Regard et metal - Jacques Resch

El vaso sobre la mesa, en el vaso dos dedos de ginebra, su mano aferrando el vaso, su mirada trascendiendo el cristal como queriendo adivinar a través de la contemplación la fórmula química del líquido mortecino que se estaba por tomar. Un sonido burlesco e insistente haciendo eco de paredes hacia dentro, de paredes hacia fuera... un indescifrable concierto. El sonido se dejó oír tres... cuatro... cinco veces antes de que su receptor se decidiera a contestar.  
“Un poco más y hago un pacto con el diablo. ¡¿Cuándo se cansarán de exprimirme los bolsillos?!”
Se quejó antes de levantar a desgana el auricular:
– ¡Si llama para cobrar algo, el que paga no está! –soltó de mala gana.
– ¿Papá?
– ¿Niña?
– ¿Y quién más? –Sonrisa queda del otro lado del auricular–. A propósito de cobrar… –el hombre retiene un suspiro– me debes un recuento de los dos últimos meses con un reporte minucioso de tu salud y encima me explicas por qué no me has contestado las llamadas hasta hoy.
Silbó sorprendido.
– ¡En mis tiempos los que debían rendir cuentas eran otros! ¿Tú cómo la llevas?
–Mejor, ahora que te escucho. ¿Vas a decirme cómo estás o seguirás dándome rodeos?
– ¡Si tenías con preguntar! Estoy… bien.
– ¿Por qué no me atendías las llamadas?
– Voy y vengo, pequeña. Casi no estoy en casa. ¿La deuda incluye un itinerario de mi paradero?
Se acumulaba el vacío a través de las líneas…
– ¿Papá?
– ¿Ah?
– ¿En verdad estás bien? Quiero decir... ¿vives bien?
– ¡Ja, ja, ja! –Fingió carcajearse– Pero, niña, todavía te queda padre para rato, si es a lo que te refieres. –Del otro lado un silencio vacilante–. Se está muy bien acá, te lo aseguro. El lugar es modesto, el balcón principal da a un jardín primoroso con una fuente en medio cuyo manar de agua fresca acompaña a intervalos a los aspersores que lo riegan. Se está tan bien respirando siempre el olor a tierra mojada y oyendo las óperas de Vivaldi de quien es fanático uno de mis vecinos y que se filtra melodiosamente por las paredes. Yo por las noches, entre el sonido del agua y la música tan magistralmente entonada, duermo igual que lo hicieras tú desde tu cuna hace un par de décadas. Estoy bien, en serio, es una lástima que no puedas venir a comprobarlo por ti misma –un alivio, pensó– y así quedarte más tranquila.
–Mmm...
– ¿Necesitas que jure sobre una biblia para dar mi testimonio por cierto o quieres creerle así no más a tu viejo?
– ¡Vamos, papá! –se quejó ofendida y luego replicó–: ¡Que todavía no ejerzo!
Ambos rieron cómplices o simularon hacerlo.
Minutos después… El teléfono de vuelta a su puesto, encima del teléfono una mano descansando, sobre la mano la mirada absorta de ella parecía querer traspasar con rayos X su piel. Alguien instándola a ocupar no solo en cuerpo su lugar en la realidad, la hizo reaccionar.
– ¿Y?
–Ni porque estoy mayor deja de echarme cuentos –respondió ensimismada–.
– ¿Pero está bien?
–Él dice que sí...
– ¿Y qué pasa? ¿No le crees?
Levantándose rauda de la silla que ocupaba, negó colmada de frustración y se alejó sin mediar palabra.
