Destruction - Pintura de Chris Slabber

Cuando preguntó si podía robarme un beso, supe que había caído en su trampa: si le daba permiso me quedaría ansiando el beso robado y al negarme, lo impulsaría irremediablemente a cometer el acto mencionado. Lo perjudicial o vicioso del asunto es que cuando el ladrón te anuncia el crimen antes de consumarlo y tú eres el móvil del delito, la ilegalidad se corrompe, su culpabilidad se reduce a intenciones y tú sin poder declararte inocente te conviertes en su cómplice.
Así el presunto beso robado se transforma en un préstamo y te encuentras en la necesidad y en la obligación de saldarlo o devolverlo. Poco a poco todo se torna más complejo debido a que te vuelves consciente de que no infringes leyes y entonces, la libertad no tiene límites. De pronto tus labios se convierten en una extensión indivisible de los suyos, los fluidos viajan ida y vuelta como turistas que han perdido su lugar de residencia, las rosas y las blandas de ambas bocas se entremezclan, se seducen, se confunden, se destruyen y construyen mientras cambian de textura, de sabores y ¿quién sabe?, quizá también de colores.
Para el momento en que quieres darte cuenta del asunto, te encuentras metida de lleno en la trampa o quizá correspondería decir que te hallas inaugurando a tus anchas la entrada a sus entrañas. Claro que para ser justos, retomaré la primera persona y revelaré que solo reparé en ello minutos después, luego de que una fuerza inexorablemente mayor como la incapacidad de vivir sin oxígeno me hiciera separarme de él, darme cuenta de que de lo bien que me enseñó o me aprendí su lengua podía hablar en el idioma que quisiera y aún siendo políglota, terminar prefiriendo siempre el lenguaje rico, ilimitado, corrompido, vicioso, consentido y delicioso que se habla de los labios (sus labios, nuestros labios) hacia dentro, ida y vuelta, y muchas veces sin regreso.






Uno podía predecir la llegada de Ernesto desde a dos metros de distancia por el inconfundible aroma que se gastaba. Más de una vez le dije en broma que debería venderle a una perfumería su patente para hacer más duraderas las fragancias y así ganarse una buena plata. Él sonreía risueño haciendo cuenta únicamente de la parte monetaria del chiste.
– ¿Usted la compraría? –me preguntaba. A lo que yo respondía:
–Si hace que perduren fragancias como la suya, nunca.
Es que el hombre, sin hacer distinción entre ocasiones informales y especiales, sabía apestar a lo grande. Le gustaba visitarme en la tienda según él a traerme humor gratuito a domicilio, pero a mí su grandilocuencia siempre me costaba al menos dos clientes que salían al trote cuando él hacía acto de presencia.
Era la hora del almuerzo cuando se le ocurrió hacerme la visita un día y yo agradecí que el negocio no estuviese relacionado con comida porque de seguro los comensales no habrían querido probar bocado y me demandarían alegando que los alimentos se encontraban en mal estado.
– ¡Pero, Ernesto! ¿Desde cuándo está ahorrando agua? –le saludé arrugando la nariz al verlo entrar.
–Todavía no rompo mi último récord, así que no me ponga esa cara.
– ¡Hombre, usted siempre superándose! ¿Por qué no le hace un favor a su prójimo y se echa un balde? Apiádese de los demás mortales.
–Mire, Joaquín, si quiere piedad vaya a la iglesia. Yo soy de libre albedrío. Además no llevo mucho tiempo, se lo aseguro.
– ¿Cómo no, Ernesto? Si ya le lleva la delantera al camión de desechos, y eso que va en ruedas.
– ¡Bah! Eso es que usted es de olfato sensible.
– ¡Sí...! Yo y la mitad de la clientela de la tienda, me parece. ¡Un poco de consideración!
– ¡Consideración debería tenerme usted a mí! Con el polvo, el humo, la contaminación y las bacterias es más lo que tardo en quitarme la mugre que en ensuciarme. Uno termina escogiendo una de dos: o no salir jamás de la espuma de la ducha o quedarse tal cual y no entrar nunca.
–No, qué va, Ernesto. Usted no tiene remedio.
