Tal vez ya no de noche, sino de día,
colada en otras sábanas que no sean las tuyas,
encuentre, más que placer, tranquilidad y dicha.

Tal vez más temprano y con menos prisa,
ya no en trenes ni autopistas ni concurridas rutas,
un extraño ocupe tu lugar al perfilarse en mis pupilas.

Tal vez baste un par de labios nuevos para dejar de nombrarte,
o, acaso, un par de manos distintas en las que encontrarme.
Dejar... dejar de mirar al cielo y preguntarle si te sabe,
despegar del suelo la vista y soltar... soltar... soltarte.

La piel, recubierta de otras huellas, cambiará de dueño;
el alma, vertida en otra esencia, tomará otro vuelo.
Quizá en mí te haga trizas o estragos el tiempo...
Mas hoy me acecha, incansable, tu recuerdo.





“Oh Shit, Chipped A Nail” by Danny Galieote


El hombre se había despojado de sus pantalones y, como de costumbre, los había tirado de cualquier forma sobre la cama. Laura, esposa, madre y ama de casa hacendosa, había salido presurosa en virtud del santo resguardo del orden y la limpieza del hogar a depositar las respectivas prendas en el cesto de la ropa sucia y, al hacerse con ellas, una hebra dorada, larga y ondulada se le había enredado entre los dedos. La tomó, la estiró de punta a punta, le hizo un minucioso examen de párpados entrecerrados y poder ultra-senso-perceptivo de sus pupilas y sin protocolo expresó los resultados del estudio en un lacónico: ¡ESTE PELO NO ES MÍO! De inmediato, prueba en mano, saltó a comunicárselo al marido: 
— ¿Me puedes explicar qué es esto, Sigisfredo? 
El aludido alzó las cejas, después frunció el ceño y contestó con aburrimiento, haciéndose el desentendido:
— ¿Te falla la vista, mujer? Un pelo, ¿qué más va a ser? 
—Ahórrate el chistecito: ¡no me refiero a lo que es, sino a lo que significa!
Él, por supuesto, sabía de sobra a qué se refería. Nada más evocarlo le producía un placentero cosquilleo en la entrepierna. Llevaba todo el camino de regreso reviviendo la escena. Lo inesperado de que manos al volante, en plena carretera y con el auto en marcha, a su acompañante le diera por, salvando únicamente la barrera de la cremallera, liberar a su canario pinto de su encierro y agasajarlo al mejor estilo francés en medio de un beso lánguido y enardecido que le hizo brincar de la emoción y levantar al instante el vuelo hasta entonar, luego de un par de contenidos gorjeos, su más estridente y sonoro trino.
Segundos más tarde, al perder en completo éxtasis el control del vehículo y el rumbo marcado, habría de saberse víctima de un experimento por parte de su acompañante: tras dejarle las alas empapadas al pajarito, abandonándolo a su suerte sin preocuparse porque quedara desamparado y a la intemperie, dictaminó con cierta pedante suficiencia mientras ayudaba a reconducir el auto: ¡hay que ver cómo es verdad que los hombres no pueden hacer dos cosas a la vez! 
Sigisfredo estuvo a nada de objetar que las condiciones urdidas por ella para demostrar esa hipótesis equidistaban de ser justas, mas prefirió argumentar que estaba dotado de atención selectiva y que, además, ocuparse de dos acciones al unísono le suponía un gasto innecesario de energía. 
Los ojos fijos y endiablados de su mujer, con las córneas pugnado por no derretirse en su intento de encenderlo en llamas, lo alertaron de que se había ensimismado por más tiempo del normal. Su réplica llegó con demora:
— ¿Qué quieres que te diga, chica? Si te teñiste hace poco, no me acuerdo; y si es una cana, te aviso, querida, que la juventud se te está echando a perder. Y ya que estamos, a ver si le das mejor uso a la aspiradora o al cepillo de barrer...
— ¡Lo dice quien nunca le ha echado una escoba a la sala por temor a que la hombría se le caiga...! ¿Cuándo te casaste con la cachifa? Que yo que soy tu esposa ni me enteré. 
— ¡Qué va! ¡Macho que se respete no se enreda en esas chácharas! 
— ¿Ah, no? Si quieres aprovecha y tráete a la rubia aquella a que haga la labor doméstica. Así yo me ocupo de hacer el supuesto trabajo de oficina que te obliga a extender la jornada cada dos o tres días a la semana. 
