Acepto

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Nunca he entendido esa afición o fijación que tienen las mujeres por casarse. Cada vez que sale a relucir el tema, el chiste de que la independencia de la mujer comienza justo donde la del hombre acaba deja de hacerme gracia. Es que aceptémoslo, eso de atravesar una iglesia o ponerte frente a un juez para declarar algo que ya es obvio, no es que te quite el sueño; menos si, como en la mayoría de los casos, la cuestión tiene pinta de pacto religioso o negocio trucado. Y si finalmente accedemos a ello es porque nos han enloquecido por completo y tendemos a creer que la única persona que nos puede hacer recuperar la cordura es la misma que nos tiene el mundo de cabeza. Claro que cuando eso pasa te encuentras con otro desorden y no puedes más que ansiar nuevamente la locura...
–El matrimonio no está en mi lista. –Le había dicho tajante a Clara.
–En la mía tampoco –respondió ella sin asomo de duda. Al principio sonreí aliviado; con el tiempo, creí que mentía. Luego descubrí que no lo hacía, realmente decía la verdad. Las mujeres nacen con la idea del matrimonio en su ADN, no necesitan anotarlo en una agenda para variar.
Así que, a dos años de eso, ahí me encontraba: metido de lleno en un casorio, preguntándome todavía cómo había llegado hasta allí, vistiendo el mejor traje que me había puesto en la vida, con una sonrisa prestada, colorado por la tensión y sudando de puro nerviosismo.
– ¡Que alguien le diga que se calme! Tampoco es que esté yendo al matadero –escuché a alguien susurrar con sorna.  No sé si fue el montón de personas en un espacio tan reducido, la presión de la corbata en mi cuello o el ansia desesperada de salir corriendo lo que no me permitió estar de acuerdo con la frase proferida e imaginarme esperando mi turno para ser sacrificado.
–Sobrevivirá, hombre, sobrevivirá. Se lo dice uno que ya ha se ha paseado por estos rumbos –saltó otra voz. Tampoco le di mucho crédito a eso, mientras intentaba inútilmente aflojar el nudo que tenía atravesándome el pescuezo.
Estuve a punto de que mi voz me pusiera en evidencia cuando la vi atravesar el umbral: ¡toda una reina envuelta en vaya uste’a saber cuántos metros de tela! De pronto recordé la gracia de cuerpo que se escondía bajo aquella cantidad de tejido y si me contenté un poco y me relajé otro tanto, fue porque me imaginé desnudándola sin decoro alguno.
Ella caminaba altiva, segura, sin dar traspiés, con la cabeza fija hacia el frente hasta que nuestras miradas se cruzaron y casi se detuvo. Por momentos me asaltó la inquietud de que haría lo que a mí se me había antojado al inicio y saldría huyendo, pero tras segundos de vacilación continuó el camino rauda, como si de repente le hubiera entrado prisa.
A partir de ese instante me tensé de nuevo y ya no pude apartar la vista de ella. Comenzó la ceremonia y me abstraje por completo de los invitados, del lugar en que estaba, de las palabras del cura; todo lo que me rodeaba hizo un alto y pasó a segundo plano. Ya sabéis: solo tenía ojos para ella.
Mi mente tampoco se quedó atrás, empezó a plagarme de imágenes donde reinaba Clara. Reviví cada minuto que pasamos juntos hasta que se disolvió la incógnita de cómo había llegado allí. Quería estar allí. Con ella. Con su mirada recorriéndome el rostro, su sonrisa cambiando mi semblante, su aliento dándole oxígeno a mi aire, sus manos cálidas y resguardadas entre las mías, su piel a centímetros de la mía. No se me ocurría mejor sitio en donde estar que no fuese uno en el que pudiese colmarme de su cercanía.
Esa certeza me hizo sentir felizmente desgraciado o desgraciadamente feliz, no sabría decir, pero la quería a ella y eso bastaba.
– ¡Hombre, no llore! No le robe el día al novio. –Oí a alguien murmurar, sacándome así de mi embelesamiento para que la realidad me derrumbara por completo. Sentí que estaba yendo sin remedio al matadero y yo, que nunca rezo, esa vez clamé por sobrevivir.
Amaba tanto a Clara que dolía... Sabrá Dios que por nada en la tierra cambiaría de lugar, pero dolía enormemente amarla desde el banquillo de los invitados y no desde allí a su lado, frente al altar.
El murmullo del pillo entrometido se rebobinó en mi mente, una de sus palabras me empezó a seducir y pasó de ser un simple aviso a una sumatoria de delitos. De pronto se fueron alineando en mi cabeza posibilidades de rapto, homicidio, secuestro, adulterio, entre otras infracciones, crímenes e injurias que a medida que iban engrosado una lista imaginaria me hacían dudar de mi salud mental.
Con ese pensamiento y la idea de que ese día alguien diferente a mí, o en su defecto aparte de mí, terminaría sacrificado si no por voluntad a la fuerza, me entristecí. Porque de extraviar la cordura, solo había una persona capaz de traerla de vuelta y si la perdía también a ella, poco importaba si me mantenía cuerdo o si el mundo estaba de cabeza.


Aldo Simetra





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