Tórtolos

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Gabriela e Ignacio eran del tipo de parejas de la que la gente no podía apartar la mirada por el magnetismo que emanaba y al mismo tiempo de las que daba vergüenza mirar. Vivían en un mundillo en el que los otros no tenían cabida y en el que muchos habrían querido entrar. Había quien volteaba la cabeza al verlos, pero tomaba la precaución de pasar muy de cerca por su lado a ver si le salpicaba algo de lo que los desbordaba y como a ellos, se les pegaba algo bueno. Una pérdida de tiempo. Ellos gozaban de esa magia que solo se puede tener cuando se admira y que es muy difícil de percibir cuando se posee. Eran dos felices exiliados dentro de la multitud, esclavos voluntarios de sus locuras, dos almas libres ajenas a una realidad obligada que no les ofrecía novedad.
Ellos encontraban esta última inventándose y construyéndose en el otro, arrancándose deseos de los ojos, cumpliéndose sueños con las manos, sudándose el desayuno, la cena y el almuerzo, pero siempre ganándose el cuerpo. Se turnaban para ser confesor y médico, ejercicio y medicina, ritual y rutina. Se dañaban y reparaban a gusto y a disgusto, y en ese caso, terminaban por reírse de sí mismos.
– ¿Cómo quedé?
Jugaban a hacerse y deshacerse, a reinventar la quietud de la noche. Gabriela le había puesto a Ignacio un secador y un cepillo entre las manos tras sentarse frente al peinador. Él se había quedado confundido sosteniendo ambos artículos antes de soltarle un "yo no sé hacer esto, chica", que ella rechazó con ligereza diciendo: “mejor empieza”. No hubo acabado de tomarle un mechón de pelo cuando ella se abandonó a sus dedos con una confianza y entrega que le hicieron imposible no encontrar la determinación y destreza para llevar a cabo la tarea.
A ella también le había tocado aceptar su "sí o sí" y abofetear su inexperiencia cuando él la había enfrentado con las tijeras y los instrumentos de afeitado. Cualquier palabra o expresión que ella hubiera formulado quedó anulada con un "a ver si tienes buena mano".
Ninguno se había visto al espejo y había llegado la hora de evaluar los resultados:
–Me gusta más cómo quedas cuando vas a la peluquería. –Respondió él, frunciendo el ceño.
–Jajajaja… ¿No vas a sentirte orgulloso de tu trabajo? –Él hizo una mueca frunciendo los labios y le hizo la misma pregunta sobre su aspecto, a la que ella contestó diciendo:
–Bueno, digamos que quien te vea estará seguro de que no pasaste por la barbería. Ahora sí nadie más que yo te va a querer. –Ignacio sonrió y se dispuso a constatar por sí mismo su apariencia. Al ver la parte inferior de su rosto surcado por una franja intermitente de pelo exclamó:
– ¡Pero si me has dejado la cara como una carretera plagada de líneas discontinuas!
–Yo diría que se asemeja más a un rayado peatonal. Te hubiese dejado un flequillo para que sirviera de señalización. –Replicó ella sin pizca de arrepentimiento. Ignorando su expresión desencajada, lo empujó con suavidad para mirarse al espejo.
– ¡Vaya! ¡No sabía que mi cabello podía tener tanto volumen! –Expresó sorprendida con los ojos desmesuradamente abiertos.
–Estás hecha una reina de la selva. –Dejó caer él, encontrando en ello una forma de desquitarse. Ella, algo enfadada y atravesándolo con la mirada, objetó:
– ¡Las leonas no tienen melena!
Con la negación impregnándole la cara, continuó luchando con su imagen. Él tomó posición detrás de ella, también enfrentándose a la suya. Y a fuerza de aceptar el desastre que el uno había hecho en el otro, terminaron por admirar el reflejo propio.
–La mía sí. –Susurró él invalidando sin más su reproche.
–Y bien que me estrellaría en esa carretera… –Repuso ella suspirando, dejando caer medio afligida las pestañas.
Ambos se observaron rendidos a través del espejo y la intensidad del silencio que reinó fue a penas comparable con la magnitud del arrebato que protagonizaron minutos después.
De pronto Ignacio sintió el impulso de tomar a Gabriela entre sus brazos y tras ella encontrar nuevo lugar entre su regazo sus piernas se enredaron con el cable del secador olvidado en la mesa del peinador y que terminó cayendo irremediablemente merced a sus vanos intentos de soltarse. Mientras Ignacio giraba de un lado a otro para liberarla, sus pies arrasaron con todos los implementos que ocupaban el mueble, los cuales salieron presurosos a hacerle compañía al aparato abandonado en el piso.
– ¡Ups! –Soltó ella a medio reír tapándose la boca con los dedos. Él completando la sonrisa por ella, prosiguió divertido su camino hacia la cama sin reparar en que una crema de peinar recién escapada del tocador le salía al encuentro para hacerlo tropezar. Ignacio impactó en Gabriela cuya espalda aterrizó sobre el colchón y este se vengó de la brutal acometida haciéndolos rebotar uno junto al otro frente a la mesita de noche.