Cruzando una barrera de tiempo de casi siete horas de diferencia, el hombre se liberaba pausadamente del suspiro contenido antes de finalizar la llamada bebiendo de un trago los dos dedos de ginebra que se había preparado en el único vaso sobre la mesa. Se acercó al balcón que en ese momento no era más que una pequeña ventana y la cerró de tajo para no tener que respirar efluvios úricos y al mismo tiempo para otorgarle algo de privacidad al mendigo que aflojaba sus esfínteres regando los pies del único poste que iluminaba la calleja. Su vecino del piso de arriba empezaba a entonar por milésima vez el repertorio de su inspiración que siempre se renovaba según los grados de alcohol en su organismo y al unísono su vecino del cuarto próximo le hacía los redobles moliendo a palos a su mujer. Dentro de poco se sumarían a la orquesta los gritos gatunos de la fulana de enfrente, que maullaba con mayor o menor vehemencia de acuerdo a la disponibilidad monetaria de su cliente.
Se recostó para descansar el cuerpo extendiendo la reciente conversación en sus pensamientos. Entre el olor a humedad que le corroía las fosas nasales y la cacofonía de sonidos que se filtraba por las paredes no esperaba pegar un ojo, así que aprovechó la presencia del insomnio que se mantenía a su lado como buen y fiel compañero.
–Me ha dicho que está “mejor”, ¿lo has oído?
¡Ahhh!, ¡sí… síí…! ¡Ah-ahh…! ¡Ohh-sí! ¡Sííí! –le respondió desde enfrente.
Ante tanta efusividad, se recreó imaginando que la gata tendría esa noche para más que un vaso de leche.
¿Sabes qué estoy pensando? –continuó.
¡¿Ah, sí, tú piensas, puuuta?! –Un sonido seco retumbó en la pared del cuarto próximo replicándole, junto con un alboroto de muebles que se arrastraban y cacharros que se quebraban, si es que ya no estaban rotos…– ¡Así que tú piensas, eh…! –Hicieron eco otros dos enérgicos y alarmantes golpes contra el tabique, seguidos de lloriqueos y desgarradores alaridos–. ¡¿Qué te pensaste, pobre mujerzuela?!
Se entristeció un poco más, si cabe, mezclando su pena con la ajena antes de contestar:
Que si hay algo que realmente goza de bienestar son las mentiras.
Viiiva’l día i jus mentiras… Viiiva’l tempo i jus tormeeento –le replicó en un gutural alarido desde el piso de arriba–. Viiivo aldiendo e’injuticias… Viiivo a rato y lego mueeero…
– ¡Ah, somne, cuánta razón tiene ese Viva’ldi! exclamó refiriéndose primero a su mal llamada ausencia de sueño y después, al borracho que se alojaba arriba, a quien había apodado de esa forma por el enunciado invariable que daba comienzo a su desafinado lamento–. Por lo menos no le he mentido en algo a la niña: a mí sus recitales me gustan.
Suspiró y bostezó de buen grado mientras oía:
Viiiva’l diaaablo ca’-quí vive… Viiiva’l diooos a quem no rezo… Viiivan mi’ meeeserias toas, que so lo úúúnico que tego…


Aldo Simetra





¡El día en que uste' me ponga los cuernos se lo mocho, Sigisfredo! La frase era una advertencia, un presagio casi ausente que lo acompañaba desde su noche de bodas y solo cobraba sentido cada vez que se despedía de una nueva o habitual amante luego de retozar con ella e impregnarse de más que su aroma por horas. Durante el recorrido del camino de entrada a la casa, se rió en silencio pensando que de ser cierta la advertencia de su mujer lo habría mutilado más de una vez. Al unísono su mente jugándole una morbosa mala pasada le mostró una imagen de su órgano sexual torturado y cercenado y la sonrisa se le borró en el acto.
Sacudió la cabeza, atravesó el portal, un ángel oscuro lo esperaba del otro lado con los brazos cruzados, una expresión llena de rencor en el rostro y un objeto que dejaba entrever la amenaza que se avecinaba entre los brazos.  
– ¿Hoy si vas a leerme a Alicia, papá? –Lo oyó hablar con voz queda. Se despejó los pensamientos y entornó la vista al responder:
– ¿Cómo estás, tesoro? Mejor mañana. Papi hoy está muy cansado para leerte un cuento.
