–Señor, debe firmar esto también. –La lapicera baila entre mis dedos, el abogado me mira anhelante, impaciente por cerrar un extenuante proceso; ella, la que pronto he de llamar mi ex esposa, no aparta la vista de la mesa. Me pregunto qué verá. Las líneas de la madera no son ni de lejos tan interesantes. Es solo su forma de dejar claro que está, que existe, pero que yo le soy indiferente e insignificante. Odio eso, cuándo pasó a tal punto de mí. Cuándo dejó de necesitarme, cuándo se volvió tan independiente como para preferir la soledad y prescindirme. Seguro que tiene otro. La muy ingrata se buscó a otro. Si no, cómo se explica su indolencia, esa frialdad con la que reduce años de matrimonio a un simple trámite. Bueno, simple no ha sido. Por mí podría quedarse con todo, pero cada vez que veía que se aferraba a algo le plantaba pelea a sabiendas que así sería mucho más difícil deshacerme de ella. Y ella mordía presta el anzuelo, cosa que me cabreaba sobremanera. Increíble que hasta ahora saliera a relucir su don materialista, su empeño por adueñarse hasta de la cosa más mínima. Jamás habría creído que el tiempo que vivimos juntos podría caber en un inventario de bienes. Si tan solo se hubiera aferrado una décima a mí como a esas puñeteras cosas...
–Sr. Su firma, por favor. –El abogado insiste. ¡Que le den! No archivará el caso hasta que a mí se me antoje garabatear el papel.
– ¿Quieres firmar de una buena vez? –Ahora es ella quien insiste. Pues parece que no me da la gana, tendrá que aguantarse... Minutos… Horas, tal vez. ¿Cuánto más podré ponerle largas? Suelto la lapicera y rueda sobre la mesa. El abogado se cruza de brazos obstinado, ella resopla y se apoya en el respaldo de su asiento haciendo un gesto cansino.
– ¿Alguna vez durante todo este jodido proceso te pusiste a pensar en lo que yo quería?
–No estoy para tus juegos, acaba ya y estampa tu maldita firma en esa estúpida hoja.
–Mira al fin hay algo en lo que te doy la razón, es una estúpida hoja. –Tras decirlo rompo la hoja en dos y le alcanzo un trozo–. Pensé que quizá querías repartir eso también, te he dejado la parte más grande como ves.
– ¿Qué crees que haces?
–Da gracias que no tuvimos un hijo, porque no imagino qué pedazo hubieses decidido llevarte contigo.
– ¡Ya para, esto no tiene sentido alguno!
– ¡Vaya! Otra cosa en la que estamos de acuerdo. Creí que jamás volveríamos a tener algo en común. ¿Me explicas? Aun no lo entiendo. –La miro, la observo en serio, ella me sostiene la mirada. El abogado pasa a segundo plano, casi lo escucho decir: “Otro proceso en vano”. Ella aparta la vista, ahora me esquiva. Otra vez me esquiva. Todavía no me acostumbro a que lo haga.
–Para mí también ha sido duro.
–¿En serio? Porque parecía que te la estabas pasando en grande. –Niega imperceptiblemente con la cabeza y me atraviesa con los ojos, como diciéndome en silencio “No te enteras de nada”.
–Yo tampoco quise esto  –susurra.
–Qué raro, nunca te vi luchar así por algo en tu vida.
–Ni yo a ti.
–Yo no luchaba por las cosas, lo hacía por, por... Sabe debería traernos otra hoja de estas –me dirijo al abogado.
–Yo lo hacía porque te importaban, incluso más que yo. –Me dice mientras el abogado se ausenta.
–Pues qué equivocada que estabas. –El abogado vuelve, coloca la hoja en la mesa. Esta vez la firmo sin dudar. Después de todo es lo que ella quiere, siempre ha sido lo que ha querido ella. Dejo la lapicera en la mesa, le tiendo el papel con mi "maldita firma"–. De hecho, qué equivocada que estás.
Es lo último que digo. Me levanto de la mesa para salir de la sala pensando que, por lo general, la gente cree que el divorcio termina cuando se imprime la última acta y se estampa la última firma, pero es todo lo contrario, es realmente ahí cuando inicia.
Abro la puerta y antes de atravesarla escucho el sonido de un papel al rasgarse. Volteo, ella me observa culpable sosteniendo ambos trozos de la hoja que acabo de firmar mientras asoma nerviosa una sonrisa a sus labios. Sonrío y por el mismo hilo de pensamientos que acudían a mi cabeza concluyo: Es una suerte que no haya iniciado el mío.


