Fotografía de Oleg Oprisco

Labios resecos y voz destemplada,
recuerdos derramados
cual vino en copa rota.
Rojo en el suelo,
acaso mezcla de sangre y ebriedad:
no sé si me ha cortado
el cristal del licor no recetado
o el filo de tu frialdad.
Ojos henchidos
no de ira ni de orgullo,
dolor recogido en el lagrimal.
Humedad en las sábanas,
¿accidente o propósito?
La lavará la ausencia o la soledad.
Manos que tiemblan,
frío convertido en el vestigio
de un suspiro.
Susurros...
Aliento viciado
con regusto a silencio forzado,
algún platillo insípido
y el humo rancio
de un viejo cigarrillo.
Cae al suelo,
encendido,
levanto la copa
vacía,
manchada,
rota,
y brindo.




Y diré que como tú ninguna
y será verdad...
Ni el sol,
la misma luna...
Las yemas de los dedos
rasgadas por tu ausencia
y aún no aprendo a tocar tu adiós
con los acordes en regla,
cada lágrima suena más tétrica
y aún no sé
cómo afinar la nostalgia
en las noches en vela.
Las cuerdas del alma gastadas
y la garganta siempre anudada
en la segunda nota:
re-conocerte
re-encontrarte
re-construirte
recordarte...
y hacer de tu recuerdo un arte.
Que no me pese
ese pacto no acordado
de vivir
evocando tu retrato.
Admirarlo
y entonar la melodía
que te revela más infinita
que la estrella titilante.
El sol,
la misma luna,
se me harán... 
se me hacen
pequeños
para abarcarte.
En cambio,
para añorarte
sobran espacios...
Cada suspiro de anhelo
produce uno nuevo
y me colmas,
me re-inventas,
el cielo.
Y no es mentira:
como tú
nada,
nadie,
nunca.






Si lo piensas bien, salvo extraterrestres quizá, nadie hay ahí afuera. Ningún ente, ningún ser, nada que te contenga. Nadie quien te vigile con mirada omnipresente, nadie que vaya a premiarte los aciertos ni a perdonarte desde algún lugar distante y extraordinario por tus faltas. No hay pecados, solo errores, y no hay nada más profano que los dioses.
No hay rezos ni oraciones ni plegarias, solo culto y doctrina, inventado, innecesaria. La religión es solo otra materia que te inculcan con el sustituto atrapabobos de “modo o estilo de vida”. ¡Ja! Hay cientos. Elige alguna y estás hecho.
La creación es solo recreación. Mira hacia arriba, “las alturas”, una cúpula celeste vacía. Puede que el vacío, ¿oyes el eco?, sea tu “Dios” y no lo sepas. Puede que tú mismo seas tu “Dios” y te dé pena.
Porque aterra, ¿cierto?, saber que eres tu salvación e infierno, tu paraíso y condena, desconocer si los ángeles y demonios que te albergan están muertos o de fiesta.
Además, te pesa y te pesas... No puedes solo y el auxilio siempre debe venir de afuera, (no me compres ese libro de autoayuda ni lo vendas): cuando vas sin rumbo por algún callejón peligroso y oscuro, y temes que alguno de tus “hermanos” se vuelva en tu contra y te arrebate el tan preciado último suspiro; cuando por diversión, la tragedia se hace cercana, el dolor acecha y la rabia o las lágrimas muestran su sonrisa más perversa; cuando tus pasos conducen a inverosímiles laberintos en los que no sabes en qué puerta o cuál pasillo dar con otros o contigo; cuando la vida te queda grande, repite y asegura que sin importar lo que hagas nunca va a calzarte a la medida, subraya tu insignificancia y tú, reducto de la nada, te descubres incapaz de cargar contigo y con el mundo...
Y la pregunta, siempre despierta e incansable, haciendo ruido en tu cabeza.
La duda es el único silencio que te queda.
No hay respuestas. Vienen tergiversadas con suposiciones y falsas certezas que tú aceptas.
Al fin y al cabo, en este espacio en el que has aterrizado de improviso, estás de paso.
Escudo y excusa.
La nada es lo único que perdura.
Y mientras, solo eres: un parpadeo en las cuerdas del tiempo (otra falacia), el titilar efímero de una estrella en la galaxia.
Nada más.
Solo eso.
Solo...
Tú.
Y después... Un eco, ¿recuerdas?, el vacío.
Y tu dios, que comparte tu esencia y concibes como invento no nacido, siempre muere, no por ti, sino contigo.




