¡Por los clavos de Cristo! ¿De dónde habrá salido ese hombre? ¡Uy, no! ¿Cómo lo dejan profanar así la casa de Dios? Su estampa se va a quedar fijada en esta estancia hasta mucho después de que se vaya y muchos de los que moran bajo este techo tendrán que castigarse severamente por sus malos pensamientos. ¡Por el velo de Santa María Virgen! ¿Me ha mirado? Alguien debería decirle a ese descarriado que a una mujer no se le mira con esos ojos. ¡Ay! ¡Ni tampoco se le sonríe de esa forma! La de cosas que me da por hacerle a esa boca, la de cosas que se me ocurren que me haga esa boca…
¡Madre Santa! ¡Que le pongan frenos a mi imaginación desaforada! ¡Ya soy pecadora! Cien aves maría no me servirán de escarmiento. Tendré que darme latigazos para enmendar mi debilidad de espíritu y enfriar a mi pecaminoso cuerpo.
No me dejes caer en la tentación y líbrame del mal, no me dejes caer en la tentación y líbrame del mal, no me dejes caer en la tentación y líbrame... No me dejes caer. No me dejes caer. No me dejes caer...
¡Ay, no! Si el mal es así, Diosito, no intervengas. ¡No me libres de él, por favor! Encima, este hábito me sofoca; esta noche me lo quito como que me llamo Teresa De Los Ríos. ¡Y no me mires así, Cristico! Ocho meses aquí dentro me han bastado para convencerme de que no tengo remedio. ¡Que Dios me perdone! Pero él mejor que yo sabe que a mí lo puta no se me quita ni con rezos ni con agua bendita. Y antes de conseguir zafarme de todo pensamiento y acto impuro, me despellejo el cuerpo con el látigo, eso seguro.
– ¿Quién está puliendo al Cristo?
–Ah, una de las novicias. La rescatamos hace poco de la mala vida, ¿sabe? Aún no se adapta del todo a la vida religiosa.
–Ya...
–Entonces, ¿se decidió? ¿Se va a iniciar en los caminos del señor? Les tenemos abiertas las puertas a los hombres de fe que quieran hacer carrera en la religión.
Reinó el silencio, el hombre se quedó pensando la respuesta mientras el clérigo esperaba.
Esa mañana se había levantado sintiendo, igual que siempre, que la vida le pesaba. No le encontraba sentido a ninguno de sus días y sabedor de que no reuniría el suficiente valor para acabar de tajo con su sufrimiento, eligió hacerle honores a aquello de “Dios te la da, Dios te la quita”, sin encontrar mejor manera de entregarse a su destino.
Sin embargo, antes de poner un pie en la iglesia trastabilló y eso lo hizo dudar de su determinación. Mientras avanzaba por los pasillos y tenía lugar su solicitada audiencia, iba pensando en encontrar una mínima cosa que lo hiciera desistir de lo que haría. Una señal, alguna excusa. Bastó que a esa novicia se le cayera el velo mientras se ponía en puntillas para limpiar la cruz y que al agacharse a recogerlo una mirada de desconcierto sin un ápice de azoramiento emergiera de una densa y alborotada cabellera, y lo sacudiera.
“Lo que sea que me haga desistir, si no es señal y tampoco excusa, por Dios que tiene el nombre de esa novicia”. –Se encontró pensando.
–Puedo asegurarle que Dios recompensa enormemente a aquellos que sirven con pasión –insistió el cura.
“Y con pasión voy a servir...”
–No, padre, por ahora no... –respondió finalmente arrastrando las palabras–. Dios necesita discípulos y servidores mejor calificados que yo.
–Dios solo necesita hombres que quieran serlo. Él no establece diferencias entre sus seguidores, ni mucho menos entre sus sirvientes.
–Lo sé, padre, lo sé. Espero que usted me entienda... Y él también.
