"¡Ay, soledad, cómo dueles!
Como las caricias invisibles de quien quiero
Como el beso que hoy se posa en otros labios.
Hoy comprobé que en sus pensamientos ronda un nombre distinto al mío
Y que en su piel tiene las huellas que yo hubiera querido marcarle.
¡Cómo dueles, silencio!
Una es saber en secreto que quien amas no te pertenece
Y otra es reconocer callada que le pierdes para siempre.
Pero tú, vacío, dueles más
Porque contigo se esfuman dos cosas:
Todo lo que necesitaba para sentirme llena
Y todo lo que ahora me deja incompleta".

Eso fue justo lo que escribió en su diario luego de encontrar al chico que le gustaba... no, que la obsesionaba... no, a quien quería sin remedio y en secreto, pero no se había percatado de la intensidad del sentimiento que la embargaba hasta verlo compartir intimidad con alguien más.
Fue presenciarlo recorriéndole el cuerpo con aquella exaltación perversa, devorándole la boca con aquel deseo irreverente, suscitándole implacables gemidos de fiera inquieta y persiguiéndole el ansia por el camino escarchado que dejaba el sudor y la saliva en las pieles, lo que liberó de golpe las pasiones que había mantenido ocultas en la oscuridad de un falso letargo y que cuando percibieron luz, la hicieron anhelar de forma tétrica todas las insanas atenciones que él le dispensaba a aquella volcadas sobre sí misma.
Al contrario de lo que había leído en tantas novelas y en otros tantos textos, no se sintió morir ni había sufrido la inclemencia de un puñal atravesándole el centro del pecho. ¡Hay que ver cómo mienten los poetas! Más bien experimentó una suerte de anestesia, un frío que la invadió de los pies a la cabeza al que culpó erróneamente de la ausencia de movimiento en su cuerpo y la nulidad de pensamiento, cuando en verdad estaba siendo protegida por su propia negación ante lo absurdo.
Quizá la muerte a la que se referían los poetas era esa relacionada con al abandono de todo ápice de conciencia dentro de sí y de la realidad, esa desaparición momentánea que te hacía flotar en una burbuja imaginaria mientras dejabas literalmente de sentir, tu cuerpo quedaba tan desocupado y yerto como el de un cadáver, y si por una especie de casualidad o causalidad desgraciada terminaba humedeciéndosete la mejilla jamás lo entenderías como una lágrima, sino que dirigirías la vista hacia arriba buscando una gotera en el techo.
No obstante, si había algo en lo que coincidían esas historias era en el dolor que se padecía. Nunca pudo identificar dónde exactamente, pero lo cierto era que le dolía. Mientras escribía el poema se cuestionaba qué gotera se habría roto que las palabras aparecían mojadas aun después de que la tinta se secara. Y le dolía, pero no sabía qué. Tenía un puto nudo en la boca del estomago, algo más allá de la garganta se le volvía un lío, sentía agujas en los ojos que hasta cerrados le escocían y no cesaba de preguntarse qué riña había perdido o qué esfuerzo físico tan grande había hecho que los músculos no le respondían.
La incapacidad de su cordura para hallar una cura razonable para su mal, la hizo por vez primera pactar con la inconsciencia dejándose llevar a recovecos en los que antes no se habría consentido estar.
Así fue como se arrastró una noche al último antro de una calle cualquiera, pidió una dosis de una bebida cualquiera para tratar su inexistente diagnóstico, se dejó atrapar por los besos torpes y alcoholizados de unos labios cualesquiera que la perdieron en el interior de una habitación cualquiera para luego marcar extrañas rutas en su cuerpo siguiendo las indicaciones de un mapa cualquiera.
Entretanto, ella le había puesto a cualquiera el nombre y el rostro de su amado, había negociado con vaya usted a saber qué clase de ente que las caricias recibidas se las otorgaba ese último, que quien la desnudaba, quien la palpaba con prisas y a medias, quien la hacía estremecer hasta únicamente recordar las vocales del alfabeto no era un extraño, sino quien había soñado.
Al despertar el día siguiente no reconoció a quien yacía a su lado en la cama, pegó padre y señor grito saliéndose de las sábanas, entonces la marea que se agitaba en su estómago y el bloque aglutinado a su cabeza la hicieron desplomarse indefensa sobre el suelo.
