Insignificancias

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Con el tiempo uno aprende a distinguir qué le calienta la piel y qué se la enfría, qué le deslumbra el pensamiento y qué se lo aniquila, qué le remueve el alma y qué no alcanza a tocarla, uno aprende qué lo aviva y qué lo mata.
Uno aprende que lo necesario no siempre es imprescindible, que la compañía no siempre cura la soledad, que la abundancia no llena el vacío, que el silencio no espanta al ruido, que la cercanía no acaba con la distancia, que la verdad no siempre desengaña, uno entiende que muchas veces se pierde cuando se gana.
Uno se vuelve experto en camuflar llantos con sonrisas, en comprar y vender caricias, en pedir permiso para robar besos o a tomarlos prestado sin devolverlos, en hablar de la realidad como si fuera un cuento, en paralizar latidos y congelar el cuerpo, en asirse a las sábanas y despegarse del sueño, en coleccionar olvidos, en patrocinar esperas, en gastar el tiempo.
 Uno aprende qué lo aviva y qué lo mata y, aun sabiendo que muchas veces se pierde cuando se gana, seguimos gastando el tiempo en insignificancias: Morimos lentamente cuando nos quedamos tiesos; fingimos que vivimos cuando nada perdemos, y vemos pasar las horas sin movernos.






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