Aldo Simetra




–Vamos abuelito, cuéntame aquel cuento.

–Y te duermes, eh.

–Solo si no te duermes tú primero.

–Vale, vale. A ver,  ¿cómo empezaba?

–Por un amor imposible.

–Ah sí, ya recuerdo. Este es el cuento de un amor imposible. De dos entes que vivían en mundos totalmente opuestos.

–Sí ya sé, uno en la tierra y otro en el cielo.

–Ah, no se te olvida nada. Solo que uno era el mismo cielo y el otro sí vivía en la tierra.

–Sí, sí, la rosa.

–Bueno, era imposible porque ¿cuándo has visto tú que una rosa y el cielo se toquen?

–Nunca, abuelo, nunca. Ni en las fotografías. Pero los del cuento sí que se tocaban, ¿a que sí? Cuando llov…

–Pero bueno, peque, ¿para qué quieres que te eche el cuento si ya te lo sabes de memoria?

–Es que me gusta que me lo cuentes tú.

–Entonces calla y deja de interrumpir. Va desde el principio. Es el cuento de un amor imposible. De dos entes que vivían en mundos totalmente opuestos. Uno era el cielo que inspiraba majestuosidad desde las alturas y la otra, una rosa que inspiraba sencillez y ternura enraizada a la tierra. Nadie sabe cómo fue que se enamoraron, el hecho era que ella no podía contenerse ante la inmensidad azul que la observaba y él no podía pensar en perder de vista a ese vivaz y dulce rojo que lo cautivaba. Sabían que jamás podrían juntarse, que jamás podrían tocarse, que era demasiado pedir estar más cerca el uno del otro, pero estaban tan perdidos ya que eso no les importó. Siempre encontraron una forma de probar su amor y demostrar su afecto. A veces el cielo sacrificaba por momentos su vista, se dejaba nublar por grandes nubarrones y conseguía acariciarla con la lluvia hasta dejarla empapada de su cariño; ella, agradecida y reconfortada abría dolorosamente y por completo sus pétalos solo para él y se desprendía de su aroma intentando embriagarlo hasta verlo de nuevo recuperar su visión. Entonces, él la iluminaba por completo y ella brillaba con su candor, ofreciéndole al cielo un espectáculo de color.
Muy pronto, otros se enteraron de su sutil idilio y…

– ¿Sutil idilio?

–Sí, su romance, es que era una historia de amor de las buenas, de las verdaderas, ya te digo. Un amor muy bonito.

–Ahh.

–Bueno, como decía. Otros se enteraron de su sutil idilio y quisieron romperlo cuanto antes. Ya sabes, nada en el cielo o en la tierra deben juntarse. El cielo es para ser admirado, la tierra es para ser pisoteada. Nada debe unirlos, cualquier cosa que vaya en contra de ese precepto debe darse por acabada.

– ¿Qué es precepto, abuelo?

–Es como una ley, como una regla, nieto. Como cuando mamá te dice que debes cepillarte los dientes antes de dormir o lavarte las manos antes de sentarte a la mesa y si no lo haces…

–Me castiga, ya sé. Sigue, sigue.

