A veces la pluma te tienta,
Se queda quieta
Esperando a que la tomes
Para sentirse luego responsable de convertir la tinta en letras.
La miras con aire desafiante
Sabiendo que una vez entre tus manos
No podrás soltarle.
Deseando que una vez entre tus manos,
No puedas soltarle.
Debe haber también una comunión entre tus pensamientos y tus dedos.
Juntos, coordinan todo el proceso
Pero no se engañan:
Saben que sin inspiración
Y sin firmar un previo consenso con el alma
Pueden quedar en suspenso
Porque: ¿Y si el corazón no bombea sangre hacia los dedos?
¿Y si la imaginación no oxigena debidamente al cerebro?
Si nada de esto falla
Y la voluntad es seguida creando una secuencia innata
Entonces, se escribe.
Uno no sabe cuándo
Uno no sabe qué
Uno no sabe quién.
Las palabras se suceden unas a otras
Van cobrando vida en el papel
Que eso sí, debe ser resistente
Y guardar con celo cualquier cosa que pueda contener.
Porque: ¿Y si pierde un axioma?
Si resulta que es enclenque y echa tan preciadas letras por la borda,
¿Qué quedará del autor?
¿Qué quedará de la obra?
Hay una vorágine
Desordenando a diestra y siniestra el interior
Y luego:
Uno no sabe cómo
Uno no sabe dónde
Uno no entiende por qué.
Termina encontrando un orden disciplinado
Y casi reglamentario
Las frases, las líneas forman filas
Y como un ejército en movimiento marchan decididas.
El todo funciona como una máquina
La nada comienza a llenarse de forma extraña
Y ¡Ay de ti si buscas dar respuesta a las inquietudes antes manifiestas!
El motor dejará de funcionar
El regimiento que formaste no te obedecerá
Alterarás la secuencia
Perderás el ritmo
El alma anulará el acuerdo
El corazón dejará que se te acalambren los dedos
Y la imaginación partirá sin rumbo, tal vez sin regreso.
Te abandonará dejándote la mente congelada
El cuerpo inmóvil
El interior hueco
El montón de preguntas con una contestación nula
Y la mayor de todas las incógnitas retumbando entre tus labios
¿Quién, quién, quién...?
Y no sabes si buscas a alguien
Y no sabes si dejaste de ser
Lo único que deseas es encontrar ese nombre detrás del escrito
Que tan trágico final tuvo
Para que la nada que te embarga ahora
Y aquella desde la cual creaste
Cobren sentido.
Y quizá alguien te llame y seas
Y quizá alguien te encuentre y no busques.

Dicen que todo aquel que escribe tiene por defecto una musa
Y yo, que escribo para hallarla, pienso:
¡Ah caramba! ¿Es que no se puede escribir sin una?