— ¡¿Qué fue?! ¿De cuál rubia me hablas? 
— ¿Cómo que de cuál rubia? ¡La peliteñida dueña de éste pelo, chico! —El filamento se tensó entre sus dedos hasta romperse—. ¿En esa cháchara no te costó enredarte, no? 
— ¡No, señor! —Contestó enérgico y en seguida enmendó lo dicho— ¡Tú y tus novelones de media tarde entre ceja y ceja! Deja el melodrama, mujer, que no te pienso servir de audiencia. 
Le dio la espalda al decirlo y se escabulló hacia el baño, poniéndole fin a la disputa con el sonido del agua cayendo de la ducha. 
Por su parte, Laura, con la mirada encendida y rabiando por prenderle fuego a algo más que el dorso de la camisa a Sigisfredo, intentaba en vano contener toda la ira que el “¡¡ÉSTE DESGRACIADO ME LA HA VUELTO A HACER!!”, fulgurando en su cabeza a la misma intensidad y frecuencia de sus palpitaciones, le infundía. 
Tuvo oportunidad de comprobar su desesperada certidumbre un bullicioso viernes, dos días exactos luego del desafortunado descubrimiento enmarcado por la penumbra del número trece que lo fechaba. Felicitándose por haber guardado un ticket de estacionamiento que registraba un rumbo inusual en la rutina de Sigisfredo, pidió señas del destino señalado y se apersonó en las inmediaciones del establecimiento: un hotelucho sin mucha fama y poca gloria cuyo único requisito de entrada eran las ganas y el dinero.
Llevaba contados 27 autos de variado color y modelo cuando distinguió al de su marido aproximarse a la taquilla, la ventanilla medio abierta del lado del copiloto le descubrió como en un fogonazo una melena dorada. Creyó reconocer a su dueña de refilón y estuvo a punto de desconfiar del poder ultra-senso-perceptivo de sus pupilas hasta que una imagen se activó en su cabeza rememorándole un instante preciso de la mañana de ese día:
La Tati y la vecina nueva enfrascadas en una frívola discusión que inflamaba o desinflaba la vanidad de la una de acuerdo a la intervención de la otra y que derivó en una ridícula pelea, haladas de extensiones de cabello y arañazos de uñas postizas incluidos, cuando alguna de las dos soltó a los cuatro vientos: “¡naturales mis looolas! ¡Que por lo menos reboootaan! ¡¿Qué van a estar siendo reales ese par de piedras?!”
Sin embargo, lo que más le llamó la atención a Laura no fue el color de las palabras proferidas de esquina a esquina del ring de boxeo en que se convirtió el vecindario, sino el del atuendo de una de las combatientes: un vestido fluorescente, chillón y con transparencias en el que el modisto decidió ahorrar tela y que parecía diseñado para convertir a quien lo usara en punto obligado de referencia donde fuera, más si el personaje que lo vestía optaba por pintarse la bemba de un morado berenjena idéntico al de la túnica del Nazareno en pleno viacrucis.
Más tarde, ya entrada la noche, medio asimilado el mal trago bebido en el vulgar cementerio de orgasmos y en el momento justo en que el bueno de Sigisfredo se dignase a atravesar la puerta del hogar, habría de recibirlo con un irónico “¿terminaste de pagar promesa, cariño?” entre dientes, cuya verdadera intención no hubiera pasado desapercibida por su marido si ella hubiese pronunciado el resto del reclamo, finalizado en su mente con un “¿o a la fulana se le acabó el labial?”.
Conseguiría secundar esto último al instante en que su hija, un ángel oscuro de menos de diez años, interrogara preocupada a su padre acerca de un moretón que relucía entre su pecho y su cuello. Por toda respuesta, el interrogado se aclaró la mancha frotándola con los dedos.
Con todo, Laura no durmió esa noche ni las tres siguientes: el cómo limarse los cuernos que sobresalían de su cabeza le impedía conciliar el sueño. Y en esta ocasión no le bastaba con dejarle un mensajito a modo de advertencia a Sigisfredo en la entrepierna. Necesitaba algo concluyente, para castigo de él y tranquilidad de ella.
A la quinta madrugada en vela se le prendió el bombillo con una idea un tanto “des-cabellada”, la cual no rechazó precisamente por la alusión indirecta a la ausencia de hebras doradas subyacente en la palabra. La maduró con cierta pasión perversa y la cocinó a fuego lento con una meticulosidad propia de las mentes retorcidas.