– ¡La niña no te está pidiendo que corras, si acaso que te quedes sentado mientras mueves la boca! –Gritó con sequedad su mujer desde la cocina descuartizando un lomito. Alguna rabia mal curada debía estar cayendo sobre el pobre, que recibía cortes de la hoja del cuchillo como si fuera un condenado bajo la hoz de un verdugo.
Se imaginó su entrepierna en el lugar del lomito, un dolor punzante le empezaba a atacar el pie derecho, lo invadió un ligero estremecimiento. Se recompuso lo justo para ver el libro de cuentos espatarrado sobre su zapato antes de que el ángel negro, acusándolo con semblante enfurruñado, se perdiera escaleras arriba. Lo dejó estar y fue al encuentro de su esposa.
– ¡Uy, está de un malcriada! –Expresó como saludo. Una sonora cuchillada sobre la tabla de corte...
– ¡Mejor malcriada a que nadie la críe! –Otra cuchillada...– ¿Se puede saber en qué andabas?
 –Trabajo, ya sabes... Se me enreda el papeleo. ¡Si hoy leo una línea más quedo ciego!
“Se le enreda el papeleo...” –repitió vacilante la mujer en su mente, presionando a fondo la lengua contra el paladar a la vez que él le depositaba un beso en la mejilla, la estrechaba quedo examinando la carne para luego alejarse y soltar:
–El lomito no tiene la culpa, chica. –Otra cuchillada.
–Mejor el lomito que otra cosa, ¿no crees? ­–El hombre se encogió de hombros y guardó silencio.
¡Claaaro, pero ¿qué le iba a decir?! –pensaba ella– ¿Que se había pasado toda la tarde entre las piernas de la tal llamada "pa-pe-le-o"? –Cuchillada– ¡Ciego debería dejarlo por creerla idiota y dárselas de pendejo! –Otra cuchillada y otra–. Es que si no le sacaba los nauseabundos trapos al sol era nada más para ahorrarse el oír una bobería al mejor estilo de "la carne es débil" –otra cuchillada–, como si ella no supiera de sobra que a lo blandengue aquello no funcionaba –otra cuchillada...
– ¡Pero bueno, Laura! ¡Lo vas a dejar como carne molida!
¡Molido iba a quedar otro...!
Soltó el cuchillo sobre la madera. Planeó su siguiente movimiento, le hizo un ofrecimiento al marido.
– ¿Algo de tomar, cariño? –el "cariño" se le endureció entre dientes.
–Lo que sea con tal dejes de dar golpes sobre la tabla y apures la cena...
¿Dónde había dejado las benditas gotas? Recordó su paradero mientras servía un trago en un vaso a espaldas de su marido y meditaba cuántas había que verter en el líquido para que le hicieran efecto. El que se las vendió le había dicho que eran potentes, pero para cerciorarse vació discretamente la mitad del frasco antes de alcanzarle el preparado a Sigisfredo.
– ¡Arg! ¡Qué fuerte está esto! –Se quejó tensando el cuello y haciendo una mueca de disgusto entre tanto dejaba el vaso sobre el rellano–. Voy a darme un baño, cielo.
– ¿Ahora? –Una subida de ceja con un exagerado estiramiento de cuello acompañó la pregunta. Sigisfredo no captó la ironía.
–Ahora, después, ¿qué diferencia hay?
¡La misma que habría si se hubiese lavado al dejar a la fulana, coño! –Respondió de los labios hacia adentro y agregó que también podría haberle ahorrado la repulsión que le causaba un perfume tan dulzón. Es que además no entendía cómo esperaba él que se le pasara por alto algo tan obvio, sabiendo que ella le conocía hasta el tufillo que desprendían sus pies al despojarse de las medias y el calzado. Continuó soltando o absorbiendo veneno entre pensamiento y pensamiento mientras Sigisfredo subía manso a cumplir con lo anunciado.