De nada valió que el segundo en la habitación le repitiera su nombre una octava de veces, ni que le hiciera un recuento de los postreros hechos, ni que intentara consolar sus lamentos y desvaríos mañaneros. Ella siguió deshaciéndose hasta después de que el desconocido se marchara, sollozando sobre la imagen distorsionada del cariño falso y todavía famélica de la exaltación perversa y del deseo irreverente de un amor incierto. Lo peor de todo era que la certeza de haber intentado encontrar a quien ansiaba en un vulgar otro, lo hacía saberlo cada vez menos asible, más distante y ajeno.
Volvió a su diario, releyó lo último que había escrito sin todavía lograr identificar dónde o qué le dolía y lo cerró incapaz de registrar sucesos nuevos.
Esa noche se maquilló como lo hiciera la vez anterior –¡ay, soledad, cómo dueles!–, sacó algo provocativo de su clóset y lo vistió –como las caricias invisibles de quien quiero–, regresó al antro de la calle cualquiera –como el beso que hoy se posa en otros labios–, pidió otra vez una dosis de una bebida cualquiera –hoy comprobé que en sus pensamientos ronda un nombre distinto al mío–, se perdió de nuevo en los labios torpes y alcoholizados de otro cualquiera –y que en su piel lleva las huellas que yo hubiera querido marcarle... –.
Ya no le importaba lo que se podría decir aunque le doliese el silencio.
–Y pou-qué hip-ba...noss asé casss-to sss-hip la vida-eh… hu-na pe-err... hip...rra…
...Saber en secreto que a quien amas no te pertenece…
Le escuchó decir a un borracho de una mesa cercana –...reconocer callada que le pierdes para siempre–... que golpeaba la mesa con un vaso vacío. El sonido del cristal sobre la madera repercutió en ella y sintió que en algún lugar de su interior volvían a esfumarse dos cosastodo lo que necesitaba para sentirse llena y todo lo que ahora la dejaba incompleta.
Sin embargo, mientras un desconocido empezaba a trazar extrañas rutas en su cuerpo, olvidó cuáles eran.






–Ya llegamos. ¡Detén el auto! Ni creas que te librarás de esta pasando de largo.
–Tenía que intentarlo... –resoplo.
Freno y estaciono frente a la casa, en el portal están sus padres esperando, nos apeamos y vamos a su encuentro. El hombre como siempre, o solo cuando voy yo de visita, tiene cara de circunstancias. Extiendo la mano como gesto de saludo:
– ¿Cómo está, Sr. César?
–Deje que le pregunto lo mismo a mi hija y ya le cuento –me responde. Ya me acostumbré a que al estado de ánimo del padre de mi novia le anteceda una amenaza...
–Con ese humor tuyo de policía de cuarta nos vas a correr al muchacho. –Interviene la Sra. Iris, toda una dulzura en comparación con su marido.
–Lo que no entiendo es por qué todavía no marca la milla.
–Porque no me parece justo privarlo de la presencia de su hija.
El hombre retrocede asombrado mirándome incrédulo. Suma uno más uno o, mejor dicho, resta dos menos dos, se hace a un lado para dejarnos pasar y yo infiero que le ha quedado claro el mensaje de que así como le traigo a la hija de visita me la puedo llevar. Por supuesto que el asunto funciona porque no repara o no quiere darse cuenta de que la luz de sus ojos ya es toda una adulta y bien podría ponerme los puntos sobre las íes con un: "agarra por tu lado que yo perfectamente puedo regresarme sola o llamar a un taxista".
Mientras nos adentramos en la casa la escucho tratando de tranquilizarlo.
– ¡Yaaa, papá! Llevas bastante rato conociéndolo como para que sigas haciéndole el numerito.
–Deje quieta, mija, que yo me conozco a los de su especie.
¡Querrá decir nuestra especie! Porque es de saber que el padre ve en el novio de la hija un reflejo o recordatorio de sus años mozos y el grado de temor o rechazo que experimente hacia el candidato suele ser equivalente al nivel de desenfreno que haya protagonizado en su juventud. ¡Y peor si la muchacha le sale así de buena...! En lo mááás hondo, le entiendo. Por algo dirán que la mujer que quiera vengarse de un hombre solo tiene que esperar a que el karma le mande descendencia femenina. Yo mientras no la embarace estoy a salvo; de lo contrario, evaluando mi precedente (y subrayo lo de pre), me tocará rogar que mi descendencia sea puramente masculina.
La madre de mi novia insiste en que pasemos a la sala para "ponernos cómodos", ¡ya le digo!: el padre que padece de mal de chaperona tiene la creencia de que la distancia entre él y su hija no deber ser mayor a la que se establezca entre su hija y el "pretendiente", y antes de permitir que compartamos asiento suelta:
– ¡Déjele espacio al muchacho para que respire, mija! Venga y siéntese con su viejo.