Harmony of destruction – Andrey Bobir

Cuando el timbre sonó la Sra. Guillermina se encontraba haciéndole la limpieza al cuarto del “bueno para nada de su hijo”, aprovechando que ya tenía la comida a punto de cocción sobre el fogón.
— ¡Juan Esteban! ¡Alguno que atienda la puerta! ¡Juan Esteban! —Se desgañitaba sin que nadie acudiera.
A pesar de no estar de acuerdo con esa costumbre ridícula y manida de que padre e hijo llevarán el mismo nombre como para que el primero se perpetuase en su descendencia, en su momento accedió sin reparos, consolándose con el despropósito de que al menos ahorraría saliva al llamarlos al unísono. Sin embargo, ahora que lo ponía en práctica, ninguno se daba por aludido.
— ¡Tilín, tilín, tilín, tilín! —Insistía. Quien quiera que fuera parecía decidido a romper el dispositivo del timbre o, en su defecto, los oídos de quienes habitaran la vivienda, si no le abrían ipso facto la puerta.
— ¡Pero ¿quién será el animal, Dios bendito?! ¡¿Quién será el animal?!
Se asomó con disimulo a la ventana de la habitación de su hijo para espiar la entrada de la casa y...
— ¡No puede ser! ¡La Tragedia! —No se contuvo. Gritó con mayor ímpetu— ¡Juaaan Esteeeban! ¡Es Fauuusta, tu madre! ¡¡Ábrele!!
Ahí sí, estando seguro de que la cosa no iba con él, se manifestó su hijo:
— ¡Paaapáááá, la abueeelaaaa!
A lo que el hombre replicó, ya sin poder fingir no haber escuchado el llamado:
— ¡Pero ábrele tú, mi amor, ¿qué te cuesta?!
La mujer soltó los trastos sucios de Juan Esteban júnior en un rincón, dejando la jornada de aseo incompleta y se dirigió rauda, refunfuñando, hacia las escaleras.
— ¡Asssh! Hay que ver... ¡Me caso con un flojo y engendro a otro!
Una vez frente a la puerta, llaves en mano, se alisó el vestido, se medio peinó el cabello con los dedos colocándose unos cuantos mechones intrusos tras las orejas y respiró profundo, tal si se preparara a mantenerse un largo rato sin oxígeno.
— ¡Suegra! ¡Qué sorpresa! —Expresó con una reluciente y ensayada sonrisa tras abrir—. No-la-esperaba —masculló entre dientes sin esforzarse en ocultar un ápice de su verdadero sentir en esa afirmación.
— ¿Qué ahora tiene una que pedir cita para visitar a su hijo? —La saludó haciendo evidente su desdén.
—No, claro que no —concedió conciliadora—. Solo que tenía tiempo que no se dejaba caer por aquí. —“¡Por fortuna!”, pensaba. ¿Y ahora de dónde sacaría energía para calarse a esa vieja tan agorera como contrario a ella lo era su nombre de pila? Es que sin duda la compusieron al bautizarla, no se explicaba tanto desatino entre un nombre y la persona que lo llevaba.
No más atravesar el umbral y ver a su hijo aparecer, la mujer le abrió los brazos convertida de repente en la representación misma de la ternura, haciendo demasiado evidente la diferencia entre la calidez con la que trataba a su más que crecido retoño y la frialdad dispensada a su nuera.
— ¿Cómo está el sol que alumbra esta casa? —Preguntó lúdica y zalamera. A lo que el hijo, cómplice, respondió casi de memoria imitando su cálido gesto de bienvenida:
— ¡Radiante! Cada día estás más y más radiante, vieja.
Su mujer los observaba con ojos achinados de recelo y labios prensados de incredulidad, entretanto pensaba “¡qué ridículo es éste par! ¿Juan Esteban no le pudo heredar otra cosa a la mamá?”. Se los imaginaba a ambos tal perro moviendo la cola ante un intento de juego del amo, y no sabía qué papel representaba cada cual.
— ¡Abue! ¡Cómo brilla usted! —“¡Otro más!”, gruñó dentro de sus pensamientos la Sra. Guillermina, pegando la vista al techo— ¿Qué me ha traído?
“Al menos me salió astuto el niño y lo hace por interés. ¡No todo está perdido!”, se consoló de pronto.
— ¡Ay, mi Juanchito! ¿No me le han enseñado que se saluda con la palma abierta, pero no con la mano extendida? Págueme primero los besos que me debe, que tiene tiempo sin verme.
El muchacho cedió a la exigencia de su abuela resignado, con una sonrisa ensayada de oreja a oreja que no dejaba lugar a dudas de a quién se la había heredado. La Sra. Guillermina, sin embargo, no reconoció el gesto propio en el rostro del hijo y hastiada de ser testigo mudo de tanto inusual desperdicio de almíbar, se excusó para atender su cocina.
