Llegando al final del camino -  Pablo Peppino

Cuando su nieta le echó aquel cuento tan similar a la historia que ella había vivido en su mocedad, que según había oído de boca de un compañero de clases que a su vez la había escuchado de su abuelo, no pudo menos que inquietarse. ¿Sería posible? Después de tanto tiempo, ¿sería posible?
La pregunta la tenía en vilo y no la ayudaba en absoluto a controlar su artritis ni a mantener la tensión en niveles adecuados. Si a esto le sumaba la nostalgia que la atenazaba por sumirse en el pasado más de lo acostumbrado desde que el cuento había removido terreno sepultado con el peso de los años, no ofrecía un muy bonito cuadro.
Su hija ya empezaba a preocuparse demasiado y le dedicaba una atención tan exagerada que la ponía de mal humor.
– ¿Te has tomado las pastillas? –le preguntaba–. ¿Quieres que te acerque a la terraza para que te dé el fresco? ¿Tienes frío, te busco el abrigo? ¿Has comido ya, tienes hambre? ¿Quieres que te prepare algo en especial? ¿Pongo el canal de tu programa favorito? ¿Te encuentras bien, mamá? ¿Necesitas que vaya a la farmacia o al mercado a comprarte algo?
– ¡Estoy vieja no minusválida! –le había gritado en una oportunidad con la voz un poco agrietada, ya cansada del fútil interrogatorio. Al ver la expresión de sorpresa y desconcierto en el rostro de su hija se ablandó un poco. –Ah, son cosas mías. ¿Por qué no sacas a pasear a María?
–No, ¿sabes qué? Me parece que necesitas distraerte un poco. ¿Por qué mejor no sales tú con ella? Aquí cerca están instalando un circo, había acordado con la mamá de Carlitos para llevarlos allí a que se divirtieran.
–Ya sabes que no me gustan esas cosas. Además ¡ya estoy lo suficientemente mayor para encargarme de acuerdos ajenos!
La hija ignoró su réplica, en cambio llamó a María y le guindó la bolsa a la abuela después de obligarla a pararse de su silla y encaminarla a empellones hacia la puerta.
–Aquí no te vas a quedar descomponiéndote el ánimo. Vamos a ver si con un poco de sol tu amargura sale espantada a otro lado. –Dicho esto cerró la puerta y dejó a su madre y a su hija haciéndose mutua compañía afuera.
La abuela no había tenido siquiera tiempo de acostumbrar su vista a la claridad imperante y casi cegadora del mediodía cuando su nieta ya la estaba arrastrando con prisa calle abajo.
–Apúrate, abuelita, apúrate. –A saberse por qué llevaría tanta urgencia.
–No tan rápido, María, que una ya no está para estos trotes.
Al fin, tras lo que pareció un aparatoso maratón para la abuela, pero no más que una habitual carrerilla para la niña, llegaron a la montada parafernalia. Un conjunto de carpas que, a todas luces, tenía todo lo que se puede esperar en esas cosas; varias tiendas amontonadas con quien sabe qué en su interior y un montón de payasos, acróbatas, bailarinas, magos y pare usted de contar alrededor. La niña miraba extasiada; la abuela, al contrario, con cierta congoja.
– ¡Mira! Ahí está Carlitos.
La abuela no miró en la dirección que le indicaba su nieta de inmediato, ocupada en recuperar el aliento de la carrera. Cuando se aprestó a seguir la dirección del dedo de la niña, demoró en darse cuenta que ya no señalaba hacia sitio alguno porque su objetivo estaba junto a ellas.
–Como mamá no pudo venir, me traje a mi abuelo para que aproveches y le preguntes tú misma de dónde sacó aquel cuento que te conté.
–Quisiera no haberme movido de casa para ver quién habría traído a quién. –Puso de manifiesto el abuelo observando de soslayo a su nieto.
–Ay, abue. –se quejó éste.
– ¿Así que no crees en mi cuento eh, pequeña? –el abuelo se inclinó un poco hacia la niña, mientras lo preguntaba.
–Bueno… yo… ehm… Mi abuela… Sí. Mi abuela quería saber…
–Así que tu abuela, ¿eh?
–Sí, sí. Acá está –la niña se puso detrás de su abuela como si necesitara que la protegiera de las consecuencias de alguna travesura–.
–Es un placer… –dijo el abuelo galante, extendiendo la mano al tiempo que dejaba la frase inacabada.
La abuela, que hasta el momento se había quedado agazapada intentando inútilmente recuperar el aliento de otra absurda competición que se libraba en su interior, extendió una mano temblorosa al tiempo que tartamudeaba.
–Ro… ro… Ro-sa… Me llamo, Rosa –dijo al fin sonriendo débilmente mientras el abuelo le sostenía la mano como si ya lo supiera y sin saber por qué, ella tampoco necesitó preguntarle el nombre. El hombre palideció, si era posible ya, dado a la fragilidad y transparencia de su piel. Se le quedó viendo con ojos fijos, profundos, como si fueran una extensión de su pasado y su presente o tal vez su futuro.
– ¿Eres tú? ¿Será posible? Dime que eres tú… –la abuela buscaba en su mirada como si examinara a través de una ventana.
– ¡Oh! ¿Eres tú, mi rosa? ¿Acaso es posible tal cosa?
A todas estas, los niños se observaban entre ellos sin comprender la escena que se desarrollaba frente a sí. Al unísono llamaron la atención de los abuelos halándolos por el dobladillo de sus prendas de vestir. El abuelo no se inmutó, mandó a su nieto a que se diera una vuelta por el espectáculo con la niña e insistió en que no regresaran hasta que hubiesen contado a todos los payasos del circo. Los niños, encantados con que aquella orden fuese en consonancia con algo que de antemano estaban planeando hacer, salieron corriendo a cumplir su cometido.
Ya libres de distracciones los abuelos se internaron de lleno en su encuentro y sin darse cuenta, su alrededor se opacó para convertirlos en protagonistas de otro tipo de función. Se abrió el telón y una obra cuyos preparativos habían empezado hace muchas décadas finalmente se concretó:

Primer Acto: Dos abuelos, apodados cielo y rosa en sus años de gloria, ahora deben reconocer la inmensidad y la dulzura que los caracterizaba en otra época detrás de sus arrugas.
– ¡Ah, Rosa, Rosa! ¡Mira lo que nos ha hecho el tiempo! Ha quitado el candor de tus labios.
–Ha estropeado el azul de mi cielo.
– ¡Tanto que me embriagaba tu rojo!
– ¡Tanto que me enloquecían tus ojos!

Segundo Acto: Cielo nublado y rosa marchita ahora se tocan y descubre el primero que puede iluminarse y la segunda, que sus pétalos van cobrando vida; concluyen que el paso de los años no ha desvencijado sus caricias.
– ¡Ah mira! Si aún te estremeces cuando mi cercanía te roza.
– ¡Oh! Y tú brillas cuando mi calidez te enciende.

Tercer Acto: Ahora que su pasado y su presente se han juntado, salen a relucir las penas compartidas que han cosechado de las siembras del ayer.
–Si tan solo hubieses aguantado un poco más, mi rosa.
–Nos habrían hecho pedazos, mi cielo. Después de todo, no éramos más que polos opuestos atrayéndose.
–Fuimos más que eso, lo sabes.
–Da igual, nos preferían extintos antes que juntos.
– ¿Y quién podría acabar con algo tan grande, Rosa? Tarde o temprano comprenderían que cuerpos que experimentan una fuerza de atracción tan inmensa no se repelen, sea lo que sea lo que se les ponga en frente.
–Ya. Y se te hubiera ido la misma vida en probar tu teoría.

Cuarto Acto: Escarbar en los recuerdos les ha agriado el ánimo, pero son sabios y se dan cuenta de que es una pérdida de tiempo lamentarse del pasado. No quieren que su momento se escurra por remover en las tinieblas de la memoria.
–Sabes, Rosa, extraño nuestras peculiares cartas.
–Y yo, mi cielo, tus mensajes cifrados en metáforas.
–Algunas eran del todo ciertas. La de los equilibristas era real. Ellos auspiciaban nuestros furtivos encuentros y nos habrían ayudado a escapar.
– ¡Bah! De nada sirve pensar en lo que pudo ser. A estas alturas, menos.
–Todavía me queda pulso para escribirte unas líneas.
–Viejo chalado. En estos días ya nadie escribe de su puño y letra. 
– ¿Acaso temes que mis trazos hayan envejecido conmigo o que yo descubra que se ha perdido la juventud de los tuyos?
–Ya está. Envíame esa carta, te la responderé siempre que mis manos me dejen.

