Y con el tiempo la vida va perdiendo ese sabor a novedad. Los años se vuelven rancios, las historias viejas  y repetidas, y la monotonía una vulgar constante que nos apresa. Pareciera que ensayáramos todos los días para la misma obra sin presentarla nunca, que siguiéramos escuchando el mismo disco rayado por pereza de cambiarlo, o que viviéramos enjaulados como pájaros y nos conformáramos con aletear igual todos los días sin alzar el vuelo; lo triste es que al menos ellos sí tienen una excusa porque están en cautiverio.
Ya nada es un descubrimiento, todo tiene ese sabor insípido con que se distingue “lo mismo” y ese olor característico a “guardado” de aquello que se echó a un lado después de haberlo usado mucho. Y nos movemos casi en automático como robots sincronizados, guiándonos por las costumbres, por los hábitos, inmersos en esa bendita rutina de lo cotidiano y pasando por alto hasta lo espontáneo.
Por eso de vez en cuando me río de los chistes malos, bailo en público aunque nada esté sonando, relato algo curioso que me haya pasado aunque me lo haya inventado, desafino cantando una canción que recién haya improvisado, tomo malas decisiones solo para percibir otros resultados, visto de modo extraño aunque parezca un payaso y camino mirando al cielo esperando que alguien sonría al verme tropezar y reaccione al advertir algo fuera de lo normal, o que sea yo quien se ría al verlo caer y así tener, para variar, algo nuevo que contar.


[La monotonía no es más que el aburrimiento de la normalidad.]

Cuando la realidad se colma de tonos grises, es necesario añadir un nuevo color a los matices. 




Cuentan que en algún lugar del mundo, los hombres más bravíos eran probados a caminar en el desierto con un saco de piedras a cuestas que representaban los pecados que habían realizado. En la travesía iban evaluando sus actos y en la medida en que se arrepentían y eran perdonados, el peso se iba aligerando. Las piedras se convertían en polvo que se colaba por el tejido del saco y se unía con la arena del desierto y así eran salvos o por el contrario, en tierra solidificada como una gran lápida y así eran condenados.
Muchos hombres, por temor a sufrir este último destino, tomaron la opción de ir deshaciéndose de las piedras en el camino y surgió así una modificación de la prueba, quedando casi soterrado el propósito y sentido original. Así fue como se dio paso a su nombre final: “lanzar la primera piedra”, con el significado de que después de hacerlo se marcaba el inicio de la liberación de los pecados cometidos.
Un buen día estaba un grupo probándose de esta manera, cada uno lanzaba una piedra al suelo cuando sentía que era absuelto de alguna de sus penas. Todos excepto uno, al que la mayoría juzgaba por el tamaño de sus faltas.
Uno de ellos, orgulloso por haber vaciado gran parte de su bolsa, lo increpó:
-¿Tan mal y tan gravemente has obrado en tu vida que se te es tan difícil despojarte de una sola de tus piedras?
Muchos de los presentes se quedaron boquiabiertos imaginándolo cometer los peores crímenes, otros negaron abrumados y el resto, lo miró con recriminación dejando entrever su indignación. Él no se inmutó, sólo se encogió de hombros sin mudar su rostro de expresión y respondió:
-¿Acaso lanzar piedras ha de limpiar mi conciencia?
-Se supone que en eso consiste la prueba: Aquel que quede libre de pecado, va deshaciéndose de ellas.
-¡Que los ángeles me asistan si la arrogancia me ciega e intento dictaminar mi perdón o mi condena!
-¿Qué dices?
-Aun cuando quedase sin pecado al lanzar la última, no podría redimirme de la soberbia que demostrase al arrojar la primera.
-Pues yo ya he lanzado más de una y siendo así, me parece un buen intercambio. Que la soberbia sea el pago por mis pecados, pero no tendré que cargar con ellos atravesándome el espinazo. Yo viviré soberbio a todas luces y tú morirás como pecador en su escondite.
El increpado meditó un instante y adoptando otro tono de voz preguntó:
-Entonces, ¿cada piedra que arrojas es un pecado que dejas?
-Por supuesto. –respondió el muy orondo y los demás se mostraron de acuerdo.
-Ustedes me miran incrédulos porque no he arrojado una piedra y yo ahora me sorprendo de lo mucho que pecan.
-¿Acaso no está repleta de pecados tu mochila? –replicó con sorna y todos rieron.
-Yo sólo he cargado piedras. –contestó llanamente sin sonreír apenas.
-¿Y por qué razón lo habrías hecho? –preguntó por primera vez escéptico.
-Pretendía enseñarles que un hombre común y corriente puede soportar peso semejante, pero he sido yo el aleccionado: mi carga es ligera porque no me pesan ni mi alma ni mi conciencia; en cambio, ustedes necesitan deshacerse de la suya porque sus penas son tantas que, tener que lidiar encima con esas piedras, les supone una tortura.
Al término de la travesía, los integrantes del poblado se asombraron de ver llegar a un joven enjuto llevando sin ninguna dificultad un aparatoso cargamento, mientras era seguido por un grupo de hombres fornidos que se mostraban bastante disminuidos a pesar de llevar una bolsa sencilla, pero ninguno que llevara las manos vacías. Creyeron entonces que la prueba había perdido efecto y empezaron a temer que el pueblo se sumiera en la perdición, ya que ni siquiera contarían con un héroe libre de pecado que les obsequiase con algún tipo de salvación.
Pese a ello corrió el rumor de que ese mismo grupo que había peregrinado en el desierto había regresado más fuerte, más justo y más noble que la mayoría de los hombres y se había deshecho de gran parte de sus defectos de carácter.
Más tarde, otros siguieron su ejemplo persiguiendo esas virtudes pero a diferencia de sus antecesores, no llevaban la bolsa llena de piedras sino que durante el viaje se iban adueñando de las que vieran y ésa era la sola prueba que mostraban al volver a la aldea, creándose con ese hecho una nueva leyenda. Puede que de allí se originará una vieja canción cuyos versos principales han estado en boca de más de uno por esos lares: “Sobran los pecados en donde abundan las piedras, antes de tirarlas es mejor recogerlas...".
Con el pasar de los años esta historia se ha desvanecido en el olvido y el único vestigio que ha quedado de ella es un cartel tallado en una gran lápida que reza: “Lance la primera piedra y dictamine su condena”.
Ninguno de sus actuales habitantes sabe con certeza lo que significa, pero suelen llamarla “la roca de la soberbia” en honor a quien talló esas letras.



