Sangre en las Manos

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¡Chist! Que no se mueva nadie. Las sombras de la calle ayudan a ocultar a nuestro insigne personaje. Avanza con sigilo y presteza en la oscuridad de la noche en pos de su próxima presa. Hay que guardar una distancia prudencial: no muy lejos que se le pierde de vista ni muy cerca que sus sentidos lo espabilan. Él lo sabe y lo sigue a cabalidad, el asunto debe saldarse con premura y se debe evitar a los listillos que puedan causar problemas. Esa noche el hombre de edad media a quien perseguía todavía no se percataba de lo que pasaría, debía aprovechar el momento, sorprenderlo justo con las defensas bajas. Estaba a punto de voltear en la avenida; nada más perfecto, lo interceptaría en la esquina. Las manos en posición, el perfil cubierto, dos zancadas más largas y…
– ¡Te tengo pajarito! Ee, ee, eeeh, quieto. –Hay también que inmovilizarlos cuando se ponen frenéticos. Le hizo una llave al nivel del cuello.
– ¿Quién es usted?
Le apretó el brazo sobre la garganta. Ahora el hombre se quejaba, podía sentir su miedo y percibir en su modo de hablar que le daría pelea, no se la dejaría fácil.
– ¡Chist!
–Pero ¿qué es lo que quiere?
– ¡Chist! Chist! –El hombre ni se callaba ni dejaba de forcejear. Un poco de silencio para empezar no estaría mal. Se sacó el arma y se la recostó en uno de los costados.
– ¡Cállate, bichito! Con bulla no puedo trabajar. –El hombre se paralizó y se quedó mudo–. Así me gusta, tranquilito, como niño bueno. ¡Pásame la cartera y no te me pases de chistoso, ¿oíste?! Sin comedias, como dirían ustedes.
Al momento sintió que el hombre rebuscaba entre sus bolsillos, redujo la presión sobre el cuello. El arma debía quedarse donde estaba, esa sí que asustaba, así que no le quedaba más remedio que aflojarle la llave para recibir el premio.
– ¡Ee, eeh, calmadito! Ajá, así. Eso, eso, colaborandito. –Apenas rozó el cuero del material y sintió una punzada en el estómago. Le cayó la mala pava: le había tocado un listillo. En vez de darle la billetera le había asestado un buen golpe con el codo. Se la haría pagar, por supuesto.
Intentó hacer la llave de nuevo, pero con tan mal atino que recibió un mordisco; el hombre aprovechó para propinarle tremenda pisada que lo dejó bailando a saltitos. La rabia empezó a cruzársele por la frente mientras el hombre, que parecía dispuesto a dar la lucha, le arremetía con un gancho que le volteó medio rostro. Esa sí que no se la calaba: “la cara de un man es sagrada”.
“Con que muy machito” –pensó nuestro personaje. Si era cuestión de ver quién le ganaba a quién, él no estaba dispuesto a perder. Apretó el arma, se envalentonó.
–Pa’ que veas que yo también tengo dos más una. –Se señaló la entrepierna en un vulgar gesto mientras lo decía y luego encañonó al hombre. Un sonido seco tras soltar el gatillo…
¡Chist!, silencio, ni un solo suspiro. Se aprestó a quitarle lo que tuviese de valor encima. ¡Nah! El hombre no tenía ni un malvado reloj. Alcanzó la billetera y la abrió de tajo: facturas y más facturas. ¡Este desgraciado armó tanto lío por un bojote'e papel! –Masculló.
Tiró la cartera, le echó una ojeada al cuerpo y decidió que le gustaba la chaqueta, a ver si podía hacerse con ella. Intentó quitársela, pero ya se comenzaba a manchar. Se levantó obstinado, pateó al hombre que yacía malherido o muerto (lo que fuera) en el suelo y mientras se alejaba se quejaba por lo bajo:
– ¡Maldita sea! ¡Cómo odio llenarme las manos de sangre en vano! 