Dándole una palmada al mueble le marca el puesto. Ella que sabe de dónde viene o hacia dónde va la cosa exclama:
– ¡Pero bueno, papá! ¿Sabes en qué siglo estamos? ¡Antonio no me va a comer...!
¡Jajaja! ¡Qué no! Me vienen a la cabeza imágenes de cómo quiero comérmela y de las veces en las que me la he comido... Sonrío y la miro. Yo en su lugar retiraría lo dicho.
–...Al menos no de la forma en que tú crees... –deja caer por lo bajo devolviéndome la mirada.
Al instante mis ojos la desvisten un par de veces. Se hace el silencio, la madre nos observa admirada, el padre me mide ceñudo, me incrimina, carraspea…
Yo paso. Por más que intentes explicarle que su hija ya es una mujer hecha, derecha y recorrida, y no una niña como todavía la piensa, él solo verá que de la entrepierna de su hija como la conocía a como es ahora solo hay un trecho cuya extensión seguramente coincide con el tamaño de tu pene.
– ¡La cena nos espera! ¿Por qué no pasamos al comedor? –Anuncia y propone la señora de la casa a la vez que le masajea el cuello a su marido para reducir un poco la tensión. Le obedecemos, el hombre toma su lugar en la cabecera de la mesa y esta vez, acepta que su hija y yo compartamos cercanía sin presentar objeción.
Durante unos minutos se hace protagonista un tintinar de cubiertos y platos, y justo cuando estoy por creer que el llenarse la boca lo mantendrá lo suficientemente ocupado por el resto de la velada, lo escucho:
– ¿Y la boda pa' cuándo?
Automáticamente todos dejamos los cubiertos. Yo tomo una servilleta mientras lucho por no atragantarme con la boca llena. Trago grueso, tomo agua, me aclaro la garganta. El hombre me evalúa serio, estoico.
– ¿Tiene una lapicera? Creo que querrá anotar la fecha en su agenda.
La madre se sorprende y emociona. Mi chica sonríe entusiasmada, reluciente. El hombre demuda su rostro, entreabre la boca, de pronto tose, se ahoga, parece que se le nubla la vista, se oyen chirridos de sillas, nos insta a que aguardemos con las palmas en alto, de a poco se recompone, apoya un codo en la mesa, recupera el aliento, un tic le impide abrir el ojo izquierdo por completo...
Al César lo que es del César... y ahí le di para que tenga. Para dejarlo más tuerto, agrego:
– ¿Me espero a la ceremonia o ya puedo empezar a llamarlo "suegro"?


Aldo Simetra






La hice lenguaje:
Memoricé sus fonemas
La dividí en sílabas
Acentué sus esdrújulas y vocales
(Cerradas- semi-abiertas).
Repasé sus singulares y plurales.
La empecé en mayúscula y sangría y la terminé con punto
(Punto y coma, punto y aparte, punto y seguido, tres puntos suspensivos…).
Subrayé sus títulos, uno por uno
Extraje sus ideas principales y luego la expandí en párrafos magistrales.
Me aprendí sus formalismos y coloquios, 
La raíz de sus palabras 
Y guardo una colección de sufijos y prefijos para renovarlas.
Seguí su ortografía a pie de letra
Fui fiel defensor de su gramática.
La recorrí en prosa y en verso
(Al derecho y en reverso)
Conjugué en todos los tiempos sus verbos y su verbo 
(De forma oral y en texto)
La puntué y puntualicé para que mantuviera la sintaxis
(Aunque perdiera el sentido) 
Jugué con sus sonidos
Exploté sus recursos
Agoté su discurso
La hice idioma, lectura y escrito
Y ahora la leo, la escribo y la pronuncio.
Y sin embargo, cada vez que estoy con ella
(Junto a ella, en ella)
No soy más que un ignorante analfabeta
Entonces ella también me hace lenguaje
Para que vuelva a aprenderla.


