Después de cierto tiempo... no, después de cierta gente entiendes que las cursilerías son la forma más frecuente y sencilla que existe de decirle al otro que estás dispuesto a hacer por él cualquier estupidez. Todos desdeñamos lo estúpido y ante semejante manifestación tendemos a pensar: si es capaz de ponerse en ridículo en mi nombre,  ¿qué no haría por mí? Por obra de simple relación o analogía un término es suplantado por otro a tal punto que “cualquier cosa” acaba siendo “todo”.
Lo cierto es que parecemos ignorar o hacer de lado esa capacidad o predisposición innata hacia la idiotez que el ser humano padece y entonces concebimos como un riesgo una acción completamente natural. 
“Ser cursi es de valientes”, reza el mural. Y claro, como la mayoría cree que lo “cursi” abarca un gran terreno en el plano sentimental, termina confundiéndolo con equis emoción noble y, por extensión, aquella palabrita vieja de cuatro letras también es empañada por el mismo mal.
Es curioso el modo en que cualquier frase o vocablo acompañado por el calificativo de “valiente” adquiere de pronto un significativo matiz. Es así como “ser cursi” disminuye su carácter despectivo, deja de ser fofo y risible convirtiéndose de inmediato en algo valioso o elogiable. Otra vez entra en juego la asociación de ideas, esa analogía extraña con la que cada cosa queda abierta a una gama colorida de percepciones y definiciones. 
Que me pidan reescribir la frase y no violentaré únicamente al muro al afirmar que “ser cursi es de bárbaros”. Aunque al minuto siguiente, por esa magia de las palabras y en especial de la homonimia, no tarden algunos en proclamar con orgullo “¡qué bárbaro es ser cursi!”. Ellos sí, sin ironía. 
Yo, que no en vano tengo más dedos de frente de los que quisiera y un más o menos desarrollado sentido de la vergüenza, no pienso incurrir ni voluntaria ni conscientemente en ello. Ni siquiera porque, ya suprimida la condicional precedente a aquella pregunta inicial, te esté haciendo bulla en la cabeza ese “¿qué no haría por mí?; o quizá, excluida la negación de la interrogante, te estén atormentando las incógnitas sobre lo que sí haría. La respuesta a lo primero es obvia, en cuanto a lo segundo... hay toda una gama colorida de analogías...
—“Lo que más me gusta de ti es la seriedad con que inventas disparates”.
— ¡Qué cursi!
— ¿Tú, yo o Márquez?
—Es, además de grotesco y repetitivo, demasiado poco original apropiarse de frases ya hechas o conocidas para poner de manifiesto nuestros sentires. Si al menos algo bueno se puede sacar de las cursilerías es que evidencian esa ordinariez, por común y corriente, de quien las usa y, por añadido, su carente creatividad...
Tras un largo y sonoro resoplido, que funge de ruido de fondo a un encendido discurso, se hace el silencio. A duras penas son perceptibles al oído los sonidos de los labios y las lenguas en fricción... y fruición. Uno de los dos recupera el aliento para exclamar:
— ¡Ni hablar de lo típico o lo tópico que resulta callar a alguien con un beso! ¡Es muy cliché! Acaba siendo no raro sino cansino que nada nuevo haya de esperar en cualquier acto espontáneo. Las sorpresas son a veces tan previsibles, tan faltas de...
Alguien alza la vista al cielo con expresa y sincera obstinación y de pronto...
— ¡Aaaayyyyyyy!
— ¿A que también es cursi y cliché que te callen con un mordisco?
Suelta entre risas con desmedida satisfacción. Y sí, con ironía. Su acompañante, con algo más que la indignación a flor de piel ¡pero al fin en silencio!, intenta aliviar las punzadas de dolor dejadas por sus dientes mientras pugna por suavizar la mueca de diversión que amenaza su semblante.