Fue suficiente con hacerle un pedido especial a quien se convertiría en su proveedor oficial de... “insumos”, el mismo del frasquito de gotas potentes, para poner en marcha su plan. Sigisfredo, único destinado a sufrir los daños provocados por el ingenio malsano de su esposa, no habría de enterarse de nada, aun cuando empezara a padecerlos.
Para él, los cambios de apetito que venía sobrellevando las pasadas semanas se debían a que su mujer estaba perdiendo la sazón, y a ello también le achacó los retortijones y demás molestias estomacales que le hacían acudir al baño con mayor frecuencia y sin dilación. La sensación de pesadez y flojera que lo abotargaba de vez en vez eran mera obra del cansancio y la dificultad para enfocar objetos tras horas de tener los ojos clavados en montones de documentos, lo confirmaba. Incluso a la suavidad que comenzó a experimentar en la piel, acompañada de un ligero escozor, supo encontrarle motivo:
— ¡Cónchale, Laura! ¿Qué te cuesta comprar un gel de baño normal? Vete a saber qué mariqueras tiene el mejunje nuevo que trajiste que me está dando alergia...
— ¿Desde cuándo tú tan delicadito?
— ¡No te burles! Es en serio, chica —a mitad de la última palabra se le quebró la voz y fingió que tosía para aclararse la garganta.
— ¡Has usado el mismo por años y hasta hoy es que te vienes a quejar!
— ¡Es que hasta hoy es que me viene a picar! —refunfuñó.
— ¡Pues ráscate y ya!
— ¡Hay que ver que contigo no se puede hablar! Así no sé dónde vamos a acabar...
Ella conocía a la perfección la respuesta, mas no tenía intención alguna de revelársela. Prefirió azuzarlo, divertida:
—Uy, querido, si no te conociera diría que estás muy... ¿“hormonal”?
Se la quedó mirando ceñudo y de soslayo y, antes de agregar palabra, prefirió borrarse de su campo de visión, sin siquiera distinguir que su mujer luchaba por aguantar la risa.
No obstante, lo de “hormonal” no le gustó. El tono utilizado por Laura al señalarlo repercutía de algún modo en su masculinidad y lo impelía a afianzarla. De inmediato le envió un mensaje a “Claudio” a través del móvil: “Junta. Mañana al final de la tarde. Sobre cinco letras de cambio”.
Sabía que quien iba realmente a recibir el texto lo sobreentendería sin problema. Se entretuvo recordando que en un principio se le había ocurrido guardar el número entre sus contactos con el título de “Sra. de los dulces”, pero eso le habría obligado a consentir más de la cuenta a su mujer, e incluso a su hija, con uno que otro antojo para mantener la tapadera.
No se imaginó que su tentativa de subirse la autoestima vendría también mal condimentada con nuevos disgustos. El primero lo tuvo nada más entrar al hotel con la reciente mega adquisición del vecindario y descubrir que de repente la libido se le había ido a los pies. Confió en que era algo temporal e insignificante cuando las maniobras de su compañera bastaron para que su soldado presentase saludos enhiesto y firme, pero luego... ¡oh, malvado sea el señor! Hubo de rebajarlo a cadete por rendirse y abandonar la guardia sin apenas dar batalla.
El episodio lo noqueó y le volteó por completo el ánimo; quiso ovillarse sobre la cama por la que, al parecer, había pagado en vano, mas optó por sentarse abatido en uno de sus bordes mientras las sienes le palpitaban con desmesura. Para mayor inri, la frase expelida de su boca al Claudia tratar otra vez de contentarlo, terminó por instalar un ave de mal agüero en su aura:
—Ay, no, mujer, otro día: me duele la cabeza.
Salió de allí pitando sin que le cupiera duda de que, ahora sí, algo le estaba ocurriendo.
Al fin, después de mucho tiempo, llegó a una hora razonable a su casa. Sin ni reparar en la sorpresa con la que fue recibido por su esposa, subió expedito a la habitación y la dejó dando gritos en el rellano de la escalera:
—¡¡Una raya en el cielo!! ¡Tú aquí temprano!! ¡Ya me contarás a qué santo le debo el milagro...!