Aldo Simetra






Gabriela e Ignacio eran del tipo de parejas de la que la gente no podía apartar la mirada por el magnetismo que emanaba y al mismo tiempo de las que daba vergüenza mirar. Vivían en un mundillo en el que los otros no tenían cabida y en el que muchos habrían querido entrar. Había quien volteaba la cabeza al verlos, pero tomaba la precaución de pasar muy de cerca por su lado a ver si le salpicaba algo de lo que los desbordaba y como a ellos, se les pegaba algo bueno. Una pérdida de tiempo. Ellos gozaban de esa magia que solo se puede tener cuando se admira y que es muy difícil de percibir cuando se posee. Eran dos felices exiliados dentro de la multitud, esclavos voluntarios de sus locuras, dos almas libres ajenas a una realidad obligada que no les ofrecía novedad.
Ellos encontraban esta última inventándose y construyéndose en el otro, arrancándose deseos de los ojos, cumpliéndose sueños con las manos, sudándose el desayuno, la cena y el almuerzo, pero siempre ganándose el cuerpo. Se turnaban para ser confesor y médico, ejercicio y medicina, ritual y rutina. Se dañaban y reparaban a gusto y a disgusto, y en ese caso, terminaban por reírse de sí mismos.
– ¿Cómo quedé?
Jugaban a hacerse y deshacerse, a reinventar la quietud de la noche. Gabriela le había puesto a Ignacio un secador y un cepillo entre las manos tras sentarse frente al peinador. Él se había quedado confundido sosteniendo ambos artículos antes de soltarle un "yo no sé hacer esto, chica", que ella rechazó con ligereza diciendo: “mejor empieza”. No hubo acabado de tomarle un mechón de pelo cuando ella se abandonó a sus dedos con una confianza y entrega que le hicieron imposible no encontrar la determinación y destreza para llevar a cabo la tarea.
A ella también le había tocado aceptar su "sí o sí" y abofetear su inexperiencia cuando él la había enfrentado con las tijeras y los instrumentos de afeitado. Cualquier palabra o expresión que ella hubiera formulado quedó anulada con un "a ver si tienes buena mano".
Ninguno se había visto al espejo y había llegado la hora de evaluar los resultados:
–Me gusta más cómo quedas cuando vas a la peluquería. –Respondió él, frunciendo el ceño.
–Jajajaja… ¿No vas a sentirte orgulloso de tu trabajo? –Él hizo una mueca frunciendo los labios y le hizo la misma pregunta sobre su aspecto, a la que ella contestó diciendo:
–Bueno, digamos que quien te vea estará seguro de que no pasaste por la barbería. Ahora sí nadie más que yo te va a querer. –Ignacio sonrió y se dispuso a constatar por sí mismo su apariencia. Al ver la parte inferior de su rosto surcado por una franja intermitente de pelo exclamó:
– ¡Pero si me has dejado la cara como una carretera plagada de líneas discontinuas!
–Yo diría que se asemeja más a un rayado peatonal. Te hubiese dejado un flequillo para que sirviera de señalización. –Replicó ella sin pizca de arrepentimiento. Ignorando su expresión desencajada, lo empujó con suavidad para mirarse al espejo.
– ¡Vaya! ¡No sabía que mi cabello podía tener tanto volumen! –Expresó sorprendida con los ojos desmesuradamente abiertos.
–Estás hecha una reina de la selva. –Dejó caer él, encontrando en ello una forma de desquitarse. Ella, algo enfadada y atravesándolo con la mirada, objetó:
– ¡Las leonas no tienen melena!
Con la negación impregnándole la cara, continuó luchando con su imagen. Él tomó posición detrás de ella, también enfrentándose a la suya. Y a fuerza de aceptar el desastre que el uno había hecho en el otro, terminaron por admirar el reflejo propio.
–La mía sí. –Susurró él invalidando sin más su reproche.
–Y bien que me estrellaría en esa carretera… –Repuso ella suspirando, dejando caer medio afligida las pestañas.
Ambos se observaron rendidos a través del espejo y la intensidad del silencio que reinó fue a penas comparable con la magnitud del arrebato que protagonizaron minutos después.
De pronto Ignacio sintió el impulso de tomar a Gabriela entre sus brazos y tras ella encontrar nuevo lugar entre su regazo sus piernas se enredaron con el cable del secador olvidado en la mesa del peinador y que terminó cayendo irremediablemente merced a sus vanos intentos de soltarse. Mientras Ignacio giraba de un lado a otro para liberarla, sus pies arrasaron con todos los implementos que ocupaban el mueble, los cuales salieron presurosos a hacerle compañía al aparato abandonado en el piso.
– ¡Ups! –Soltó ella a medio reír tapándose la boca con los dedos. Él completando la sonrisa por ella, prosiguió divertido su camino hacia la cama sin reparar en que una crema de peinar recién escapada del tocador le salía al encuentro para hacerlo tropezar. Ignacio impactó en Gabriela cuya espalda aterrizó sobre el colchón y este se vengó de la brutal acometida haciéndolos rebotar uno junto al otro frente a la mesita de noche.