Quinto Acto: Cielo nublado con su abuela, abuelo con su rosa marchita, se han logrado unir las cuerdas que antes habían quedado sueltas y ahora se entrecruzan formando una más gruesa. Pero falta una promesa o quizás una certeza.
– ¿Encontraste en otros ojos otro cielo?
– ¿Y tú? ¿Encontraste otra rosa en otra boca?

(Fin del quinto acto. Es hora de que los actores se tomen un descanso).

– ¡Abuelo! ¡Abuelo!
– ¡¿Tan pocos payasos hay en este sitio?! –se quejó el abuelo al escuchar volver a su nieto.
– Pocos no, abue. Cerca de los 50 perdí la cuenta.
– Y usted, señorita –dijo dirigiéndose a la niña– ¿Qué me dice? ¿Cuántos hay?
– ¡Anda! ¡Y yo qué sé! –Respondió ésta encogiéndose de hombros– ¿Por qué no le pregunta al dueño del circo? Él seguro que sabe con cuántos payasos vino.
– ¡María! ¿Qué son esas maneras de contestar? –Intercedió la abuela apenada y se contuvo al escuchar al abuelo reír sin darle importancia al asunto.
–Eso lo sacó de ti –excusó a la pequeña entre risas, encantado.
–Oigan, quieren venir para que nos dejen entrar al acto de los cróbatas. –Intervino ansioso el nieto.
– ¿Cróbatas? –preguntó el abuelo.
–Sí, abue. Los hombres que saltan y bailan en el aire y cosas así.
– ¡Ahh! ¡Acróbatas! Vamos, nieto, que te has aprendido palabras mucho más difíciles.
Y así marcharon los cuatro, infancia y vejez unidas, hacia el famoso acto.
Ya instalados en el dispuesto parapeto sentados en fila uno al lado del otro, los niños en el centro y los abuelos en cada extremo, tomaron parte del espectáculo.
Desde las alturas figuras con atuendos blancos se movían de forma espléndida, hacían trazos increíbles en el aire, sus siluetas iban y venían armónicamente como siguiendo el compás de un impecable y elaborado baile. En medio de esos arriesgados balanceos apareció en pleno vuelo una paloma y una manada de acróbatas la siguió imitando sus movimientos y surcando el viento, parecían aves juntas atravesando el cielo. ¡Era casi una locura! El público gritaba, enmudecía o se paralizaba viendo aquello. Arriba, todavía los equilibristas seguían la trayectoria del ave, que extrañamente se movía en círculos haciendo que las figuras que la perseguían formaran una especie de remolino. No entendían bien de qué iba todo hasta que se percataron de que la paloma llevaba ¿una flor? Sí, era una flor, una rosa (para ser precisos) entre el pico e intuyeron que debía llevarla a algún destino mientras los trapecistas la escoltaban en su camino.
De pronto sucedió algo sorprendente, el ave impactó de lleno con algo en las alturas. Por segundos el público temió verla caer hasta posar su cuerpo inerte sobre el suelo, pero en lugar de eso se produjo una destellante explosión y pareció que llovían miles y miles de estrellas. Luego cesó y aparecieron haciendo piruetas únicamente dos figuras: Una masculina, llevando un traje celeste resplandeciente y otra femenina, llevando un traje escarlata deslumbrante.
El público, fascinado con lo que veía allá arriba, pasó por alto el acto que al unísono tenía lugar ahí abajo. Uno más simple, sin tantos efectos trucados y estratagemas, más espontáneo, menos ensayado…

(Silencio en el teatro, los actores han vuelto a escena).

Último Acto: La promesa, la certeza, quedó en un par de preguntas sueltas. Abuelo y abuela, rosa y cielo, se encuentran algo distanciados por un par de cabezas; saben que la gente alrededor puede entorpecer sus respuestas, pero nada les impide resolverlas. Se miran a conciencia y a profundidad, de esa forma en que los ojos abren puertas y ventanas dejando a la misma vez una entrada y una salida para que todo fluya, los secretos se descubran, lo callado se manifieste, las almas se comuniquen; el pasado, el presente y el futuro se alineen. Entonces, susurran en completa sintonía:
–Nunca.