Igual que las cucarachas. Hay días que te sientes tan infame como un rastrero y no puedes dejar de reclamarle a los cielos el hecho de que alguien desde las alturas te esté escupiendo. Días de esos en los que parece que te has dado la mano con el diablo sin importar si eres zurdo o diestro porque todo te sale volteado, los caminos se tuercen, más que nadar debes pelear contra la corriente y hasta las manecillas del reloj se vuelven menos inofensivas de lo que parecen.
9.30 hace media hora que debería estar exponiéndoles el proyecto a los ingleses, esos que tienen la vida minuciosamente cronometrada sacarán su guillotina y me condenarán por la tardanza. Nada, esto no avanza, he quedado atascado en el tráfico, va para largo. Llamo a la oficina y los pongo al tanto:
–Llegas sí o sí. Que es la mejor oportunidad que hemos tenido en años. ¡Es que si no te matan los británicos, nosotros nos encargamos!
Cuelgo. Toco bocina. Venga, ya estamos, esto como que se afloja. Pienso que al final del día tal vez pueda conservar mi cabeza y… ¡Mierda! El imbécil de atrás ha impactado de lleno el parachoques. Bajo para evaluar los daños. ¡Válgame, pero si lo ha desmontado! A saber de dónde sacó éste la licencia de conducir.
–A ver si miramos mejor el retrovisor –le escucho decir con ironía al apearse de su auto–. Creo que no vas mal, solo tendrás que pagarme por uno de los faros delanteros.
¡El colmo del descaro! Y encima en cuerpo de mujer. Batalla perdida, allí no se puede razonar. Toca llamar a tránsito y ojalá se den prisa. Espero, espero, espero. La mujer se amotina, sube de nuevo a su auto, pone la marcha, se da a la fuga.
– ¡Heeeey! –le grito. Asoma la cabeza por la ventanilla, mientras me responde alejándose:
– ¡Nos vemos en las vías!
No me lo puedo creer. Encajo el parachoques lo mejor que puedo y tras subirme al auto, lo pongo en movimiento. Es tarde, así que acelero para recuperar el tiempo perdido, quizá tenga chance de agarrar de salida a los ingleses. ¡No puede ser! Una patrulla me insta a detener el auto. Multa segura. Recibo la hoja que me tiende el policía y me contengo en mitad de un improperio, creo que después de todo le ahorraré trabajo a mis verdugos, la sanción recibida me sienta igual que un disparo en los sesos.
Al fin llego al edificio, estaciono el auto en el primer espacio que veo y subo hacia la reunión. Ni rastro de los ingleses. Entro a la oficina, una ola de aplausos me da la bienvenida. Mi sentido de ubicación y coherencia se afecta. Siguen aplaudiendo entusiasmados, me siento tentado a compartir su alegría.
– ¿Qué celebramos? –pregunto.
–Tu imbecilidad, menudo inútil. ¿Qué te parece mandar toda una empresa a la ruina?
–Una maravilla. –respondo entre dientes con una torcida sonrisa, cínico.
Desalojan la oficina, no sin antes lanzarme sus profundas miradas de aprecio y dedicarme sus mejores deseos.
–Ah, por cierto, les he dicho que les llevarías los planos a primera hora de la tarde. ¿Crees que podrás hacerlo? –me dice el mandamás antes de atravesar la puerta.
–Por supuesto. –respondo con una seca inclinación de cabeza.
Se burla por lo bajo emitiendo un sonido inarticulado. No me da chance si quiera de sentarme al escritorio, consulto la dirección, le echo un ojo al reloj y salgo pitando. Son más de las doce y me pregunto cómo carrizo se atraviesan 70 kilómetros de carretera en menos de tres cuartos de hora.
Como si corriera en un maratón  dejo el edificio rumbo al coche, no está donde lo he estacionado, ha conseguido nuevo lugar enganchado a una grúa que se aleja remolcándolo. ¡Maldición! A ver qué pacto no le he cumplido a las tinieblas. Paro el primer taxi que pasa y me vuelvo un embrollo entre el puesto de atrás con los planos. Le doy la dirección al chofer.
– ¡Caray! Fíjese que no conozco muy bien esa ruta. ¿Le importará servirme de guía?
Lo que faltaba. Le digo que no habrá problema, pero ¡vaya que lo hay! El tipo carece de orientación espacial y cuando indico que gire a un lado termina tomando el opuesto. A ese paso tardaré el doble de tiempo en llegar. No hemos recorrido ni la mitad del camino cuando el auto se detiene.
¿Y ahora qué? El anciano me mira insistente desde su asiento.
– ¿Le molestaría empujar?
Me froto el rostro con las manos, como si quisiera arrancarlo. Así quizá la suerte que hoy me acompaña me desconozca y se marche espantada a otra parte.
Con mucho esfuerzo llegamos a una estación de gasolina, mientras se llena el tanque del auto mi estómago me recuerda que mi cuerpo también necesita algo de combustible. Voy a por un café, decido sentarme en la acera a beberlo mientras observo un malabarista manipulando bastones de fuego. Uno de ellos se le sale de control y va y cae en mi dirección, me aparto pero no lo suficientemente rápido para evitar que prenda el saco que tenía colgado del brazo, antes de soltarlo logra traspasar la manga de la camisa. ¡Rayos! Ahora luzco una hermosa quemadura en la piel y una oscura mancha en el pecho se mofa de que no haya podido beberme el café.
–Ya lo peor ha pasado, podemos marcharnos. –me anuncia el chofer y yo lo miro iracundo antes de ponerme en pie.
Tras otro tanto de orientación frustrada, el auto vuelve a detenerse.
– ¡Ah, no! Esta vez no ha sido culpa mía. –Se excusa el chofer­–. Solo puedo traerlo hasta aquí, está cerrado para vehículos.
¡Arrrg! Bajo del auto, tomo los planos con notoria molestia y lanzo la puerta. No estaba entre mis planes hacer camino a pie. Mucho más adelante hay una gran barricada, un guardia se acerca y me prohíbe el paso, indica que están en construcción y las vías estarán cerradas hasta que terminen la obra. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Empiezo a atar cabos, entra una llamada al móvil, la contesto.
– ¡Ah! Se me había olvidado informarte que los británicos no quieren los planos sino hasta la semana entrante y que cambiaron de oficina administrativa porque están remodelando la antigua.
Corta, evitando que la lista de imprecaciones e injurias que empiezan a desatarse de mi boca lleguen a su correcto destinatario.
¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! –me descontrolo, mando a volar al teléfono, quiero arremeter contra cualquier cosa, pero la nada me parece un indigno contendiente. Pateo cual idiota el pavimento y en una de esas uno de mis zapatos queda embadurnado de algo pastoso. ¡Puaj! Mierda. De tanto nombrarla, no me extraña que haga acto de presencia. Enfadado, le grito a los cielos e inmediatamente me responden enviándome un magistral aguacero que si pretendía ser un baño de bendiciones, a mí me cae tan bien como un baldazo de orina. Y secretamente sé que esto último, tras todos mis insultos, sería una insignificancia comparado con lo que pueden hacer los de arriba.
Los planos cargados a más no poder de agua son una pérdida, la ropa empapada se me pega a la piel. Para la hora en que estoy frente a mi casa no doy un céntimo por mi alma y antes de entrar tiro a la basura los zapatos con la sensación de que son felices de deshacerse finalmente de mí.
Mi chica me abre la puerta y se detiene en seco, espantada. Debo de dar una buena imagen descalzo, calado hasta los huesos, casi a medio vestir con la camisa manchada y rota, los ánimos halándome hacia abajo y una expresión de derrota. Yo entro indiferente y luego la escucho gritar mientras corre a subirse al sofá.
– ¡Una cucaracha! –grita. Sí, ya lo sé, que es así como me siento. Me giro a observarla y entonces reparo en que me señala algo en el suelo.
– ¡Mátala! ¡Mátala!
–Anda, pero si solo es un pobre insecto.
– ¡Ya te digo! ¡O duermes con ella o conmigo!
La aplasto de un chancletazo y al hacerlo tengo la impresión de que también ha disminuido mi desdicha. Mi chica se acerca, me tiende la mano.
–Vamos a darte un baño.
Miro a la preciosura que tengo al lado, al asqueroso cadáver de la cucaracha en el suelo y pienso: “Ni de lejos me le parezco”.

