¡Bon appétit!‏

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– ¿Qué haría si le anuncio que posiblemente está a punto de alimentarse de su esposo?
La dama  arruga la frente consternada, me escruta con los ojos intentando entender mis palabras. Imperturbable la observo sin siquiera mover las pupilas. Disfruto levantando el labio en un amago de sonrisa que mi invitada interpreta correctamente mientras el color abandona su rostro y el miedo resplandece en su mirada. Justo antes de que el terror se apodere de ella me permito un gesto compasivo y le suelto:
– Es broma.
Niega de forma apenas perceptible emitiendo un gemido que se oye como un lamento, le muestro mi perfecta dentadura amigablemente y ahí es cuando deja salir el aire que se le atora en los pulmones, me devuelve trémula la sonrisa y la sangre vuelve a fluir con avidez en sus mejillas.
– ¿De verdad, no sabe dónde encontrarlo? Dicen que este fue el último sitio que visitó. –Insiste suplicante mientras reprime un sollozo. ¡Ahh... y vuelta a empezar!
Con ella van cuatro en lo que va de semana. Se pierde una persona en el pueblo, se corre el cuento de que no se los ve desde que atravesaron mi umbral y entonces, tengo yo alguien irrumpiendo en mi residencia a la hora de la cena e impidiéndome ir a cazar. Ya se me ocurrirá qué hacer con el ingenioso que encuentra en que la gente se extravié en el interior de mi hogar algo gracioso. Yo, solemne seguidor de la etiqueta, antepongo los modales a mi comodidad y asumo el papel de anfitrión: los invito a sentarse a mi mesa, digo algo con gracia para romper el hielo impuesto por su falta de decoro (¡mira que presentarse en casa ajena sin mera cita o previo acuerdo!). De inmediato abordan el motivo de su visita: “Creí que podría hallar a mi hijo/hermana/padre aquí y bla, bla, bla...” Al menos todo queda entre familia, pero algo diferente no estaría mal para variar; empieza a repugnarme tanto lazo filial.
La señora ahora llora, ¿cómo dirían los campesinos de este ignoto pueblo?  “A moco tendido”; ehm, la jerga coloquial nunca me ha gustado mucho. Si hubiese probado su copa se habría ahorrado su lastimero llanto al enterarse del contenido. La insto a beber. Ella obedece. No pierdo detalle de la forma en que inclina con parsimonia la cabeza mientras vierte la copa entre sus labios, el líquido se abre paso en su garganta a través de las distensiones en su cuello y en un auto reflejo repito el movimiento de tragar que visualizo, molestándome ostensiblemente al advertir una necesidad irreprimible de llenar también mi organismo. Sin embargo, mi invitada me resulta cada vez más provocativa y me domino.
–Sí que tenía buen gusto su marido.
Ella hace una mueca extrañada. Dudo si le ha sentado mal mi cumplido o lo que ha bebido.
– ¿Cómo dice...? –Replica retirando a medias la copa de su boca, dilucidando mi duda, mientras lucha por identificar el sabor que se adhiere a sus papilas gustativas–. Disculpe, ¿qué, qué...?
–Su marido –Digo por toda respuesta. Me mira otra vez consternada y confusa, las arrugas que se le forman en la frente arruinan la tersura de su rostro. Yo inclino la cabeza a medias sin quitarle los ojos de encima que se avivan cada vez con la conciencia de su proximidad y empiezan a dar muestras del deseo que me embarga. Aleja la copa de su rostro un tanto asqueada, pero aún la sostiene entre las manos que la agitan torpemente intentando ir en consonancia con sus pensamientos cada vez más esquivos, más errantes, más confusos.
–Ha…ha… ¿Ha-rold? –Dice sin convicción, a la vez que la incertidumbre y el espanto luchan por inmortalizarla en una suerte de cuadro. La mujer mira por turnos la copa y mi rostro. Decido ayudarla a aclarar sus ideas.
¡Et voilà, el nombre! Me preguntaba cuál sería cuando se lo serví.
Mi invitada parece reaccionar o enloquecer, me mira con los ojos desorbitados, se ha detenido nuevamente el flujo sanguíneo hacia sus mejillas, las manos temblorosas en demasía han dejado finalmente caer la copa y lo poco que quedaba de su marido ha conseguido descansar en paz ensuciando el linóleo de mi piso. Suspiro ruidosamente restándole importancia al asunto.