Debe andar en sus días rojos o ¿quién sabe? –Conjeturó despojándose de sus prendas en la habitación–. A esas alturas muchas cosas habían dejado de importarle y siendo franco, entre su mujer y su hija no sabía quién era más insoportable. Si hubiese sabido que las iba a encontrar con esos humores le habría traído a cada una un dulce...
A la vez que lo consideraba notó que un papelillo se escapaba del pantalón que sostenía entre las manos, se agachó para recoger lo que era el ticket de estacionamiento del hotel que había visitado y terminó su elucubración con un: ¡...pero el dulce me lo he comido yo...! Sonrió y al levantarse le falló el equilibrio. Dio un par de pasos para mantenerse en pie, pero notó que el cuerpo no le respondía y empezaba a embotársele la vista. Se dejó caer con todo su peso sobre la cama esperando recuperarse en unos cuantos minutos, pero su mente había partido a otra dimensión y comenzaba a hacerle un revoltijo en la cabeza.
Se le fueron mezclando los sucesos del día, iban cambiando de forma, de orden… se le hacía imposible colocarlos en una secuencia correcta y coherente, hasta aparecían fragmentados: de pronto veía el cuerpo decapitado de la amante de turno haciendo picadillo el lomito en la cocina de su casa y al rato, se encontraba al rostro de su mujer cual cabeza de Medusa flotando de un lado al otro en el hotel. Entre tanto disparate se alejó de sí mismo y perdió la noción de todo.
Cuando volvió en sí rogó estar sufriendo todavía algún tipo de alucinación. Fue encontrarse desnudo, atado e inmóvil en su lecho, con la habitación a media luz, su mujer tomando sitio frente a él entre sus piernas vestida con alguna clase de traje de ritual oscuro, una mesa con una serie de objetos punzantes al alcance de su mano derecha y la hija aguardando en un rincón con un traje similar al de su madre. En el ambiente sonaba una suerte de música tribal que ponía a cualquiera a dudar de su salud mental.
Intentó zafarse en vano, empezó a balbucear palabras ininteligibles, se contoneaba dolorosamente para librarse de las ataduras... Su mujer lo miraba impávida y triunfante ante su fracaso por soltarse, juraba que casi la veía sonreír. Algo no estaba bien, eso no podía estar pasándole a él... ¡Vamos! Que era todo una broma, ¡jaja! Que ella no podía estar...
– ¡Pero estás loca! –La mujer no se inmutó– ¡Que esto no es necesario, Laura! Si quieres te doy el divorcio... ¡Por Dios! ¡Te lo dejo todo!
El hombre estalló aterrado, sudaba, empapaba las sábanas…
– ¿Para que se te enrede "el papeleo"? –Le replicó ufana, en aptitud de obvia negativa.
– ¡Quítame estas cosas, bruja desquiciada! ¡No-no pu...! Es... –se le cortaban las palabras– ¡¿Has perdido el juicio?! –soltó al fin.
–Ah, sí, lo olvidaba. –Al decir esto volteó hacia la niña que se mantenía en su rincón callada.
–Querida, el veredicto... –La niña asintió, con actitud ceremoniosa se subió a una especie de taburete y proclamó:
– ¡¡Que le coooorten la cabeeeza!!!
Su madre aceptó el mandato con determinación, estiró la mano hacia la mesilla, tomó uno de los instrumentos...
– ¡Noo! ¡Por favor, por favor! ¡No, Laura...! Tesoro... ¡Noo! Tu madre... está, está mal... Esto, es-to... ¡lo-loca!
Sigisfredo salió de sí, se horrorizó, soltó un sinfín de maldiciones y frases que no llegaban a hilar coherencia alguna. Laura tomó una de los objetos de la mesilla, al hombre le pareció el más afilado de todos, lo levantó sobre su cabeza para tomar impulso.
–Te lo advertí, Sigisfredo... –dijo dejando caer el filo del objeto a una velocidad alarmante.
– ¡Noooo!
