién había llegado al pueblo. No dejaba de llamarle la atención ésta última; no por su físico ni sus ademanes, sino más bien por su conducta.
La señora no dejaba de vigilarlo de reojo, alarmada, como si su cercanía fuera una amenaza. Si Jacinto se movía ella se quedaba impávida, como en guardia, y permanecía en tensión hasta que él terminara su cambio de posición. En una de esas se ladeó un tanto hacia ella: Doña Concepción necesitaba más espacio, así que él muy amablemente y de buen grado se arrimó un tanto. Faltó que lo hiciera, la señora se apretujó en ella misma inclinándose hacia el extremo opuesto, se tensó toda, al punto de parecer una estatua comprimida.
Jacinto no la entendía. Para explicar su comportamiento lo único que pasó por su cabeza fue: “¡Qué rara que es la gente de fuera!”.
Siguió prestando atención a la liturgia y se olvidó de la mujer hasta que llegó el momento del Ad pacem. No hubo el cura acabado de decir: “Daos fraternalmente la paz”, cuando Jacinto ya estaba estrechando la mano de la mujer dándole el tan fraternal saludo. Al instante, ésta pegó un grito que alborotó a toda la concurrencia y se oyó como eco en toda la capilla para luego desmayarse, haciendo que todo mundo se apartara de sus puestos y hasta el clérigo abandonara el altar mayor.
– ¿Pero qué sucede aquí? –preguntó preocupado, aunque también exasperado por la interrupción intempestiva de sus oficios religiosos.
–Nada, padre. –Explicó Jacinto, quien ya había sumado dos más dos y ya tenía las cuentas claras del origen de la extrañeza de la señora emperifollada–. Que la mujer al verme recordó el color de su corazón y se asustó al ver que su interior se pudría y mi piel no.
– ¿No le habrá hecho usted una fechoría?
– ¿Cómo se le ocurre, padre? ¡Dios me libre! Aunque no sería mala idea que un servidor de mi raza le hiciera a ésta mujer una gracia.
– ¡Jacinto! ¡Que estamos en la casa del señor!
– ¡Pero si lo digo con buena intención!
A todas estas la mujer despertó de lo que creía había sido un mal sueño y cuando se halló en los brazos de aquel gran negro, se agitó lanzando manazas y emitiendo muecas a duras penas contenidas mientras gritaba desaforada, rabiando porque el hombre le quitara las manos (que no las tenía) de encima. Ante la evidente causa de su desfallecimiento, los demás ocupantes del recinto dieron voces de pena y se mantuvieron a raya con vaya usted a saber qué emoción asomada en la cara. Jacinto fue el único que no guardó distancia y la instó a acabar su perorata de insultos y blasfemias lastimeras.
– ¡Agua bendita, agua bendita! ¡Báñeme de agua bendita, padre! Necesito limpiar mi cuerpo de las manos de ese negro.
– ¡Ya, mujer! Si cree que un baño la limpia y la purifica, yo mismo le busco el jabón y le pido prestada la regadera al jardinero de Doña Concepción. –El padre se quedó viendo la escena y luego intervino.
– ¡Jacinto! ¿Es que usted la ha tocado?
–Bueno, padre, ¿cómo iba a saber que…? ¿Quería que la tirara al suelo?
–Venga, venga. Meta no más las manos en la pila, es usted quien debe limpiarlas de ese cuerpo. –El negro sonrió de medio lado ante la ocurrencia del padre, pero no se movió. La mujer seguía gritando a viva voz:
– ¡Agua bendita, agua bendita, padre, por favor!
No se calló hasta que un par de señoras, hartas de escucharla, levantaron una de las grandes pilas del preciado líquido que descansaban en el santificado recinto y se la vaciaron encima. La bañaron completica y las ropas se le pegaron a la piel trasparentando su figura. Ya no gritaba, pero temblaba de pies a cabeza mientras trataba de cubrir inútilmente sus partes. Jacinto, que la tenía de frente, tuvo una magna visión de su silueta y entonces dejó oír:
– ¡Dios me libre ahora de caer en la tentación porque ahí sí que no se salva ni usted ni yo!
– ¡Atrevido! –Gritó la mujer como comienzo a una serie de improperios, pero se detuvo no más ver el torso del negro al descubierto que se había despojado de su camisa. En el embelesamiento en que se sumió viendo el conjunto de musculatura más que bronceada que tenía ante sí, que irradiaba una fuerza descomunal y dominante, no pudo percatarse a tiempo de que el hombre había logrado cubrirla con su prenda. Por eso cuando dijo que ni loca dejaría que la vistiese con su ropa, el reclamo llegó tarde y tuvo que soportar a duras penas que el hombre le dijera:
– ¡Ah, caramba! Lo hubiese dicho antes. Con el gusto que me hubiese dado quedarme con mi camisa mientras disfrutaba de su vista.
– ¡Descarado!
– ¡Descarada usted, que no me quita los ojos de encima desde que me desnudé!
La mujer parpadeó varias veces sin saber a dónde dirigir la cabeza para disimular y se mordió la lengua al encontrarse otra vez con el torso del hombre. Jacinto le mostraba los dientes que relucían en medio de la oscuridad de su tez, en una amplia sonrisa. El padre que seguía de cerca la escena junto con todos los asistentes a misa, soltó de pronto:
–Donde éste par siga así, tendremos boda en pocos meses.
Tras oír esas palabras la mujer salió corriendo del recinto con todo y camisa ajena puesta. El negro la siguió con los ojos, risueño, sin poder evitar que el hecho le causara gracia. El cura llamó al orden a los restantes, que luego abandonaron la sagrada estancia como si nada hubiese pasado. Pero sí que pasó.
La noche de ese día la mujer se removía intranquila en su alcoba, sin poder quitarse la imagen de Jacinto de la cabeza. En más de tres oportunidades se despertó sobresaltada tratando de poner fin a unas vívidas pesadillas en donde él estrujaba su cuerpo, se cernía sobre ella, la exploraba desnuda, la saboreaba, se alimentaba de ella y la hacía alimentarse de él. En una de esas despertó gritando al oírlo en sueños susurrarle: –Vas a comer chocolate del bueno, mujer.
No pudo seguir durmiendo. Se levantó temprano y para alejar esos males quiso anular cualquier cosa que se lo recordara. Incurrió en notables estupideces: puso manteles blancos sobre la mesa de ebanista del comedor en donde se serviría el desayuno, se prohibió tostarse el pan, no tomó café, se preparó solo leche de beber y se deshizo de todo el chocolate de la despensa, no sin cierto remordimiento. Pero ¡por Dios! No podía siquiera pensar en consumir tan divino alimento sin imaginar sus labios, su lengua o su boca entera en contacto con la piel del negro.
Pasó malos ratos a costa de satisfacer sus recientes caprichos hasta bien entrada la tarde, cuando un fuerte trueno repercutió en el interior de la casa causando un gran estruendo a la vez que unos fuertes golpes en la puerta la sobresaltaron a tal punto de paralizarle los latidos y hacerla estremecer. Se dirigió hacia el tosco llamado recelosa y abrió con cautela. Una fuerte brisa se adentró de golpe y sin invitación alborotándole con total desvergüenza las prendas y la desenvuelta cabellera, cargada de la humedad de la lluvia que empezaba a galopar contra el suelo sin piedad, macerando la tierra que bostezaba emanando el hálito de su letargo.
Un tronco macizo y fornido invadió el vano de la puerta al tiempo que una de sus robustas ramas se atrancaba bruscamente en la jamba, ocupando todo su campo de visión. Se quedó en seco, paralizada por la impresión. Cayó tan de bruces a ella que podía notar el agua resbalando rauda por su superficie.
“Ahora sí no tengo salida” –pensó impávida, presa de su propia turbación.
Ahí estaba, frente a ella, el motivo de su desvelo y reciente malestar echando todas sus precauciones y anhelos de olvidarlo por la borda; para colmo de males y para acentuar su descaro, con el torso pétreo y resplandeciente en gotas de agua al descubierto. Estaba pasmada, casi hipnotizada viéndolo, mientras en sus pensamientos se agolpaban imágenes de las últimas pesadillas de las que empezaba a aterrorizarle considerablemente el hecho de que solo fuesen sueños. Entonces lo escuchó resuelto, decidido, con esa determinación y virilidad que estaba impresa en cada uno de sus músculos:
–Se ha llevado usted una prenda mía y yo de aquí no me marcho hasta llevarme una suya.




