Fotografía de Suliman Almawash

Hastío. No la sensación de simple aburrimiento o marcado desinterés, es algo más. Algo como odiar la cotidianidad, tu cotidianidad; desarrollar repulsión por las rutinas impuestas o adquiridas, la redundancia de cada acto rayana al absurdo, la invariabilidad cíclica de cuanta cosa te rodea y de la que formas o no parte, el hartazgo de hallarte girando siempre sin detenerte y vuelta hacia la derecha y vuelta hacia la izquierda y hacia dentro y hacia fuera; caminar dando tumbos mareado de tanto sin sentido con el estómago igual de revuelto, la cabeza fuera de su sitio, la náusea infectando tu laringe, anudándote la tráquea, preparada para que el vómito salga expelido cual grito sustancial y pútrido de tu garganta.
Una vorágine incontenible y desatada que te produce igual o menor asco que levantarte a la misma hora cada día, frecuentar lo mismos sitios, divisar las mismas caras, degustar la misma comida por mucho que tenga preparación, adornos o sabores distintos; jugar los mismos juegos, escuchar los mismos sonidos, tropezarte con el mismo desamparado que muda rostro una y otra vez en la misma esquina, pisar los mismos suelos, patear la misma piedra, ver las mismas figuras blancas en cada trozo de cielo, los mismos feriados que ya ni sabes qué conmemoran, las mismas fiestas que ya no recuerdas qué celebran, un cumpleaños aquí y otro allá con sus trillados mensajes de felicitaciones y una muerte acá y otra allí estableciendo su tétrico tic tac en el tiempo.
– ¡Buenos días! ¿Cómo está?
–Bien, gracias.
Otro asalariado que va a perder la vida en donde dice que va a ganársela porque al nacer nada te deja claro si es gratis o hay que pagarla. Fíjate en cómo ese “bien” compone el saludo, pareciera nunca responder realmente a algo. Una contestación automática con la que casi figuras programarte y que no guarda relación alguna con el maremágnum de emociones que en ese momento te domine. Un convencionalismo acostumbrado, obligado y lastrado; como decir “lo siento” en cada pérdida ajena, a veces disculpándote, a veces sintiéndola, a veces pidiendo perdón porque no te afecta.
–Buen nudo y bonita corbata.
Estrangula. Y lo sabes. Eres una mascota y esa es tu correa. No es raro que a la hora de salida al terminar la jornada sientas que te sueltan las amarras, que te quitan las cadenas. Corres desbocado, con la lengua afuera, agitando la cola, ladrando y mordiendo los minutos de supuesta libertad que hasta el día siguiente te quedan. Esa libertad que no es más que una quimera. ¡Despierta!
–Combina con los zapatos aunque, ¿no son de la década pasada? –Mueca reprobatoria.
¡Hipocresía! La moneda de cambio mayor extendida, incluso antes que el dinero, y única con circulación libre a lo largo y ancho de la Tierra. Es ella la que te mantiene a flote, casi indemne, en este mundo perverso, y no la negación ni la ceguera ni el desconocimiento ni las mil cucharadas soperas de optimismo con las que a lo sumo te alimentas. La consigues sin inconvenientes en cada esquina, un edulcorante imperecedero de realidades.  Y luego...
– ¡El uniforme, Quintín, el uniforme! –Un atentado formal contra la individualidad.
Usar y reusar el disfraz hasta tu inevitable y consumado desgaste. Ser figurilla repetida, el rompimiento de moldes no está permitido. La sumisión es su misión y tú eres el medio. Mantente exactamente igual al resto, sigue al rebaño, bala: bee, ve, bee; ese es el acuerdo. Firma aunque no lo estés y ¡firme! Que la orden, orden es. A propósito:
–Esto parece un chiquero. Cualquiera se pensaría que ha sido víctima de un tornado. ¡Póngale mayor cuidado a su sitio de trabajo!
¿Para qué? Te preguntas. El trabajo seguirá apestando así le eches al puesto aromatizador. Es curioso cómo se suele ocultar el caos detrás de una especie de pantalla de organización. ¡Gloria al poder de la apariencia y santificada sea! Toda casa y toda piel parecen relucientes hasta que descubres lo oculto entre sus rincones o dobleces. Al interior ¡ni te asomes! O de lo contrario:
– ¡Uy, a mí me daría pena tener el puesto así!
Vergüenza. En ocasiones propia; en otras, ajena, y siempre más ajena que propia. Constantemente los defectos del otro presentándose y saliendo a relucir sobre los de uno mismo. El espejo es un simple decorado que hasta el vanidoso solo sabe usar de adorno.
–El supervisor tiene razón. –Apunta.
¡Lamebotas! Que no se te note tanto que del cansancio te has aprendido el sabor de las suelas de quien según tú te da de comer. La mediocridad (o la excelencia) del asalariado en esa escena... y pensar que de saber quién en verdad te llena la boca, te produciría asco lamerte la planta de los pies.