Sigisfredo la ignoró. Urgido de excusas o explicaciones caminó de un lado a otro hasta formar una zanja en el suelo del cuarto. Lo invadió una especie de ¿presentimiento?, ¿a él? Y corrió a revisarse al baño. No encontró novedad: estaba tan arrugado y colgante como lo conocía, y libre de cualquier posible marca de advertencia que pudiera evidenciar alguna mala obra de Laura. ¿Qué podía estar mal?
La respuesta acudió al segundo inspeccionándose más de cerca: ¿eran ideas suyas o se le había encogido un testículo? ¡Se le había encogido un testículo! Cálmate, Sigisfredo, estás histérica... ¡¿histérica?! ¡Dios, necesitaba visitar a un doctor!
Enterrando todas sus reticencias debajo de la suela de sus zapatos, llamó al centro de salud e hizo una cita, quedó agendada para dentro de una semana. Colgó satisfecho:
— ¡Listo! ¡En ocho días se acaba ésta vaina!
Sin embargo, su revista médica fue pospuesta no una, sino cuatro veces, y no pudo librarse del asunto hasta al término de un mes.
En último momento se arrepintió de ir al atenazarle un nuevo pálpito, pero un mal de estómago de los mil infiernos que lo coronó rey y le impidió separarse de su trono la noche entera, lo hizo volver en sí y mantenerse en su resolución.
No debió haber ido.
Se enteraría al día siguiente, demasiado tarde para percatarse de que todo cuanto había sufrido los postreros meses hasta su estadía en la clínica tenían el sello de Laura por doquier.
Para la hora en que vino a saberlo, la susodicha y su angelito oscuro se tomaban unas merecidas vacaciones en una playa sin nombre:
— ¿Má? ¿Y apá por qué no vino?
—Está despidiendo a un amigo y además, tiene mucho trabajo, cielo.
Al tiempo, la reciente mega adquisición del vecindario, dueña del cabello rubio y la bemba morado berenjena, recibía una tarjeta de regalo casi anónima:
“VÁLIDO SOLO POR HOY. No será en el cinco letras, pero te aseguro que te encantará... La dirección al reverso. P.D.: No se aceptan devoluciones”.
Entretanto, Sigisfredo recuperaba la consciencia a punta de gritos:
— ¡No-no, no es mi problema! ¡Que se intercambiaran los expedientes es... es...! Usted... ustedes... ¡¡Solo quítenmelo ahora!! Yo ya... yo no... ¡¡Ya no quiero tener un p...!!
— ¿Se encuentra bien? —Una voz calma y monocorde se sobrepuso a la anterior y le impidió terminar de oír la queja.
¿Por qué no iba a estarlo? Sintió la lengua pesada y se dio cuenta de que apenas había pronunciado vocablo.
Consternado y totalmente desubicado en tiempo y espacio, se halló tendido boca arriba sobre una cama, dentro de lo que parecía una habitación de hospital, sin comprender cómo había llegado allí. A lo sumo, recordaba haber acudido a una simple revista médica.
El batablanca que permanecía de pie detrás de la puerta cerrada de la estancia se lo explicó sin preámbulos y con una tranquilidad y frialdad pasmosas:
—Buenas noticias, Sigisfredo: la reasignación de su sexo ha sido todo un éxito. Sin embargo —suspiró con pesadumbre—, me temo que se le ha aplicado al paciente incorrecto.
Sigisfredo apretó los párpados incrédulo. ¡¿Rea... qué?! ¡Ja, ja, ja! Esto sí que debe ser un sueño. ¡Ja, ja, ja! ¿A qué hora es que va a sonar el despertador? Ya casi siento el codazo de Laura en alguna de mis costillas para que me levante a trabajar... ¡Ja, ja, reasignación de sexo...!
El despertador no sonó, el codazo de Laura tampoco llegó, pero sí que volvió a escuchar la voz del médico. Hablaba de postoperatorios, demandas, complicaciones, le ofrecía encarecidas disculpas y, en un lapsus de egocentrismo disfrazado de orgullo excesivo, se felicitaba por la labor hecha...
Ninguna de esas cosas le importaba a Sigisfredo. Cuando reunió valor para abrir los ojos y escrutar su entrepierna, vio materializada la peor de sus pesadillas y se sintió morir de todas las formas posibles. Lloró y sollozó como nunca, sin preocuparse un ápice porque se le perdieran los respetos, y por vez primera no supo contestarse a una pregunta que otrora y en incontables ocasiones había respondido en más de un sentido y de las mil maneras:
— ¡¿Y ahora qué coño voy a hacer yo con una vagina?!