–Tal cual. Bien, el Dios de las alturas se enteró y quiso castigarlos por su osadía. ¿Cómo se atrevía?– le recriminaba al cielo. Mientras, abajo el suelo temblaba, se burlaban de la ingenuidad y la necedad de la rosa pero en lo profundo sentían envidia de su suerte.
Todo se puso en su contra, las alturas buscaban formas de ponerle al cielo otras cosas enfrente y la tierra, trataba de enterrar y ensuciar a la rosa. Querían separarles, ninguno podía permitir tal cosa.
Pero ellos no cejaron, su amor era más fuerte que el odio de todos sus enemigos juntos. Entonces hablaron con la única parte neutra que no estaba involucrada en el asunto y le pidieron ayuda.

–Aquí es donde aparecen los Magos del Viento.

–Pues sí. Ellos iban y venían, tenían una forma de pensar distinta. Y no le tenían simpatía ni a las malvadas alturas ni al infame suelo.

– ¿Infame?

–Vaya, si se me olvida que apenas estás creciendo. Es algo despreciable, que repugna.

– ¿Como la espinaca o los brócolis que mamá me obliga a comer?

–Jajaja. Anda, no exageres que esos te hacen bien. Yo diría más o menos como los gusanos o las cucarachas, tal vez.

– ¡Puaj! ¡Qué asco!

–Pues sí... ¿Por dónde iba?

–Los Magos del Viento, abue.

–Ah sí. La rosa les pidió a Los Magos del Viento que la acercaran al cielo y el cielo les pidió que lo acercaran a la rosa. Los Magos del Viento se compadecieron y les ayudaron a verse en secreto, cada que podían creaban una especie de remolino que los aislaba del resto durante unos minutos y le permitía a una volver a admirar ese azul y al otro, volver a cautivarse con ese dulce rojo.
Un día quisieron que Los Magos del Viento los acercara más, ya no podían vivir el uno sin el otro. Los Magos del Viento les advirtieron que sería peligroso, que estaban muchas cosas en juego, que no podían llegar tan lejos, pero ellos insistieron, desoyeron sus consejos. Y los Magos del Viento conmovidos por su pena, accedieron.
Los Magos hicieron todo lo que pudieron, despegaron a la tierra de sus cimientos para lograr elevar un tanto a la rosa; lo mismo hicieron con el cielo, lo halaron lo más que alcanzaron hacia abajo separándolo de las alturas. Hilos resplandecientes empezaron a aparecer  de la nada para unirlos. Nunca habían estado tan cerca. De pronto los dos extremos contrarios se dieron cuenta de lo que pretendían y desataron su furia, nunca le perdonarían al cielo y a la rosa el desafiarlos. Los Magos del Viento seguían luchando intentando lograr su cometido, la rosa y el cielo iban perdiendo su fuerza pero las alturas y la tierra no daban tregua. Muy pronto el cansancio fue envolviéndolos, hasta hacerlos perder toda muestra de resistencia. La rosa fue la primera en abandonar la lucha, estaba tan agotada y disminuida. El cielo se tornó de grises y negros. Los Magos del Viento se sintieron más devastados por los dos enamorados que por su fracaso. Las alturas y la tierra se felicitaron por su triunfo, creyeron que todo regresaría a la normalidad y volvieron cada una a despreciarse desde sus distantes e inaccesibles extremos.

–Pero nada fue como antes ¿no es cierto, abue?

–No. Desde entonces en ese lugar…

–En el cielo nunca sale el sol y siempre llueve, y las rosas siempre tienen espinas y jamás florecen.

–Así es. Hasta el final te lo sabes de memoria.

–Es una historia muy triste abuelo. Tienes que llevarme un día allí. Haré que los días sean soleados y las flores siempre vivan en primavera. ¡Tal vez consiga que el cielo y la rosa se vean!

–Con tu astucia, no lo dudo. Así como esperas que al terminar cada cuento tú seas el único que se quede despierto para hacer de las tuyas mientras duermo.

–Ay, abue.

–A ver nieto, que nos conocemos. ¡A dormir se ha dicho!

–Aunque sea cuéntame otro, en este no has cabeceado ni un poco.

–Esta noche no lo lograrás ni porque te cuente una docena. Esta historia me mantiene en vela. Así que va siendo mejor que te acuestes, que mañana hay escuela. Luego en lugar de ser tú, será a mí a quien tu mamá le hale las orejas.

