La Mujer Perfecta

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Leía un artículo sobre “la mujer perfecta” en un periódico, que alguien había extraviado o abandonado sobre la mesa fría del cafetín donde me encontraba, cuando llegó ella.
–Lo siento, llego tarde. –se excusó, mesándose el largo cabello y tomando asiento ceremoniosamente en una silla frente a mí.
–Solo un poco. –concedí, mientras dejaba resbalar mi mirada por los contornos de su cuerpo. ¡Y qué cuerpo! Era justo la imagen que le faltó al editor anexar al artículo.
Lo aprecié por completo y lo degusté con deleite, como había hecho desde el primer momento en que apareciera: su busto y sus glúteos prominentes, la cintura pequeña, la larga y abundante cabellera, el rostro refinado.
–Espero que no sea lo suficientemente tarde como para pedir algo de tomar antes de hablar de negocios. –le oí decir observando sus gruesos labios mientras me lanzaba una provocativa mirada. Suspiró con su nariz respingona.
–No, claro que no. –contesté recomponiéndome.
Llamó al mesonero y le pidió “un jugo de naranja sin aditivos químicos, con edulcorante y sin azúcar” y en un santiamén se derrumbó mi embelesamiento.
Entonces, con ese carácter detallista que me distingue y que no suelo demostrar a menudo en público, hice una revista minuciosa de la figura que tenía en frente: Senos demasiado erectos y firmes, al igual que los glúteos (frente y retaguardia de silicona, me parece); cintura demasiado pequeña en proporción a las caderas (liposucción); labios grandes y abultados, aunque atrayentes (botox); rostro perfectamente limpio y terso (cuánto maquillaje), y qué ojos tan profundos enmarcados por unas larguísimas pestañas (postizas claro).
Se llevó una mano hacia un intruso mechón de cabello que empezaba a asomarle en la frente, demasiado largo para servirle de pollina y al mismo tiempo demasiado corto para ir en consonancia con el resto de la menuda cabellera (hum, extensiones), y se lo ocultó detrás de la oreja.
 Al bajar la mano reparé en sus cuidadas uñas acrílicas, muy lindas por cierto, pero, a juzgar por la delicadeza absurda e innata con la que rebuscaba en su cartera, ¿habría necesidad de ponérselas tan largas?
El mesonero depositó su orden sobre la mesa tras citarla graciosamente:
– “Un jugo de naranja sin aditivos químicos, con edulcorante y sin azúcar”, por supuesto.
Y a mí se me ocurre que con tanta artificialidad en el cuerpo, sería el colmo que también se alimentara de eso. Se toma un trago de jugo y suspira complacida diciendo:
– ¡Qué viva la naturalidad! –me dedica una sonrisa con todos los hierros y yo, perdido como estoy en mis cavilaciones, le suelto:
– ¡Si la acabas de matar!
– ¿Ahh? –me pregunta.
Me preparo para hacer un comentario halagador que anule al anterior y entretanto, ruego porque tenga tanta personalidad y neuronas en el cerebro como la cantidad de silicón, plástico y postizos que hay en su cuerpo. Aunque, lo confieso, mientras estuve abstraído en mis pensamientos no pude apartar la vista de su pecho.
Ya saldrán algunas a “elogiarme” con su típica frase “¡qué perro!”, pero si quisieran que miráramos sus sentimientos antes que su físico, no vivirían para resaltar este último.
Doblé el periódico y lo hice a un lado, queriendo dar inicio cuanto antes al asunto retardado; y pensando en que “si la mujer perfecta existiese, sería en definitiva puro plástico moldeado”.


[A veces cuando veo a una mujer extramaquillada, no puedo evitar preguntarme qué habrá o qué quedará debajo de esa máscara y le agradezco al destino haberme presentado a mi chica al natural; primero, porque me ahorró el hacerme esa pregunta y segundo, porque aunque estuviese como ella misma dijo “destruida”, no hay ruina ni maravilla que me resulte así de bellísima.]

Aldo Simetra





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