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“— ¿Y si te dijera que ganarás la fortuna en el momento justo en que estés a punto de morir?
— ¡Ja! ¡Qué conveniente! Yo nunca juego a la lotería.
—Lo harás en adelante, aunque sea tan solo para saber cuándo estés cerca de perder la vida”. 

Martín ingresaba exactamente a las 15:00 horas al local que hacía esquina junto con la academia de baile en donde su chica impartía clases cuando un mensaje entrante iluminó, primero, la pantalla de su móvil y su rostro, después: “Salgo en 15, amor. Ven a buscarme. No tardes”. Un emoticono de un corazón y otro de un beso como punto final a la frase. Ese día más de uno, incluyendo su novia, quería algo de él, pero él lo ignoraba. “Te espero”, tecleó, guardó el aparato en uno de sus bolsillos y raudo le solicitó a la dependienta un batido especial de yogurt.
Son 219 con 15, señor.
Extendió tres billetes y esperó el cambio. Pedido en mano tomó asiento en una de las mesas e indiferente paseó la vista por el lugar. A su derecha, un muchacho de actitud desenfadada hasta en la manera de sentarse y de vestir tomaba sitio un par de mesas más allá. Frente a él una mujer emperifollada de pies a cabeza, con sombrero, guantes y lentes de sol para rematar su exagerado atuendo, se llevaba una taza a los labios sorbiendo recelosa el contenido. Como en un acto reflejo él también se llevó su bebida a los labios, pero en su caso con fruición. Quizá si no se hubiera deleitado con el sabor del preparado se habría dado cuenta de que afuera, a través del cristal, dos personas más echaban una ojeada indiscreta hacia el interior deteniéndose de forma insistente en su figura: un hombre de aspecto sombrío, y una muchacha apocada de ojos vivaces y prendas que parecían haber visto mejores épocas.
Un nuevo texto hizo vibrar su teléfono: “Bro, me prestas? Se me ha quedado corta la quincena”. Concentrado en teclear “este cajero está inhabilitado para procesar retiros” a modo de respuesta, no se percató de que cuatro pares de ojos lo contemplaban: tres, con inquietud; dos, con suspicacia; uno, con ilusión, y todos con ansias. Juntos integraban una especie de cuadrilátero invisible en el que cada cual, desde su esquina, tergiversaba el instante que presenciaba o del que, de una u otra manera, tomaba parte en relación con el centro de sus miradas:
La joven de apariencia apocada, casi una quinceañera, se llevaba una mano al estómago mientras se relamía un rastro inexistente de yogurt de la comisura de la boca. La aspereza de su lengua y un oportuno gruñido de sus entrañas bastaron para despertarla de su ensueño. El atuendo de la señora del lado opuesto de la vitrina le retrató tiempos mejores que aún no había vivido. Notó en su semblante cierta preocupación hacia el muchacho que se tomaba el alimento que deseaba. Se preguntó si lo conocería y se los imaginó siendo parte de una escena de telenovela barata en la que la madre intentaba recuperar el contacto con su hijo luego de abandonarlo en la infancia. En el exterior, a su izquierda, justo a un paso atrás de ella se perfiló una sombra. Su voz hizo una despreciable declamación que la paralizó. Repasó aprehensiva el interior del establecimiento intentando rechazar sus pensamientos. Sin embargo, el arma que relucía con escaso disimulo del costado del sujeto la obligaba a dar crédito a lo que había oído.
La mujer en extremo ataviada llevaba buen rato observando celosamente hacia el mismo punto cuando el objeto de su embelesamiento puso atención en ella. Sintiéndose descubierta se forzó a beber otro trago de lo que había renombrado “la peor infusión antes jamás probada en su vida”. Presa del nerviosismo, apretó sus manos enguantadas y aventuró la vista alrededor. Un “buen aspirante a maleante” la contempló sagaz y tras un segundo le dedicó un gesto atrevido con sus cejas. Volteó de inmediato a nada de mostrarse escandalizada y sus ojos se detuvieron en una desamparada del otro lado del cristal. “Pobre”, pensó antes de que la atenazara una oleada de arrepentimiento y culpabilidad. Evocó su juventud, volvió la mirada al frente con nostalgia, el tema de la maternidad frustrada saltó sin quererlo a su memoria, quiso ignorarlo en vano castigándose con un nuevo sorbo de la peor infusión que jamás había probado. Le quedó un regusto amargo en el paladar junto con la impresión de que otra vez era un 15 de septiembre de un año cualquiera.