– ¡Hombre, haberme dicho que preferías el suelo y no arrugábamos las sábanas!
Comentó Gabriela aliviando así la expresión de susto y preocupación que había surcado el semblante de Ignacio. Él todavía ruborizado y abatido la observó con el ceño fruncido, entonces ella tuvo que marcarle el próximo movimiento guindándosele del cuello y anulando la distancia entre sus labios. Un rato después Gabriela lo sintió sonreír sobre su boca y cuando creyó que la reciente tensión empezaba a brillar por su ausencia mientras iban colmando de nuevas formas su mutua horizontalidad, se encontraron librando un cuerpo a cuerpo con la mesilla de noche, que tembló ligeramente al ser desalojada de su habitual puesto y como protesta hizo oscilar a la lámpara que la habitaba hasta que resbaló con estrépito, se desconectó errática del enchufe, quebró su sola bombilla y provocó que la luz del cuarto parpadeara febril hasta sumirlos en la oscuridad.
Esa fue la última torpeza que cometieron o bueno, la última en la que repararon. Se perdieron en un amasijo de ósculos almibarados, en presiones cálidas de sus cajas torácicas, en las estremecedoras erupciones de cada folículo de su dermis. Se balancearon en las contracciones y distenciones de sus bíceps y sus cuádriceps, sus columnas vertebrales dibujaron curvas y líneas rectas, saltaron sin vértigo desde el más alto rompiente de sus cavidades pélvicas, se sacaron secantes y tangentes, calcularon sus ángulos y sus vértices, demudaron agradecidos sus neuronas, reventaron sin piedad sus escleróticas, dilataron sus pupilas, le hicieron justicia a su sombra escondida, le encontraron un punto axial a la penumbra que los asistía con la mirada silente, confabuladora y fija, y no le dieron paz a sus esqueletos hasta que el último de sus huesos en pie, amenazando con resquebrajarse, se rindió tambaleante.
Al día siguiente se les veía a ambos sonrientes y rozagantes: ella recia llevando como un halo su melena, él galante mostrando a mandíbula batiente su rayado peatonal y ninguno con ojos para los demás.
La gente, sin embargo, los miraba de reojo medio avergonzada como si sus rostros reflejaran lo que habían estado haciendo antes del amanecer o bien, como si temiera interrumpir su notable intimidad. Dejaba transparentar su incomodidad con la empalagosa naturalidad de aquellos en exagerados gestos de asombro, en doble moral afectada, en vuelos de cabezas a otro lado, pero queriendo volver al sitio del que habían despegado. Hay una razón por la que las demostraciones de cariño de ese tipo son tan poco bien recibidas (por quienes las presencian): dan hambre y cuando no se tiene qué comer...
En otras palabras, daban envidia de la buena. De esa que instaba a tirarles a Gabriela e Ignacio algo por la cabeza para ver si cambiaban esa mirada tan fofa y despejaban así la duda sobre si era el amor o la estupidez lo que obraba de tal forma. Seguramente las dos cosas.
Mientras los observaba caminar embelesados por la calle desde un banquito de la plaza, la anciana sentada a mi lado debió inferir o compartir parte de mis pensamientos porque se descalzó y me ofreció uno de sus zapatos antes de señalarme a la pareja de tórtolos.
Me reí sin poder ocultar unas sonoras carcajadas que me hicieron doblarme en el asiento aun ante la mirada vigilante y reprobadora de mi acompañante. Rechacé el zapato que me tendía y seguí deleitándome mirándolos. Si estaban soñando, ¿para qué despertarlos?
Alguien me dijo alguna vez que en realidad el amor no se hacía, sino que ya estaba hecho. Bastaba seguir con la vista a Gabriela e Ignacio para empezar a creer que sí, que era cierto: que era el amor lo que no se cansaba de hacerlos.






4 comentarios:

  1. No sé si me gustaron más los juegos geométricos, o las implicaciones anatómicas, o esa manera tan divertida de vivir ajenos al mundo y las miradas. Lo que tiene que ser divertido es ser uno de los muebles de esa casa: uno nunca se aburriría... ¡Saludos!

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    1. Jajaja, seguro que no.. ¡Muchísimas gracias, Javier!! Un abrazote!! ;)

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  2. De verdad que habría apostado lo que fuera a que este texto era de Aldo. Sabes cambiar tu estilo y eso me gusta mucho. Besos.

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    1. Yo qué te digo...? Muchísimas gracias, Javier!! ;) ¡Un abrazote!!
      P.D.: Sigue apostando :P

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