Tras soltar un “no te preocupes, hijo, de todos modos él sabía de antemano lo que decidirías”, el cura bendijo al hombre y se dirigió a sus aposentos ocultando el deje de decepción que empezaba a asomarse en su semblante.
A la mañana siguiente nadie extrañó a la novicia. El clérigo continuó pensando que había perdido a un buen candidato para desempeñar el oficio. En la distancia ni Teresa De Los Ríos ni el susodicho, quienes al fin daban descanso a sus cuerpos cediendo a las súplicas de la noche porque hicieran silencio, opinaban lo mismo.





Ella me espera desnuda con las piernas abiertas. Cual brazos levantados en actitud de acogida sus muslos me dan la bienvenida a su sexo. No dudo en aceptar tal recibimiento y me aproximo jubiloso sin perder de vista esos colorados pliegues que se me ofrecen como una cascada de carne blanda y fibrosa de la que bebería hasta la última gota.
Ella permanece expectante, ansiosa, pugna por no mostrarse inquieta, pero su interior se contrae delatándole. Y a mí, único y privilegiado espectador de tan espléndida función, se me tensa la garganta, se me hace agua la boca, se me hinchan las venas, la mente presurosa manda estímulos al cuerpo y este, como soldado en posición de "firme", se planta y obedece.
Hay silencio en el aire que aplaca el murmullo de nuestras respiraciones. Hay calor en la estancia que absorbe el vapor que emanan nuestras pieles. Mis dedos se deslizan con cuidado y la exploran con detenimiento, palpan su consistencia, captan sus sutilezas.
Ella se estremece y se tensa. Preparada acepta mi tacto y me recibe dócilmente cuando me introduzco. Escucho un pequeño gemido:
– ¿Duele? –pregunto.
–Solo un poco –contesta.
Hago una pausa para que se aclimate, dándole tiempo a que se acostumbre a la presión que ejerzo en su interior.
– ¿Y ahora? –Cuestiono mientras entro de nuevo en movimiento.
–Mejora. –Sonrío ante su respuesta y sigo con lo mío.
– ¿Doctor? –La sola mención de la palabra resquebraja mi fantasía–. No se lo tome a mal, pero tiene usted muy buena mano.
Yo sonrío otra vez, pero me hago el desentendido al tiempo que pienso: ¡Y eso que no la ha probado fuera del consultorio!
Intento volver a la fantasía de antes, pero continúo con la revisión de rutina sin que la realidad se me escape. Es una pena que ella sea mi paciente y yo solo el médico ginecólogo a quien le pesa el título cada vez que hace cita con la dueña de esa cascada carnosa, a la que ansía recorrerle el cauce de otra forma. Suspiro resignado y...
–Doctor, ¿puedo hacerle otra pregunta?
–Claro.
– ¿Mentiría si le pregunto si tiene novia?
Me animo a responderle e inconscientemente surge una interrogante en mis pensamientos: ¿cuánto tarda en cumplirse un deseo?


Aldo Simetra



Relacionado con: Fuego


Las puertas del ascensor se cierran y con ellas se liberan mis emociones como en ascendente espiral. Hacen de mí un torbellino las ganas, el deseo contenido, la desesperación por tenerla cerca, la ansiedad de que mi lengua se adentre en su boca sin tregua. Más allá de la mía hay un nudo inmenso, un obstáculo creciente que no me permite hablar ni tragar saliva y se extiende hasta llegar a la base del estómago causándome náuseas y vértigo. ¡Arg! Esta maldita sensación, un inmundo viaje al interior del vacío.
Ella permanece a mi lado un paso por delante de mí. Nos miramos de reojo, la tensión crece, ambos sudamos y preferimos culpar de ello al hecho de que el ascensor no tenga aire acondicionado. Uno de los dos rompe el pesado y agobiante silencio que nos oprime, nos frustra:
– ¿Me has echado algo de menos?