Cerró los ojos entre gritos, el espanto le moldeaba la cara, las uñas se le clavaban en la carne con el puño cerrado, los dientes le rompían los labios por la presión, empezó a saborear sangre tanto como a olerla, se retorcía, el sufrimiento le hizo abrir los ojos de golpe para pedir clemencia…
Al separar los párpados la música tribal había cesado, su hija había desaparecido junto con la bandeja de instrumentos y sus ataduras, pero por más órdenes que le enviase a su cerebro seguía negado a realizar las conexiones pertinentes para poner en funcionamiento sus músculos. Su mujer, que volvía a tener la misma ropa que llevaba en la cocina, estaba de pie frente a la cama con las manos ocultas tras la espalda.
Tomó aire para tranquilizarse, hizo una lista de agradecimientos y promesas en silencio, comenzó a mover los labios para proferir palabras, pero su nivel de impresión era tan alto que apenas podía pronunciar sílabas.
–Lau... –suspiró–, cari... Te ju...
–No te preocupes, mi vida. Ya escuchaste a la niña, que solo será la cabeza.
Al decirlo trajo al frente las manos que aferraban con firmeza el mismo cuchillo que torturaba en la tabla de corte al lomito. Esta vez Sigisfredo solo tuvo tiempo de detener sus pestañeos mientras su boca quedaba inmortalizada formando una "o" infinita, un agujero vacío que comunicaba sus entrañas con la nada interminable.
– ¡Ya calla, vas a despertar a los vecinos! –Le oyó decir muy cerca de su cara, estaba casi sobre él susurrándole y el tenerla a tan pocos centímetros de distancia le hizo desear ahorcarla.
Pudo tanto el anhelo que se encontró con sus manos en torno a su cuello, apretó con fuerza, quería causarle tanto o más daño del que ella le había hecho, arrancarle también la cabeza y vengarse de la crueldad que con él estaba cometiendo. La veía asfixiarse a medida que sus dedos le impedían tomar aire, llegó su turno de balbucear, de forcejear para liberarse, de rogar por piedad...
–Si-gis... –le suplicaba débilmente con un hilo de voz– Si... Si-gis... fre-do...
– ¡E-res u-na bru-ja re-tor-ci-da! –Gruñía apretando los dientes– ¡Acabaré contigo, maldita!
La mujer expandió los ojos aferrándose desesperada a sus brazos, clamando por sobrevivir. Empezó a golpearlo temiendo por su vida y en una de esas logró abofetearlo de manera tan descomunal que le volteó medio rostro. Él entrecerró los párpados y usó uno de sus brazos de escudo.
– ¡Por Dios, Sigisfredo! –La escuchó bramar, pero siguió resguardándose tras su extremidad– ¿Qué te pasa? ¡Casi despiertas al vecindario entero!
Enfocó la vista alejando con lentitud el brazo de su cara, su mujer estaba inclinada sobre sí con el semblante afligido. Parecía estar ¿preocupada? –La examinó escéptico, pero frunciendo los labios apostilló en silencio–: ¡Qué buena actriz!
Llevaba el pelo revuelto como si se acabase de levantar en mitad del sueño y vestía una ligera y reveladora camisola. Todavía lo miraba afablemente, se desconcertó y arrugó el ceño. Trató de ubicarse mirando a su alrededor: la lámpara de la mesilla de noche difuminaba parca la oscuridad de la habitación, el reloj despertador marcaba las 2:27 a.m. y ambos estaban medio abrigados entre las sábanas.
Respiró, pero el alivio aún no era completo. Hurgó por debajo de las mantas haciendo un minucioso inventario de su anatomía y, cuando estuvo seguro de que su miembro viril seguía íntegro, exhaló complacido. Una vez opacadas las gotas de sudor que le perlaban la frente y su ritmo vital hubo recobrado normalidad, le expresó a su mujer un sincero "lo siento" y para no dejar margen a malentendidos, en caso de que no lo hubiera escuchado la primera vez, se lo repitió unas tres más. Laura lo tranquilizó melosamente, solícita le prestó oídos a sus confesiones y disparates post-traumáticos nocturnos, le corrió el mal gusto de las pesadillas con caricias, le besó los pliegues y las arrugas del rostro hasta acompasarle el semblante y se dejó abrazar sumisa cuando él buscó su cuerpo como refugio para reencontrarse con el sueño.