— ¡Uff! Me muero por probar tu nueva especialidad al carbón, hija. —Alcanzó a oír a la suegra mientras se alejaba.
— ¿Al carbón? —Inquirió un Juan Esteban júnior confundido. Su abuela le despejó la duda entre risas:
— ¿Qué? ¿Ya no quema todo lo que pone sobre la hornilla?
“¡¿Cómo no se moría comiendo de su mano la insufrible vieja?!”, se cuestionaba frente a la olla, recién apagado el fogón, drenando la frustración sumida en un particular monólogo interno: “Es que si no fuera porque me tocaba asistir al funeral, ¡le envenenaba la comida! Favor que le haría la desgraciada a la humanidad con su partida. Cuando mucho la llorará el hijo, que a estas alturas debería indemnizarme por los daños y disgustos que me ha causado durante años su madre. ¡¿Cómo no iba a entrar en paro el pobre del marido con una mujer así a su lado?! ¡Por Dios! ¡Es que nada más por calársela y haberse casado con ella deberían canonizarlo! ¿Cómo no dejé quemar el arroz para que hablara con gusto la infausta aquella? ¡¿No podía irse a largar veneno a otra parte?! Pero no, ¡tenía que venir a joderle la existencia a la nuera...! ¿Quién me mandó, Señor, quién me mandó? ¡Con todo lo que me habían prevenido que meterse con hijo único era una maldición! “Ul sul cu ulumbru ustu cusu” —la remedó­—. ¡Vieja ridícula! ¡Y de paso sale el nieto a decirle que brilla y el hijo dizque está radiante! ¡No te digo! Solo por ese detallito me provoca dejarlos pasar hambre y no servir el almuerzo... Ah, pero lo voy a hacer solo para acortar la tarde. ¡Y que ni se le ocurra a la mujer ponerse exquisita! Porque, aunque sea el diablo en persona, no me va a temblar el pulso para correrla al mejor estilo “San Blas”: ¡Ya comiste, ya te vas!”...
Quien la sacó del encendido soliloquio fue el hijo al irrumpir en la cocina, primero merodeando como mosca y luego, cual paloma de plaza poniendo las garras y el pico en cualquier migaja o bocado que le dejasen tomar.
— ¡Ca-ca! —Lo reprendió obsequiándole una palmada en la mano que le hizo soltar al instante la pieza de pollo que había intentado robar—. Basta que le suenen las tripas y ahí sí se aparece sin que lo llamen, ¿verdad?
— ¡Ay, mamá!
— ¡Ay, mamá, nada! Haga el favor de poner la mesa, que ya voy a servir.
El hecho de llenarse el estómago pronto le despertó una vena obediente al muchacho y salió hacendoso a cumplir con el mandato.
No tardaron todos en estar reunidos alrededor de la mesa en el comedor, al mejor estilo de una familia “común”. La Sra. Guillermina creyó que el estar concentrados en llenarse la boca desplazaría cualquier conversación, más era obvio que menospreciaba las cualidades “dicharacheras” de su suegra.
—Miren a mi Juanchito. Le agradezco tanto a Dios que se parezca a su papá. Es que hasta hacen la misma mueca al masticar y agarran el cubierto igual —por breves segundos padre e hijo se observaron mutuamente sin saber con certeza a cuál de los dos se refería la Sra. Fausta—. Si el bueno de Juan Esteban estuviese vivo, ¡sentiría tanto orgullo!
Para la única que quedó claro a quién aludía de forma directa el comentario fue para la Sra. Guillermina, que daba por sentado que su suegra decía aquello porque estaba del todo negada a que el nieto le guardara parecido alguno con la madre. “Por esta vez le voy a dar la razón”, pensó, “¡es que se parecen hasta en el desorden que dejan en la habitación!”.
— ¿Y tú, hija...? Ya sé que cuidar un hogar no es tarea sencilla, pero veo que los años te empiezan a pasar factura. No sé, te noto más... ¿envejecida?
Provocó que su nuera se tensara: “no, si yo soy vieja, esta señora fácilmente pasa por museo. ¡Con la colección de arrugas que debe tener en el cuerpo...!”
— ¡Jo-jo! ¡Aja-jaajaaajjaja! —Juan Esteban júnior, imprudente, no pudo evitar privarse de la risa—. ¡Pero, abue! ¡Jajaja! ¿Cómo dice eso, ¡jaja!, con tantas canas en la cabeza?
Al padre le salpicó la gracia, mas por respeto a su madre lapidó cualquier deseo de reír.