Con el tiempo uno aprende a distinguir qué le calienta la piel y qué se la enfría, qué le deslumbra el pensamiento y qué se lo aniquila, qué le remueve el alma y qué no alcanza a tocarla, uno aprende qué lo aviva y qué lo mata.
Uno aprende que lo necesario no siempre es imprescindible, que la compañía no siempre cura la soledad, que la abundancia no llena el vacío, que el silencio no espanta al ruido, que la cercanía no acaba con la distancia, que la verdad no siempre desengaña, uno entiende que muchas veces se pierde cuando se gana.
Uno se vuelve experto en camuflar llantos con sonrisas, en comprar y vender caricias, en pedir permiso para robar besos o a tomarlos prestado sin devolverlos, en hablar de la realidad como si fuera un cuento, en paralizar latidos y congelar el cuerpo, en asirse a las sábanas y despegarse del sueño, en coleccionar olvidos, en patrocinar esperas, en gastar el tiempo.
 Uno aprende qué lo aviva y qué lo mata y, aun sabiendo que muchas veces se pierde cuando se gana, seguimos gastando el tiempo en insignificancias: Morimos lentamente cuando nos quedamos tiesos; fingimos que vivimos cuando nada perdemos, y vemos pasar las horas sin movernos.






Me extravié con el reflejo de tu adiós
Y mi radar dejó de detectar tu vibración
Las sombras que antes eran el anticipo de tu voz
Ahora sólo representan los lugares a donde no llega el sol.
Desolada Constelación,
¿En qué sitio ocultaste su respiración?
Cierro los ojos para impedir que su recuerdo
Migre hacia otra dimensión.
Misterioso Tiempo,
No te adueñes de nuestros secretos
Déjalos crecer y tomar vuelo
Hasta que disminuyan a migajas en el silencio.
Sagrada Tortura,
Que me hace vivir con luna y morir de día,
Abre las celdas que encierran mis penas
Y déjalas libres viajar hasta caer en la arena.




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