Decían que no tenía domicilio fijo, que iba por los caminos hechizando a cuanta dama con o sin alcurnia se le cruzara, que sabía de prácticas de brujería y le bastaba con una prenda usada para ejercer su influjo en sus víctimas. Decían que venía de un pueblo lejano y sin nombre, en donde había dejado a la primera desdichada en sufrir por sus infernales encantos llorando, esperándolo y levantando oraciones por lo que le hizo o dejó de hacer. Decían que lo traía la lluvia y cuando no, que a su marcha diluviaba en el lugar. Los más osados se atrevían a contar historias en las que en las noches de temperatura alta cambiaba de forma y, tomando la apariencia de temibles bestias, salía a causar destrozos y a nutrirse de la sangre y la carne de inocentes almas. Decían, decían, decían... Pero a Inés no le importaba. Desde el instante en que lo había visto se le metió una sola idea en la cabeza y la alimentaba con ansias:
Me acabo de dar cuenta de que la tierra es demasiado vasta y yo, demasiado pequeña para...
¿Y? Fue interrumpida en seco.
¿Ve al hombre que va allá? Con él, que parece guardar dentro de sí lo mejor de dos mundos, me ahorro el recorrerla entera.
¿Cuáles dos mundos, casquisuelta? Si apenas se ha pasado por éste y nadie sabe de do viene.
Entonces dos razas. Porque mire, mire... ¡Mírele esos ojos de querubines y ese color que se gasta! Que me han escuchado los rezos cuando he pedido un catire o un negro y me los han combinado en uno para complacerme.
Hay que ver en qué bobadas se gasta usted las plegarias, niña... ¡Bájese de esa nube! Jacinto no es santo de devoción por estos pagos.
Son puras habladurías saltó a defenderlo. Las viejas cacatúas de este pueblo pueden convertir hasta la picada de un mosquito en una leyenda o un mito.
Pues incluso si así fuera replicó en tono de burla, remedándola mientras la observaba de soslayo, mejor que el mosquito no le pique.
¡Bah! Santo de devoción o no, yo religiosamente le encendía una vela y le rezaba en su altar cada noche sin falta. Más de un milagro ha de hacer... ¡Ja! ¡Ja! Se encogió de hombros coqueta al decirlo.
¡Póngase a creer! No le vaya a pasar como a la desamparada de Carmencita que de tanto buscar maravillas, en nueve meses le tocó alumbrar una. Ahí sí supo a punta de sangre, sudor y lágrimas lo que era una intervención divina.
¡Venga! ¡Venga! ¿Se fijó? También me ha volteado a ver... ¡Pero, Tita! ¡Por amor al Creador! ¡Disimule, disimule! ¿Qué se va a pensar?
¿La verdad, niña? La mujer suspiró cansina negando con la cabeza. Que a usted lo suelta de cascos le salta a todas luces.
¡Uy, qué ojos que tiene! ¿Si ve cómo me ven? ¡Y de qué modo! Prorrumpió en risas nerviosas ¿Cree que le guste, Tita?
Si le importa lo que yo creo, piense que el mejor milagro que puede hacerle ese señor es ¡de-sa-pa-re-cer!
Sin embargo, lo único que pareció esfumarse fue la sensatez de Inés. Asedió y persiguió al foráneo con vehemencia, cual adolescente perdida que en tentativas de adultez ladra por alguien que le rompa la realidad, las bobadas, los sueños, el alma, la inocencia, los miedos y, con seguridad, el himen (si no estaba roto ya); que no la iban a beatificar por mantenerse casta y pura, y todo aquello no podía llegar libre de manchas, tachaduras o enmiendas a la urna. Y ladrando a igual tiempo por ser quien le rompiera la realidad, las bobadas, los sueños, el alma y en éste punto las demás cosas las ponía en duda... quién sabe qué más a Jacinto.
Se la pasaba de lao a lao y de aquí pa’llá recolectando rastros de él, toda persona con la que lo viera interactuar mínimamente se convertía de inmediato en fuente de información. Pronto, y sin apenas dirigirle la palabra, llegó a armar un cronograma milimetrado de sus itinerarios.
Si se lo topaba de frente siempre salía a relucir, nunca omitiendo sorpresa, la casualidad como causante del encuentro. Las dos primeras veces Jacinto se dejó envolver por la magia del azar, pero a la tercera comenzó a oler rastros de intencionalidad en los cruces de camino con Inés. El instinto sabueso se le fue agudizando merced a la frecuencia y variedad con la que se repetían los fortuitos tropiezos y en seguida sus sospechas ganaron solidez. Zorro astuto, conocedor de ser el destinario de las gracias y atenciones de tan descarriada coneja, no aguantó dos pedidas para tomar partido en el juego; su ausencia de miramientos se arraigó al ser éstos doblegados con un tajante argumento: “a mí no me han enseñado a hacerle el feo a nadie y además, aun cuando no esté de cumpleaños, yo no miro con malos ojos los obsequios...”