–No se preocupe, estaba un poco rancio. De seguro usted ha podido degustarlo en mejor estado.
Lanza un gemido inarticulado, parece atorársele en la garganta junto con el sorbo de plasma que acaba de consumir. Durante casi un minuto la veo asfixiarse sosteniéndose con ambas manos el cuello y debatiendo entre vomitar palabras o una parte de su cónyuge que es incapaz de digerir. Al final se dobla sobre sí misma obedeciendo a arcadas involuntarias, pero no logra expulsar más que saliva.
–Us-ted… ¡¿Usted le mató?! –Me acusa. Hago una mueca de disgusto.
–Es una forma de verlo –replico imperturbable desde mi posición– ¿No le parece lamentable que ustedes los humanos sean envoltorios desechables?
La dama se queda horrorizada con los ojos en blanco, me mira con gesto reprobador, su cabeza se mece al ritmo del vaivén de la negación, sus labios se fruncen y se estiran, vacilan, me tientan, me exigen...
–No, no… Es… es otra broma. Juega… jue-ga con-mis nervios. Está solo…
– ¡Oh!, ofrezco disculpas por mi sentido del humor. ¿Aceptaría también mis condolencias? Después de todo, su marido era un hombre muy… nutritivo.
Al oír esas últimas palabras algo se enciende en la mirada de la mujer, la ira inunda sus marcadas facciones, su cuerpo se tensa. Por primera vez deja de observarme a voluntad y evalúa los utensilios predispuestos en la mesa, que para mí no son más que parte del decorado. Sus ojos se clavan insistentes en un cuchillo que no tarda en cambiar de lugar. Como en cámara muy, muy, lenta noto la media rotación del tronco, el levantamiento del brazo al nivel de la cabeza, el leve giro de la muñeca con el puño cerrado alrededor del mango del filoso utensilio, la curva que se dibuja en el aire cuando hace ademán de herirme con el arma que ha elegido, las venas y los tendones extendiéndose bajo la piel, la contracción de los músculos de su antebrazo, los pliegues que surcan su cuello, el sube y baja acelerado de su protuberante pecho, el mechón de cabello que se ha colado entre ellos, las pequeñas gotas que transparentan su frente, la presión que oprime su boca dejando entrever sus dientes, el ardor en las pupilas, su aliento, el aroma que emana su carne haciéndose más nítido y activando mis instintos. Llega mi turno de quedarme impávido: como un espectador deleitándose ante una maniobra circense veo con asombro el punzante objeto a un palmo de mi tez y la mujer con expresión pétrea resguardada tras él; amenazante, si las ligeras convulsiones de su cuerpo no la delatasen.
Quiero reírme de su ingenuidad, pero me descoloca su entereza. Hago que en su semblante se refleje mi desorden interno al mostrarle mi verdadera imagen: las arrugas que se extienden por mi cuello hasta perderse más allá de mi frente se acumulan bajo la piel de mis ojos, que se tornan despiadados sin el falso velo de humanidad; los labios separados en un amago de sonrisa que hace visible mis afilados incisivos, contra los que no podrá luchar su inútil cuchillo. Acerco mi mano cadavérica a una de sus mejillas, con la uña gélida del dedo índice repaso su tersa superficie dejando un trazo vivo y chorreante. Luego lo llevo hacia mi boca saboreándolo con fruición.
Ella contiene la respiración, suelta el cuchillo, entreabre los labios, se traga la nada que llena su boca, parpadea, gime, deja libre una lágrima… Es cuando desgarro la lentitud y pasividad imperante, me apodero de ella, desato su aliento, le obligo a vomitar el vacío que toma forma de grito, detengo el aleteo de sus párpados evitando que sus fluidos terminen por humedecer todo su rostro y encarcelo hasta el último de sus sollozos. Litros y litros de ella se derraman en mi boca, tiene la densidad y la concentración perfecta como para embotellarla al estilo del más exquisito vino, pero quiero bebérmela hasta la última gota y prefiero la cata antes que las preparaciones enológicas.
¡Vaya, vaya, alguien se acerca…! Irrumpe a mi vereda… Le oigo atravesar la verja…, sus pasos repiquetean sobre el camino de grava…
Ahora sube los peldaños de piedra… ¡Demonios!
La interrupción…
Escucho sus toques en mi puerta, su insistencia denota que no se irá antes de echar abajo el umbral. El ruido que hace me impide darme festín a gusto. A desgana abandono el cuerpo a medio drenar y me arrojo colérico hacia el portal.
