"Al rezar de brazos cruzados":
Un sujeto espera
Un verbo no será conjugado
La oración, un simple enunciado,
Terminará siempre en prédica y nunca en predicado.







–Ese lo tiene chiquito.
– ¡Pero si es toda una enormidad!
– ¡Jum! Hágame caso, mija, esos que se ven grandotes e imponentes por fuera a la hora del té no sirven ni para poner a punto el pastel.
–Pero si está divino. El tamaño es lo de menos, lo que importa es que funcione.
–Ya la quiero ver yo cuando venga con hambre atrasada de casi un verano saciarse todas las ganas de comer con tan pequeño aparato.
–Mmm, yo no creo que sea tan pequeño, me dan ganas de echarle un vistazo de primera mano a ver qué se trae de bueno. –El hombre que escuchaba inalterable en un rincón intervino, presto a despejar todas las dudas y reticencias del par de señoras y así elevar su orgullo herido.
–Así que... ¿Cómo lo diría en términos un poco sutiles...? ¿Quieren que les dé una muestra de la calidad de mi mercancía?
–Si no es demasiado pedir, por favor.
–Por mí ni se moleste, joven. Sé bien que ahí no hay mucho que ver. –El hombre trató de ignorar el último comentario y con semblante estoico y actitud imperturbable les exhibió su paquete a ambas señoras, que por un rato se quedaron mudas mientras lo examinaban.
–Viste, ¡te dije que lo tenía chiquito! –Declaró la señora de más edad. El hombre se puso nervioso e hizo una pequeña mueca que escondía su desconcierto. La señora más joven se compadeció y sonrió débilmente para consolarlo.
–Tampoco es necesario que sea tan grande, dicen que lo bueno viene en frascos pequeños.
–Sí. ¡Y la insatisfacción también! A ver si querré yo una cosa tan chica que parezca juguete de bebé. 
–Pero este no va mal, algo se puede hacer.
–Mira, tu di o haz lo que quieras, pero a mí una minucia como esta no me hace gracia ni en Noche Buena. –El hombre cansado de que desprestigiaran su artilugio de tal modo, replicó:
–Serán “otras” las que no pueden hacer ninguna gracia con ella, porque esta “minucia”, como usted le llama, no juega.
– ¿Oíste a este desvergonzado, querida? Sus palabras tienen más repercusión que las dimensiones de su...
– ¡Mire, señora, me ha sacado de quicio! Si usted desea algo más grande, ¡éste no es el sitio!

– ¡Bermúdez!
– ¡Mande, Jefe!
– ¡Venga un momento, por favor! –El hombre atendió al llamado de su patrono, aún indignado y acalorado por la discusión con el par de mujeres.
– ¡¿Pero qué le pasa, hombre?! ¿Quiere dejarme sin clientela?
– ¡Pues favor que le haría si todos son como aquella vieja! Anda buscando algo más grande y ya le digo yo que “grande” debe ser el pobre desgraciado que se la cale.
– ¡Más respeto, Bermúdez! Que de viejas como aquella es de donde sale el dinero para pagarle el sueldo. Y para ser sinceros, entre un comprador y un empleado, usted ya sabrá qué prefiero. Ahora va, se disculpa educadamente y le ofrece algo que se adapte a lo que quiere.
–Corriendo, Jefe. –Expresó resignado, mientras se encaminaba obediente a cumplir el mandato:

–Señora, me disculpo por mi atrevimiento. Como usted ha demostrado ser partidaria de la satisfacción en tamañas proporciones y la palabra “micro” nada tiene que ver con algo gigantesco, le ruego, por favor, me acompañe al siguiente pasillo, en donde disponemos de hornos dobles y cocinas de seis hornillas para gente tan desubicada e inconforme como usted.
– ¡Jaa! ¡Qué insolencia! ¡Pero qué se ha creído éste…!

– ¡¡Bermúdez!!...