–Vale, vale. Hasta mañana, abue. Ten cuidado con lo que sueñas.

–Ten cuidado con lo que sueñas tú, traviesa criatura. Descansa, nieto. Hasta mañana.

Tras dejar al niño entre sus sábanas, el abuelo se dirigió a su habitación reviviendo a su manera el cuento que recién había terminado de contar. Una vez dentro, se sentó a un lado de la cama con la vista puesta en el retrato que descansaba en la mesita auxiliar. Se quitó el anillo de bodas y lo giró entre sus dedos antes de colocarlo junto al retrato. Ahí estaba, entrada en años, su esposa. Aquella que lo había acompañado durante gran parte de su adultez, soportándolo en las buenas y en las malas y que antes de morir, le había llenado la casa de hijos, preciados momentos y carcajadas. La quería, claro que sí. Pero…
Tomó el retrato entre sus manos y extrajo la fotografía del marco. Le dio la vuelta y le sonrió a la que allí estaba. Una mujer radiante de belleza y juventud le devolvía la sonrisa. No la misma que lo había dejado viudo hace unos años, sino aquella que le había dado sentido a su vida. Esa a la que amó, a la que todavía amaba.

– ¿Habrás encontrado otro cielo, mi rosa? ¿Habrá otro revivido tus pétalos? –Le preguntó al vacío, no obstante ya sabía la respuesta. Él se había topado con muchas flores que intentaron transmitirle su brillo, pero ninguna lo había iluminado tanto, nada podía hacerlo resplandecer más que su rosa.

Apretó un rato la fotografía sobre su pecho y la besó antes de darle la vuelta y devolverla al portarretrato. Se acostó medio agradecido, medio suspirando.

–No me quejo, de verdad no me quejo. Pero ¡ah, Rosa! Lo distintas que habrían sido nuestras vidas si nos hubiéramos aferrado a esa última hebra que nos sostenía…

Cerró los ojos y dejó a sus pensamientos vagar entre los recuerdos. Que se cuidara de los sueños, le había advertido su nieto. Sin embargo, era tarde, se había sumergido en ellos.







– ¿A que no sabes? ¡Me he encontrado al hombre de mi vida!

–No te creo.

–Te digo que sí. Casi de dos metros, una sonrisa impecable que te deja de una pieza. Las manos… ¡Ay si las vieras! Te mueres si te toca con ellas. Que se trae un aroma, ¡mija! Que si se cierne sobre ti te obnubila toda, te transporta vete tú a saber dónde, pero ten por seguro que igual conociendo la dirección te pierdes.
¡Tiene una voz! ¡Madre mía! Que te para la respiración. Se te doblan las rodillas y te sube un burbujeo por la espalda… ¡Qué cosa más deliciosa! Te deja así, delirando, como necesitando primeros auxilios y reanimación y con cuánto fervor desearías que su boca... Anda porque no te he contado lo mejor, se gasta unos labios que te inspiran a pecar de una forma tan loca que Eva al coger la manzana se queda corta.

– ¿Y qué más? ¡Cuenta, cuenta, que ahora sí no te creo!

– ¡Ay amiga, si lo hubieras visto! Seguirías incrédula. Es que no darías crédito a tu vista. Y hablando de eso, casi paso por alto comentarte de sus ojos; pero un par de caramelos como esos, que te lo digo yo, se graban a fuego en el recuerdo. Es que derriten, desarman, hacen que la piel arda y es tanto que a mí no me importaría quemarme completa si hiciera falta.

– ¿Y te has quemado? ¿Aunque fuese un poco? Confiesa, picarona, ¿qué ha pasado?

–Pues nada, que me ha abandonado en el vagón al llegar el tren a su estación. Lo que pasa siempre: que si no es gay, está casado o comprometido, no consigue una el valor de acercarse unos pasos y decir: "Hola guapo, ¿quieres salir conmigo?" Porque ¡te imaginas! Una termina siendo una lanzada, la gente se ho-rro-ri-za de tu descaro y por si fuera poco te queda la dignidad manchada y algo marchita.