Mi respuesta no sale de forma automática, más bien se queda atrapada sin salir de mis labios y yo me encuentro casi sin percibirlo haciendo un reconteo de la inversión de mis horas diarias. ¿Echarla de menos? De pronto me pierdo dentro del discurso de un monólogo no articulado:
"Duermo ocho horas, al levantarme invierto otra más antes de enfilar hacia el trabajo que me queda a una hora de carretera. Paso ocho horas más en la oficina resolviendo líos que ni me importan ni son míos. Luego otra hora de regreso a casa; ceno, me doy una ducha y gasto otra más. Un par de horas frente al tv, otro par entretenido con un libro hasta caer dormido y vuelta a empezar. Así que no me queda tiempo para pensar en ella ni lo quiero". Eso, dile justo eso –me aúpa la consciencia. A lo que yo replico reiniciando el soliloquio:
"O tal vez debería decirle que de ocho horas con suerte duermo la mitad y la otra, los ojos abiertos se pelean con el desvelo... el desvelo de su piel, de su cuerpo bajo su ropa, bajo mis dedos. La jornada laboral por mí podría reducirse al tercio, después de todo, preocupado por los otros casi dos tercios de mi vida que ella adorna hasta en la sombra, solo trabajo un treinta por ciento. El camino de regreso siempre me desvía a otro lado en donde me quedo más de lo necesario, me salto el intervalo de la cena, nunca sé a qué hora llego a casa para encender una tv que nadie mira o abrir un libro que siempre abandono en el prólogo mientras el insomnio me entretiene para no bajar los párpados e imaginarla con otro”.
¡Rayos! ¿Cómo demonios le digo todo eso? Después de tanto venimos a toparnos por capricho y maldad de la vida en un bendito elevador que ni siquiera cumple correctamente su función; chirría cargando nuestro peso, se desliza con una lentitud endiablada, si avanzara más a prisa hace rato que podría haber evitado su pregunta.
Mi mente me traiciona gritándome la verdad por encima de mis otros pensamientos: Lo cierto es que vives buscando más horas para pensar en ella, como si con todas las que posee el día no fuera más que suficiente. Por el contrario, y en consonancia con la primera parte de mi no verbalizado parlamento, contesto finalmente:
–Lo siento, no tengo tiempo para pensar en ti.
Ella titubeó apenas por un segundo y colocándose unos lentes oscuros, que no tengo idea de dónde sacó, me dio presta la espalda ocultando quién sabe qué en su rostro, y entonces la oí decir:
–Yo sí, pero no lo desperdicio.
Casi vi posarse mi mano sobre su hombro para luego girarla velozmente, tomarla de los brazos hasta ubicarla justo frente a mí, sostener su cintura, estrecharla, disculparme por lo dicho y aclararle que sí, que la extrañaba de más, que la echaba mucho de menos. Pero justo en ese instante se abrieron por fin las puertas y lo único que fui capaz de ver fue a ella saliendo con determinación a su piso, dejándome frustrado con la intención a medio camino a la vez que el ascensor volvía a encerrarme dentro de sus paredes grises y asfixiantes.
Se pone de nuevo en marcha el viaje al interior del vacío y nada impide que yo me reconcoma en el mío.


Aldo Simetra





Yo no sé qué magia tuvo lugar cuando llegaste que se encendieron los colores, brillaron y vibraron las cornetas, retumbaron las canciones, las palomas se olvidaron de las treguas, las nubes hicieron huelga, el sol trabajó horas extras, los dientes firmaron un tratado para que los labios no los escondieran, los aromas hicieron fiesta, al viento le faltó decoro para no ganarle la pelea a las prendas, la gente olvidó sus caretas y salió a la calle sin vergüenza, los perros atraparon a su cola y luego corrieron para no ser atrapados por ésta, los niños se olvidaron de ser grandes y decretaron que los adultos decrecieran, el polvo y el humo estornudaron y asustados se marcharon del planeta, los cojos bailaron en dos pies y ¡cuidado!: los mancos aprendieron a usar tijeras.