Aldo Simetra




Como buen cristiano Jacinto asistía a la misa de esa mañana oyendo el sermón del padre, sentado en uno de los bancos de la tercera fila entre Doña Concepción y la señora emperifollada que recién había llegado al pueblo. No dejaba de llamarle la atención ésta última; no por su físico ni sus ademanes, sino más bien por su conducta.
La señora no dejaba de vigilarlo de reojo, alarmada, como si su cercanía fuera una amenaza. Si Jacinto se movía ella se quedaba impávida, como en guardia, y permanecía en tensión hasta que él terminara su cambio de posición. En una de esas se ladeó un tanto hacia ella: Doña Concepción necesitaba más espacio, así que él muy amablemente y de buen grado se arrimó un tanto. Faltó que lo hiciera, la señora se apretujó en ella misma inclinándose hacia el extremo opuesto, se tensó toda, al punto de parecer una estatua comprimida.
Jacinto no la entendía. Para explicar su comportamiento lo único que pasó por su cabeza fue: “¡Qué rara que es la gente de fuera!”.
Siguió prestando atención a la liturgia y se olvidó de la mujer hasta que llegó el momento del Ad pacem. No hubo el cura acabado de decir: “Daos fraternalmente la paz”, cuando Jacinto ya estaba estrechando la mano de la mujer dándole el tan fraternal saludo. Al instante, ésta pegó un grito que alborotó a toda la concurrencia y se oyó como eco en toda la capilla para luego desmayarse, haciendo que todo mundo se apartara de sus puestos y hasta el clérigo abandonara el altar mayor.
– ¿Pero qué sucede aquí? –preguntó preocupado, aunque también exasperado por la interrupción intempestiva de sus oficios religiosos.
–Nada, padre. –Explicó Jacinto, quien ya había sumado dos más dos y ya tenía las cuentas claras del origen de la extrañeza de la señora emperifollada–. Que la mujer al verme recordó el color de su corazón y se asustó al ver que su interior se pudría y mi piel no.
– ¿No le habrá hecho usted una fechoría?
– ¿Cómo se le ocurre, padre? ¡Dios me libre! Aunque no sería mala idea que un servidor de mi raza le hiciera a ésta mujer una gracia.
– ¡Jacinto! ¡Que estamos en la casa del señor!
– ¡Pero si lo digo con buena intención!
A todas estas la mujer despertó de lo que creía había sido un mal sueño y cuando se halló en los brazos de aquel gran negro, se agitó lanzando manazas y emitiendo muecas a duras penas contenidas mientras gritaba desaforada, rabiando porque el hombre le quitara las manos (que no las tenía) de encima. Ante la evidente causa de su desfallecimiento, los demás ocupantes del recinto dieron voces de pena y se mantuvieron a raya con vaya usted a saber qué emoción asomada en la cara. Jacinto fue el único que no guardó distancia y la instó a acabar su perorata de insultos y blasfemias lastimeras.
– ¡Agua bendita, agua bendita! ¡Báñeme de agua bendita, padre! Necesito limpiar mi cuerpo de las manos de ese negro.
– ¡Ya, mujer! Si cree que un baño la limpia y la purifica, yo mismo le busco el jabón y le pido prestada la regadera al jardinero de Doña Concepción. –El padre se quedó viendo la escena y luego intervino.
– ¡Jacinto! ¿Es que usted la ha tocado?
–Bueno, padre, ¿cómo iba a saber que…? ¿Quería que la tirara al suelo?
–Venga, venga. Meta no más las manos en la pila, es usted quien debe limpiarlas de ese cuerpo. –El negro sonrió de medio lado ante la ocurrencia del padre, pero no se movió. La mujer seguía gritando a viva voz:
– ¡Agua bendita, agua bendita, padre, por favor!
No se calló hasta que un par de señoras, hartas de escucharla, levantaron una de las grandes pilas del preciado líquido que descansaban en el santificado recinto y se la vaciaron encima. La bañaron completica y las ropas se le pegaron a la piel trasparentando su figura. Ya no gritaba, pero temblaba de pies a cabeza mientras trataba de cubrir inútilmente sus partes. Jacinto, que la tenía de frente, tuvo una magna visión de su silueta y entonces dejó oír:
– ¡Dios me libre ahora de caer en la tentación porque ahí sí que no se salva ni usted ni yo!