¡Menos si llevan carmín en los labios y están buenos por los cuatro costados!
¿Anda hablando solo, compadre? No ha terminado de desempacar y ya tiene la cabeza llena de pajaritos...
¡¿Qué es pues?!
¿No tendrá alguno nombre de mujer?
Sabrá Dios...
¡Ja, ja...! Ya lo quieren para criar polluelos.
Qué va, hombre, la que me revolotea en la azotea no es de las que hacen nido.
Ajá... y usted como que se cayó de uno, ¡ya le aviso!
En consonancia con su naturaleza errante, Jacinto desoyó cualquier anuncio o consejo y siguió viento en popa, a veces propiciándolos por su cuenta, los galanteos con Inés. Más tarde, en uno de esos acalorados y ya casi acostumbrados intercambios de osadía y desenfado que mantenía fervorosamente con la susodicha, hubo de darle a su compañero la razón al entrever una ligera insinuación escapándosele a aquella de la boca.
Es que donde usted me pruebe, Jacinto, no me suelta. Se lo había susurrado muy cerca de la oreja, todo lo cerca que se lo permitían las buenas costumbres y las reglas del decoro, rozándole con cierta sutileza el hombro mientras se despedía pasándole por un lado. A él se le habían activado de repente las alarmas, pero ni corto ni perezoso la atajó en su huida reteniéndola de un brazo y contraatacó descarado:
¡Ay de usted, seño Inés! Es al revés. La diferencia es que yo no me dejo prender.
A Inés le sobraron dedos de frente para entender que si en alguna ocasión había abrigado una mínima esperanza de compartir más que algo casual con Jacinto, bien podía abandonarla sin remilgos e ir haciéndose a la idea de que por muy dispuesta que estuviera a serle desayuno, almuerzo y cena, aquel solo iba a corresponderle de postre o una que otra merienda.
No obstante, ya se sabe que la terquedad, más que el deseo, es de vista sorda y oídos ciegos; y a Inés, la estrella de la obstinación la alumbraba sin descanso desde su nacimiento.
Su tenacidad excesiva dio al fin frutos en las fiestas de los solares de abril, época en la que el astro rey asolaba con furia y sin piedad a todo ser vivo del pueblo y estos para desquitarse se solazaban con celebraciones que absurda y necesariamente tenían carácter de nocturnidad. Para la víspera se colocaban toneles de bebidas refrescantes y espirituosas en las puertas de las casas, se encendían y apagaban los cuatro fuegos en cada una de las esquinas de la plaza, se secuestraban los zapatos y se bailaba descalzo, se asistía al ritual de la mandioca, en las techumbres se salaban bacalaos y, quizá por prevención o simple ocio, se amarraba a los gatos.
Era ya muy entrada la noche cuando a Inés, alborozada por los vaivenes del jolgorio, le pareció ver a uno suelto luego de que una suerte de humareda sacudiera la mitad de su atuendo y le arrancara una pieza. Supersticiosa recién conversa, animada tal vez por los efectos de la danza y la embriaguez en su espíritu, se decidió a atrapar al felino temiendo que su libertad amenazara el buen curso del festejo. No había contado con que el minino no estaba dispuesto a que le diesen caza y en la insistencia de ella por lograr su cometido, terminaría siendo conducida a los lugares menos pensados del pueblo.
Así, después de deambular por callejuelas y pasajes de dudosa reputación y procedencia, se encontró susurrando “misu, misu, misu” en la cubierta de una casa mediana, atrayendo con torpeza al presuntuoso animalillo doméstico que mostraba total indiferencia a su llamado. Le había perdido el rastro y esperaba que un nuevo maullido delatara su ubicación cuando fue sorprendida por el timbre de una voz:
No me diga que se le subió la gata a la azotea, seño Inés.
Pensó que alucinaba, un ligero escalofrío le recorrió el mero centro de la espalda, percibió un deje de burla en las palabras proferidas y, sin girarse hacia su interlocutor por temor a estar siendo engatusada por la oscuridad y su imaginación, se puso de inmediato a la defensiva.
Si así fuera, ¿qué? Soltó a bocajarro.
Que usted no tiene siete vidas y si resbala no va a caer de pie.