– ¡Hombre, haberme dicho que preferías el suelo y no arrugábamos las sábanas!
Comentó Gabriela aliviando así la expresión de susto y preocupación que había surcado el semblante de Ignacio. Él todavía ruborizado y abatido la observó con el ceño fruncido, entonces ella tuvo que marcarle el próximo movimiento guindándosele del cuello y anulando la distancia entre sus labios. Un rato después Gabriela lo sintió sonreír sobre su boca y cuando creyó que la reciente tensión empezaba a brillar por su ausencia mientras iban colmando de nuevas formas su mutua horizontalidad, se encontraron librando un cuerpo a cuerpo con la mesilla de noche, que tembló ligeramente al ser desalojada de su habitual puesto y como protesta hizo oscilar a la lámpara que la habitaba hasta que resbaló con estrépito, se desconectó errática del enchufe, quebró su sola bombilla y provocó que la luz del cuarto parpadeara febril hasta sumirlos en la oscuridad.
Esa fue la última torpeza que cometieron o bueno, la última en la que repararon. Se perdieron en un amasijo de ósculos almibarados, en presiones cálidas de sus cajas torácicas, en las estremecedoras erupciones de cada folículo de su dermis. Se balancearon en las contracciones y distenciones de sus bíceps y sus cuádriceps, sus columnas vertebrales dibujaron curvas y líneas rectas, saltaron sin vértigo desde el más alto rompiente de sus cavidades pélvicas, se sacaron secantes y tangentes, calcularon sus ángulos y sus vértices, demudaron agradecidos sus neuronas, reventaron sin piedad sus escleróticas, dilataron sus pupilas, le hicieron justicia a su sombra escondida, le encontraron un punto axial a la penumbra que los asistía con la mirada silente, confabuladora y fija, y no le dieron paz a sus esqueletos hasta que el último de sus huesos en pie, amenazando con resquebrajarse, se rindió tambaleante.
Al día siguiente se les veía a ambos sonrientes y rozagantes: ella recia llevando como un halo su melena, él galante mostrando a mandíbula batiente su rayado peatonal y ninguno con ojos para los demás.
La gente, sin embargo, los miraba de reojo medio avergonzada como si sus rostros reflejaran lo que habían estado haciendo antes del amanecer o bien, como si temiera interrumpir su notable intimidad. Dejaba transparentar su incomodidad con la empalagosa naturalidad de aquellos en exagerados gestos de asombro, en doble moral afectada, en vuelos de cabezas a otro lado, pero queriendo volver al sitio del que habían despegado. Hay una razón por la que las demostraciones de cariño de ese tipo son tan poco bien recibidas (por quienes las presencian): dan hambre y cuando no se tiene qué comer...
En otras palabras, daban envidia de la buena. De esa que instaba a tirarles a Gabriela e Ignacio algo por la cabeza para ver si cambiaban esa mirada tan fofa y despejaban así la duda sobre si era el amor o la estupidez lo que obraba de tal forma. Seguramente las dos cosas.
Mientras los observaba caminar embelesados por la calle desde un banquito de la plaza, la anciana sentada a mi lado debió inferir o compartir parte de mis pensamientos porque se descalzó y me ofreció uno de sus zapatos antes de señalarme a la pareja de tórtolos.
Me reí sin poder ocultar unas sonoras carcajadas que me hicieron doblarme en el asiento aun ante la mirada vigilante y reprobadora de mi acompañante. Rechacé el zapato que me tendía y seguí deleitándome mirándolos. Si estaban soñando, ¿para qué despertarlos?
Alguien me dijo alguna vez que en realidad el amor no se hacía, sino que ya estaba hecho. Bastaba seguir con la vista a Gabriela e Ignacio para empezar a creer que sí, que era cierto: que era el amor lo que no se cansaba de hacerlos.





Ambos recuerdan el día con igual sentimiento… Tenían prohibido esperarse. El acuerdo era tácito si llegaban a destiempo: el otro debía continuar y abordar el próximo navío o desandar hasta el sitio de partida su camino. Se citaron en el puerto. No se vieron. 







Dinero, dinero, dinero. Todo en la vida gira alrededor de eso. De pequeño tus padres te repetían hasta el hartazgo aquel cuento de que estudiaras para ser alguien en la vida cuando lo que en realidad perseguían era que no dependieras de ellos al crecer o que en su defecto, a cierta edad los pudieras mantener.
