Al César...

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–Ya llegamos. ¡Detén el auto! Ni creas que te librarás de esta pasando de largo.
–Tenía que intentarlo... –resoplo.
Freno y estaciono frente a la casa, en el portal están sus padres esperando, nos apeamos y vamos a su encuentro. El hombre como siempre, o solo cuando voy yo de visita, tiene cara de circunstancias. Extiendo la mano como gesto de saludo:
– ¿Cómo está, Sr. César?
–Deje que le pregunto lo mismo a mi hija y ya le cuento –me responde. Ya me acostumbré a que al estado de ánimo del padre de mi novia le anteceda una amenaza...
–Con ese humor tuyo de policía de cuarta nos vas a correr al muchacho. –Interviene la Sra. Iris, toda una dulzura en comparación con su marido.
–Lo que no entiendo es por qué todavía no marca la milla.
–Porque no me parece justo privarlo de la presencia de su hija.
El hombre retrocede asombrado mirándome incrédulo. Suma uno más uno o, mejor dicho, resta dos menos dos, se hace a un lado para dejarnos pasar y yo infiero que le ha quedado claro el mensaje de que así como le traigo a la hija de visita me la puedo llevar. Por supuesto que el asunto funciona porque no repara o no quiere darse cuenta de que la luz de sus ojos ya es toda una adulta y bien podría ponerme los puntos sobre las íes con un: "agarra por tu lado que yo perfectamente puedo regresarme sola o llamar a un taxista".
Mientras nos adentramos en la casa la escucho tratando de tranquilizarlo.
– ¡Yaaa, papá! Llevas bastante rato conociéndolo como para que sigas haciéndole el numerito.
–Deje quieta, mija, que yo me conozco a los de su especie.
¡Querrá decir nuestra especie! Porque es de saber que el padre ve en el novio de la hija un reflejo o recordatorio de sus años mozos y el grado de temor o rechazo que experimente hacia el candidato suele ser equivalente al nivel de desenfreno que haya protagonizado en su juventud. ¡Y peor si la muchacha le sale así de buena...! En lo mááás hondo, le entiendo. Por algo dirán que la mujer que quiera vengarse de un hombre solo tiene que esperar a que el karma le mande descendencia femenina. Yo mientras no la embarace estoy a salvo; de lo contrario, evaluando mi precedente (y subrayo lo de pre), me tocará rogar que mi descendencia sea puramente masculina.
La madre de mi novia insiste en que pasemos a la sala para "ponernos cómodos", ¡ya le digo!: el padre que padece de mal de chaperona tiene la creencia de que la distancia entre él y su hija no deber ser mayor a la que se establezca entre su hija y el "pretendiente", y antes de permitir que compartamos asiento suelta:
– ¡Déjele espacio al muchacho para que respire, mija! Venga y siéntese con su viejo.
Dándole una palmada al mueble le marca el puesto. Ella que sabe de dónde viene o hacia dónde va la cosa exclama:
– ¡Pero bueno, papá! ¿Sabes en qué siglo estamos? ¡Antonio no me va a comer...!
¡Jajaja! ¡Qué no! Me vienen a la cabeza imágenes de cómo quiero comérmela y de las veces en las que me la he comido... Sonrío y la miro. Yo en su lugar retiraría lo dicho.
–...Al menos no de la forma en que tú crees... –deja caer por lo bajo devolviéndome la mirada.
Al instante mis ojos la desvisten un par de veces. Se hace el silencio, la madre nos observa admirada, el padre me mide ceñudo, me incrimina, carraspea…
Yo paso. Por más que intentes explicarle que su hija ya es una mujer hecha, derecha y recorrida, y no una niña como todavía la piensa, él solo verá que de la entrepierna de su hija como la conocía a como es ahora solo hay un trecho cuya extensión seguramente coincide con el tamaño de tu pene.
– ¡La cena nos espera! ¿Por qué no pasamos al comedor? –Anuncia y propone la señora de la casa a la vez que le masajea el cuello a su marido para reducir un poco la tensión. Le obedecemos, el hombre toma su lugar en la cabecera de la mesa y esta vez, acepta que su hija y yo compartamos cercanía sin presentar objeción.
Durante unos minutos se hace protagonista un tintinar de cubiertos y platos, y justo cuando estoy por creer que el llenarse la boca lo mantendrá lo suficientemente ocupado por el resto de la velada, lo escucho:
– ¿Y la boda pa' cuándo?
Automáticamente todos dejamos los cubiertos. Yo tomo una servilleta mientras lucho por no atragantarme con la boca llena. Trago grueso, tomo agua, me aclaro la garganta. El hombre me evalúa serio, estoico.
– ¿Tiene una lapicera? Creo que querrá anotar la fecha en su agenda.
La madre se sorprende y emociona. Mi chica sonríe entusiasmada, reluciente. El hombre demuda su rostro, entreabre la boca, de pronto tose, se ahoga, parece que se le nubla la vista, se oyen chirridos de sillas, nos insta a que aguardemos con las palmas en alto, de a poco se recompone, apoya un codo en la mesa, recupera el aliento, un tic le impide abrir el ojo izquierdo por completo...
Al César lo que es del César... y ahí le di para que tenga. Para dejarlo más tuerto, agrego:
– ¿Me espero a la ceremonia o ya puedo empezar a llamarlo "suegro"?


Aldo Simetra






4 comentarios:

  1. Ahora entiendo por qué en mi vida anterior siempre me acercaba a mujeres huérfanas o con padres despreocupados. Has retratado a la perfección la figura de ese suegro inexpugnable al que nunca se accede. O sí, porque los años hacen su labor.

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    1. Te agradezco, Javier.
      Jaja, acercarse a mujeres como las que describes es una buena solución para evitar suegros inexpugnables, lástima que yo no siempre corra con esa suerte.

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  2. Muy bueno, bien hilado y redactado, en ningún momento pierde al lector. Me ha gustado mucho. Un abrazo y feliz miércoles.

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    1. Te agradezco la lectura y el comentario, Laura. Me da gusto que haya sido de tu agrado. Saludos y un abrazo desde por acá.

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