Ilustración de Christian Schloe

Yo no te busco en las estrellas,
cada vez que las miro me parece que el cielo tiene sarpullido
o que el cosmos ha estallado en estornudos.
No te busco en el rocío,
ese vano intento de regar los árboles
o ese antojo repentino de la lluvia por mostrarse amable.
Tampoco te busco en la inmensidad del mar,
un monótono espectáculo de olas saladas que vienen y van
y que no sabe obsequiar otra cosa que arena en señal de hospitalidad.
Ni mucho menos en los días soleados
de los que tan bien se habla, pero que en realidad
nadie sabe disfrutar.
Así que dale:
piérdete en el cosmos o en el cielo nocturno,
más tarde le ofreceré a uno un pañuelo
y al otro, una loción para aliviarle el picor.
Piérdete en el despuntar del alba,
que ya tendré listo el paraguas
para cuando  la lluvia retome su apática normalidad.
Piérdete también en el océano
mientras yo disfruto de los altibajos de una obra
sin que me entre tierra en los zapatos.
Y mucho más en el resplandor de los días en exceso cálidos,
que ya tendré los lentes de sol puestos para sortearlos.
Y si por casualidad te encuentro aún sin buscarte
o si, por cosa de la vida, no te logras extraviar,
en secreto seguiré guardando tu magia y tu hechizo,
a nadie nunca he de develar tu truco
y nada contaré de las alergias que causas,
de los chaparrones en los que solo yo me sé mojar,
del oleaje que produces aquí dentro
en donde te has quedado de menos o de más,
ni de los días de-sol-a-dos en cuyos rayos te sueles reflejar.
No serás milagro cotidiano ni fenómeno difícil de explicar.




Fotografía de Christian Schloe

–Hoy tocó vaciar el cuenco... Tenía la mirada llena hasta rebosar. ¡Si la hubiera visto! La congoja se le derretía en las mejillas. Sorbía melancólica de su nariz fantasías caducas que no se decidía del todo a echar fuera, hipaba entregada a la negación y con cada espasmo la desesperanza parecía proclamar una pequeña victoria contra su interior.
“Por instantes naufragaba en el éter de restos de alegrías desvanecidas sin encontrar nunca un mísero tablón de salvación o sin atracar en alguna orilla, entonces boqueaba buscando aire al borde del desespero, empapándose de profundas bocanadas de oxígeno que en lugar de sosegarla servían de aliciente para que una, dos, tres y más veces se precipitara. Las fosas nasales se le expandían y reducían con una parsimonia quebrada, y de éstas y de su boca semiabierta, comunicadora del vacío que habitaba con el que la embargaba, se desprendían notas tristes y silenciosas de una invisible partitura, solo digna de ser interpretada por la transparencia de las almas.
La mía, algo oscura, aunque redimida por su cercanía, de un modo u otro debió comprender esas tonadas al hacerme sintonizar con su pesar. Pronto fui consciente de que mi vista se empezaba a empañar y rabié porque escampara en la de ella temeroso de que la lluvia también calara en mí así sin más. Usted no sabe cómo me rasgaron sus ojos vidriosos, cómo me atravesó de tajo el brillo nostálgico con que se inundaba su mirar. Sentía que me ahogaba en su marea. ¡Compadre, que se me llenaba el cuarto de agua! Y juro que me arrepentí por nunca haber aprendido a nadar”.
– ¿Y eso fue antes o después de que usté hablara, compai?
–Antes, después o en intermedios... ¿Qué voy a saber? Me dejé arrastrar, cual marinero en ancho mar, por el arrebato de su tempestad. Creo que ahí fue cuando, pretendiendo amainar su furia, cometí el error de tenderle un pañuelo. No lo aceptó, por supuesto. Más tarde advertí que con ese gesto no buscaba ofrecerle consuelo a ella, sino más bien encontrar mi propia orilla o a lo poco, un mísero tablón de salvación para escapar del océano de dolor que me supuso cada lágrima que derramó.
–Pero sí le hizo la confesión, ¿no? –La respuesta la sintió en forma de manotazo en la parte alta posterior de su cabeza.
– ¿Tiene agua en los oídos? ¿No se da cuenta de lo complicado del asunto? ¿Que decírselo habría suscitado un segundo rechazo? Y a decir verdad yo...
– ¿Qué, hombre? ¡No me hable a medias que le entiendo menos!
–No podría soportarlo.
– ¿No podría soportar qué, compai?
– ¡Hay que ver! Usted sí que es corto de entendederas...
–Acuérdese que soy gente de pueblo.
–No venga, ambos sabemos que usted es animal de no ir a la escuela –negó asombrado ante las pocas luces de su compañero y luego suspiró quedo oteando la distancia–. Todavía recuerda al infeliz que le rompió las pupilas, ¿puede creerlo, compadre? –El interpelado emitió un lánguido gemido de aprobación y procuró guardar silencio–. Por más que me les pongo en frente e intento reconstruirlas con las mías, aquél es todo cuanto miran...
Lanzó otro manotazo, esta vez al viento, y frustrado añadió:
– ¿Qué se supone que haga, ah?
–Bueno –echó una mirada significativa a su alrededor y, en mitad de una exhalación profunda, soltó–: de momento, compai,  écheme una manito con este dique, ¿sí? Que donde el cielo vuelva a romperse, no solo se me inunda el cuarto, como a usté, sino el rancho entero.
– ¡Me lleva! ¡Si yo no me refería a este desastre! Me refería a... –De pronto desistió de continuar con el tema al no hallarle sentido a la conversación–. Olvídelo.
Cogió con desgana una herramienta, cediendo a la petición de su compañero, y a medio camino entre la resignación y el enfado susurró, no sin cierta pesadumbre:
–Lo que diera porque los cristales resguardados por sus párpados no perfilasen otra imagen que la mía...


