Ya no tengo moral. Mientras unos la doblan, a mí se me ha ido desvaneciendo junto con las nueve letras inútiles que componen la palabra “vergüenza” y que fui borrando una a una al perderme en la insinuación de sus ojos negros, en la provocación de sus labios prietos, en el carácter de su mandíbula tersa que me incitaba descarada a recorrer el camino velludo que iniciaba entre sus pectorales y serpenteaba hasta ese paraje infinito tan idéntico a aquel en el cual Eva descubrió un nuevo paraíso. Entretanto mi dedo resbala por el trémulo y pronunciado abultamiento de la parte frontal de su cuello, descubro dónde descansa el verdadero fruto del deseo y no la culpo por, antaño, caer en la tentación de morderlo.
– ¿En qué estas pensando?
–En pecar... –Mi dedo que ahora se encamina hacia su torso desnudo va dibujando un alfabeto que ni yo reconozco alrededor de su pecho. No sé ni me importa si escribo en griego, en latín o en arameo.
–Te expulsarán del Edén –me advierte sonriendo cómplice, deteniendo un instante mi mano que se aventura sin permiso y sin pudor en la profundidad del sendero.
–No del todo –retomo mi cometido y al alcanzar el final del recorrido susurro–: me permitirán visitarlo de a ratitos.
¡Cuánta misericordia encuentro en lo divino! Mi mano se ase al único tronco que se erige en el espeso terreno, el cual recibe el calor de mi tacto con un tenue estremecimiento. De arriba, en la copa, se escucha un seco silbido y las ramas inquietas acompañan el sonido.
– ¡Para...! Estate quieta un segundo –suplica sutilmente– Entre todas las formas de esclavitud que existen elijo esa que me somete a tus deseos, pero concédeme la libertad de retardar este momento.
El brillo inalterable de sus pupilas fulminando las mías me hace vacilar. Cedo. No obstante, manifiesto mi desacuerdo con un mohín. Tras acariciarlos con el pulgar, suaviza el rictus de mis labios y atrae su cabeza hacia mí. Hace varias escalas en diferentes partes de mi rostro para luego permitir que nuestras bocas se reconozcan y se pongan al día cual par de viejos conocidos que, al reencontrarse, se esfuerzan por recuperar en un instante el tiempo perdido. Deja la revista rutinaria a medias o la empieza más a fondo para abarcar otros rumbos de mi anatomía. Se explaya y disfruta impacientándome, lo reprendo por su lentitud excesiva halándole el lóbulo de la oreja con los dientes y cuando se incorpora para hacer lo propio y censurarme, como poseída por Eva, ¡le muerdo la manzana!
 – ¡Ehh! ¡Vas a arder en el infierno, bandida! –Protesta gruñendo para después apresarme aferrando mis muñecas.
– ¿En el tuyo o en el mío? –Replico retadora a la vez que él, ante mi ausencia de contrición, decide la penitencia que en breve me hará sufrir.
Me anticipa que no hallaré salvación ni en cien aves marías ni padre nuestro alguno. Yo, lejos de pedir auxilio, clamo en silencio por si se me escapa un grito nadie acuda a rescatarme. Rezo en vano para complacerle al tiempo que sus dedos cobran vida y se convierten en aviesos andarines que reproducen en mi cuerpo rastros placenteramente nuevos. La destreza oculta entre sus manos es... me-me... Las sensaciones que emprenderán la huida junto a la peligrosa prisionera de sus labios... Las ¡ah! Las tur-baciones generadas por su respiración que-que estoy segura producen tornados al otro lado del planeta... El vértigoo-¡ooh, síí! de sopo-ortar su peso y a igual tiempo buscar sostén en él te-te temiendo perder el equilibrio al borde del abis-mmm-mo y romperme en dos ¡aaah-ahh! o en ci-eeen, o que él se rompa en mí en dos o-oh-ooho  en-mil...
– ¡Dios te salve, ¡o-oh!, padre mío!
–Esa plegaria no la conocía... ¿Se encuentra usted bien?
– ¡Aah!, ¿a-ah?
– ¿Que si se encuentra bien?