Más tarde, cuando nieta y abuela regresaran a casa y la hija quisiera indagar con su madre a qué se debía su tan buen humor, solo obtendría por respuesta un: –Ya ves, mi amargura se la ha llevado el sol. Cuando al abuelo le llegara la hora de acostar a su nieto, seguro le echaría aquel cuento aunque con una versión en que los Magos del Viento celebran y hay días soleados y primavera. Y aquella vieja esquela, después de todo, iba a tener contesta.
Porque en esta historia, casi paralela a la realidad, se cerrará el telón con un punto final, pero la actuación de sus protagonistas continuará.








–Te  amaré incluso calva.
–Te amaré hasta el final de mis tiempos.
Así comenzó la historia que ahora les refiero. De una singular pareja que demostró que amar no es solo cosa de cuento.
Sus allegados al oírlos sonreían, pero no era una risa genuina. Se mofaban, decían que aquello se lo decían todos los enamorados mientras les duraba el cariño, pero una vez ido, las promesas también emigrarían incumplidas a otro sitio.
Ellos estaban sordos, únicamente escuchaban esa melodía que el ambiente ayuda a crear cuando combina al mismo ritmo los latidos de dos almas. También estaban ciegos. “¡Abran los ojos, abran los ojos!” –les aconsejaban, pero ellos nada más separaban sus párpados para hallarse en el otro y presenciar en sus pupilas la perfección de su mutuo reflejo.
Sus encuentros y despedidas empezaban y terminaban con el mismo protocolo:
–Te amaré incluso calva.
–Te amaré hasta el final de mis tiempos.
Sus familiares y amigos insistían en la misma cantaleta; de forma cruel a veces, pero lo ignoraban: “te abandonará incluso antes de que se te caiga el primer cabello”, “en menos de lo que dura un suspiro te habrá olvidado”. Comentaban, sin medir su escarnio.
Sin embargo, él permaneció con ella después de haber perdido más de mil de sus preciosas hebras y ella se negó a alejarse de él aunque sus suspiros se hicieran más cortos cada vez.
A ella se le secaron los labios y él los humedeció con sus besos, su piel se volvió tan fibrosa como el papel y él la endureció con el calor de sus abrazos, las lágrimas no le cabían a ninguno de los dos en los ojos, pero tampoco eran suficientes para empañar la imagen del otro.
A él se le envejeció el rostro y ella cada que pudo lo renovó con su risa, los temblores repercutieron su cuerpo y ella lo calmó con su ternura, las miradas y las caricias no alcanzaban para hacerle justicia al amor que se tenían.
–Te amaré incluso calva.
–Te amaré hasta el final de mis tiempos.
Lo decían con palabras, lo emulaban en silencio. Pero la certeza y convicción con que lo expresaban, no terminó por convencer a aquellos que necesitaban ver para creer hasta que se la encontraron a ella con la cabeza descubierta antes de despedir su último aliento y a él sosteniéndola sobre sí, intentando inútilmente asirla a un mundo del que tenía que partir.
Esa fue la única vez que no cumplieron cabalmente el ritual:
–Te amo y te seguiré amando aunque no me haya dado tiempo de verte calvo. –Le dijo ella, forzándose por sonreír.
–Te amo y te seguiré amando, aun después de que volvamos a encontrarnos.
Más tarde su rito se repitió en boca de los otrora incrédulos:
– ¡La amó incluso calva!                                                    
– ¡Lo amó hasta el final de sus tiempos! 