Mientras su aliento le hacía cosquillas en la nuca y se la refrescaba pensó en sus "lo siento", preguntándose si se disculpaba por engañarla o por despertarla a esa hora de la madrugada. Lo segundo era una tontería, sin embargo lo primero no tenía perdón: todavía tenía ganas de cortárselo-en-dos. Pero sin duda, tenía mejores ideas.
Sintió cierto consuelo al imaginárselo en el retrete mirando el regalito que le había dejado en la entrepierna: el mensajito "la próxima no fallo" debía de quedarle explícito y sobreentendido cuando se le pasara el efecto de la anestesia. Lo vislumbró examinando la gasa, indagando por su cuenta qué ocultaría debajo y preguntándose aterrorizado cómo le había hecho aquello sin que se diera cuenta… ¡y era para grabarlo!
Con esas imágenes recreándose en su mente, se apretó más a él en la cama, se cercioró de que el cuchillo quedaba bien oculto debajo de la almohada y con la satisfacción del deber cumplido musitándole al oído una nana, se quedó dormida esperanzada.






Por el más allá - Andrés M. Níguez C.

Siempre que se cree encontrar a alguien en la punta del iceberg de la locura, nunca falta quien lo persuada de iniciar el descenso hacia la razón:
– ¡Los mortales tenemos prohibido acabar por nuestras propias manos con nuestra existencia! ¡De hacerlo, solo se nos depara el castigo de que el alma sea destinada al infierno y a la infelicidad eterna!
Le lanzó una mirada colmada de aprehensión, le obsequió media sonrisa compasiva y antes de asegurarse el mejor de los finales replicó con sorna:
–¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¿Has escuchado alguna vez quejarse a un cadáver?


Aldo Simetra




¡Orden en la estancia, que hay que escribir un poema!
Las ideas alborotadas no quieren entrar en cabeza.
Tras dar infinitos golpes para aplacar tanto desatino
El juez ha roto su mazo y ahora recurre a los gritos.
Han llamado al alguacil a ver si resuelve el asunto
Una de las señoritas, ofendida, lo ha señalado de bruto
La colectividad envalentonada ha salido en su defensa
¡Utilizaré la fuerza! ¡Retrocedan, retroce…!
Adelantándose en estampida doblegaron a la autoridad impuesta.
El notario registra: “la corte no ha recuperado el orden de sus ideas”
Y yo, que estoy por perder el juicio, aún no he escrito el poema
Que donde mi imaginario de letras no se alinee
Algunos versos quedarán confinados al vacío
Malinterpretarás mi silencio
Pensarás que aquella ley no cumplió su cometido.
El viaje en el que ahora me embarco carecerá de sentido
Y las afirmaciones que te tuvieron de eje extraviarán su sino
Junto con mis intenciones de hacerle a tu tristeza permanente un espacio en el olvido.
La sala había entrado en receso para restablecer la calma
Las ideas ahora regresan un poco más sosegadas
El juez me convoca al estrado a explicar lo sucedido
Yo que todavía no atino, me encojo de hombros y admito:
–Han hecho toc toc en mi memoria y no sé qué pasa conmigo.
Al oír mi revelación me mira meditabundo
"Se levanta la sesión", ha sido su último anuncio.
¿Y ahora, a dónde irá a parar este peculiar litigio? 
Preguntas receloso ante manifiesto absurdo 
Y como si cosa del amor y otros demonios fuera
Recurro a Gabo y contesto:
"Nada, me basta con que lo sepas".