Aldo Simetra




¡Ay, ay, cuidado! Un poco más y paso a ser comida para aves carroñeras, casi me clava sus venenosos colmillos en el tobillo. En un acto reflejo me he echado hacia atrás a tiempo, he logrado salvar el pellejo y salir ileso, pero no me confío: ahora me lanza una mirada asesina mientras sisea con su lengua viperina. Me estudia por unos instantes, decide que soy inofensivo o muy poca cosa para darse gusto; se retuerce, da la vuelta, menea presuntuosa la cola y se mete en la madriguera.
Me deja preguntándome si es más sensato hacerle salir y acabar el asunto o entrar en la guarida a darle pelea. Llamo por lo bajo, al instante un par de ojos hirientes salen al ataque precedidos por ese bendito siseo insoportable; retrocedo, empiezo a darme cuenta de que estoy en una especie de juicio en donde la más mínima palabra dicha o el menor de los movimientos serán el equivalente a mi condena.
Una y otra vez la cosa se repite, pareciera que jugáramos al escondite. Al final me canso, me armo de valor, invado el lugar que ha tomado como refugio y me le enfrento. Esquivo de nuevo su picada ponzoñosa y antes de darle oportunidad a que vuelva a atacar hago música para sus oídos, la mareo lentamente con el sonido.
Se va domesticando, a punto de bajar sus defensas, pero todavía está atenta.
– ¿Qué? ¿Se te ha perdido algo acá adentro? –me azuza. Soy prudente y prefiero no picar. La miro de hito en hito, fijamente, como si pudiera quitarle la piel con solo verle. Ella precavida cambia de táctica, se enrolla en el nido.
–Sigo queriendo matarte. –Entonces, sabiendo que no hay remedio, intervengo.
–Bien. ¿Puedes acabar de una vez o continuar mañana, por favor? Hoy tengo mucho sueño.
A sus espaldas, me hago espacio con ella en el mismo sitio, la estrujo con los brazos entre mi regazo esperando doblegarla, suspiro por entre su largo cuello. Ella se sacude, se gira escurridiza hasta ponerse en guardia.
–Te he dicho que duermas afuera, en el sillón.
–Ya sabes lo mal que me la llevo con ese trasto. –Le suelto mitad broma, mitad súplica, mientras desarmado espero que silbe nuevamente su lengua viperina, como anticipo al letal veneno que guardan para mí sus colmillos. Ella me mira adusta, pero aquello temido no llega.
Desde entonces, todas las noches sin falta me acuesto con mi víbora, ella se enrosca a mi cuerpo y se queda dormida.