Aldo Simetra



Relacionado con: Vidrios Rotos


When dreams come true – Obra de Leonid Afrémov

De tiempo, pongámosle un lustro. Tú llevabas una franela naranja, como nunca; yo, una verde, como siempre. Recuerdo muy bien el día porque con tantos colores que hay en el mundo, se te ocurrió vestirte usando el que más detestaba, y su contraste con la pepa de sol que había me deslumbraba odiosamente la vista. Además, hacía un señor calor patrocinante de duchas de agua fría, aunque todavía no me queda claro si achacárselo en verdad a la ausencia total de nubes o a tu cercanía. Aun así, entre el cielo y tu franela, yo habría preferido achicharrarme de más en esa última.
Un asunto insignificante crecido sobremanera en importancia sirvió de excusa patentada para vernos las caras. Ni sé qué se te perdió a ti en ésta, pero yo en la tuya buscaba esas miradas de tus ojos tan sutiles a las que les sigo cantando aun cuando no me miren. Había un bululú de gente en la calle que me hacía encontrarle sobrada justificación a mi carácter asocial y pensar, a la vez, que una evacuación en estampida no le vendría nada mal a la ciudad.
Habría querido decir que tu presencia bastaba y sobraba para opacar a la muchedumbre; no obstante, eran cientos y, por mucho que atrajeras miles de rayos de sol sobre tu pecho, no podrías con todos ellos. Tal vez en broma o en serio consideré que la tierra se abriera y los desapareciera, dejándonos a ambos sanos y salvos en un pedacito intacto de suelo, y exclamar o susurrar un sentido "gracias" observando hacia abajo incrédulos el enorme agujero; un toque romántico y otro surrealista para complacer nuestros gustos disparejos.
Entre la sed y el calor infernales y luego de un comentario sarcástico tuyo al estilo de "ni somos camellos ni estamos en el desierto", acordamos hacer una parada para recomponer nuestras gargantas secas y tomarnos un receso de que el astro rey usara nuestras frentes plebeyas como teja. Escogimos el primer local que vimos, por impulsividad tuya, que colindaba con una librería, para fortuna mía. Haciéndole caso cada quien a su instinto, tú te aventuraste hacia lo primero y yo, hacia lo segundo. Cual drogadicto al uso, aspiraba frenéticamente filas de libros nuevos cuando reconocí tu aroma entre el conjunto y casi me intoxico por introducir tan letal combinación de sustancias a mi organismo.
Los instantes siguientes se reproducen a cámara lenta en mi cabeza, en ocasiones parecen pegarse y repetirse cual disco rayado, o al igual que una cinta vieja, en el mismo punto. Por unos segundos las altas temperaturas dejaron de acecharme al posarse tu respiración sobre mi hombro izquierdo, mas no las bajas, que son unas desgraciadas y jamás respetan nada. No sabría decir si me giraste o volteé, aquí la precisión se me embota; pero sí sé que el asunto para ese entonces enterrado y provocador del encuentro, resucitó de la muerte y mientras tú hablabas vete tú a saber de qué, yo me preguntaba al ritmo de Los Melódicos con su Diveana: tus ojos... tus ojos, tus ojos... ¿Qué tienen tus ojos?... De lo que salió de tu boca o mejor, de lo que ésta balbuceó, solo recuerdo un insinuante: “¿tienes sed?”. Y eso a causa de que, con esa malicia tan natural y masculina, te aproximaste con bebida en mano y casi que introdujiste los vocablos a punta de aliento en mis labios. Luego no pude reclamarte por equivocar el rumbo puesto que donde debías hacer a las palabras entrar para que las entendiera era en los oídos, porque entonces, otra vez al ritmo de Los Melódicos, me diste tema para poder responderle a Diveana: tu boca... tu boca, tu boca... ¿Qué tiene tu boca?... Aunque, por estar la mía inhabilitada de hablar, ya no pudiera cantarlo como se debiera.
Sin embargo, nuestra banda sonora oficial la conformaron los libros que nos felicitaron y hasta aplaudieron en un hermoso y armónico despliegue de hojas y cubiertas, ocasionando tal bulla y alboroto que tumbaron de un solo golpe las estanterías de ambos lados del pasillo. Claro que el dueño nunca estuvo de acuerdo en que fuera la euforia de aquellos y no la nuestra la propiciadora de tan tamaño desastre. Seguramente a ti te delató el resplandor de tus ojos malignos y a mí, el poner en evidencia eso que en mi rostro se te había perdido.
Después de comprarle unos cuantos ejemplares, el señor nos ha perdonado o nos ha agarrado... ¿cariño? La librería se ha convertido en nuestro frecuente sitio de encuentro, en donde coincidimos incluso vistiendo a veces, a propósito y por casualidad (no es secreto que la suerte se construye), los mismos colores. En esos casos nos saludamos con cierta sorpresa aunque el momento carezca de novedad y con la maña o necedad adquirida de decir nuestros nombres de pila a medias tal si fuera un tremendo sacrilegio pronunciarlos al completo o como si pudiéramos invocar o conjurar, sin querer queriendo y queriendo sin querer, otras cosas al nombrarnos:
– ¡Al...! –Sonrío, apresando la sílaba restante entre los dientes–. Llevas una franela naranja, ¡como nunca!
–Y tú, Fri... –Niegas, también sonriente–. Traes una verde, ¡como siempre!