– ¡Atrevido! –Gritó la mujer como comienzo a una serie de improperios, pero se detuvo no más ver el torso del negro al descubierto que se había despojado de su camisa. En el embelesamiento en que se sumió viendo el conjunto de musculatura más que bronceada que tenía ante sí, que irradiaba una fuerza descomunal y dominante, no pudo percatarse a tiempo de que el hombre había logrado cubrirla con su prenda. Por eso cuando dijo que ni loca dejaría que la vistiese con su ropa, el reclamo llegó tarde y tuvo que soportar a duras penas que el hombre le dijera:
– ¡Ah, caramba! Lo hubiese dicho antes. Con el gusto que me hubiese dado quedarme con mi camisa mientras disfrutaba de su vista.
– ¡Descarado!
– ¡Descarada usted, que no me quita los ojos de encima desde que me desnudé!
La mujer parpadeó varias veces sin saber a dónde dirigir la cabeza para disimular y se mordió la lengua al encontrarse otra vez con el torso del hombre. Jacinto le mostraba los dientes que relucían en medio de la oscuridad de su tez, en una amplia sonrisa. El padre que seguía de cerca la escena junto con todos los asistentes a misa, soltó de pronto:
–Donde éste par siga así, tendremos boda en pocos meses.
Tras oír esas palabras la mujer salió corriendo del recinto con todo y camisa ajena puesta. El negro la siguió con los ojos, risueño, sin poder evitar que el hecho le causara gracia. El cura llamó al orden a los restantes, que luego abandonaron la sagrada estancia como si nada hubiese pasado. Pero sí que pasó.
La noche de ese día la mujer se removía intranquila en su alcoba, sin poder quitarse la imagen de Jacinto de la cabeza. En más de tres oportunidades se despertó sobresaltada tratando de poner fin a unas vívidas pesadillas en donde él estrujaba su cuerpo, se cernía sobre ella, la exploraba desnuda, la saboreaba, se alimentaba de ella y la hacía alimentarse de él. En una de esas despertó gritando al oírlo en sueños susurrarle: –Vas a comer chocolate del bueno, mujer.
No pudo seguir durmiendo. Se levantó temprano y para alejar esos males quiso anular cualquier cosa que se lo recordara. Incurrió en notables estupideces: puso manteles blancos sobre la mesa de ebanista del comedor en donde se serviría el desayuno, se prohibió tostarse el pan, no tomó café, se preparó solo leche de beber y se deshizo de todo el chocolate de la despensa, no sin cierto remordimiento. Pero ¡por Dios! No podía siquiera pensar en consumir tan divino alimento sin imaginar sus labios, su lengua o su boca entera en contacto con la piel del negro.
Pasó malos ratos a costa de satisfacer sus recientes caprichos hasta bien entrada la tarde, cuando un fuerte trueno repercutió en el interior de la casa causando un gran estruendo a la vez que unos fuertes golpes en la puerta la sobresaltaron a tal punto de paralizarle los latidos y hacerla estremecer. Se dirigió hacia el tosco llamado recelosa y abrió con cautela. Una fuerte brisa se adentró de golpe y sin invitación alborotándole con total desvergüenza las prendas y la desenvuelta cabellera, cargada de la humedad de la lluvia que empezaba a galopar contra el suelo sin piedad, macerando la tierra que bostezaba emanando el hálito de su letargo.
Un tronco macizo y fornido invadió el vano de la puerta al tiempo que una de sus robustas ramas se atrancaba bruscamente en la jamba, ocupando todo su campo de visión. Se quedó en seco, paralizada por la impresión. Cayó tan de bruces a ella que podía notar el agua resbalando rauda por su superficie.
“Ahora sí no tengo salida” –pensó impávida, presa de su propia turbación.
Ahí estaba, frente a ella, el motivo de su desvelo y reciente malestar echando todas sus precauciones y anhelos de olvidarlo por la borda; para colmo de males y para acentuar su descaro, con el torso pétreo y resplandeciente en gotas de agua al descubierto. Estaba pasmada, casi hipnotizada viéndolo, mientras en sus pensamientos se agolpaban imágenes de las últimas pesadillas de las que empezaba a aterrorizarle considerablemente el hecho de que solo fuesen sueños. Entonces lo escuchó resuelto, decidido, con esa determinación y virilidad que estaba impresa en cada uno de sus músculos:
–Se ha llevado usted una prenda mía y yo de aquí no me marcho hasta llevarme una suya.