–Jajajaja, ¡qué cosas que tienes! Eso es materia del siglo pasado.

–Que no, amiga, que también lo es de este. Sino mírame: he encontrado al hombre de mi vida, lo he perdido el mismo día, pero conservo la dignidad intacta. ¡Mi madre me felicitaría!

Se observan una a la otra con los ojos en blanco y luego ríen a carcajadas.

–Lo que daría por haberme acercado al buenmozo y ensuciar mi dignidad aunque fuese un poco. –Dice suspirando, ahogada en un mar de añoranzas con las pasiones en vilo, el cuerpo afligido y la imaginación alborotada vagando sin rumbo.





¡No lo podía creer! ¡No lo podía creer! A donde mirase solo había cuerpos desasidos de su cabeza. Se frotaba los ojos y volvía a abrirlos pero no se iban, seguían ahí.
Los veía desde hace tres meses, después de que al grogui de su escuela se le ocurriera demostrar su atracción hacia ella de formas tan inusuales. Pero era lerdo, llevaba el cabello grasiento más abajo de los hombros y lentes de pasta gruesa, daba una impresión contradictoria con su raro atuendo. ¿Cómo podía a ella gustarle? Y menos con las proezas que se gastaba, como por ejemplo: lanzarse en paracaídas.
Esa vez aterrizó de pena y a ella se le ocurrió decirle que no se le acercara hasta que supiese volar o hasta que al menos le salieran plumas. Él no había pillado la ironía y días después se fabricó unas alas e intentó planear sobre el instituto, terminó guindado del cableado eléctrico entre dos edificios y de milagro no se electrocutó ahí mismo.
Otro día se puso frente a un auto en medio de la carretera dizque para demostrar que su amor era invencible, por suerte el conductor pisó el freno evitando que quedara hecho papilla sobre el pavimento.
En su historial figuraban también actos como saltar del último piso de un edificio, caminar sobre fuego, atravesar una pista de motocross en plena competencia, pasearse desnudo en una bicicleta vistiendo únicamente un cartel con la foto de ella sobre su pecho. Sus demostraciones rayaban lo extremo, lo absurdo o lo ridículo, pero no cejaba aun cuando ella se cansara de rechazarlo de las mil y un maneras.
Ella estaba hastiada, obstinada de inspirar todo cuanto él hiciera y solo quería que desapareciera.
– ¿Por qué no terminas de cortarte el cuello? Seguro que me convences con eso. –Le gritó una vez en mitad de uno de sus descerebrados espectáculos, sin poder contener ya la ira y el enfado.
Todavía se pregunta cómo fue capaz de decir eso. No se imaginaba, en verdad que no, lo que pasaría después.
Tuvo un breve tiempo sin saber de él y lo siguiente que supo fue que iban a enterrarlo luego de encontrarlo casi decapitado en el bosque. Pero ella no se imaginaba, ella no sabía que...
En fin, ahora esas imágenes la perseguían por doquier. Sin embargo, no creía que fuesen solo eso. Podría asegurar que si se acercaba lo suficiente a uno de los cuerpos podía oír el manar de la sangre de la abertura del cuello e incluso si los tocaba sus manos quedaban impregnadas de rojo y si las aproximaba a su cara, percibir el hedor del óxido y la putrefacción.
Ya no iba a clases, apenas comía y si no vivía escondida en su habitación, se encerraba en sí misma.
Hace tres semanas volvió a escuchar su voz: – ¿Te he convencido? ¿Te he convencido? –repetía. A lo que ella respondía desesperada casi queriendo arrancarse la cabeza: –Sí, sí, me has convencido. ¡Vete! ¡Vete ya! –le rogaba. Pero no se iba, los cuerpos que veía se multiplicaban hasta ahogarla, la voz le imploraba: –Demuéstrame que te he convencido. Demuéstrame que te he convencido.
¡Y vaya que se lo demostró! Se puso frente a un auto en medio de la carretera, por suerte alguien la empujó evitando que esa vez fuese ella quien se hiciera papilla sobre el pavimento; intentó lanzarse de un edificio, los bomberos se lo impidieron antes de que reuniera el valor para dejarse caer al vacío; caminó desnuda vistiendo un cartel que rezaba: “Sí, sí, me has convencido”, pero solo logró que la internaran en una clínica psiquiátrica.
– ¿Te he convencido? ¿Te he convencido? –Seguían las voces–. Demuéstrame que te he convencido…
Otra vez estaba hastiada y obstinada, pero ahora de no haber logrado demostrárselo. Hasta que finalmente intentó con algo que dio resultado. No volvió a ver los cuerpos con la cabeza desasida, ni a escuchar el manar de su sangre, ni a percibir su olor, ni a escuchar esa voz, pero sí volvió a mancharse las manos de rojo.
Horas más tarde una enfermera entró a su habitación y se quedó de piedra intentando buscarle explicación a lo que allí había. ¡Y no lo podía creer! ¡No lo podía creer! A donde mirase solo había cuerpos desasidos de su cabeza. Se frotaba los ojos y volvía a abrirlos, pero no se iban. Eran dos, de eso estaba convencida.