No durmió la noche del 15 de agosto luego de ver casi obligada la película de terror favorita de Mario: todos los sonidos le ponían los pelos de punta, cada sombra se le figuraba la antesala de un evento trágico. 
— ¿A que ahora te arrepientes de no haberte decidido por la porno? 
Apenas distinguía el brillo de sus pupilas traviesas en la oscuridad, si se hubiera esforzado un poco también habría alcanzado a notar la mueca malévola en que había transmutado su sonrisa. 
—No, me arrepiento de que me convencieras de venir aquí a pasar el rato. 
— ¿Hubieras preferido un motel? 
— ¿Quieres apartar la cabeza de la bragueta de tu pantalón? 
—Ehh, ¿a cuál cabeza te refieres?
—No es gracioso. 
Su queja fue seguida de un estruendo distante. Justo en la cocina se escuchó tintinar a la cubertería. El crujir de las vajillas al impactar contra el suelo la sobresaltó.
— ¿No habías dicho que la casa estaba sola? —Susurró.
—Pues parece que ya no... —Le encantó verla taparse la boca con sorpresa y preocupación tal si aprisionara un grito. Una de sus manos desfiló, con premeditado sigilo, por debajo de su blusa—. Ahora estamos tú y yo. 
La chica ni se enteró o ni quiso enterarse de su tentativa, aunque su piel, convertida en una superficie áspera reaccionando a los escalofríos, debió decir más en su lugar. El cuello se le estiró en mayor grado de lo habitual entretanto dirigía su atención hacia la cocina. Algo andaba muy mal. 
—Ve a ver. 
— ¿Y si mejor me quedo a desnudarte? 
Se deshacía en besos buscando darle alivio a la tensión del cuello de la chica y, por ex-tensión, a la de su entrepierna. 
—Tú lo que quieres es que la muerte nos pille in fraganti como a esos ancianos a los que un infarto los sorprende en pleno orgasmo. 
—Pues si hay que morir que sea gozando —en un gesto brusco le apretujó un seno. 
— ¡No es gracioso! 
Su exclamación esta vez fue seguida de un fuerte ventarrón que sacudió las persianas emitiendo un ruido perturbador; la ventana, abierta de golpe, tembló enérgica sobre sus goznes y de improviso algo se coló raudo al interior al tiempo que toda la calma y contención de la muchacha huían de sí misma. 
Le castañetearon los dientes, no solo del frío, le vacilaron las rodillas y se pasmó de la impresión al sentir algo tibio y peludo rozándole los pies. Para más colmo la sensación de un cálido aliento le transmitió vibraciones, primero alrededor de la nuca y después, en la espina dorsal. Ya se estaba preparando para reprender a Mario, no obstante al dar la vuelta descubrió estar siendo olfateada por... por... ¿el vacío? 
Vaharadas reinventaban la oscuridad. 
— ¿Mario? 
Le respondió el arrastre de unas cadenas o al menos con eso identificó lo oído. 
— ¡Mario!
Ahora le pareció que el suelo era torturado por pezuñas. 
— ¡¿Ma-rio?! —La inseguridad se hacía latente en el timbre de su voz, cada vez más ronco—. No es gracioso...  
En vano forzaba la vista entre las sombras, era incapaz de despegar los pies del lugar que ocupaban, pero el cuello continuaba alargándose tal si pretendiera con ello agudizar su visión. 
Al unísono se repitieron todos los ruidos y sensaciones juntos: un tintineo, vidrios rotos, siluetas informes yendo y viniendo, algo colándose bajo su blusa, su cuello y su espalda mojadas de... sudor, frío, tensión, otro gesto brusco, un castañeteo, la ventana reclamando su atención y las persianas y las pisadas o cadenas arrastradas y aquello que invadió la estancia sin permiso y el cuerpo no identificable o identificado pasando por encima de sus pies. Un suspiro o un susurro o una especie de olfateo... de la nada... el estómago se le vacía, fallan sus rodillas, se le pone la piel de gallina y solo le falta cacarear. “¿Mario?”, dice pero en realidad emite un grito que nadie alcanza a escuchar. Su boca es silenciada en la oscuridad, su cuerpo es presa de algún ente que la oprime y la encadena, toda la brisa que entra a bocanadas por el vano de la ventana parece caber en su aliento, que ahora se (y la) disuelve en un vahído. 