– ¡Es que ni en paz se puede comer aquí!
– ¡Oh, lo siento! –Su exagerada reacción me alerta sobre mi aspecto y en un parpadeo de ella adopto una imagen a su semejanza. Sacude la cabeza como deshaciéndose de un disparate, pero me observa fijamente temiendo que vaya a desmaterializarme.
–Le ruego me disculpe. Busco a mi cuñada. En el pueblo…
¡Por las tinieblas! ¡Qué familia tan numerosa!
Parte de mis pensamientos se exteriorizan en la dureza de mi semblante y la presión de mi mandíbula. Ella opta por guardar silencio y observarme.
–Eh… Tiene un poco de salsa en… –me advierte con torpeza señalando mi barbilla. Limpiándome con la ayuda de la lengua y el dorso de un dedo índice, sonrío ante su errada perspicacia. Mi gesto debe de resultarle gracioso, porque sus labios se distienden divertidos.
– ¿Su cuñada?
–Ah, sí. Beatrice. Fue tras mi hermano. ¿No se habrán dejado caer por aquí?
–Veamos… Suelo ser más locuaz con el estómago lleno. –La invitación…:– ¿Gustaría de acompañarme a cenar?
Balbuceando busca alguna excusa para rechazarme, yo le lanzo una nada decorosa mirada abarcando toda su silueta y añado:
–No se imagina el honor que me haría el tenerla en mi mesa.
Como sabía que haría se sonroja y atraviesa el umbral tras aceptar mi invitación con una ligera inclinación de cabeza. Mientras la precedo hacia el comedor no deja insistir en el verdadero motivo por el que está allí:
–…cualquier dato del que disponga... Abrigo la esperanza de que me sea de utilidad para dar con su paradero.
–En el mejor de los casos están disfrutando del paraíso.
– ¿Y en el peor? –el chiste…:
– ¿Quién sabe? Puede que hayan alimentado a un vampiro.
– ¿Las criaturas mitológicas que salen de noche en busca de sangre humana?
–Admiro la creatividad de su especie. Me pregunto qué cuento de ficción les habrá hecho creer que nosotros jamás tomamos desayuno.
Arruga la frente consternada, me escruta con los ojos intentando entender mis palabras. Imperturbable la observo sin siquiera mover las pupilas. Disfruto levantando el labio en un amago de sonrisa que mi invitada interpreta correctamente mientras el color abandona su rostro y el miedo resplandece en su mirada. Justo antes de que el terror se apodere de ella me permito un gesto compasivo y le suelto:
–Es solo una broma de mal gusto.
– ¡Qué curioso es su sentido del humor, señor! Y bien, ¿sabe usted algo de ellos?
–Por favor, beba un poco. En seguida le cuento. A la postre, quizá nos quede tiempo para esclarecer algunas cuestiones sobre mitología.
Ella hace una mueca extrañada. Dudo si le ha sentado mal mi comentario o lo que ha bebido.
– ¿Cómo dice...? –Replica retirando a medias la copa de su boca, dilucidando mi duda, mientras lucha por identificar el sabor que se adhiere a sus papilas gustativas–. Disculpe, ¿qué, qué...?
Esta vez sí me sé el nombre:
– ¿Encuentra a gusto su Beatrice?


Aldo Simetra




4 comentarios:

  1. ¡Por las tinieblas! Qué bien escrito está este terrorífico relato. Le falta mucha humanidad a este vampiro, y le sobra gula. Un abrazo.
    A partir de ahora voy a creerme a pies juntillas vuestra invitación para que comentemos...

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    1. Jaja, muchas gracias, Javier. Haces bien en tomarte nuestra invitación en serio. Un abrazo desde por acá.

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  2. Un relato espectacular, Fritzy. Me pareció un poco largo antes de leerlo y me quedé con ganas de más después. Es original y está escrito con maestría. Describes muy bien la psicología irónica del vampiro, las reacciones de sus invitadas, el intento de agresión de la víctima visto desde la perspectiva del vampiro. En fin, que me ha parecido buenísimo!! Comparto encantada :)

    Un abrazo grande y feliz finde!!

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    1. Qué gusto leer su comentario, Julia! Me complace que le haya encantado. Le agradezco mucho el compartirlo.

      Un abrazo desde por acá y feliz fin de semana. ;)

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