–No hablemos de remedios que ya le hago yo una lista de un puñado de gente que necesita escarmiento. Yo en dado caso siquiera hago más que enrarecer el olfato o hacer que arruguen un poco la nariz, pero si viera...
En ese momento entró una clienta peculiar a la tienda que le hizo interrumpir su perorata. La mujer iba extrañamente vestida con una especie de abrigo manchado y raído, del cual aferraba fieramente las solapas contra su pecho como si temiera que saliera huyendo lo que fuese que ocultaba debajo. El cabello le colgaba en apelmazados mechones por encima de los hombros y se le enredaba pringoso sobre el rostro. Su apariencia dejaba claro que lo que fuese que llevara puesto la había dejado desprotegida ante algún tipo de inclemencia y pronto los efluvios que emanaban de su presencia, junto a la de Ernesto, terminaron por debilitarle totalmente el estómago a los pocos posibles compradores que permanecían en la tienda, quienes no pudieron más que huir espantados.
– ¿Qué se le ofrece, mademoiselle? –La indagó Ernesto solícito, tomándonos desprevenidos a la recién llegada y a mí.
–Solo quiero un analgésico y algo para asearme un poco. –Al decirlo se recorrió a sí misma con la vista y apenada agregó–: Eh, disculpen mi aspecto.
– ¡Si se le ve tan rozagante como una flor!
–Como una flor remojada valdría decir... –solté con demasiada sinceridad ante la observación de Ernesto, quien me puso a raya con una fiera mirada al ver que la mujer se sonrojaba de la vergüenza.
–No le haga caso a este mequetrefe, ma belle. Que si su tienda está vacía es precisamente por saber un cuerno de cortesía y otro menos de atención al cliente.
–Estaba llena antes de que entraran. –replico con desdén, preguntándome desde cuándo el imbécil de Ernesto habla en francés. Él hace un gesto displicente con la mano como si mi comentario fuera una mosca perturbándolo.
– ¿Usted también tuvo un accidente? –Lo increpa preocupada la desconocida. Yo intervengo presto a tranquilizarla:
– ¿Cuál accidente? Ese es su atuendo de todos los días.
Al instante un periódico fue separado de la pila del mostrador y consiguió nuevo destino impactando de lleno en mi cuello y parte de mi cabeza.
– ¿Cómo dice?
–Que va a revisar las estanterías... –terció Ernesto “corrigiéndome” y aclarándole a la señorita lo que no había podido oír–. …En el depósito.
Seguidamente me insta a darme prisa con un "vaya, vaya, joven, que nos agarra la noche”. ¡Cuánto descaro! Incrédulo los abandono mientras me dirijo a la trastienda, con gran alivio para mi sorpresa, y lanzando por lo bajo "como los amores perros: entre olores se entienden". En honor a esto último y para darle otro aire a mis fosas nasales acciono el ambientador.
Cuando regreso al mostrador alcanzo a verlos de salida. Ernesto voltea antes de atravesar la puerta tras la desconocida y me guiña un ojo como despedida queriendo decir que se ha metido en el bolsillo a la mujercita. A mí, receloso ante el hecho, se me ocurre que de seguro el par de piropos en otro idioma debieron servirle de anzuelo y a la vez me invade el pensamiento de que el canalla pensaba dejarme la tienda sin asistencia. Luego reparo en que se regresa apresurado y voltea el cartelillo de la puerta para que los transeúntes lean "ABIERTO". Entonces, apaciguándome un tanto, le agradezco que haya sigo algo considerado.
La próxima vez que vi a Ernesto no lo reconocí, claro que debí haberlo distinguido por el inconfundible aroma que se gastaba. Venía con el mismo propósito de siempre: ofrecerme humor gratuito; pero, ¡al fin!, su grandilocuencia no me costó clientes sino que más bien me hizo ganar algunos. La otra diferencia era que andaba acompañado, una belleza acicalada le colgaba del brazo y me saludó como si ya me conociera. Tardé lo mío en darme cuenta que era la misma mujer con quien lo había visto otrora abandonar la tienda.
Ahí fue cuando empecé a creer en la suerte del que no se baña.
–Oiga, señor, ¿qué usa para perfumar la tienda?