¿Y usted sí? Lo azuzó perspicaz, atreviéndose a encarar las sombras. Distinguió un querube bajado del cielo o subido de los mil infiernos con la camisa de lino arremangada y desabotonada revelándole una grieta de su pecho bruñido de fuego, en cuya piel se reflejaban las llamaradas que crepitaban allá en la plaza. Sus ojos chispeantes la irradiaban cual rayos de sol naciente y por momentos se figuró estar siendo alcanzada por la candela que flameaba peligrosamente a lo lejos.
El hombre, rodeado de cierto aire de misterio, sonrío quedo sin contestarle. Un par de segundos más tarde añadió:
Creo que esto es suyo Inés reconoció el chal que le había robado el viento. ¿Nadie le ha enseñado que dejar prendas por el camino es de mal augurio?
No me diga que se ha encaramado hasta acá arriba solo para traérmela.
Supuse que no le gustaría perderla.
¡Hasta veinte veces...! Si es usted quien va a encontrarla.
Se hizo el silencio. Se horadaron y quemaron primero con la vista hasta que el uno eclipsó al otro con su cercanía. El punto donde descansaban sus pasiones cual volcán durmiente se vio amenazado a la distancia de un roce y cedió luego, tal masa de rocas ígneas en efervescencia, al concretarse éste de manera certera y contundente.
Desencadenados al instante sus sentires se retaron labio a labio, sopesaron y midieron a pulso y mano abierta cada pliegue y turgencia al amparo y desamparo de sus vestiduras, hirvieron a cuantos grados centígrados les demandase sus prisas y caricias, el calor y el sopor les humedeció el cuerpo a golpe de rocío; abandonados a su antojo se les nubló la vista y sus otros sentidos, encabezados por el tacto, les sirvieron de guía.
  Boca arriba, a mitad de faena, con Jacinto al cuello y las tejas imprimiéndole filigranas en la espalda, escuchó un gruñido afectado y sus pensamientos regresaron al minino.
¿No oye a un gato?
Sin ánimos de aceptar distracciones ni interrumpir el acto, arrumbando por otros contornos y redondeces, el interpelado contestó displicente:
Son los cánticos del festejo allá abajo.
Que no, que es el gato. Hay que amarrarlo. Suena como si se le hubiera atragantado una espina. ¿No le huele también a pescado?
A mí me huele es a usted, seño Inés.
¡Saque la cabeza de allí y afine el olfato! Alguien debió de haber olvidado el bacalao en el techado...
¡Escuche! Oiga cómo sube y baja la marea... Ya saldrán los hombres a pescar. ¿Si ve que huele es a mar y que me ha bebido de más?
Fuese lo que fuese lo que había tomado podía dar fe de no haber perdido el juicio ni estar ebria. Aunque no había vuelto a oír al gato, la queda insinuación de Jacinto no bastó para disipar el concentrado aroma que se colaba por sus fosas nasales. Decidió no ponerse exquisita: tener a un hombre igual a aquel sobre ella en un tejado no era un lujo que se podía permitir todos los días.
Sin embargo, atosigada con la idea de que el evento terminase demasiado pronto como para engrosar los volúmenes de su memoria, empezó a incordiarlo con peticiones necias y absurdas, no por irracionales sino por apartadas de lo común. Que si “béseme acá arriba en cruz”, o “sópleme aquí abajo al son del Gloria a Dios”, que si “póngame sus dientes en procesión en este costado” o “escríbame la profesión de fe de este otro a labio pelado”.
A Jacinto, quien fiel a su temperamento libre siempre había despreciado cualquier tipo de instrucción y que además no entendía de qué iba o venía tanto afán litúrgico, le dio la impresión de estar regresando a la escuela o acudiendo a misa. Entonces objetó con desenfado:
Quédese quieta, que yo ya aprobé materias y la iglesia la visito los domingos.
Se figuró que en lo sucesivo no habría sitio para más impedimentos ni extravagancias hasta que, absorto y entregado de lleno a los deleites del momento, Inés reclamó su atención en una parte en la que él ya reparaba y a la que se dedicaba con denuedo. Se ofuscó, sintiose invitado sentado a la mesa de sus anfitriones a quien se obligara a hablar cada vez que se llevara una porción de un suculento alimento a los labios. Ni bien había acabado de oír: “a poco le gusta que le haya agarrado el ruedo y puéstole a la moda el ropaje”, cuando ya replicaba al colmo del desespero: “¡lo mismo da si la entrada de la cueva está desierta o llena de maleza con tal que me reciba y dé cobijo!”. Y añadió, minadas todas sus reservas de paciencia:
¿Se va a dejar querer o no?