Relacionado con: Maleficio


Me encanta la humanidad. Claro que, teniendo en cuenta que la integra un puñado de individuos descarrilados, serviles, monótonos y de reflejos lentos; debo poner a resguardo mi reputación y especificar que lo que realmente me seduce es su sabor, su olor, su temperatura, su mecánica respiración… Degustarlos, drenarlos, despilfarrarlos, deleitarme con el aroma del líquido que hierve bajo su piel, clavar mis colmillos en su carne y abstraerme en el fluir del metal rojo que abandona raudo su sistema para inflar ardientemente mi organismo, despertando hasta el éxtasis cada fibra para embriagarme del poder absoluto.
A veces los escucho llamar a Dios en ese momento tan glorioso para que haga algo por ellos, entonces alzo la cabeza al cielo en el culmen del más enajenado placer y espero. Nunca se ha manifestado, por supuesto, y siempre me queda insatisfecho el deseo de agradecerle por tan suculento alimento.
Es fascinante lo que una gota de ellos puede hacer, pero ni vaciar por completo al último mortal bastaría para aplacar mi sed.
Me encanta la humanidad, ya lo sabéis. A mi manera. Del mismo modo en que ellos dicen amar sus trabajos para ocultar que lo que en realidad aman es el dinero.
Huelo… Huelo… ¡Oh, sí! ¡Sangre fresca! Mis sentidos han detectado dos envoltorios de mi comida predilecta. La oscuridad, fiel cómplice que desde siglos me acompaña, me avisa que ya es hora de la cena.
A ver, ¿qué especialidad será? Los estudio, los evalúo como ellos observarían la etiqueta de un producto antes de adquirirlo. ¡Bah! Al final todo es una cuestión de apariencias y en su caso, una cuestión de publicidad. Decido que me gustan el color de sus cuerpos y sus cabellos, y la forma en que se desdibujan sus músculos. Escucho lo que se dicen: “Me tienes alucinando como idiota”, “Lo quiero todo contigo”, “Por ti mando al carrizo a lo efímero”. Hum... ¡Vaya, vaya! Parece que voy a cenarme a un par de románticos que cree que el amor les durará hasta la muerte. Les haré el favor de no sacarles de su error y convertir en  realidad su patético anhelo; después de todo, ¿quién soy para contradecirles?
Ahora solo pienso en morder, morder, morder... Siguiendo mis impulsos atravieso el aire en milésimas de segundo y muerdo primero al humano de cabellos más largos, justo en la protuberancia tan apetecible que se le hincha por encima de su órgano vital. Le oigo gritar, a pesar de no haberle dado el ataque definitivo. ¡Por las tinieblas! ¡Cuánta cobardía va impresa en su alarido! Me maravilla inspirarle miedo, pero aborrezco las vibraciones en mi oído. 
Su acompañante se alarma, me da un manotazo, quiere ahuyentar el peligro. ¡Yo soy el peligro! Podría doblegarlo sin una pizca de esfuerzo antes de que le dé tiempo a parpadear.  Quiero jugar, les daré algo de tiempo. Al fin y al cabo me sobra eternidad.
El hombre intenta asirme en la oscuridad, hace malabares para atraparme. ¡Argh! ¡Qué actuación más mediocre! Me hace perder de inmediato el interés. No, no me malinterpretéis: ya no me resulta entretenido, pero todavía me lo quiero comer. A este sí lo despacharé sin dilación por hacerme retrasar mi placer.
Ubico la zona perfecta donde plasmar una profunda mordida y antes de dejarle reaccionar mis colmillos han atravesado su carne. Siento el manar de ese elaborado fluido trastocar violentamente mis sentidos, me estremezco explayándome en la excelsa sensación de catar y atiborrarme de vida, de lo que realmente es vida y no la definición absurda e intangible de lo que ellos creen que es.
¡Oh, aromas…! Una ráfaga de viento me empapa el olfato del delicioso néctar que estoy ingiriendo y me trae el olor impávido del recipiente cercano del que estoy a punto también de consumir. Alzo la cabeza al cielo como de costumbre y…
¡Paf!
– ¡Ay!, cariño, ¿quieres matarme a mí también?
–La próxima dejo que esa criatura maldita te desangre. Casi nos vacía las venas.
–Tampoco exageres, como mucho logró atravesar la piel.
– ¡El chupasangre ese me succiona el cuerpo y yo exagero!
–Ya, amor. ¿Por dónde íbamos?
–A ver si mañana traes un insecticida decente.
–Listo. Ahora ven aquí. Ese endiablado bicho no se podrá dar un banquete, pero te aseguro que nosotros sí. 
– ¿Ah, sí…? ¿Cuánta hambre tienes?
–Acércate no más pa´ que te enteres. Ahora solo pienso en morder, morder, morderte...
Dominado por mis impulsos atravieso el aire y muerdo uno de sus turgentes pechos. La oigo gemir contoneándose a pesar de que apenas he rozado su pezón con mis dientes. ¡Por los cielos! ¡Cuánto deseo va impreso en ese sonido! Me maravilla inspirarle un ansia tan vehemente, adoro que su cuerpo vibre al contacto del mío...