Fotografía de Stefano Bonazzi

La mayoría no se lo creería si se lo cuentas, pero en cierto desierto hay una parada obligada de peregrinación en donde una anciana se dedica a vender caras con la propiedad oculta de modificar el rostro de quien las usa: 
–“Según el gardo de espirritualidad de la persona o la conexión por establecer enter su interrior y la carra àd-quirrida, se porducirran èx-persiones totalmente nuevas o dès-conocidas que son manifiesto de diferrentes tipos de sabidurría. Cada carra es única e ì-rrepetible y cada cual esconde un nomber o sìg-nificado escirto en una lengua antigua y casi muerta solo conocida por terce personas en toda la tierra, y cuyo parraderro es un verdaderro misterrio. Además, señorres, tienen el poder de...”
– ¡Pruébese una! –Le interrumpió una muchachita vivaracha. Aunque la arrugada mujer continuó su parlamento, haciendo caso omiso de la inusitada solicitud.
– ¡Oiga! ¡Póngase una, póngase una! –Insistió la pequeña. A lo que sus reclamos fueron acallados con una réplica terminante:
–Yo ya llevo la mía. No poder complacerte, niña.
La interpelada, con la boca fruncida en un gracioso gesto y los ojos suplicantes, explicó su interés en ver cómo funcionaban aquellas raras máscaras. Sin embargo, la anciana, sin inmutarse, la instó a comprar una para averiguarlo por su cuenta.
Haciendo una mueca y apartándose de la escasa multitud, la chiquilla se introdujo las manos en los bolsillos laterales del pantalón. No tenía intención de sacar una moneda de ellos, solo era un hábito vano con el que intentaba camuflar su vacío cada vez que algo le recordaba sus carencias.
Mientras veía, no sin cierta decepción, disminuir la mercancía de la mercader a medida que aparecía un nuevo comprador, su mirada resplandeció sin delatar sus pensamientos. Se aproximó de nuevo al tarantín de máscaras y ubicándose muy cerca de aquella le espetó:
– ¿Y si se quita la que lleva puesta?
La mujer se estremeció y la niña se recreó recordando la noche anterior. Sin motivo claro se le había ocurrido seguir a la anciana al final de su jornada hasta una vivienda de barro mustia con deformes agujeros por ventanas en las paredes, de cuyo material se componía también cada objeto existente en su interior, desde la austera cama hasta los platillos situados en la agrietada mesa del comedor. El lugar era igual de deslucido por dentro como por fuera, más, si cabe, por la semioscuridad reinante. Por un momento perdió a su objetivo de vista y le costó distinguirlo en la penumbra de un rincón, donde amasaba una especie de mezcla en un cuenco. Pensó que se estaba preparando la cena, pero pronto salió de su error al ver en qué se convertía el amasijo.
Rememoró el fugaz aleteo sobre su oreja izquierda que, seguido de un interrumpido grito de alarma, rompió la quietud de los alrededores. De nuevo vio a la anciana poner un alto en sus tareas al ser despojada de su imperante calma y se encontró apretujándose temerosa debajo de la contrahecha ventana, con ambas manos sobre su boca imprudente, una vez suspendidas de forma forzosa sus labores de espionaje:
– ¿Quién hay ahí?
Respondió el aire llevando rastros de un incompleto silencio.
– ¡Quien sea mejor que se espante, nada se le ha perdido en estos larres!