Tiembla por algo más que los nervios, cree estar a punto de que le sobrevenga la muerte con el susto por orgasmo y agoniza... 
— ¡Oh, vamos! ¿No pensarías en serio que la ficción iba a congelarnos o comernos atravesando la pantalla del tv? —Se burla Mario, devolviéndole la respiración y los labios, y obsequiándole sus dedos carentes de pezuñas a su piel. 
—No es gracioso —replica ella entre dientes. Al unísono vuelve a sentir la cosa peluda bordeándole los pies. Se estremece y lo sacude de una patada, por arte de magia o malas intenciones caducas regresa la luz. Se escucha un afectado maullido. Mario sonríe divertido otra vez.
—Por supuesto que lo es. 
La chica mira ceñuda y con recelo al gato que en la penumbra se frotaba contra sus extremidades y le dedica una mueca de enfado a Mario, quien de inmediato trata de hacerla desaparecer acariciando sus mejillas.
—Entonces, ¿vemos la porno o qué? —Predice la expresión recriminadora y cansina de la chica con una precisión que le hace reír. La observa alzar la mirada hacia el techo y en seguida la escucha hablar con una estudiada condescendencia que no tarda en ser bien recibida.
— ¿Para qué? Si la vamos a hacer... 
A Mario le encantaban las quincenas. Sin embargo, en esa de agosto no pudo dormir recordándola a ella. Encendió la tv con la esperanza de que un grito de espanto la trajera de vuelta y le murmuró al vacío:
—También te he dejado la ventana abierta.




“Here’s a night cap for you, dear” by Danny Galieote

No sé qué me pasó. Juro que no suelo ser así de impulsiva. Simplemente me descontrolé y mira que sí, que sí me tomo las pastillas. Es que no soporté oír tu nombre en su boca... añorándote, describiéndote como su amor soñado y paladeándote despacio con solo pronunciarte. Me trajo el horrible recuerdo de esa vez en que me los conseguí en plan “solo amigos” en el centro comercial y, espiándolos desde el lateral de una vitrina, nos hicieron testigos a un maniquí y a mí de quién hacía sonar más rápido y más fuerte la campanilla del otro con la punta de la lengua. Todavía me chirrían los oídos. No pude consentir que luego me besaras sin antes hacerte cepillar los dientes.
Sé que las letras de tu nombre no me pertenecen para custodiarlas con tanto celo, pero oírte en su voz chillona (¡que ni sé có-mo so-por-tas!) me hizo sentir rabia de todo lo que pudiese haber compartido contigo y me acentuó el egoísmo de no quererte ni en otros labios ni en otras pieles.
En serio que no lo pensé. De haberlo hecho habría salido mejor: ella, más magullada y torturada en cuerpo y alma, peor para la foto; y yo, libre de toda culpa y en verdad satisfecha. 
No tenía claro el pensamiento, lo confieso, cuando me abalancé hacia ella dispuesta a voltearle las entrañas. De pronto me cansé de dejarla calva y me di cuenta de que, pese a los rasguños y otras insignificantes (te lo juro) heridas, mis uñas no eran tan afiladas ni mis manos tan hirientes. Y ve que te lo he dicho siempre: “no-me-de-jes-las-bo-te-llas-de-cer-ve-za-va-cí-as-so-bre-la-me-sa, cielo”. Pero qué pena que te perdieses cómo ella veía con una el infierno. O quizás no, tal vez no lo habrías disfrutado tanto como yo. 