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5 comentarios:

  1. Divertido relato que me cabreó por las convenciones decimonónicas del siglo XIX en pleno XXI, pero que me recordó a Oscar Wilde por las situaciones y reacciones absurdas. Si yo fuera el negro y la naturaleza me hubiera otorgado de semejantes características, habría castigado a la mujer esa, dejándola ahogarse en sus sueños de chocolate. Besos.

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  2. Perdón por la redundancia (decimonónica del XIX) pero se me entendió, ¿no?

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    1. ¡Qué chévere que te haya divertido y cabreado el relato, Javier! A Oscar Wilde aún no lo he leído como se debe, pero lo tengo en mi lista desde hace mucho. Confieso que se me pasó por la cabeza dejar a la mujer esperanzada, pero no iba en consonancia con el mensaje que quería transmitir y entonces Jacinto no hubiese sido muy distinto que ella.

      Con respecto al castigo, ¿qué te hace pensar que no lo tuvo? Hay muchas formas de castigar a alguien, solo que el odio y el desprecio son las más fáciles.

      ¡Muchísimas gracias!! Un abrazote!!
      Ah, y sí se te entendió ;)

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  3. Opiné en "No somos escritores" y como ando dando vueltas, lo hago por acá... yo no opino como Javier... yo creo que Jacinto hace bien, de pasar a buscar un poco de eso que es suyo...

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    1. Bueno, suyo, suyo... no, eh. Pero que tal vez debía hacerle tragar sus palabras de alguna manera, eso sí.

      ¡Muchísimas gracias por leerme y comentarme en ambos sitios, Agustin!

      Un abrazote!

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