El muchacho cuya única carta de presentación parecía ser la dejadez tenía la mira más allá del vidrio que separaba la calle del local. El hombre que figuraba montar vigilancia a pocos metros de la acera no le daba buena espina. Le traía a la mente la máxima bien conocida por él  y sus camaradas que instaba a, a la sola presencia de zamuros y antes de convertirse en carroña, marcar la milla. No obstante, un par de asuntos lo retenían. Sin que le importara en realidad la hora marcada, un reloj lo estaba sacando de quicio; y unos zapatos, no siendo tampoco relevante a dónde iban o qué habían pisado, le robaban el control. Temió estar poniéndose en evidencia y rastreó la estancia: nadie lo registraba, ni siquiera la señorona con aires de puta cara que marcaba su entrada próxima de ingresos en una mesa cercana. Le hizo un guiño, dándole a entender que tenía las expectativas fijadas en el cliente incorrecto. Después de palparse los bolsillos y comprobar que no podría granjearse  ni la quinceava parte de sus servicios, se cuestionó iluso si aceptaría un “amistoso trueque” en lugar de efectivo.
El hombre de vestimenta oscura se entretenía mascando un palillo a la vez que sopesaba sus opciones. “No había moros en la costa”, estudiaba, “y además, los zarrapastrosos no hablan”; esto último iba dedicado a la jovenzuela que lo espiaba a pocos metros de distancia. Debatió si sería conveniente darle un par de billetes para que se borrara de escena. Rechazó la idea con un simple “que se gane la plata por su cuenta”, y redimió su conciencia con un argumento de talante similar: “no trabajo para apadrinar mendigos”. A propósito, tenía tareas que cumplir por las que ya había cobrado un suculento adelanto. Si no fuera por el desadaptado que simulaba guardarle las espaldas a su encomienda, ya las habría llevado a cabo. Aunque existía la posibilidad de que quisieran asegurarse de los resultados de la misión y se hubieran procurado, en última instancia, algún otro colaborador; quien, a primera impresión y por descontado, se le dibujaba como una muy mediocre elección. Con la zurda se ajustó el cinturón, la otra mano acudiendo al fin a la cita pospuesta con la fiel semiautomática que lo acompañaba. Se hacía tarde y había quince fajos de billetes grandes esperándole.
Entretanto, el móvil de Martín insistía en reclamar su atención. Esta vez, sin embargo, con una melodía. Atendió sin necesitar fijarse en el número e inconscientemente su expresión mudó a una sonrisa. El timbre de una voz, mucho más armónico para él que la canción que había elegido para sus llamadas, le endulzó el oído:
 ¿Dónde estás que no te veo,  cariño? 
Estoy contigo en menos de un minuto. 
Se levantó enérgico de su asiento al decirlo y emprendió su marcha incitando a quienes lo vigilaban a realizar su próxima movida: cuatro se pusieron en guardia, tres evaluaron el sitio certero en el que asestar una fulminante estocada, dos relativizaron el tiempo que tendrían para huir luego de hacerse con lo que deseaban, y alguno se decantó por mantenerse a raya. 
Quince segundos antes de que sus destinos se entrecruzaran, en el momento justo cuando Martín atravesaba la puerta del local, se encendió una radio. Sintonizaba con muy mala señal los resultados de un sorteo. Martín revisó su reloj: 15:15, y en seguida rebuscó en uno de sus bolsillos. Apenas si tuvo oportunidad de extrañarse de que la hora en ese instante y la cifra de su tiquete coincidieran con el número de su suerte.



Aldo Simetra



Fotografía de Martin Stranka

Si querer supone lanzarse a un abismo, desprotegido,
a pesar del miedo, sin vértigos ni renuncios.
Si el acto de amar es de por sí un suicidio,
y los amantes, dos locos que no temen al delito.

Si, llamado arte, magia o nigromancia,
su influjo alcanza a sublimar dos almas;
a fusionar dos cuerpos sin que medie el sexo
traspasando distancias, espacios o tiempos.

Si, enajenados, ya fuera de este mundo
lo eterno cobra vida hasta en lo efímero
y cabe un universo en un segundo.

Aún si vale todo ello lo mismo que un suspiro:
¡Qué despreciable estar cuerdo y... protegido!
¡Y qué soberbia cobardía no saltar al vacío!





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