Derroche de Efluvios‏

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Uno podía predecir la llegada de Ernesto desde a dos metros de distancia por el inconfundible aroma que se gastaba. Más de una vez le dije en broma que debería venderle a una perfumería su patente para hacer más duraderas las fragancias y así ganarse una buena plata. Él sonreía risueño haciendo cuenta únicamente de la parte monetaria del chiste.
– ¿Usted la compraría? –me preguntaba. A lo que yo respondía:
–Si hace que perduren fragancias como la suya, nunca.
Es que el hombre, sin hacer distinción entre ocasiones informales y especiales, sabía apestar a lo grande. Le gustaba visitarme en la tienda según él a traerme humor gratuito a domicilio, pero a mí su grandilocuencia siempre me costaba al menos dos clientes que salían al trote cuando él hacía acto de presencia.
Era la hora del almuerzo cuando se le ocurrió hacerme la visita un día y yo agradecí que el negocio no estuviese relacionado con comida porque de seguro los comensales no habrían querido probar bocado y me demandarían alegando que los alimentos se encontraban en mal estado.
– ¡Pero, Ernesto! ¿Desde cuándo está ahorrando agua? –le saludé arrugando la nariz al verlo entrar.
–Todavía no rompo mi último récord, así que no me ponga esa cara.
– ¡Hombre, usted siempre superándose! ¿Por qué no le hace un favor a su prójimo y se echa un balde? Apiádese de los demás mortales.
–Mire, Joaquín, si quiere piedad vaya a la iglesia. Yo soy de libre albedrío. Además no llevo mucho tiempo, se lo aseguro.
– ¿Cómo no, Ernesto? Si ya le lleva la delantera al camión de desechos, y eso que va en ruedas.
– ¡Bah! Eso es que usted es de olfato sensible.
– ¡Sí...! Yo y la mitad de la clientela de la tienda, me parece. ¡Un poco de consideración!
– ¡Consideración debería tenerme usted a mí! Con el polvo, el humo, la contaminación y las bacterias es más lo que tardo en quitarme la mugre que en ensuciarme. Uno termina escogiendo una de dos: o no salir jamás de la espuma de la ducha o quedarse tal cual y no entrar nunca.
–No, qué va, Ernesto. Usted no tiene remedio.
–No hablemos de remedios que ya le hago yo una lista de un puñado de gente que necesita escarmiento. Yo en dado caso siquiera hago más que enrarecer el olfato o hacer que arruguen un poco la nariz, pero si viera...
En ese momento entró una clienta peculiar a la tienda que le hizo interrumpir su perorata. La mujer iba extrañamente vestida con una especie de abrigo manchado y raído, del cual aferraba fieramente las solapas contra su pecho como si temiera que saliera huyendo lo que fuese que ocultaba debajo. El cabello le colgaba en apelmazados mechones por encima de los hombros y se le enredaba pringoso sobre el rostro. Su apariencia dejaba claro que lo que fuese que llevara puesto la había dejado desprotegida ante algún tipo de inclemencia y pronto los efluvios que emanaban de su presencia, junto a la de Ernesto, terminaron por debilitarle totalmente el estómago a los pocos posibles compradores que permanecían en la tienda, quienes no pudieron más que huir espantados.
– ¿Qué se le ofrece, mademoiselle? –La indagó Ernesto solícito, tomándonos desprevenidos a la recién llegada y a mí.
–Solo quiero un analgésico y algo para asearme un poco. –Al decirlo se recorrió a sí misma con la vista y apenada agregó–: Eh, disculpen mi aspecto.
– ¡Si se le ve tan rozagante como una flor!
–Como una flor remojada valdría decir... –solté con demasiada sinceridad ante la observación de Ernesto, quien me puso a raya con una fiera mirada al ver que la mujer se sonrojaba de la vergüenza.
–No le haga caso a este mequetrefe, ma belle. Que si su tienda está vacía es precisamente por saber un cuerno de cortesía y otro menos de atención al cliente.
–Estaba llena antes de que entraran. –replico con desdén, preguntándome desde cuándo el imbécil de Ernesto habla en francés. Él hace un gesto displicente con la mano como si mi comentario fuera una mosca perturbándolo.
– ¿Usted también tuvo un accidente? –Lo increpa preocupada la desconocida. Yo intervengo presto a tranquilizarla:
– ¿Cuál accidente? Ese es su atuendo de todos los días.
Al instante un periódico fue separado de la pila del mostrador y consiguió nuevo destino impactando de lleno en mi cuello y parte de mi cabeza.
– ¿Cómo dice?
–Que va a revisar las estanterías... –terció Ernesto “corrigiéndome” y aclarándole a la señorita lo que no había podido oír–. …En el depósito.
Seguidamente me insta a darme prisa con un "vaya, vaya, joven, que nos agarra la noche”. ¡Cuánto descaro! Incrédulo los abandono mientras me dirijo a la trastienda, con gran alivio para mi sorpresa, y lanzando por lo bajo "como los amores perros: entre olores se entienden". En honor a esto último y para darle otro aire a mis fosas nasales acciono el ambientador.
Cuando regreso al mostrador alcanzo a verlos de salida. Ernesto voltea antes de atravesar la puerta tras la desconocida y me guiña un ojo como despedida queriendo decir que se ha metido en el bolsillo a la mujercita. A mí, receloso ante el hecho, se me ocurre que de seguro el par de piropos en otro idioma debieron servirle de anzuelo y a la vez me invade el pensamiento de que el canalla pensaba dejarme la tienda sin asistencia. Luego reparo en que se regresa apresurado y voltea el cartelillo de la puerta para que los transeúntes lean "ABIERTO". Entonces, apaciguándome un tanto, le agradezco que haya sigo algo considerado.
La próxima vez que vi a Ernesto no lo reconocí, claro que debí haberlo distinguido por el inconfundible aroma que se gastaba. Venía con el mismo propósito de siempre: ofrecerme humor gratuito; pero, ¡al fin!, su grandilocuencia no me costó clientes sino que más bien me hizo ganar algunos. La otra diferencia era que andaba acompañado, una belleza acicalada le colgaba del brazo y me saludó como si ya me conociera. Tardé lo mío en darme cuenta que era la misma mujer con quien lo había visto otrora abandonar la tienda.
Ahí fue cuando empecé a creer en la suerte del que no se baña.
–Oiga, señor, ¿qué usa para perfumar la tienda?
Nos interrumpió un cliente dejando entrever un gran interés en la respuesta. Yo sin saber qué contestarle me encogí de hombros y felicité a Ernesto con un:
– ¿Qué cree, hombre? Ahora sí le compraría la patente.


Aldo Simetra






2 comentarios:

  1. Aquí hay un refrán que explica muy bien el cambio de comportamiento de Ernesto, pero no lo voy a decir por no contrarrestar la exquisitez de su francés. Una narrativa fluida, elegante, irónica y agradable a los ojos. Saludos.

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    1. Hombre, Javier, lo hubieses dicho. A Ernesto no le habría molestado y de ser así, sus periodicazos no atravesarían los confines del relato. Te agradezco. Saludos desde por acá.

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