Inés, lejos de inmutarse, lo encaró calma sin desprenderse de su picardía ni su habitual fuerza de carácter:
Eso le pregunto yo a usted, Jacinto. ¿Se va...? Fue silenciada en un arrebato del interpelado, quien fauces abiertas le robó la lengua tragándose, junto a las reticencias de ella, cualquier intención de devolvérsela. Inés se convirtió en presa bajo sus garras, encantada; pero, sabedora de tener también parte en el festín, no se dejó despedazar sin presentar batalla. Fueron fieras descuartizándose con zarpas y dientes; esclavos de su vehemencia y protegidos por un cielo sin estrellas, la piel se les volvió pequeña. No quedó rincón en sus cuerpos sin rasgar ni pliegue sin rumiar. Babearon y boquearon contra el otro, famélicos a intervalos y ahítos de éxtasis desmedido después. Cual animales se bebieron y engulleron en sudor y sangre, se desgañitaron hacia las alturas despertando al dios que hubiera de crearles y haciendo estremecer con su ímpetu a cada teja obligada a aguantarles hasta que el descanso o el cansancio, precedido por un postrer bostezo, hiciera justicia y anunciara justo a las 3:33 a.m. tiempo muerto.
Pavesas de brasas extintas reposaban cómplices sobre la tez de Inés cuando una ráfaga inoportuna la sacó de golpe de un profundo estado de ensoñación. Ni parpadeando tres veces logró responderse qué había sido de lo que recordaba de las últimas horas: solo estaba ella en un techado mustio y hediondo a pescado. Una brizna de ilusión la invadió al oír un maullido; pensó que, tal como evocaba la noche pasada, anticipaba la llegada de Jacinto. En su lugar, hizo acto de presencia el mismo gato negro que, confiado y descarado, frotaba su pelaje contra ella a la par que daba tres vueltas alrededor de su pierna izquierda para luego alejarse arrastrando un trapo blanco prendido de su hocico.
Reconoció la tela al instante y se la arrebató de un tirón:
¡Eso es mío! Precisó hecha una posesa retando al felino. Éste le replicó devolviéndole la mirada ladina y amenazante de unos ojos verdes de otro mundo que la paralizaron en seco. Creyó reconocer en ellos a su...
¿Jacinto?
Al gato se le erizaron cola y lomo, permaneció en alerta un segundo y en seguida desapareció de un salto del tejado. Al unísono la escena fue inmortalizada por un relámpago, se escuchó un trueno rugir en la distancia, una gota de lluvia tomaba forma de lágrima deslizándose rauda por una mejilla, el cielo se rompió con fuerza precipitándose inefable sobre Inés, quien aferrando la camisa de Jacinto a su pecho desnudo y ahora empapado, ni siquiera se molestó en preguntarse cuándo sabría nuevamente de él. Después de todo, tenía una prenda suya para hacerlo volver.





Relacionado con: Magia Negra
Ilustración de Emilia Sirakova

Decirte que tu nombre es un tatuaje
descolorido y maltrecho
sobre una piel con elasticidad ya caduca.
Las letras que lo integran
apenas se distinguen y aun así
no está libre de condena
quien en silencio lo pronuncia.
Decirte que la oscuridad
ha hecho un pacto con tus sombras
y pareces multiplicarte a deshoras.
La penumbra tiene tu forma,
mas tu silueta ha mudado a otra.
Decirte que la ausencia
nunca había estado tan entera,
tan completa
hasta que la invocó tu ida.
El vacío se ensancha en tu recuerdo;
quisiera quedarte justo para abarcarte,
pero siempre le sobra espacio
al echarte de menos.
Callar que la distancia no te sabe lejos.
Ignorar que el tiempo
es inmune al andar del segundero.
Obviar que al olvido
le es indiferente perderte.
Al silencio, antes sabio, 
le falla el juicio
y grita, disparatado, 
que te quedes.
Mas la pérdida, esa piltrafa,
presume su presencia inoportuna,
descarada. 
Le resto importancia.
Tengo tu extravío,
la incertidumbre del desvelo
para soñarte con ojos abiertos,
el frío de la nostalgia,
la dulce reminiscencia
de un sentimiento
que encontró el vuelo,
el sosiego de las verdades
para calentarme el alma
en noches eternas
y días muertos,
la soledad esperanzada
con la que suelo
enterarme de cómo estás
y de qué has hecho...
Me lanzas dos lacónicas respuestas.
Simulo conformarme con ellas.
El “¿te pierdo o me abandonas?”
titila de nuevo en mi memoria.
Empieza, otra vez, la misma historia
que ya no cuento.