Una vez que recibes un título tras años de estudio e instrucción académica dejas de ser alguien para convertirte en algo, ya no te define tu nombre sino la profesión que realices, aunque paradójicamente tu importancia como persona viene a estar relacionada con la cantidad que ganes y no con lo que te ocupes.
Claro que si, como muchos otros, no puedes darte el lujo de tener un cargo privilegiado en donde no tengas que depender de un jefe y puedas mandar abiertamente a cualquiera al mismísimo carajo te toca, sin importar cuanta experiencia haya en tu currículo, justificar un salario o un nivel de ingresos que, sin caer a engaños, rara vez te justifica a ti. Y bueno, seguramente después tendrás hijos, les repetirás aquella cantaleta que te cansaste de oír de tus padres, los impulsarás a que dejen de ser quienes son y se conviertan en otros de los que más tarde se pueda sacar beneficio, y así la rueda gira, gira y sigue girando. Y no queda más remedio que girar en torno a ella.
Entretanto, y aprovechando que no tienes descendencia a quien recitarle que la meta de la vida es ganarse el pan para mañana, digamos que te das el gusto de “decidir” a tu “conveniencia” en qué gastarte la plata.
– ¿Me sostienes el bolso, lindo? Quiero darle el visto bueno a esa tienda.
Lo que uno no entiende es, (porque lo que sigue parece cosa solo aplicada al género masculino y alguien me tendrá que corregir si no estoy bien) en qué parte del asunto hay un apartado o una especie de cláusula que exima a la mujer de compartir su dinero con el hombre y que por el contrario indique que el segundo debe compartir-gastar-invertir su dinero en, con, por y/o para la primera, sea la circunstancia que sea. ¿Quién les habrá metido eso a ellas en la cabeza? O peor aún ¿por qué no terminan de sacar esa idea retrógrada de allí?
¿Lindo? ¡Le he dicho mil veces a esta descerebrada que no-me-llame-así! Mientras me guinda su bolso me conduce a un local de ropa que... ¡mierda! La etiqueta del trapo más pequeño bastaría para correr a cualquiera. Estoy seguro que ni ella misma se hubiese atrevido a traspasar el umbral si no viniese "acompañada". Es obvio que espera que otro afloje su bolsillo por ella, pero tendrá que seguir esperando, a mí no me entusiasma tanto la idea.
Irónico que costando tan poco quitar una prenda, esta sea en cambio ¡tan cara! Al instante, como excepción a toda regla, me invade el recuerdo de Ella…Rememoro el modo en que luego de desprenderlas de su cuerpo, las prendas caían al suelo como baratijas... A Ella sí que provocaba desnudarla a cualquier coste, incluso aunque ni todos los billetes y monedas de cada uno de los sistemas monetarios mundiales juntos pudieran igualar el precio.
– ¡Me encanta este vestido!! ¡Mira qué bonito! ¿Te imaginas lo bien que me vería en él?
Escucho hablar otra vez a la nueva conquista que me acompaña, a quien posiblemente le presente más tarde las sábanas de mi cama o quizá la habitación de un hotel. Traduzco lo que me dice en: Quiero este vestido, pero quiero que me lo pagues tú. Yo observo la etiqueta y pensando en que no estoy ni de lejos dispuesto a gastar dos quincenas en una chica que de seguro dejaré en una semana respondo:
–Si mi imaginación no falla, te verías mucho mejor desnuda… –La recorro de arriba a abajo mientras se lo digo. Ella abre mucho los ojos, me sonríe con descaro y luego replica:
– ¡Eso… o eres tremendo tacaño!
– ¡Y tú la reina de las aprovechadas! –Dejo caer secamente. Ella continúa riendo a la vez que niega con la cabeza. Halándome del brazo me saca de la tienda y me guía en otra dirección.
–Ven, llévame a comer algo que se me ha abierto el apetito.
Ahí sí la sigo como un borrego. Pa' comé sí tengo plata o mejor dicho, en eso sí me provoca gastarla. Mirándome de reojo y meneando graciosamente la cabeza agrega:
–Por cierto: ni sueñes que te voy a dejar probar este cuerpecito sin sacarte algo primero, lindo.
¡Ja! ¡Ni tonta que fuera! Pero ¿ven?, es como venía diciendo… Dinero, dinero, dinero. Todo en la vida gira alrededor de eso.



Aldo Simetra




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