Apestan, aunque parezca cosa concerniente solo a tus calcetines y al número que calces, no es secreto para nadie. Por muy lustrados que luzcan ciertos suelos, caminas sobre mierda: lo que han hecho de la tierra, los restos del mundo que te rodea, la basura mal barrida, los estragos en suma de cada error arrastrado siglos y siglos por el viento, la mugre de correr intrépidos hacia el avance al tiempo que los pasos se quedan atascados en un cualquier charco del pleistoceno.
– ¡Puaj! –Has tropezado con uno de regreso a casa en busca de tu ansiada libertad, que solo se reduce a hallarte de nuevo en calma en el interior de tu hogar. Giras de lado a lado, tu interior también retorciéndose de arriba abajo, vas dando tumbos con la mirada extraviada y los pies embarrados, y otra vez la náusea, el vómito queriendo salir expelido como un grito sustancial y pútrido de tu garganta, que al final siempre te callas.
Sigues el camino de vuelta deshaciendo el itinerario matutino contrahecho. Recorres a la inversa un desfiladero de caras y edificios (ambos) viejos;  no por antiguos, sino por mancillados. La vejez está, de forma equívoca, relacionada con arrugas y la juventud, con ausencia de las mismas.
–Buenas noches, ¿está bien?
Respuesta automática:
–Bien, sí.
Detestas que en el trayecto tengas que pasar justo por el frente de una funeraria. Escuchas demasiados “lo siento” y en cambio, notas muy pocas lágrimas. Te vibra el móvil en el bolsillo, un texto: “¡Felicidades! Celebra mientras puedas que la vejez está a la vuelta. Que cumplas muchos anos más”. Piensas que el único “ano” que quieres y que además ya tienes lo usas para cagar, encuentras cierta molestia en el hecho de que tu cumpleaños sea la única fecha que los demás no te permitan obviar y que encima, en mayor parte sin tu consentimiento, utilicen de pretexto para festejar.
Anochece. Las nubes cubren el cielo con cierta unanimidad. En un trecho del sendero donde la calle se presenta mal pavimentada salta a reunirse contigo la acostumbrada piedrita, la saludas empujándola con la punta del zapato hasta que choca con un desamparado en la esquina.
 –Solo se aceptan monedas –gruñe con voz pastosa y rancia.
–No tengo cambio –replicas obsequiándole, cómo no, ¡hipocresía!
Dentro de las cuatro paredes que habitas armonizas con los ruidos con los que a diario y escasamente convives: los autos circulando por la carretera, el manar del agua de una cañería, uno que otro grillo muy caída la tarde, el ladrido de algún perro, el rumor del día a día o noche a noche de los vecinos, el viento colándose por las ramas de uno que otro árbol, el crepitar del fuego en la cocina, el extraño roncar de la nevera, tus pasos arrastrándose en el suelo, el bramar de los platos en el fregadero. Te preparas la cena, insípida siempre sin importar qué alimentos combines porque el verdadero gusto que persigues no está en sus ingredientes, ni en su preparación, ¡rayos!, que no está en la comida.
Le echas una ojeada a un periódico sobre la mesa que, sin importar de cuándo sea, divulga hechos que bien pudieran ser del día de mañana o de hace dos semanas. Enciendes el tv para añadir acordes a la polifonía y casualmente el noticiero te lleva a igual conclusión que antes el periódico. Reiteración y más reiteración.
Suspiras de manera pesada y lánguida. Ni percibes a tu aliento disiparse en el vacío y te das cuenta de que de algún modo también estás hueco. A pesar de haber estado llevándote cucharadas a la boca, te invade una sensación de vacuidad en el estómago que te anuda por enésima vez la faringe y el esófago.
Miras a tu alrededor y sientes vértigo. Un fugaz pensamiento cruza tu cabeza y no quieres detenerte a analizar si eso en lo que se resume tu presente es en verdad vivir.
Antes de devolver a torrentes los escasos bocados ya masticados al plato, te diriges al baño. Las arcadas solo despachan la nada hacia fuera de tus labios y eso te sirve para convencerte de tu insustancialidad. Te mojas la cara entre fuertes palmadas.
– ¡Espabila! –No obstante, es en vano. No escuchas. Ya ha sido demostrado en numerosas oportunidades que, al igual que la ceguera con la vista, la sordera no tiene por qué guardar estrecha relación con algún problema en el sentido de la audición.
Sigues odiando la cotidianidad, tu cotidianidad. Te siguen repugnando las costumbres, las rutinas impuestas o adquiridas. La redundancia te continúa pareciendo el mayor y más enfermizo de los absurdos. Te encaminas hacia tu cama en busca de una suerte de descanso y te percatas de que hasta el sueño te causa hastío. Sin embargo, te acuestas sin despegarte de tu invariabilidad cíclica y te hallas girando ora a la derecha y ora a la izquierda sobre el colchón hasta que el hartazgo te obliga a cerrar los párpados. Y entretanto, durante tus calculadas horas oníricas, rechazas la certeza de que al resonar el despertador se renovará tu pacto con “lo mismo”, tan solo para aferrarte a la idea de que quizá mientras duermas vomites finalmente un universo en el cual no tengas que repetirte o que a lo mejor, al despertar, tus ojos hayan amanecido a una diferente realidad.