—A mí las canas no me restan belleza —se defendió ufana, pronunciando la última palabra con toque cantarín—. Al contrario: ¡si vieran la clase de hombres que todavía se me acercan!
“¡Uf! Arqueólogos, seguro”, concluyó en silencio la Sra. Guillermina para en seguida espolear a su suegra a viva voz con un:
—No me cabe duda de que usted se conserva tan bien como una reliquia.
—Yo a mi edad todavía levanto, cariño.
“El polvo...”.
—Es más, un día de éstos les presento a Alfredo.
— ¡Maamááá! —Le recriminó el hijo, sorprendido.
— ¡¿Qué?! Una todavía puede echar un pie dentro y fuera de la pista, ¿sabe?
“Y cerca de la tumba también…”
— ¡Jajaj! ¡Papá, has visto qué coqueta está la abuela!
Lo asaltó una sonrisa nerviosa y esta vez sí, no se limitó reír. Las carcajadas de uno y otro contagiaron a la Sra. Guillermina y la risa de ésta provocó la indignación de la Sra. Fausta, a quien no le molestaba tanto que uno u otro se riera tanto como ver contenta a la nuera. Se dedicó a revolver indiferente la comida de su plato con talante despectivo y luego, adornando su rostro con un rictus severo en los labios azuzó:
—Hay que ver cómo los hijos le comen a su esposa, lo que le escupirían en la cara a su mamá...
La Sra. Guillermina, tras un notable esfuerzo, simuló dejar pasar el comentario. Se desquitó exteriorizando alguno de sus desdeñosos pensamientos.
— ¿Y a qué se dedica el hombre?
— ¿Quién? ¿Alfredo?
— ¡El mismo! ¿No tendrá relación con la arqueología, o sí?
La suegra prefirió no apresurarse a contestar.
— ¿Por qué lo preguntas, querida? —Fue más amable de lo normal, aunque eso no obró impacto en su nuera.
— ¡Porque deben de encantarle los infaustos vejestorios!
El silencio que cundió en la sala no se atrevió a profanarlo ni el chirriar de los cubiertos. Un Juan Esteban padre, tímido, intentó restablecer la paz:
—Mi amor, discúlpate con mi madre. —Fue un muy mal inicio y lo confirmó apenas un segundo después.
— ¡Que se disculpe ella conmigo por tener que soportarle!
La Sra. Fausta lanzó la servilleta sobre la mesa en un acto de evidente grosería que dejaba traslucir todo su enfado. Apartó la silla y se levantó regia haciéndole, ella sí, honores a su nombre.
— ¡Bueno, es hora de irme! ¡Espero no dejarlos en oscuridad!
Se encaminó rauda, ceremoniosa y furibunda hacia la puerta, mientras su hijo le pisaba, preocupado, los talones.
Ignoró cuánto le tomó tranquilizar a su mamá en su marcha, pero de lo que sí estuvo seguro fue de que el tiempo transcurrido no había logrado sosegar a su mujer, quien no más verlo regresar, y como si se la tuviese guardada, le lanzó sin rodeos a la cara:
— ¡Mira —los brazos cruzados y la diestra levantada con el dedo índice cerrado sobre el pulgar en señal de advertencia—, vele diciendo a tu madre que el único sol que alumbra ésta casa soy yo! Y que en su caso, cada vez que atraviesa la puerta ¡ESTO QUEDA PIOORRR QUE CUANDO HAY UN APAGÓN!!
El marido, prensando los labios en afán juguetón, preguntó divertido:
— ¿Lo dices por cuando llega o cuando se va?
El hijo, aún presente, le rió la broma. No obstante, la Sra. Guillermina lo atravesó iracunda con la vista, temblándoles ligeramente las fosas de la nariz. Se puso de pie enérgica y abandonó a sus Juan Esteban sin mayores aspavientos.
— ¡Se nos fue la luz! —Anunciaron ambos al unísono en singular sincronía.
Tras un par de risas, sin embargo, al padre de familia, con la lección ya aprendida a lo largo de años de matrimonio y buen conocedor de que entre menos la mujer exteriorizara su disgusto, mayores serían las represalias tomadas contra él, lo invadió cierta sensación de angustia que quiso aliviar de inmediato. Se lo expresó de manera retórica a Juan Esteban júnior a la vez que salía en pos de la Sra. Guillermina:
—Voy a arreglar las cuentas con la electricidad porque si no, esta noche duermo sin calefacción... Y usted, Juancho, vaya arreglando la mesa.
— ¡Ah, no! ¿Y yo por qué?
Su papá lo silenció con una amenaza velada que a Juan Esteban le recordaba su última travesura:
—Quiere la laptop, ¿no?





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