Quiero decir...
decirte tanto...
pero callo,
ignoro,
obvio,
enmudezco
y grito un disparate en silencio.





La moneda tiene siempre dos caras. Y si tú estás en la frontal, mi Hyde, ¿quién hay detrás?
En esencia estamos hechos de lo mismo, mis miedos coinciden con los tuyos y nuestros odios convergen casi que en el mismo punto. Me velas la espalda y la luna, que no son más que mi locura y el vértigo de presentar saludos desarmada en primera fila. Cargas con el lastre de no poder ser otro cuando me canso de ser yo y alivias el mío al resaltarme que aunque a veces quiera mudarme de mí misma, ni siendo otro soy distinta. Me aguantas y dejas una antorcha encendida para que encuentre el camino de retorno cuando viajo ligero a la deriva. Nadas mis profundidades y dejas que me refleje en otras aguas sin terror a ahogarme. Eres siempre un desafío en el que el temor y las limitaciones se ridiculizan, una fuga inexorable a la fantasía con pase privilegiado a la libertad no estereotipada y desinhibida.
Y por momentos: desaparecen las ancianas gritándome sin razón en una esquina, las sombras dejan de hacer de mi figura representaciones grotescas, el suelo no me calza en la cabeza, el alma no se desangra de pena ni propia ni ajena, y el ruido se agazapa en un rincón sin robar mi atención. Soy dueña por instantes de lo que me inspira, entro y salgo a mi antojo de la celda en que tanto el carcelero como el preso son igual de prisioneros, el eufemismo de “ser vivo” cobra sentido tanto en verbo como en sustantivo, al igual que ese andar de paso por el mundo.
¿Que si existimos? ¿Acaso importa? ¿Que si somos? Eso ya es otra cosa. Quizá aquello de crear mientras se es creado y viceversa, lo responda. Entretanto, antes, ahora o después seguiremos siendo, más que autor, personaje y texto tomándose un café en la trama, yo: ego; y tú, mi más preciada creación: aquella pataleta que hacen las “letras” a oscuras, en singular y a la inversa con dos consonantes en permanente y empedernida protesta.
Hoy es 17 de noviembre, otra vez. Tal vez naces o mueres, yo qué sé.





Relacionado con: ¿Quién soy?
The erotic void – Adam Martinakis

“Como esperaba, no terminó bien mi tentativa de aproximarme a tus labios con sigilo. Siempre, cuando se trata de ti o contigo de por medio, la más nimia prevención muda a torpeza, el borde traicionero de mis pupilas pone en evidencia mis intenciones más perversas, y tú presagias con estremecedora certeza mis movidas, de antemano condicionadas por tu cercanía.
Tampoco acabó como planeaba mi excusa disimulada para mantenerme a resguardo de tus suspicaces pestañas, a millares de olas lejos del deseo, justo en la orilla contraria a los contornos de tus dedos... se nos desborda el mar y no sabemos.
De más está decir que no valió de nada el fingirme molesta por eso que inventé que hiciste y tú, obvio, no recuerdas; ni ponerme malhumorada y violenta solo para que no cruzaras esa línea después de la cual se me descarrilan los sentidos... las emociones... sin ápice de vergüenza. ¿Qué culpa tendrían ellas?
Lo cierto es que, irreverente como eres, precipitaste el caos de mil maneras hasta hacerme olvidar quién entre nos fungió de causa y cuál de efecto. Traspasaste la franja amarilla en el instante mismo en el que el tren iba sin frenos y...” 
–Tuvieron que venir tus besos a arrumbar hacia mi boca...
– ¿Y vestirla a la moda parisina?
–Uhm, ¡qué exquisita!
– ¿Mi boca o Paris?
–...
–Y el oleaje de las palmas de tus manos a...
– ¿Mojar las arenas de tus costados?
– ¡Cuidado con la marea! Hay nadadores cerca...
– ¡Ni que lo digas! ¿Me prestas esa revista?
Ella cede entre recelosa y curiosa, y no puede más que contener la risa y ajustarse los lentes de sol sobre los ojos tras observar el nuevo uso que le han dado a su ejemplar de Vogue. Él, tumbado en una silla de playa bajo una sombrilla que a duras penas alivia los treinta tantos grados de temperatura (no solo del clima), posa el magazine abierto en equis página sobre un lugar específico por debajo de su vientre. La mira sabiéndola culpable y, aun divertido, resopla. Ya se había imaginado que su forzada y apresurada intentona por separarse de su cuerpo, quedando tanto asunto pendiente de por medio, no empezaría bien: cuando se trataba de ella siempre llevaba las de perder.





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