Aldo Simetra



Acampar en tus manos sin tiempos ni espacios,
sin miedo a la tormenta naufragar en tus labios,
convertir tu tacto en mi vicio y mi hábito,
y tu ausencia...
en la tragicomedia en que a placer me desgracio.

Inyectarte las mejillas de nuevas alegrías finitas,
pelearle tu silueta a las sombras de la madrugada,
con tu voz que hasta al eco encandila
reinventar el silencio,
velarte el trasnocho a las tres de tus ganas.

Bailar al compás que tu respiración me imponga,
perder el equilibrio en cada vuelta de tu aroma,
librar desarmada el duelo entre nuestras miradas,
izar banderas...
sobre las marcas de guerra de tu piel tostada.

Ser eje en el que te revolucionas por minuto,
Descifrar en morse lo que ocultan tus gemidos,
con uñas y dientes, del fondo a la epidermis, tatuarte,
delinquirte,
que sea a la vez cárcel y escena del crimen tu carne.

Recoger trazas de deseos sobre tu espalda perlada,
leer en braille los versos que laten bajo tu pecho,
con los acordes de tu aliento arpegiar al viento
y, descorchados,
bebernos hasta que nos venza la ebriedad o el sueño.





–Los mortales siempre han debido pagar por la estupidez de los dioses... En su afamada perfección imperfecta y su loada e imaginada grandeza con tendencia a morar y coexistir sobre todo, confundieron la superficialidad con superioridad y crearon seres a su des-semejanza para resaltar y justificar sus virtudes. En su errática egolatría y vanidad los humillaron afincándose en su insignificancia, les obligaron a admirarles, a idolatrarles, les ofuscaron la razón y así aumentó su poder. Los hicieron esclavos de su aparente sabiduría, les imprimieron a aquellos el estigma de que la sumisión y obediencia infinitas, aún siendo unos efímeros seres, les abriría las puertas del gozo y la inmortalidad; les hicieron creer que cuestionarlos era rebelarse y les impidieron dudar. Les vetaron la libertad declarándose hacedores de su destino, les dijeron que formaban parte de un plan que en esencia jamás fue desarrollado y les ocultaron que únicamente improvisan cada punto a su conveniencia o divertimento. Queda claro sobre el tablero quiénes son los jugadores y quiénes las piezas, y durante el juego que se alarga por cientos y cientos de vidas, mortales, por supuesto, no se atreven a reír o llorar, ni decir tiene si están provistos o no de emociones, por temor a delatarse ante su oponente de turno o a que una simple arruga desluzca la tersura de su frente.  
–Estás difamando sin escrúpulos a las alturas. Lanzas demasiadas acusaciones sin base ni fundamento alguno.
– ¿Y en qué basas su inocencia o mejor, su existencia? Es curioso cómo se suele pedir pruebas de todo lo que amenace nuestras convicciones, aunque nunca parezcamos necesitar de antemano las primeras para confiar en las segundas o asegurar su certeza.
–Cuida tus palabras. Desde arriba te observan, te escuchan. Pronto se abrirán los cielos y no tardarás en desaparecer con el estruendo de un trueno.
–Has logrado intimidarme, ni te imaginas lo desnudo que me siento ahora con mi privacidad tan expuesta. Me he cansado de contemplar los cielos y nunca he visto ni un solo par de ojos sobre mi cabeza –bostezo–. Debemos de ser para ellos, lo que para nosotros las hormigas: nos resultan un asunto por demás nimio y distraídos en andar siempre con la vista en alto, procurando que nuestra cabeza se mantenga lo más alejada posible del suelo, obviamos su presencia y nos empeñamos en aplastarlas y triturarlas a cada paso, indolentes e indiferentes; podría decirse que casi sin darnos cuenta si en verdad ignoráramos su existencia. De igual forma, la mía, mi existencia, digo, es quizá tan efímera como la tuya. ¿No quieres reprocharles ni siquiera eso a los entes que tan enérgicamente defiendes? Lejos de algún resquicio de similitud entre lo que constituye nuestra creación y la de ellos, ¿no te produce un ápice de furia que te hayan hecho tan ínfimo, tan inferior, tan...?
–Lo tuyo es soberbia. Le encontrarán un castigo y también a tu lengua. No podemos aspirar ni a un átomo de la magnificencia que poseen ellos.