Con el hielo de tu mirada, cariño
Se puede enfriar hasta una tarde soleada.
Tus sonrisas ausentes apenas alcanzan
Para elevar los labios en mitad de una mueca.
Ni qué decir de tu indiferencia:
Cancelaría deudas
Construiría castillos
Y me quedarían reservas.
Con el frío que provocas, cariño
Da para marcar distancias
Para conservar cadáveres
Y si la piel se eriza
No es porque la sangre bulla
Sino porque el cuerpo entero
Quiere marcar partida.
Y te lo dije:
“Los corazones no resisten bajas temperaturas”.
Antes solías ser el sol incluso cuando llovía
Mis labios no conseguían cerrarse ante tus alegrías
Cerca era demasiado lejos
El fuego se nos quedaba pendejo
Jamás habría bastado con llamar a los bomberos.
¡Ah! Aquellos tiempos...
Y ahora... Ya te lo dije, ya te lo dije.
Los corazones no resisten las bajas temperaturas.
Ni yo que tus ojos hieran
Que tus besos resequen
Que tus caricias no lleguen,
Ni toquen
Ni sientan.
Que tu calidez me esquive
Que tu atención esté vuelta
Que tu semblante me despida
Como si yo nunca fuera.
¿Te habré hecho daño yo?
¿También habré quitádole a tus días su calor?
No lo sé, pero me voy.
Por si acaso dejo una disculpa
Junto a tu hielo
Junto a tu frío
Junto a mi adiós.






¿Cómo se aprende a no decirle "no" a la persona correcta por antes haberle dicho "sí" a la equivocada? Se preguntaba, viendo caer la tarde del domingo relegada a la soledad de una banca en medio de una poco concurrida plaza, mientras el treintantón de su piso, que estaba más que entusiasmado con ella, la saludaba.
Tenía toda razón de ser su inquietud. No era para menos. Venía de haber invertido tres años en la espera de que su ex le diera un papel principal en su vida y no uno secundario, anhelando convertirse en el plato de entrada y dejar de ser el postre.
Siempre le hacía lo mismo: irrumpía a su casa, empezaba a deshacerse de sus prendas antes incluso de pisar la sala, ella siempre debía estar dispuesta, lista, preparada; lo mismo daba si se quedaba unos minutos o unas horas, no se aceptaban quejas, no se hacían preguntas, no se pedían explicaciones. El hecho es que llegaba y con las mismas se iba, y si la llenaba un tanto al rato siguiente volvía a dejarla vacía.
Ella no preguntaba ni se quejaba, sabía cómo eran las cosas. Tenía que aceptarlas de ese modo, era la norma.
– ¿Hasta cuándo seguiremos así? –Se atrevió una vez a preguntar.
–Tienes que darme algo de tiempo.
–Ya estoy cansada de esperar. –Se quejó.
–Esto ya lo hemos hablado antes.
– ¿Por qué no lo haces de una buena vez? –Pidió explicaciones.
–Ya sabes cuál es tu lugar. –La reprendió él, mirándola fijamente al tiempo que levantaba el dedo índice en señal de advertencia. Ella se replegó en sí misma, contrita y lo dejó estar. Pero fue ese repetitivo último gesto, ese que hacía antes de abandonarla y marcharse, lo que la hizo romper esa estúpida regla.
–Sí. Lejos de ti.
– ¿Qué dices? –Él había dejado su gesto a medias.
– ¡Termina de ponerte tu maldito anillo, imbécil! Lárgate a vivir con la insulsa e ingenua esposa que tienes hasta que la muerte se los lleve.
No hay mucho más que contar después de eso, solo que ese día le firmó la carta de despido a aquél que había querido por error. Y ahora, mientras se esforzaba en darle la bienvenida a alguien nuevo, no lograba desinstalar el miedo de que resultara semejante al anterior. De manera que la inquietaba cómo apagar esa inútil sensación disparada cual alarma cada vez que se le acercaba alguien como el treintantón, que entretanto tomaba asiento a su lado.
Nada tenía en claro, ni siquiera la respuesta que iba a darle a él en definitiva. ¿Y si no era la persona correcta? ¿Y si volvía a decirle "sí" a la persona equivocada?
–Oye, tómatelo con calma ¿quieres? –Le escuchó decir. Le arregló un mechón de cabello rebelde que salía corriendo tras el viento y le recorrió el borde del rostro antes de apartar la mano por completo. Sonreía, como intentando transmitir esa tranquilidad que proclamaba y que a ella le faltaba. Extrañamente se sintió reconfortada.
Concluyó que no tenía respuesta a su más grande interrogante, ni al montón de pequeñas incógnitas que atenazaban su cabeza. Le devolvió la sonrisa a su acompañante y dejó que la paz que impregnaba esa tarde la invadiera.



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