Nos interrumpió un cliente dejando entrever un gran interés en la respuesta. Yo sin saber qué contestarle me encogí de hombros y felicité a Ernesto con un:
– ¿Qué cree, hombre? Ahora sí le compraría la patente.


Aldo Simetra






¡Agua!
Agua que te estiras y te enredas
te viertes y te estancas
te alisas y te arrugas
te recoges y desbordas
que eres manantial y gota
que bañas, que empapas, que limpias
que mansa o escurridiza
enfermas o reconfortas
que subes, que bajas
que arrecias y calmas
que seduces, que intrigas
que enturbias y aclaras.
que congelas y hierves
que enciendes y apagas
que te rebelas y amoldas
que eres corruptela y catarsis
tan profunda que ahogas
tan ligera que floto.
¡Sangre!
Sangre que te extiendes y te lías
te dispersas y concentras
te diluyes y espesas
circulas y te transvasas
que eres matanza o herida
que manas, que curas, que revives
que serena o ardiente
salvas o sacrificas
que inflas y desinflamas
que toleras y alteras
que tientas, que cautivas,
que apasionas y confundes.
que amilanas o animas
que enardeces y enfrías
que te coagulas y distiendes
que eres salvación y condena
tan densa que resucito
tan leve que languideces.
¡Escuchadme!
Atended presurosas a mi súplica:
No me dejéis sedienta
No me dejéis seca
Cuando nade en la inconsciencia
y me ahogue
O abandonada a las quimeras,
languidezca.






Lo bonito de los arcoíris, lejos de que crean un increíble equilibrio entre el sol y la lluvia, es su policromía. Paula miraba uno encantada, intentando adivinar de dónde tomaba el cielo las tinturas para formar esas franjas.
Le recordaba la sonrisa de Andrés, de una mañana en que pintaban en una enorme cartulina con acuarelas y ya estando casi lista, el niño tropezó y aterrizó de cara al suelo sobre la mezcolanza de pinturas que acaban de terminar. Esperaba que se molestara o llorara de la pena, en cambio Andrés se levantó de un salto con las manos tras la espalda, plantándose como si llevara todo el rato de pie y enseñando risueño los dientes.
Nadie se hubiese percatado del suceso si no tuviese el uniforme, media cara y parte de la boca manchada de los colores del dibujo libre de ese viernes. No tardaron en dejarse oír las risas de sus compañeros, pero el niño permaneció imperturbable, con la cabeza en alto y la sonrisa impávida en el rostro. A Paula no le pareció adecuado reírse como los demás niños, ya que Andrés mostraba la actitud de un caballero y estaba decidida a mantenerse seria hasta que él le guiñó un ojo y finalmente sus labios cedieron.
Desde entonces, siempre ha relacionado a Andrés con los arcoíris, sin saber a ciencia cierta el motivo. Ignora si lo hace porque la trasladan al desastre colorido de ese día o porque ya anda pensando en Andrés cuando los mira.
Acostada en la grama, sintiendo la frescura del suelo y la calidez de la tierra, miraba hacia arriba sin perder de vista esas siete cintas variopintas suspendidas en el aire, con la mente fija en la imagen de Andrés. Se preguntaba si estaría bien acercársele en el recreo y soltarle de pronto su secreto, antes de que se le adelantara la volada de su amiga Julia.
– ¿Vas a decirme por qué te gustan tanto los arcoíris?
O tal vez podría aprovechar ahora que estaban juntos en el parque...
– ¿Te acuerdas de cuando te estrellaste sobre las acuarelas?
– ¿Que tuve que guiñarte un ojo para que te rieras porque parecía que hubieses sido tú la que se dio de cara contra la cartulina?
Eso la hizo sonreír. La lluvia era divertida, pero la empapaba; el sol le daba calor; los arcoíris, al igual que Andrés, la hacían sonreír.
– ¿Así que por eso me guiñaste el ojo? ¿Solo por eso?
–Por eso y... por otra cosa.
Esperó a que el niño dijera algo más, pero solo guardó silencio. Entonces como si hablara sola continuó:
–Tenías la boca llena de pintura y te parecías mucho a un arcoíris. Me encantan los arcoíris desde ese día.
–Mmm… –Soltó el niño sin más.
– ¿Vas a decirme cuál es la otra cosa?