–Sí-ahh, digo, uhm, ¡sí...! bi-bien.
–Parece usted a punto del desmayo...
–Eh, ¿sí? N-no, estoy bien, la ver-dad.
¿Lo estoy?
–Pero si tiene la frente perlada de sudor, ¿puedo ayudarle en algo?
– ¡Ahh! –Suspiro– ¡Si se quitara esa...!
Una serie de imágenes vuelven a tomar su curso en mi cabeza como una descarga de centellas y...
– ¿Qué dice?
¿Ah? ¿Qué? ¿Qué he dicho?
 – ¿En verdad está bien?
Lo miro casi rozando el descaro, él enfundado en su traje de luto...
“– ¡Modera tu apetito, modera tu apetito!”.
“– ¡Jamás!”. 
Si supiera que minutos antes nuestros cuerpos desnudos nos servían de vestimenta y abrigo... Y ahí están sus ojos negros perversos, sus labios que dan sed y la sacian – ¡que no se te noten, mujer, las ganas de beber agua!–, su barbilla retadora dándole sombra al fruto prohibido – ¡ni tampoco las ansias de morder... de comer!– y señalándome el sendero al paraíso, acaso el mismo que el de Eva u otro distinto – ¿será igual de velludo a cómo lo imagino?–. ¿Y mi moral y mi vergüenza? No pase lista que ninguna hará acto de presencia...
–Se lo aseguro... padre.
La última palabra sale de mi boca con la misma dificultad y penuria con la que se hace una confesión aunque, por supuesto, no espero la absolución. Huyo de la iglesia sin siquiera persignarme mientras en mis fantasías otra reproducción mía, en otro contexto y decorado, se queda a mitad del éxtasis con la vista perdida en dos oscuros hábitos que, uno sobre el otro, hacen bulto en un rincón del escenario. Odio que las prendas logren entremezclarse hasta tal punto en el mundo de las ilusiones, me enferma su confirmación velada de que quienes las usan no pueden alcanzar un nivel similar de intimidad en la realidad.
La oración se me queda pequeña –o grande, según se vea– para consolar mis males. Me pregunto por qué la palabra "amén", que está designada para que las cosas sean, solo por estar mal acentuada yo no puedo usarla para cumplir el deseo de amar y ser amada, de amar y que me amen; ¿por qué no dejarle únicamente a los dioses, los santos y los escritos sagrados, cualesquiera que sean, aquello de entregarse con el espíritu, mas no con el cuerpo, y olvidarse de hallar gozo y regocijo en la carne? ¡Que yo soy mortal y humana, y tengo derecho a encontrar un mínimo resquicio de dicha y plenitud en esta existencia mundana!
– ¿Y tu moral? ¿Y tu vergüenza? ¿Ah, alma pecaminosa?
– ¡¡No pase lista, ninguna hará acto de presencia!!
Siento un cúmulo de miradas sobre mí, me acosan obrando un efecto semejante al de un sinfín de índices acusadores cuyos extremos intentaran darme alcance. No sé a quién le he contestado lo anterior o si en realidad alguien me lo ha increpado. Adivino la sorpresa y el desconcierto tomar forma tras mis pasos. Ruego porque nadie siga el rastro. Rompo en risas.
– ¡Jajaja! ¡Ro-ga-ja-jaaar! ¡Por amor a...! – ¿Dios? ¿Cristo? ¿Quién?
Trago saliva. Mis pensamientos me abruman. Por toda pregunta, con o sin respuesta, una nueva interrogante y la misma disyuntiva atravesada entre cada sien. Veo rojo. Un rojo que me asusta y me tienta, que me hace dar marcha atrás, mas antes de dar la espalda me seduce. ¿Arderé en el infierno o ya estoy en él? Me ataca una carcajada silenciosa y frustrada seguida de un “no lo sé” y al unísono se manifiesta una réplica, mitad alivio, mitad pena... La oscuridad reinante en mi aposento invoca sombras y voces que me empiezan a lamer, a morder. Sucumbo a ellas. Tal vez me estén convocando para prenderme en llamas o ya me he quemado en vida de tanto arder. 





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