– ¿Qué acaso no surgieron, como nosotros, de la nada? Podemos aspirar a más, claro está; después de todo, su magnificencia es obra nuestra. Bien pensado, no pagamos por su estupidez, sino por la nuestra propia. Solo los mortales en su acérrima ingenuidad podrían ser capaces de crear seres supremos tan carentes de coherencia y sin toda lógica.
– ¡Ya cierra la boca, te lo imploro! Ves esos relámpagos en el firmamento: son advertencias.
– ¿Advertencias? ¿De quién? ¿De qué? ¡Ja! ¡Ja! Si tienes oportunidad, avísame también cuando alguno nos alcance. Es ese miedo traducido en ignorancia hacia la inmensidad inexplicable que nos rodea lo que en verdad aparenta dominarnos, es a esa indefinible omnipresencia a la que  en realidad van dirigidos cada alabanza y cada ruego...
– ¡Basta! Permaneciendo aquí contigo corro tu mismo sino si no te callas. No quiero tu condena, ni mucho menos su rabia.
–Hasta podría decirse que las oraciones van destinadas a la misma nada, emite tus súplicas en lo profundo de una cueva y verás como el eco te devuelve las plegarias. La inocencia que le atribuyes a ciegas a tus dioses es solo el reflejo de la tuya propia. La creación... llámese hombre o llámese dios, no es más que una invención dentro de otra.
– ¡Santo cielo! Escucha... ¿Ves lo que han provocado tus palabras? ¡La bóveda celeste se romperá sobre nuestras cabezas y nos devorarán las tinieblas!
–Tinieblas, ¿dices? Jamás me he encontrado más a gusto que en ellas. Tienen un encanto, para mí, mucho mayor al que hallas en esa supuesta divinidad que veneras. En cuanto a devorar...
– ¡Oscuridad! ¡No, no! ¡Oh, sagradas centellas! ¡Perdo...! 
Un fuerte viento irrumpió en la estancia, abiertas de golpe las ventanas, cuyas cortinas flotaban cual fantasmas agitándose al compás de malos presagios. La noche, que afuera se desgañitaba en truenos y refulgía a intervalos con el furor de los rayos, les asaltó el cuerpo transmitiéndoles descargas eléctricas a su vez. Siluetas deformes cobraban vida en la penumbra. Alguna sombra más astuta que otra tenía sed y la saciaba; la otra, rendida, se dejaba beber. Un gemido de terror fue apagado por un suspiro de satisfacción. Y luego... silencio. La atmósfera se presentaba envilecida, el aire viciado. Un nuevo exterior irrumpió en la estancia invadiéndola con una brisa cálida. Se oyó el chirriar de una puerta. La luz de una vela luchaba trémula por devolver a su sitio a las tinieblas.
–A... sus servicios, a-mo.
–Ah, Pier, me escandaliza tu puntualidad. Retira la mesa, por favor. Es una pena que no hayas podido acompañarme a cenar.
A contraluz, las sombras empiezan a tomar forma. Dos cuerpos se reúnen brevemente en el vano de la puerta de la sala; uno con cierta renuencia a entrar en ella, el otro, con decidido ademán de abandonarla. A uno de ambos el gesto torpe de su acompañante, llevándose un dedo cómplice de su mano libre a la barbilla, lo detiene:
–Eh, a-mo... los restos de su... comida han conseguido descansar en su... su...
–Oh –repite sobre su rostro el movimiento que vislumbra, se aclara la piel de debajo de la boca y saborea con deleite–, aborrezco que siempre busquen inmortalizarse de algún modo en mí, como si...
Dejó incompleta la frase a gusto y se recreó oteando el interior de la habitación. La luz de la vela cincelaba una parte de su rostro de forma tétrica revelando una especie de rictus satisfecho en los ceñidos labios, apenas rozando las fronteras de una sonrisa. Los ojos, un par de infiernos sólidos encendidos en llamas, destellaban malévolos.
–...fueran demasiado importantes para recordarles.
La vela comenzó a temblar tenuemente y quien la sostenía se esforzó por ocultar su turbación. En vano buscó refugio en el fondo de la sala porque su mirada solo logró toparse con el horror. El impacto de varias gotas de cera sobre su piel le advirtió que estaba cediendo al espanto y casi creyó rendirse por completo cuando una inesperada ráfaga renovó la negrura de la habitación. Se encontró solitario en el umbral y a nada de un pasmo mientras, a la vez, escuchaba...
–Faltaría que usted también le tuviese miedo a los relámpagos, Pier. –Y ya a lo lejos–: Recuerde tachar a los crédulos del menú, empiezan a causarme cierta... indigestión.