¡Uuuuh, uuuuh! ¡Piiii, piiii! Que se muevan todos. Que el ruido y las luces los ponga sobre aviso y haga que se aparten del camino. Avanzan con estrépito y sin cautela en el fulgor de la noche llevando alguien a quien salvar. Hay que mantener la calma: si se sucumbe ante la alarma algo puede salir mal. Él lo sabe y lo sigue con rigurosa conciencia médica, debe mantener la situación bajo control. Esa noche el hombre de edad media con una herida de bala en el torso, a quien atendía, estaba perdiendo el conocimiento; no podía desperdiciar ocasión de mantenerlo despierto. Estaba a punto de abandonarse al sueño de la misma forma que la sangre abandonaba su cuerpo. Las manos en acción, los sentidos alerta ante cualquier cambio en su respiración, los ojos no se apartan de la víctima, sus signos vitales deben…
– ¡No, no, no! ¡Hey, amigo! ¡Vamos…! ¿Me escucha?
–Qqq-qué… D-dd-don…
–Por favor, no se mueva. No es necesario que hable. –Había que tranquilizarlo, relajarlo. La turbación aumenta el riesgo.
–C-co-com…
–Por favor, no hable, ¿sí? Estamos ayudándole. –El hombre asintió indefenso, dejándose llevar cediendo a la petición con facilidad, más bien con demasiada facilidad. ¡Rayos! ¡Como que no le iba a dar pelea!
– ¡Hey! ¡Hey! Tampoco se lo tome a pie de letra –el hombre cerraba los ojos otra vez–. ¡Hey! ¿Me escucha? No sea tan obediente, amigo, que no estamos en el ejército.
–E-e-eh –el hombre intentó hablar, mientras reía. Bien, al menos tenía conciencia todavía. Tal vez, la luz no estaba llamándolo y San Pedro no lo tenía esa noche en su lista.
–Eso es, amigo. No se preocupe, luego le cobro el chiste. –Se relajó aliviado, el hombre continuó sonriendo, estaba acariciando la idea de que se salvaría cuando repentinamente se interrumpieron sus respiraciones.
Debía actuar pronto y lo hizo, por supuesto. Sin perder tiempo empezó a llenar el cuerpo del oxígeno que estaba perdiendo.
El hombre sonreía, pero sin respirar por su cuenta. Le pareció una broma de mal gusto. Siguió insuflándolo, nada. Entró en desesperación. ¡Cielos! El hombre comenzó a ponerse cianótico, los latidos se acercaban para despedirse mientras se volvían cada vez más ausentes.
– ¡Demonios! ¡El corazón no! Te dejaba gratis el chiste si supiera que ibas a pagarme así.
Maniobras de reanimación y enardecidos malabares saltaron como única arma para hacerle frente a la muerte que quería instalarse:
– ¡Aguante, hombre, aguante! ¡No se deje vencer tan fácil!
Pulso: Ninguno. El hombre sonreía.
Respiraciones: Ninguna. El hombre sonreía.
Latidos: Ninguno. El hombre sonreía.
Reacciones: Ninguna. El hombre sonreía.
Su compañero lo instó a retirar sus manos laboriosas del hombre de edad media con una herida de bala en el torso, de quien siquiera conocía el nombre. ¡Chist! Silencio. Nadie se mueve. No hay más que hacer.
–Ya déjalo –soltó aquél mientras le cerraba los ojos al cuerpo.
El hombre sonreía. Se preguntó por qué lo hacía. Observó sus extremidades rojas apartándose del cadáver que cuando tocó por primera vez estaba vivo y con un gesto lastimero de negación, mientras volteaba la cabeza de lado a lado, soltó por lo bajo:
– ¡Maldita sea! ¡Cómo odio llenarme las manos de sangre en vano!


 Aldo Simetra




2 comentarios:

  1. IMPRESIONANTE. Me dejó mudo, muy bien contado, estructurado y presentado. Dos personajes tan diferentes para al final encontrar un punto en común: qué poco valía una vida. ¡Felicidades!

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