Vanos

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Retrato de Lee Jeffries

Los fines de semana siempre me han parecido días muertos. Hoy tocó llover. Mientras veo cómo se empaña la ventana siento que me falta el aire. Los vidrios mojados siempre me han transmitido una sensación de ahogo, de asfixia, como de ser pez y estar dentro de una pecera carente de agua y oxígeno, y sin el consuelo de boquear. No es raro que tienda a dejar la ventana, o alguna otra cosa que le haga las veces, abierta; aún a riesgo de que se inunde el piso o que se mojen los muebles. Da igual. Que aquí, muebles, los justos. Y piso, lo que se llama “piso”... yo solo agradezco que haya algo sobre lo cual aterrizar luego de despertar, como que se me encajan las pesadillas cuando pongo los pies en el suelo y redescubro que no se ha movido de sitio la realidad. Ahí es cuando me tomo la primera medicación del día, que no es más que un buen trago de fantasía. Una porción de ilusión, la justa, que me mantenga en pie y me obligue a alejarme de la cama a pasos cortos pero decididos, para no caer en la terrible tentación de aferrarme a soñar de la forma más cómoda, segura y menos dolorosa: dormido.
– ¡Chacho! ¡Que se no’encharca el rancho! ¡Cierra esa vaina!
Ahí está la vieja, como siempre. Extendiendo su protección sobre las cuatro paredes que habitamos, cuando deberían ser éstas las que extendiesen su protección sobre quienes la habitan. Sé que en secreto también busca darme resguardo a mí, como si yo fuera un desahuciado incapaz de pedir auxilio y ella, un familiar cercano que le profesa el suficiente cariño para darle amparo y no dejarlo a su vera aunque se lo pida a gritos. Sin embargo, la ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, se mantiene abierta y ella no hace más que negar con la cabeza.
Hace algún tiempo desistió en su intento de meter en cintura mis malos hábitos, mis desatinos de turno en turno. Creo que calladamente me dio por perdido en el momento en que se dio cuenta de que no podía domarme las nostalgias, que no surtía efecto arrinconarme los recuerdos ni vapulearme las tristezas con algún compendio de vitalismo o algún frasquito de felicidad añeja recién adquirida en la botica del vecino.
– ¡Coño’e la madre, chacho, cierra eso! Se no va a caé’ el techo encima. Acércate na’ má’ y mira cómo diluvia ahí fuera.
– ¡Pero, vieja! El techo no se va a venir abajo por una ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, abierta. ¡Y apártese de allí, coño! Que quien se va a caer es usted. Y ahorita no estamos para celebrar cadáveres, lo sabe muy bien.
Los dos lo sabemos, más bien, de sobra. Desde hace mucho lo único digno para nosotros de ser celebrado es el hecho de poder celebrar precisamente nada, ¡y que no se diga que no celebramos algo! De cualquier modo, ahí está la vieja, como siempre. No se aparta y se queda viendo la lluvia caer. A veces pienso que sus provocaciones y reclamos no son más que su manera de mantenerse comunicada conmigo, de evitar que cada uno quede relegado a su particular abismo, en donde los únicos frecuentes y bien recibidos visitantes son el silencio y el olvido. Una lástima que la memoria no siempre nos honre con la presencia del último.
–Aprovecha’e da’nas buena’ bocaná’s de aire, que’tá subiendo la quebrá’ y va’pestá’ de lo lindo. ¿Y si cerramo’ la ventana, o lo que sea que le haga las vece’?
Sonrío irónico y niego al tiempo que inspiro profundamente, preparándome a despedirme hasta nuevo aviso de respirar un aire soportable. Ella también llena sus pulmones y se resigna... a mantener la ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, abierta y a la podredumbre que se avecina, como si no fuera suficiente ya cargar con nuestras propias pestes: el tufo a calcetines sucios de la dignidad y el orgullo golpeados, el del vómito emanado de las virtudes perdidas, el de la sangre seca de las injusticias y violaciones recibidas que nos envenena las entrañas, el de basura rancia desprendido por la doble moral camuflada, ese hedor acre que se pega a las fosas nasales cada vez que la esperanza es asesinada de un tiro certero en el corazón o la cabeza, ese otro amargo y fermentado característico de las muertes grandes o pequeñas, el del óxido que desprenden con una frecuencia endiablada todas nuestras privaciones; el de la orina, ¡qué insoportable!, que brota cada vez que la libertad se nos prostituye; ¡y ni hablar de la fetidez del conjunto!, de cómo y a qué hiede la colección de miserias que de a poco dejan su impronta en uno y van corrompiendo el alma, la conciencia y los sentidos...
– ¡Mieeerrrda!! –sí, justo así y a eso apestan–. ¡Qué hediondé’ tan arrecha! Ahora sí que da lo mismo cerrá’ o dejá’ abierta la vaina esa.
La verdad habría dado lo mismo antes que ahora, pero no se lo digo. ¿Para qué? En días como estos y como otros muchos, a falta de otras cosas, las palabras sobran. Y sobran no tanto porque estorban, sino porque abundan. ¡Ojalá pudiera ser tangible su abundancia! Llenarme el estómago al recitar “comida”, saciarme la sed al pronunciar “agua”, espantar el frío al gritar “fuego”, abultarme los bolsillos al clamar “dinero”... Hace rato que quiero carearme con quien alguna vez mencionó que las palabras eran alimento del alma (el muy canijo omitió que la insustancialidad las abarcaba y que por extensión no podrían más que nutrir a lo que fuera de vacío), descalabrarle la mandíbula para que su dentadura se empareje con la mía y de ese modo descargar un poco el lastre de tener que sobrellevar un cuerpo hondamente herido en el espíritu y la carne.
Sigue lloviendo. La ventana, o lo que sea que le haga las veces, se empapa a más no poder. Me siento pez de cartón a la intemperie, con la cola aplastada sobre el áspero y helado suelo, y sin que me consuele boquear. Aquí ya se inundó todo lo que se podía inundar, sea de madera o de piedra sin labrar, da igual. Me pregunto si agradecer o no el haber aterrizado al despertar, si no sería preferible seguir volando con los sueños desencajados, las manos entre las nubes y la imaginación arrumbando a ningún lugar; dejar de medicarme tantos tragos vanos de irrealidad sosa que a duras penas me ayudan a sostenerme y a estirar las piernas dando pasos dubitativos para no caer en la tentación de abandonarme a vivir de la forma menos penosa, arriesgada y más placentera: dormido.
– ¡Chacho! ¡Ven a ve’, ven a ve’! La de cosa’ que arrastra la quebrá’. A mí me daría miedito caé’ en esas agua’.
– ¡Qué voy a estar viendo yo, chica! Dicen que también arrastra gente, ahí tal vez sí me paro a verte.
– ¡Na’guará, chacho! ¡Tú sí me quiere’, vale!
–Sigue ahí para que veas que ni tiempo a que te dé miedo te va a dar...
–Pero, chacho...
– ¡Aléjate de ahí, no joda!
– ¡¡Cha-chaaaarrrchooooo!!!
– ¡Vieeeejaaa!!
¡Mierda!
Días muertos, como todos. O días de muertos, da igual. Pienso que quizá debí haber cerrado la ventana; aunque habría hecho falta tener una o cualquier cosa que le hiciera las veces, para empezar.