Aldo Simetra



Su única arma cuelga desafiante más abajo de la línea de su cintura. El deslucido forro que la contiene la dibuja peligrosa, brutal y contundente; a ratos salvadora y en otros, dadora de desastrosas muertes. Temo lo segundo, pero no lo suficiente como para no atreverme a buscar mi pase a la liberación. Con cautela, aterrorizada ante la sola idea de que despierte cual fiera y se desate una tragedia, deslizo una de mis manos; la palpo, me familiarizo recelosa con sus dimensiones y contornos, si supiera de calibres no me costaría discernirlo con el tacto. Me apresuro a hacerme con ella a la vez que un escalofrío me recorre el espinazo; intento sostenerla con firmeza, mas mi pulso se deja dominar por el nerviosismo. Mi creciente ansiedad me traiciona, me tiendo mi propia trampa. Él toma ventaja.
Sus manos imperiosas y castigadoras reviven de improviso, chocan fugazmente con las mías y en un rápido movimiento al estilo del más temible pistolero, desenfunda y me apunta. Retrocedo sin pensarlo, el cañón de su pistola a punto de abrir fuego me tiene en la mira y él, cual profesional concentrado en su diana, me observa dibujando en sus ojos una inminente amenaza.
– ¿Vienes a matar o a morir? –Espeta sin bajar la guardia. En su voz hay un ligero deje de burla. Le contesto en el mismo tono:
–A ambas –estoy lejos de dejarme impresionar o someter, o al menos eso le hago creer.
Le insto a que dispare, después de todo ambas opciones conducen a similares finales. Se aproxima lento y ceremonioso, todavía encañonándome, hasta que a quemarropa imprime la dureza de su arma sobre mi piel. Recorre pavorosamente mi figura con ella y mi cuerpo se contrae a intervalos, me invade un tenue estremecimiento ante la expectativa y mi garganta se tensa en un gemido áspero de exaltación.
–Aún no está cargada –susurra demasiado cerca–, primero hay que ponerle balas.
Ante el anuncio planeo con sigilo mi próxima movida. Ha de delatarme el cambio en el semblante porque le oigo añadir:
–O a lo mejor sí... ¿Quieres probar?
No espera respuesta. Me invade la boca sin preaviso y sin dejarme tiempo a reaccionar, una prominente rigidez hace fricción entre mi lengua y el paladar. Mis labios se convierten en una "o" mayúscula y apretada cerniéndose alrededor de su armatoste. Mis manos se rebelan de forma tardía contra su ataque, sin embargo todo esfuerzo parece vano y se pierde en la intimidación velada que representa el avance del arma hacia mi garganta, como si buscase lacerarla. Lo veo accionar exultante el gatillo, se me entrecorta la respiración, me lagrimean los ojos que son atravesados por el brillo perverso y despiadado de los suyos, cedo de manera inevitable al desespero. Hace estallar el artilugio que implosiona devastadoramente el interior de mi boca impactando más allá de mis cuerdas vocales. Desfallezco con la mirada extraviada y a un último suspiro de encontrarme con el sinsentido.
–Resucita, aún no termino contigo.
Dudo de a quién pertenece en verdad el desenlace. Mientras por obra de magia los signos vitales empiezan a recomponerse le sonrío al azar, la muerte puede esperar o tal vez... Recuerdo cuando me preguntaba cuánto tardaba en hacerse realidad un deseo y, por supuesto, en ese entonces no se habría mostrado incrédulo ante mi respuesta si supiera, como ahora, que a veces tarda en cumplirse lo que dura en producirse un disparo y en otras, lo que tarda en materializarse un orgasmo.





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