Aldo Simetra




Mami tiene los ojos morados. Papi dice que la quiere. En la escuela me enseñaron que el rojo y el azul hacen morado; como los corazones son rojos y al agua siempre la pinto de azul, sé que el amor de papá y las lágrimas de mamá se mezclaron y por eso se ve así.
La miro ponerse un polvo blanco sobre el morado. Me dijo que se quiere ver rosa, pero el rosa no se hace así; se hace con rojo, ahora se ve un poco gris.
Vamos a salir, hay mucho sol afuera. Lo sé porque se ha puesto sus lentes oscuros y para ir igualitas, yo me llevo los míos. Mami no lo sabe, pero no me gustan sus ojos como están ahora, tienen el color del café que es amargo y no sabe nada bien. Prefiero ver sus ojos cuando les pega el sol, se vuelven verdes. Me ha traído a un sitio raro con muchos hombres de uniforme, parece una escuela de grandes solo que esta se ve fea y sucia. ¿Será para gente mala? Todo está negro, ese color aún no me sale. Mamá habla con uno de esos hombres y no se quita los lentes, yo tampoco.
Al fin salimos de allí. Me gusta donde estamos ahora, hay mucho fucsia, es mi color favorito, pero no sé cómo se hace. Mamá se hizo algo en el pelo, ahora se ve naranja con el sol como la casita nueva en la que vivimos las dos.
Tengo días sin ver a papá. Mami dice que ya no lo quiere. Yo lo quiero, pero desde que no lo veo a mamá no se le ponen los ojos morados. Siempre están azules, con su pelo rojo y su sonrisa enorme. No sé cuándo vuelve papá, no quiero preguntarle a mamá. Pero no sé de qué color pintar los corazones ahora que las lágrimas de mamá son transparentes y papá no está.




El mundo ya tiene demasiadas imitaciones. Defienda la originalidad. Con la tecnología de Blogger.