Aldo Simetra





4 comentarios:

  1. ¡Ay, Dios mío! Decidme qué pasó con la pobre mujer!!! No se puede ser tan pesimista, que el cielo nos devuelve lo que en él proyectamos ;(

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    1. Jaja, entonces que tu positivismo sea suficiente para conservar a la mujer intacta, Javier; que el final del texto lo decide quien lo lee. No será que más bien proyectamos lo que el cielo nos arroja? Un abrazo desde por acá.

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  2. Le di al vídeo de Ali antes de empezar a leer, pero tuve que callarlo, pues me distorsionaba la lectura. En este caso, preferí leer en silencio y luego escuchar el tema, y mejor, je, je.
    Bueno, que le voy a decir Aldo, que tiene usted razón, que el cielo arroja y allá nosotros lo que hacemos con ello. Yo haría lo mismo con la ventana, o lo que sea que hace las veces, porque no me gusta la lluvia tras los cristales. Pero me ha encantado el cóctel de aromas que nos ha brindado. Como siempre, un placer leerle
    Un abrazo

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    1. Le agradezco, Isidoro. Me contenta que haya disfrutado el texto y escuchado el vídeo, solemos poner algún acompañamiento musical como complemento de la entrada, pero siempre dudamos de que lo escuchen, así que es un gusto saber que nos lo toman en cuenta. Ese cóctel de aromas está un poco viciado, jaja, así que tenga cuidado.
      Un abrazo desde por acá y bienvenido al Trébol.

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