Ni te imaginas la impotencia que me dio no haberle desfigurado la cara tan bonita, tan tersa, tan delicada, tan tan... para que no te volvieran a dar ganas ni de acercártele. Me indigné tanto que sin querer le terminé clavando la botella rota en el cuello, ¡qué mala puntería tengo!
Lo de batuquearla contra la pared y pretender que su cabeza era un martillo no se me ocurrió a mí, te lo juro. Ella me enseñó el truco intentándolo conmigo y yo... ¿qué más remedio? Se lo aprendí. Aunque creo que eso no fue lo definitivo, sino lo de después. Perdió el equilibrio y dio de bruces contra la mesa de cristal. Por cierto, te tocará comprarme una nueva, porque la vaca aquella con su peso me la hizo añicos en segundos y no volvió a levantarse del suelo; la mesa, claro, no ella, ¿a quién le importa ella? Para vengarme quise también hacerla añicos, pero me frustró el deseo... Se desmayó. ¡Se desmayó la insulsa aquella! Todavía no despierta. Tienes que ver cómo hemos quedado... la casa y yo, por supuesto. Somos un completo desastre. Hay un olor a óxido inaguantable.
Y ella, bueno, ¡¿a quién le importa?! No despierta, debe ser de reacción lenta. Solo así concibo que no entendiera que andabas conmigo ¿o fue que no se lo explicaste, cariño? Con lo bien que se te dan los dibujitos... ¡Aunque con no examinarle la garganta...! Espero no notes que te falta un cuchillo.
Ahora que lo pienso... Ahora, ¡ja...! Ahora que lo pienso eres tú quien debería estar dormido a mis pies y no ella. Ella no, qué pena, ella no. ¡Dónde te consiga en otro centro comercial...! Mejor, mejor... ¡Arrrg!  Me calmo. ¡Las pastiiiillaas...! ¡¿Dónde carrizo están las ben-diii-tas pas-tiii-llas?! ¡Jaa-ja! Deberías estar durmiendo a mis pies... Es que cuando se me mete una cosa en la cabeza... 
Camisa y pantalón fuera, odio llevar rastros de aquella encima. Espero no tener que mandarte a cepillar los dientes otra vez y otra vez y otra.
Mensajito con foto incluida solo para ti: “Amor, dónde estás? La ropa me pica y ardo porque sean tus dedos los que me vistan”. Enviado. 
No tardarás en llegar, ¿verdad que no? Lo sé porque llevamos puesto tu conjunto favorito. 
Debes ser tú quien duerma a mis pies, tú. 
Tengo que limpiar este reguero y llevar a esta mujer a otro sitio porque, te lo juro, mientras yo viva, cielo, ni a la tumba irán juntos.




Pintura de Kathwren Jenkins

Los lirios se mecen sobre el agua,
parecen acunar
entre sus pétalos
nuestras carencias;
la soledad, las ausencias,
esas en las que siempre hay algo
que nos evade o nos aleja.
Aleja y a lo lejos...
los kilómetros se extienden
y se expanden los espacios.
Cabremos en todos y aún así,
la distancia
sostendrá en sus extremos dos extraños
a los que el tiempo,
más que moldear,
habrá mellado.
Pactaremos el olvido,
sin quererlo y sin cumplirlo,
mientras el sueño
encuentre nuevas formas de revivirnos.
Pero los lirios,
como una comunidad
de marchantes elegantes,
seguirán nadando con gracia
en el estanque.
No se hunden ni ahogan,
mantendrán el equilibrio si les llueve;
su tallo,
aunque encorvado,
todavía firme
ante las adversidades...
¿Lirios o...?
Dos... extraños.
El querer tiene más exiliados
que cualquier régimen autoritario.
Nostalgia, me calas;
los mismos lirios
visten de blanco la añoranza.
Asómate al estanque seco
donde ya ninguno emerge
y mira cómo los sostiene
la nada que hoy nos pierde.




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