–Tú no terminas de decirme por qué te gustan los arcoíris.
– ¡Ash! ¡Ustedes los niños nunca entienden nada! –Replicó la niña levantándose ofuscada para luego alejarse a grandes zancadas enfurruñada.
– ¡Pero, Paula!! ¡Si me explicaras! –Se incorporó el niño con el ceño fruncido–. ¡Paula! ¡No te vayas…!
Salió corriendo frustrado tras ella preguntándose por qué las niñas tenían que molestarse por todo e intentando inútilmente comprenderla.






– ¿Qué haría si le anuncio que posiblemente está a punto de alimentarse de su esposo?
La dama  arruga la frente consternada, me escruta con los ojos intentando entender mis palabras. Imperturbable la observo sin siquiera mover las pupilas. Disfruto levantando el labio en un amago de sonrisa que mi invitada interpreta correctamente mientras el color abandona su rostro y el miedo resplandece en su mirada. Justo antes de que el terror se apodere de ella me permito un gesto compasivo y le suelto:
– Es broma.
Niega de forma apenas perceptible emitiendo un gemido que se oye como un lamento, le muestro mi perfecta dentadura amigablemente y ahí es cuando deja salir el aire que se le atora en los pulmones, me devuelve trémula la sonrisa y la sangre vuelve a fluir con avidez en sus mejillas.
– ¿De verdad, no sabe dónde encontrarlo? Dicen que este fue el último sitio que visitó. –Insiste suplicante mientras reprime un sollozo. ¡Ahh... y vuelta a empezar!
Con ella van cuatro en lo que va de semana. Se pierde una persona en el pueblo, se corre el cuento de que no se los ve desde que atravesaron mi umbral y entonces, tengo yo alguien irrumpiendo en mi residencia a la hora de la cena e impidiéndome ir a cazar. Ya se me ocurrirá qué hacer con el ingenioso que encuentra en que la gente se extravié en el interior de mi hogar algo gracioso. Yo, solemne seguidor de la etiqueta, antepongo los modales a mi comodidad y asumo el papel de anfitrión: los invito a sentarse a mi mesa, digo algo con gracia para romper el hielo impuesto por su falta de decoro (¡mira que presentarse en casa ajena sin mera cita o previo acuerdo!). De inmediato abordan el motivo de su visita: “Creí que podría hallar a mi hijo/hermana/padre aquí y bla, bla, bla...” Al menos todo queda entre familia, pero algo diferente no estaría mal para variar; empieza a repugnarme tanto lazo filial.
La señora ahora llora, ¿cómo dirían los campesinos de este ignoto pueblo?  “A moco tendido”; ehm, la jerga coloquial nunca me ha gustado mucho. Si hubiese probado su copa se habría ahorrado su lastimero llanto al enterarse del contenido. La insto a beber. Ella obedece. No pierdo detalle de la forma en que inclina con parsimonia la cabeza mientras vierte la copa entre sus labios, el líquido se abre paso en su garganta a través de las distensiones en su cuello y en un auto reflejo repito el movimiento de tragar que visualizo, molestándome ostensiblemente al advertir una necesidad irreprimible de llenar también mi organismo. Sin embargo, mi invitada me resulta cada vez más provocativa y me domino.
–Sí que tenía buen gusto su marido.
Ella hace una mueca extrañada. Dudo si le ha sentado mal mi cumplido o lo que ha bebido.
– ¿Cómo dice...? –Replica retirando a medias la copa de su boca, dilucidando mi duda, mientras lucha por identificar el sabor que se adhiere a sus papilas gustativas–. Disculpe, ¿qué, qué...?
–Su marido –Digo por toda respuesta. Me mira otra vez consternada y confusa, las arrugas que se le forman en la frente arruinan la tersura de su rostro. Yo inclino la cabeza a medias sin quitarle los ojos de encima que se avivan cada vez con la conciencia de su proximidad y empiezan a dar muestras del deseo que me embarga. Aleja la copa de su rostro un tanto asqueada, pero aún la sostiene entre las manos que la agitan torpemente intentando ir en consonancia con sus pensamientos cada vez más esquivos, más errantes, más confusos.