Se volvieron locos el karma, el déjà vu y el carpe diem; el mañana se negó a ser mencionado, el ayer se paró en seco, se rompieron los relojes y por primera vez se sintió inútil el tiempo. Se marcharon los portales; los candados, las puertas y las cadenas se quedaron sin empleo y salió en las noticias que se extravió el mapamundi porque las fronteras y los límites desaparecieron. ¡Mira que he llegado lejos!
Hasta la imaginación cruzó sus intangibles confines y secuestró a la realidad y, pese a que fijó un mísero precio de rescate, a nadie le interesó pagar su libertad.
Yo no sé qué magia tuvo lugar cuando llegaste que la desnudez se paseó oronda, el alma dejó de pagar condena en el cuerpo, el corazón amordazó a la conciencia, los impulsos se rebelaron y quemaron sus celdas. Las bocas no hablaron: los pensamientos reclamaron sus derechos de no ser expresados y la voz se hizo silencio excepto cuando la despertaron los latidos y entonces, se volvió eco. Hasta la cosa más simple se colmó de gloria, florecieron los jardines, el otoño se sintió ridículo conservando sus hojas y el invierno se halló fuera de sitio sin humedad y sin nieve.
Yo no sé qué magia tuvo lugar cuando llegaste que ahora la piden a gritos mis latidos dormidos, la voz que no se hace eco, los pensamientos zurdos que ahora hablan sin derecho, los impulsos reprimidos en su cárcel de cenizas, el corazón esclavizado que sirve mudo a la conciencia, el alma una vez más condenada a muerte lenta, la desnudez acobardada que volvió a esconderse sin remedio, la creatividad contrita otra vez relegada al segundo puesto; otra vez esos límites, otra vez esos cercos, otra vez esos candados martirizando secretos.
Las puertas otra vez en sus puestos coartando el paso, dejándonos al otro lado. Ya en las noticias los mismos titulares rancios no anuncian algo que pueda alentarnos.
¡Qué triste es estar tan cerca del extremo opuesto de lo que se quiere!
El tiempo puso en orden los relojes, el ayer continuó sin sorpresas, el mañana renunció a sus vacaciones y perdió el cálculo de las veces que es llamada sin que se le tome en cuenta; el carpe diem, el déjà vu y el karma recuperaron la cordura y enloquecieron a los que la poseían; el polvo y el humo regresaron cargados de mugre y de tráfico. Los mancos ya no cortan, se sienten cortados; los cojos, ni para caminar quieren dar saltos.
Los niños se aburrieron de ser pequeños, pero mantienen su decreto para poder gobernar sin tapujos sobre los adultos (si es que los dejan). Los perros nunca han vuelto a atrapar su cola. La gente sale a la calle sin vergüenza, pero con el disfraz y la máscara puesta. ¡Ahora sí que se debe tener cuidado!: el viento se ha serenado y ya no hay quien descubra lo que muchos ocultan bajo sus prendas.
Y yo sigo sin saber qué magia tuvo lugar cuando llegaste que me parece que los aromas se la pasan en duelo, los labios mantienen bajo presión a los dientes, el sol ahora trabaja estrictamente lo necesario ausentándose los domingos y días feriados; al contrario de las nubes, que parecen laborar sin descanso.
Las palomas no sé si se acuerdan de sus treguas porque se han convertido en sendos pajarracos. Las canciones se apagaron. ¿Cuándo carrizo han brillado las cornetas? Y si alguna vez hubo magia cuando llegaste solo sé que hoy predomina el blanco y negro, las estaciones nunca han alterado su curso ni se han movido de su sitio, y a las flores que había en el jardín se les agotó el encanto en el mismo momento en que me percaté de que tampoco podía responderme qué clase de magia obró cuando te marchaste.