El arrastre de unos pies en su dirección; otro aleteo, ahora por encima de su cabeza, la había obligado a aguantar la respiración.
– ¡Shu, shu, animal del demonio!
Se quedó en vilo, el corazón latiéndole a violento ritmo.
– ¡Fueeer-rra! ¡fueeer-rra!
Arrancó a correr medio agachada, sin atreverse a voltear hacia atrás la cabeza, a la vez que una ráfaga de viento seguida por un ramalazo de plumas negras se dejaba sentir sobre su hombro derecho. “¡Anda a rondar a otar vieja, ave carroñerra!”, había escuchado a lo lejos acompañado del seco crujir de objetos que chocaban con estrépito sobre el suelo.
La sensación de la tierra y el aire frío de la noche arañándole el rostro y abrasándole los pulmones mientras se entregaba a una frenética carrera, ponían fin al recuerdo.  De forma tardía había comprendido que los bramidos y las vasijas que lanzaba la mujer por la ventana no estaban dirigidos a ella, sino a la inoportuna ave que por poco le arranca media oreja. Como en un acto reflejo se acarició con cuidado esa parte del cuerpo.
Al no recibir respuesta, apremió maliciosamente a la anciana:
– ¿A qué espera? Si ya lleva una, quítesela, ¡ande!
–Éstas carras fuerron cerradas parra fundirse con quien la use si la conexión es completa. Deben saber, señorres, que llevan un nuevo rostor y no una simple mascàrra.
Una pareja encontró en aquello un argumento de peso para decidirse a comprar el artilugio y otros tres peregrinos se apresuraron a adquirirlo.
La chiquilla, hallándose impotente ante la astucia de la anciana, la atravesó con la vista; y ésta, le sostuvo la mirada con aires de suficiencia.
– ¡Vieja charlatana! –Explotó– Sus máscaras son una farsa.
– Son más garn-nès tus palabars que tu boca.  ¿Dices eso de todo lo que no puedes compar?
–También de lo que no se debe vender.
– ¿Y qué hay en este mundo, niña –expresó la palabra en tono despectivo– que no pueda ser vendido? Si te adentars en el desierto, encontarrás incluso quien te venda una gota de lluvia. Dime, ¿pagarrías por una gota de lluvia?
–Solo si es auténtica.
De pronto empezó a reducirse la clientela.
– ¿Preferrirrías una gota de lluvia antes que una de mis ès-pectacularres carras?
– ¡Preferiría que no me timaran con tierra y agua!
Ya únicamente quedaban ambas discutiendo.
– ¿Con òtar cosa, quizá? –No contestó– ¡Vamos, niña! Me harrás cerrer que no debí lanzarle mi perciado tarro al cuervo, sino a ti.
La sobresaltó su comentario. Se preguntó hasta qué punto había sido consciente de su presencia la noche anterior y la inquietó la idea de que intentase protegerla del ataque del ave.
–A menudo –prosiguió, haciendo gala de una asombrosa calma– te encontarrás con dos clases de personas: las que usan lo que tienen parra conseguir unas monedas y las que usan unas monedas parra conseguir lo que tienen.
Recelosa, masticó un instante las palabras de la anciana. Le vino a la mente una imagen de su morada y la manera en que vivía.
–Pero... los está timando –soltó por lo bajo.
–Las buenas personas no necesitan rostors nuevos. –Le dirigió una sonrisa comprensiva de labios marchitos y concluyó–: Se timan ellos, niña. Yo solo vendo.



Aldo Simetra




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