Aldo Simetra





Kilómetros de una osadía inexistente
Había decretado mantenerlos alejados por siempre.
El infinito, indiferente al mandato,
Hizo acto de ausencia y lo dejó sin efecto
La noche, conspiradora, se vistió con garbo
Y engalanada aprovechó el momento.
El miedo descuidado se quedó dormido
La voluntad se escabulló sin pedir permiso
La distancia, prevenida,
Se preparó para marcar partida
Y anhelante, la espera se plantó en la esquina
Dejándole espacio a los protagonistas:
Él guió los pies hacia su casa, ella hizo lo propio hacia la suya
Llegados a destino ninguno encontró lo que buscaba
Emprendieron el camino de regreso con la cabeza gacha
¡Y mire usted si las pasiones no son imanes!
Sus cuerpos los hicieron tropezarse.
Miradas acuosas
Las respiraciones se entrecortan
Los corazones se agitan
Los músculos se tensan.
Manos sudorosas se impacientan,
Pero pugnan por quedarse quietas;
La mente anuncia retirada,
Esta vez no quiere dar batalla.
“¿Querrá tenerme cerca?” Se preguntan.
Ella roza sus labios apenas y se aleja por respuesta.
Él la apresa entre sus brazos, anula la distancia,
Hace que la interrogante sobre…
Sobre ellos el cielo oscuro está por develar un secreto
Secreto que hace muchas lunas había gritado el silencio
Silencio que no logró hacerlos olvidar sus voces
Voces en las que a la par confluyen el pasado y el presente
Presente en el que el tiempo revive para que se reencuentren sus pasos
Pasos que aun ignorando la dirección en la que ahora van,
Marchan al unísono siguiendo el mismo compás
Y con la certeza inequívoca de que nada en esta vida es una casualidad.





A cuántos silencios he preguntado por tus gritos
A cuántas soledades he ahuyentado para aguardar tu compañía
Cuántas veces he vuelto a teñir los recuerdos
Para que no seas en mi memoria
Más que polvo blanco o manchones negros.
Será que en algún lugar
El eco de tu voz le replica al silencio
Será que en otro sitio
Tu presencia se desborda y se pierden soledades.
Será que lejos de donde yo me encuentro
Dibujas momentos frescos
Que de tan recientes no destiñen
Ni tientan al olvido a que les dé la mano y los difumine.
Mira tú, no sé si alegrarme o entristecerme.
Si me alegro
Doy por sentado que en la distancia estás mudo
Esperando a que te llame
Intentando hacerle entender al frío que se abra espacio
Porque pronto te arroparán mis brazos.
Así como yo no hablo para poder oírte.
Así como espero envolverme en tu regazo.
Pero, si me entristezco
Debo dar por hecho
Que has dejado a las polillas cubrir mi recuerdo
Y si bien, no hay en tu mente un gran nubarrón con mi nombre
Entonces peor,
Has dejado caer el telón
Y me has confinado a la oscuridad que tras sí se esconde.





Más de veinte años tengo en esta empresa, no contaba siquiera los 19 cuando llegué aquí. La jornada laboral terminaba después de las 18:00 horas y cada que se lo refiero a mi hijo de 17 años, no se fía de mí.
Recuerdo que aquí le celebramos las 16 primaveras a Carmencita, esa quincena hubo fiesta. Iba a ser cosa pequeña, pero los catorce pisos se las arreglaron para que fuera un gentío; pareció cosa de huelga porque nadie produjo, aunque yo me mantuviese en mis trece de que se necesitaba más personas en los puestos de trabajo que en el banquete. Fue tal el aquelarre que después de eso tuve que negarme a que hicieran celebraciones de ese tipo al menos una docena de veces. Ya no insisten, pero en silencio todos, incluyéndome, recordamos con gusto aquel 11 de Noviembre.
No sé por qué hoy precisamente el ocio ha diezmado mi entusiasmo y me ha puesto a divagar. Hay algo fuera de lugar, tendré que llamar a Dulce para que renueve el espacio y deje de inquietarme esta sensación de que algo va mal. Si se enterara mi socio, me vería con el ceño fruncido y le achacaría la culpa al trasnocho; él sí que no cree en nada desde que la muerte se llevara a sus sietemesinos, después de rogar por milagros que nunca tuvo.
En fin, tengo como seiscientos mil asuntos pendientes que debería atender en lugar de andar pensando tonterías. Me pongo a ello y al instante me interrumpe mi secretaria. No está en sus cinco, pero es eficiente. Me avisa que la tienda de instrumentos cierra temprano y debo ir a comprarle el cuatro a mi nieta Isabelita, también trae un paquete entre las manos.
– ¿Y eso? –le señalo.
–Ah, es para usted. Lo han traído hace menos de media hora y me han mandado que se lo entregue poco antes de terminar la cuenta.
–Bah, démelo de una vez.
Extiendo la mano y lo recibo. ¿Qué le habré hecho a los terrestres para que se me odie tanto?
Sudo frío, siento temblar mis manos, pierdo el dominio del cuerpo, me encojo y me retuerzo en mis adentros. La secretaria, indiferente, abandona la oficina. Repaso los últimos minutos y comprendo por qué rememoraba mi pasado, la pieza perdida empieza a encajar y sé que no haré esa llamada a Dulce, pero que ella de igual modo vendrá.
Bajo la mirada, encuentro mis dedos llenos y vacíos al mismo tiempo. Me enfrento al uno. ¡Bum!
Todo se redujo a cero.


Aldo Simetra



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