–Ha…ha… ¿Ha-rold? –Dice sin convicción, a la vez que la incertidumbre y el espanto luchan por inmortalizarla en una suerte de cuadro. La mujer mira por turnos la copa y mi rostro. Decido ayudarla a aclarar sus ideas.
¡Et voilà, el nombre! Me preguntaba cuál sería cuando se lo serví.
Mi invitada parece reaccionar o enloquecer, me mira con los ojos desorbitados, se ha detenido nuevamente el flujo sanguíneo hacia sus mejillas, las manos temblorosas en demasía han dejado finalmente caer la copa y lo poco que quedaba de su marido ha conseguido descansar en paz ensuciando el linóleo de mi piso. Suspiro ruidosamente restándole importancia al asunto.
–No se preocupe, estaba un poco rancio. De seguro usted ha podido degustarlo en mejor estado.
Lanza un gemido inarticulado, parece atorársele en la garganta junto con el sorbo de plasma que acaba de consumir. Durante casi un minuto la veo asfixiarse sosteniéndose con ambas manos el cuello y debatiendo entre vomitar palabras o una parte de su cónyuge que es incapaz de digerir. Al final se dobla sobre sí misma obedeciendo a arcadas involuntarias, pero no logra expulsar más que saliva.
–Us-ted… ¡¿Usted le mató?! –Me acusa. Hago una mueca de disgusto.
–Es una forma de verlo –replico imperturbable desde mi posición– ¿No le parece lamentable que ustedes los humanos sean envoltorios desechables?
La dama se queda horrorizada con los ojos en blanco, me mira con gesto reprobador, su cabeza se mece al ritmo del vaivén de la negación, sus labios se fruncen y se estiran, vacilan, me tientan, me exigen...
–No, no… Es… es otra broma. Juega… jue-ga con-mis nervios. Está solo…
– ¡Oh!, ofrezco disculpas por mi sentido del humor. ¿Aceptaría también mis condolencias? Después de todo, su marido era un hombre muy… nutritivo.
Al oír esas últimas palabras algo se enciende en la mirada de la mujer, la ira inunda sus marcadas facciones, su cuerpo se tensa. Por primera vez deja de observarme a voluntad y evalúa los utensilios predispuestos en la mesa, que para mí no son más que parte del decorado. Sus ojos se clavan insistentes en un cuchillo que no tarda en cambiar de lugar. Como en cámara muy, muy, lenta noto la media rotación del tronco, el levantamiento del brazo al nivel de la cabeza, el leve giro de la muñeca con el puño cerrado alrededor del mango del filoso utensilio, la curva que se dibuja en el aire cuando hace ademán de herirme con el arma que ha elegido, las venas y los tendones extendiéndose bajo la piel, la contracción de los músculos de su antebrazo, los pliegues que surcan su cuello, el sube y baja acelerado de su protuberante pecho, el mechón de cabello que se ha colado entre ellos, las pequeñas gotas que transparentan su frente, la presión que oprime su boca dejando entrever sus dientes, el ardor en las pupilas, su aliento, el aroma que emana su carne haciéndose más nítido y activando mis instintos. Llega mi turno de quedarme impávido: como un espectador deleitándose ante una maniobra circense veo con asombro el punzante objeto a un palmo de mi tez y la mujer con expresión pétrea resguardada tras él; amenazante, si las ligeras convulsiones de su cuerpo no la delatasen.
Quiero reírme de su ingenuidad, pero me descoloca su entereza. Hago que en su semblante se refleje mi desorden interno al mostrarle mi verdadera imagen: las arrugas que se extienden por mi cuello hasta perderse más allá de mi frente se acumulan bajo la piel de mis ojos, que se tornan despiadados sin el falso velo de humanidad; los labios separados en un amago de sonrisa que hace visible mis afilados incisivos, contra los que no podrá luchar su inútil cuchillo. Acerco mi mano cadavérica a una de sus mejillas, con la uña gélida del dedo índice repaso su tersa superficie dejando un trazo vivo y chorreante. Luego lo llevo hacia mi boca saboreándolo con fruición.