Somos grandes pozos cuya profundidad es imposible que asome a la superficie. Nuestro mayor miedo viene dado por no saber nadarnos a nosotros mismos y a la vez por la incapacidad de concebir que otro nos nade. Si no podemos explorar el mundo abisal que nos abarca ¿por qué permitir que alguien más se sumerja en nuestras aguas? Y si se ahoga o nos descubre, ¿no estaríamos acaso en desventaja? La existencia de esas interrogantes, y quizá su carencia de respuestas, es la razón por la que siempre parecemos pequeños mares a la deriva y por ello, todos nuestros intentos de contacto con otros cuerpos no hacen más que aproximarnos a sus orillas.







Salió impulsada sin que nada la detuviera, rompió el aire, resquebrajó el ala del sombrero de una dama sonriente antes de hacerlo caer al suelo, rozó peligrosamente la nuca del hombre que escupía sobre su filete mientras le vociferaba improperios a su compañera de mesa, hizo chillar a un perro que le ladraba impaciente a su dueño, destrozó el cristal a través del cual una pequeña miraba con embeleso el movimiento de una cola, provocó que un auto frenara en seco al advertir el golpe contundente de un cuerpo contra el lateral izquierdo, volcó un camión de carga que intentaba evadir a un conductor distraído que salía expulsado del parabrisas de su vehículo, acabó con el empleo de un vendedor ambulante al que le cayeron tres toneladas de mercancía en el puesto, llovió comida chatarra sobre el pavimento, dos mendigos se apresuraron a recoger los alimentos que le habían caído del cielo…
Del otro lado, más allá de los desamparados que peleaban con el comerciante del sitio de trabajo destartalado quien a su vez discutía con el chofer de carga pesada causante de su desgracia, el cual lo ignoraba cariacontecido para prestarle mayor atención al sujeto que quedó varado en su parabrisas con la vista perdida en una infante tendida en el asfalto, a la que una solícita mascota le lamía insistente la cara mientras un hombre la halaba del cuello y le bramaba sobre el lomo entretanto una mujer encopetada tomaba del brazo al caballero y lo instaba infructuosamente a abandonar el lugar; ella seguía rompiendo el aire sin hacer evidente su trayecto.
Tal vez la única persona capaz de percibirlo se encontraba a algunos metros del magno acontecimiento... Sentado indiferente en un taburete a las puertas de una tienda, una pierna cruzada sobre la otra, retiró a medias la vista del diario que leía y vislumbró ajeno la confusión que tenía lugar a lo lejos: un choque, una vidriera rota, gente aglomerada, curiosos que iban y venían, el ulular de unas sirenas en la distancia. Sin sacar algo en claro, sin un mínimo interés por enterarse por sí mismo de lo ocurrido, frunció el entrecejo negando vagamente y volvió la vista al periódico soltando: “lo que haya pasado ya saldrá mañana por aquí”.
No tuvo chance de leer otra línea, el impreso se le había desdibujado de las manos antes de caer al suelo, el suelo desapareció bajo su pie derecho justo cuando la realidad impactó en su pecho, en su pecho sangraba una herida, en la herida se incrustaba una bala, en la bala fragmentos de la ley del talión deformada y en su centro, la liberación de un rencor añejo.
A kilómetros de allí, ubicado en un sitio estratégico colindante con el local de enfrente, alguien hacía un recuento de las escenas sin inmutarse. Fue testigo del rencor liberado de la bala que le abrió una herida en el pecho y borró de la realidad al hombre que leía un diario con una pierna cruzada sobre la otra sentado indiferente sobre un taburete a las puertas de una tienda, incapaz de percibir el trayecto de un objeto que rompía el aire en su dirección y mucho menos que una mujer tomaba del brazo a un caballero que le bramaba a un perro que lamía insistente la cara de una infante tirada en el pavimento, a quien un conductor veía con la mirada perdida atascado en el parabrisas de su auto mientras un chofer de carga pesada lo vigilaba cariacontecido sin prestarle atención al propietario del puesto ambulante sobre el cual había volcado tres toneladas de mercancía y que le reclamaba por los daños causados al tiempo que discutía con un par de mendigos desesperados por recoger los alimentos que le estaban lloviendo del cielo.