Aldo Simetra





– ¿A quién le escribes? –Pregunté
–Se dice el pecado, mas no el pecador. –Contestó
– ¿Por qué no mejor: el milagro, mas no el santo? –Repliqué.
–Porque a mí ningún santo me ha servido de inspiración.

Saque usted su propia conclusión.


Aldo Simetra





Anda, mátame con la mirada
De todas formas ya he muerto
Antes de que me miraras.
Mátame con el silencio
Que yo, hables o calles, igual muero.
Ya has impuesto mi castigo
Me tendiste en bandeja a la mesa del verdugo
Y no le temo a mi destino.
Mátame con un suspiro
Hace rato que se acortan mis respiraciones.
Mátame con un ligero roce
Que no es tanto
Mi piel desvanecida
Se ha hecho inmune al contacto
Y no me asusta mi condena
Bien puede el látigo hacerme pedazos
O la hoz cercenar mi cabeza.
Te digo que no importa
Ya me han ejecutado antes
No soy más que un cadáver
Así que mátame
Con la mirada
Con el silencio
Con un suspiro
Con un simple gesto.
Puedo morir de nuevo
Pero quítale el arma al esbirro
Y mátame tú, te lo ruego
Que de igual forma
Si no me matas muero.






Dicen que es de débiles llorar. Gran mentira. Lo que en verdad sucede es que la gente tiende a poner de manifiesto su fragilidad cuando ve a otra persona derramar lágrimas; entonces, quienes usan la frase intentan secretamente proteger su vulnerabilidad y ahorrarse el trabajo de tener que consolar inútilmente a quien esté mal.
Voy en contra, sonreír muy a pesar de tus emociones es cosa de idiotas. Solo pregunto por qué debería hacer un gesto alegre para que otros se diviertan cuando en uno no dejan de tamborilear las penas. Ellos no premiaran el hecho de que dejes amargar tu interior para que su realidad siga manteniendo su agradable sabor.

Así que no importa, que se mojen tus mejillas, deja que se asusten un rato preguntándote qué pasa aunque no tengas la intención de decir la más mínima palabra, águales el festejo, permite que tus desgracias abandonen de forma líquida tu cuerpo, pierde la fuerza y la entereza un momento, hazte pedazos, desvanécete si es necesario. Puede que duela un poco, pero te repito: No importa. Porque luego, cuando tengas que agarrar forma de nuevo y te des cuenta de que sonreír es demasiado fácil, te sentirás más valiente que antes pues ya habrás comprobado por ti mismo que todos eligen maquillar sus grietas, sin embargo, derrumbarse por completo para reconstruirse desde cero casi nadie lo hace; nadie lo escoge porque requiere demasiado coraje.



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