Ella contiene la respiración, suelta el cuchillo, entreabre los labios, se traga la nada que llena su boca, parpadea, gime, deja libre una lágrima… Es cuando desgarro la lentitud y pasividad imperante, me apodero de ella, desato su aliento, le obligo a vomitar el vacío que toma forma de grito, detengo el aleteo de sus párpados evitando que sus fluidos terminen por humedecer todo su rostro y encarcelo hasta el último de sus sollozos. Litros y litros de ella se derraman en mi boca, tiene la densidad y la concentración perfecta como para embotellarla al estilo del más exquisito vino, pero quiero bebérmela hasta la última gota y prefiero la cata antes que las preparaciones enológicas.
¡Vaya, vaya, alguien se acerca…! Irrumpe a mi vereda… Le oigo atravesar la verja…, sus pasos repiquetean sobre el camino de grava…
Ahora sube los peldaños de piedra… ¡Demonios!
La interrupción…
Escucho sus toques en mi puerta, su insistencia denota que no se irá antes de echar abajo el umbral. El ruido que hace me impide darme festín a gusto. A desgana abandono el cuerpo a medio drenar y me arrojo colérico hacia el portal.
– ¡Es que ni en paz se puede comer aquí!
– ¡Oh, lo siento! –Su exagerada reacción me alerta sobre mi aspecto y en un parpadeo de ella adopto una imagen a su semejanza. Sacude la cabeza como deshaciéndose de un disparate, pero me observa fijamente temiendo que vaya a desmaterializarme.
–Le ruego me disculpe. Busco a mi cuñada. En el pueblo…
¡Por las tinieblas! ¡Qué familia tan numerosa!
Parte de mis pensamientos se exteriorizan en la dureza de mi semblante y la presión de mi mandíbula. Ella opta por guardar silencio y observarme.
–Eh… Tiene un poco de salsa en… –me advierte con torpeza señalando mi barbilla. Limpiándome con la ayuda de la lengua y el dorso de un dedo índice, sonrío ante su errada perspicacia. Mi gesto debe de resultarle gracioso, porque sus labios se distienden divertidos.
– ¿Su cuñada?
–Ah, sí. Beatrice. Fue tras mi hermano. ¿No se habrán dejado caer por aquí?
–Veamos… Suelo ser más locuaz con el estómago lleno. –La invitación…:– ¿Gustaría de acompañarme a cenar?
Balbuceando busca alguna excusa para rechazarme, yo le lanzo una nada decorosa mirada abarcando toda su silueta y añado:
–No se imagina el honor que me haría el tenerla en mi mesa.
Como sabía que haría se sonroja y atraviesa el umbral tras aceptar mi invitación con una ligera inclinación de cabeza. Mientras la precedo hacia el comedor no deja insistir en el verdadero motivo por el que está allí:
–…cualquier dato del que disponga... Abrigo la esperanza de que me sea de utilidad para dar con su paradero.
–En el mejor de los casos están disfrutando del paraíso.
– ¿Y en el peor? –el chiste…:
– ¿Quién sabe? Puede que hayan alimentado a un vampiro.
– ¿Las criaturas mitológicas que salen de noche en busca de sangre humana?
–Admiro la creatividad de su especie. Me pregunto qué cuento de ficción les habrá hecho creer que nosotros jamás tomamos desayuno.
Arruga la frente consternada, me escruta con los ojos intentando entender mis palabras. Imperturbable la observo sin siquiera mover las pupilas. Disfruto levantando el labio en un amago de sonrisa que mi invitada interpreta correctamente mientras el color abandona su rostro y el miedo resplandece en su mirada. Justo antes de que el terror se apodere de ella me permito un gesto compasivo y le suelto:
–Es solo una broma de mal gusto.
– ¡Qué curioso es su sentido del humor, señor! Y bien, ¿sabe usted algo de ellos?
–Por favor, beba un poco. En seguida le cuento. A la postre, quizá nos quede tiempo para esclarecer algunas cuestiones sobre mitología.
Ella hace una mueca extrañada. Dudo si le ha sentado mal mi comentario o lo que ha bebido.
– ¿Cómo dice...? –Replica retirando a medias la copa de su boca, dilucidando mi duda, mientras lucha por identificar el sabor que se adhiere a sus papilas gustativas–. Disculpe, ¿qué, qué...?
Esta vez sí me sé el nombre:
– ¿Encuentra a gusto su Beatrice?


Aldo Simetra


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