– ¿Quién diría que mañana serías noticia? –Se regodeó por lo bajo, los labios contorsionando el rostro hacia un lado en un gesto que bien podría significar una mueca o una sonrisa malévola.
Maldijo para sí sorprendiéndose del jaleo producido, pero no de ser la única persona capaz de apreciar el suceso en toda su magnitud. Observó por última vez el cuerpo del hombre que ahora se mantenía a duras penas sobre el taburete, su humanidad regándose a borbotones por su camisa y ensuciando tristemente el suelo mientras impregnaba de otra clase de tinta el diario matutino de ese día y, antes de girar sobre sus talones para darle a todo la espalda, desanduvo con sus pupilas la trayectoria de la bala hasta la boca del cañón del arma que sostenía.


Aldo Simetra




Entre tú y yo hay un muro. No, no me mires como si me refiriera a alguien hipotético o como si el muro fuera igual de inexistente que el viento, te hablo en serio. Hay un muro entre los dos.
Estas tú desde tu orilla intentando encontrarme, leyéndome las intenciones con tus inquietas pupilas, queriendo entrever a dónde te lleva mi andar; y estoy yo desde la mía, intentando perderte o que me encuentres, escribiéndote uña a uña mis pretensiones, no queriendo que descubras a dónde voy, pero deseando que me sigas.
Yo te dibujo mis pasos para que los vislumbras al rato en una suerte de espejo, crees que te dejo un rastro, pero cuando vas a abordarlo te das cuenta de que es un cuadro ya pintado en otro tiempo y que entonces, para asirme, necesitas saber cuánta ventaja en distancia y en horas te llevo, suponiendo que la imagen ilustrada sea verdaderamente el sitio donde me encuentro. Tú no me dibujas los tuyos, pero ninguno de los dos ignora que son variados y dispersos; aún así, dejas que me recree imaginándolos para luego reírte si fallo o sorprenderte si acierto. No obstante, a sabiendas de que la certeza me dará información para hallarte, prefieres guardar silencio.
Como van las cosas, pareciera que el muro estuviese creado por nuestra falta de coincidencia y nuestras mutuas contradicciones. Pero no, te digo que hay un muro. Una placa de contención que nos pone a cada uno de un lado y que solo nos permite acercarnos lo necesario para adivinarnos, para empatizar a medias con el otro por milésimas de segundo, para practicar el acto de compartir siempre de ida y pocas veces de vuelta, para entendernos entre los signos y símbolos minuciosamente colocados en los claroscuros con los que empiezan los párrafos y el círculo diminuto y diametralmente negro con el que terminan los relatos.
Yo trato de alcanzarte y ya te has ido, tú tratas de tocarme y ya no estoy.
Deja que te muestre, si no me crees. Invirtamos los papeles: trata de tocarme, extiende el brazo, no intentes leerme las intenciones esta vez… ¡Qué no! Estira el brazo sin más. ¡Que lo estires, caramba! ¡Hazme caso, ¿quieres?! Aparta la mano de donde la tienes, ¡alza el brazo!, estira el codo hacia mí.
Verás que tu dedo choca con algo, ya casi me alcanzas... Yo, aguardando desde mi orilla con el brazo extendido, casi te toco.  
¿Lo ves? Has bajado el brazo en medio de la decepción o, para qué engañarnos, ni siquiera lo has levantado; no podemos traspasarnos. Entre tú y yo hay un muro. Y no, por favor, no me mires como si me refiriera a alguien hipotético o como si el muro fuera igual de inexistente que el viento, la huella que dejó tu dedo frente a ti o la mueca que ahora haces mientras te precipitas al final del texto, es prueba de ello.




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