¿Te fijas en este punto lo difícil que se han vuelto las rimas? El mundo, siempre en prosa, olvidó la felicidad de la poesía.
El jardinero segó esta mañana la última flor que quedaba. Al verme llorar sobre su tallo cercenado dijo:
–Lo siento, señorita, si gusta puedo volver a plantarla. –Me emocioné un tanto, pero negué en el acto y respondí:
–Más bien se había usted tardado mucho en cortarla.
El hombre asintió y desapareció en silencio.
–Y yo no sé qué magia tuvo lugar cuando llegaste, quizá nunca lo sepa –solté finalmente mientras arrancaba el tallo–. Pero si acaso la hubo, que vuelva a brotar a otra parte.






Ya no vuelvo a fingir una sonrisa
Hace rato que mi alma pide luto.
Ya no vuelvo a fingir que estoy de fiesta
Hace rato que mi cuerpo está vencido.
Hay una brisa, un susurro, un eco
Martillándome el oído
Golpeando tras mi oreja
Rogando que lo atrape
Para ahorcarme a mí misma
Y así acabar conmigo.
El frío se ha colado en mi esqueleto
Que se estremece
Baila una marcha fúnebre, grotesca
Me amedrenta
Oxida las articulaciones
Quema cada centímetro óseo
Me resquebraja, me yerra 
De pie me hace polvo.
Ya estaré tiesa cuando perezca.
El silencio es un grito inarticulado
Un cementerio de voces muertas
Se hace secreto que todos guardan
Una cárcel de sonidos en la garganta.
La arena del otro lado de la cama me escuece los ojos cuando despierto
La calle es el cuaderno de un niño obligado a trazarle a las hojas el margen
La misma piedra se reúne conmigo en el camino
Y otra maleducada se interpone en el medio sin pedir perdón ni permiso.
El roto de mi bolsillo se deshilacha 
También en las dos tierras, la que habito y la que me sostiene, hay sendos agujeros.
El ciego de la esquina sigue viendo culpables de sus cuencas vacías en tuertos y falsos videntes. 
El tiempo perdido me espera
El indeseable de turno me cobra, me solicita, me abre la puerta y me encierra.
El motivo de mi existencia se repliega, se abandona, se humilla, no ofrece resistencia.
El torrente de mis venas me esquiva.
Siempre que vuelvo a casa
Una manada de lobos con la luna extraviada olfatea mis pisadas.
No sé si huir de sus colmillos o acercarme a su pelaje.
Desde arriba alguien me observa incrédulo y me alborota el pelo con su aliento.
¿O seré yo quien no cree?
La certeza titila en el horizonte, pero no se queda quieta.
Aún hay una cerradura de la que no tengo llave
El mismo muro me golpea la cara
Del otro lado un fantasma
En el espejo una sombra por reflejo.
– ¿Dormirás desnuda o alquilarás un disfraz? –me pregunta la luz.
No respondo y paso el interruptor.
Una bruja se pasea en la oscuridad
El olvido se reproduce, se rebobina, se clava en la parte más tétrica y se detiene.
Una brisa, un susurro, un eco
Me martillan el oído
El frío se cuela en mi esqueleto
Ha invadido mi cerebro
El exceso de realidad me congela
Se me derriten los sueños
Se me salan las mejillas
Volteo hacia el otro lado de la cama 
Topo con una máscara
Una especie de cortocircuito
La maldita bombilla me tiende una trampa.
Reto al insomnio a duelo
Mis ojos disparan a traición
Hay un payaso riéndose de mí pero no conmigo en la habitación
Comienza la pesadilla:
Mi alma está de luto
Mi cuerpo está vencido
Se acabó la fiesta
Y ni las sonrisas fingidas me quedan.
Hay también un vacío milenario, asonante, repetitivo 
Y mientras permanece le pregunto:
– ¿El hombre nunca se ha encontrado o siempre ha estado perdido?







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