Érase una vez había más libros que pistolas. Había más hojas que leer que balas para disparar. La gente no estaba familiarizada con el sonido de los tiros o las balaceras, sino con el susurro del paso de las páginas desplegadas o el silencio que envuelve una lectura relajada. No era necesario defenderse de nada porque lo único que se ponía a prueba eran las ideas. Las personas debatían con argumentos y se lastimaban con palabras. Las causas de muerte eran por accidente o enfermedad y nadie era asesinado, para variar.
Lo único realmente peligroso era alzar la voz frente a una multitud: Nada causaba más pavor que un montón de personas pensando igual y persiguiendo un mismo ideal.
Los hombres se retaban con pensamientos, se violentaban con insultos; y la única pena que libraban, la sola condena que pagaban, era su falta de culto.
¿Y las armas? ¡Ja! Las armas solo eran objeto de decoración, quedaban replegadas y relegadas a la pared solo para exhibición; muchas veces se olvidaban tanto que terminaban acumulando polvo y óxido en algún rincón.
Érase una vez el conocimiento tenía más valor que la fuerza, los impulsos eran domados por la conciencia, la mayor acción que propiciaba la rabia era mostrar los dientes y claro que existía la maldad, pero el nivel intelectual estaba tan sobrevalorado que nadie querría poner en evidencia su carencia de capacidad para razonar.
Érase una vez existieron esos días que ahora hemos de extrañar. O tal vez, nunca han existido y los acabo de inventar.





Hoy no iré a casa. No dejaré la llave de la puerta debajo del matero, no me quedaré vigilando tu lado de la cama por si apareces, ni pelearé con el insomnio para que te olvide.
Hoy, si regresas, te quedas fuera; si la cama espera que alguien la caliente permanecerá fría y mi insomnio, tendrá que ceder tu recuerdo a la inconsciencia.
Un mozo me sirve otro trago mientras me hace compañía del otro lado de la barra. No hay nada peor que beber solo.
-¿Realmente crees que el alcohol lo mata todo? –Le oigo decir. Me encojo de hombros en respuesta porque no tengo ganas de hablar y porque secretamente espero que cada sorbo aniquile algo dentro de mí.
Parece que mi silencio lo motiva y sigue diciendo cosas a las que no presto atención porque no me interesa saber de su vida ni de sus supuestas experiencias.
-Es cosa de reconocer las verdaderas marcas.
-¿Qué? –Pregunto, sorprendiéndome incluso de que haya separado los labios del vaso para pronunciar algo.
-Las marcas. Sus manos por ejemplo. –Lo miro extrañado y me repite: -Sus manos sobre tu piel, apuesto a que recuerdas qué las hacía tan sedosas.
-Una loción supongo –digo a desgana.
-¿Cuál?
-... –Lo pienso, pero no se lo digo. Él se da cuenta y sonríe.
-Sus pasos al caminar, apuesto a que recuerdas qué zapatos usaba.
-Unos... –Empiezo, pero me callo en el acto. No porque desconozca cuáles son, es imposible olvidarme de sus zapatos favoritos, sino porque me desconcierta el cuestionario del mozo.
-Su atrayente aroma… –Me insiste con la mirada y yo respondo rememorando en la distancia su fragancia.
-Trésor –digo abstraído.
-Su cuerpo que te enloquecía, antes de dormir, ¿con qué lo cubría?
-Victoria Secret –respondí hechizado viéndola vestir su o mi conjunto preferido, evocándola completa, mientras cada una de las preguntas hechas me remitía a una imagen de ella.
Un momento, la idea era alejarla de mi conciencia, qué cree que hace este idiota trayéndola de vuelta. Intento hacérselo notar y me interrumpe.
-Son solo marcas, ¿no lo ves? La ropa, los zapatos, el perfume. Pones esas cosas en otra chica y la tienes de regreso.
-Creí que se refería a otro tipo de "marcas".
-No qué va, me va mejor con estas.
-A propósito de ello, ha batido usted el récord de la superficialidad. –Lo felicito irónico.
Él no parece comprenderlo, pero cree que es un halago y finge modestia. Niego con la cabeza. Hay cosas peores que beber solo y el idiota que tengo al frente lo comprueba.
Me levanto, pongo la paga sobre la barra y lo palmeó en el hombro.
-Es una suerte que no le hayan marcado el alma sino únicamente la billetera. –Me despido.
Son como las 4:00 de la madrugada, llego a casa, me acuesto a conciliar el sueño y mientras tanto pienso: Debí haber dejado la llave en el matero, quizá mi cama estaría cálida y yo aún estaría despierto desvelándome con su naturalidad y su desnudez, entretenido con sus besos, sus caricias y dejando que hicieran mella hasta dentro de mi ser, llenándolo de sus huellas, esas marcas reales que luchan por permanecer vivas y que no podría reproducir o crear ningún publicista. "Son solo marcas, ¿no lo ves?" Oh, sí, claro que lo veo. Esas cicatrices que ahora me condenan y que tras ella, son lo único que me queda. Debo buscar otra forma de que esto muera porque el alcohol es de efecto lento o nada sabe del tema.
Después de todo, sigue ganando el insomnio. Y entonces un poco más lúcido, o tal vez menos cuerdo, anuncio el cronograma de lo que seguramente haré cuando me canse de esperar a que me abata el sueño: Hoy me quedaré en casa, aguardaré en la sala sin cerrar la puerta y en definitiva, no dormiré hasta que vuelva a verla. ¿Y si no regresa? Las cicatrices, sus huellas, las marcas, su mella, toda ella en mí, no será más que una herida abierta.


Aldo Simetra




Se pueden notar diferencias sutiles entre palabras de conceptos similares como oír y escuchar, ver y observar, hablar y decir, tocar y sentir, comer y degustar, sonreír y reír, hacer y obrar, creer y confiar, ser y existir. También se pueden notar diferencias aun más grandes entre palabras de conceptos distintos como: ingenuidad e ignorancia, salud y bienestar, astucia e inteligencia, autoridad y superioridad, sensatez y sentido común, creencia y religión, discapacidad y limitación, pérdida y ausencia, verdad y realidad, riqueza y abundancia, independencia y libertad, obligación y compromiso, inferioridad y pobreza, crítica y opinión, resignación y rendición, violencia y coraje, orgullo y dignidad, intención y voluntad, amor y atracción; y pare usted de contar.
Lo que no entiendo es, a pesar de la perceptible distinción entre una y otra, ese empeño ciego en darle la característica de "igual" a cosas apenas cercanas y así sin más, sin medir su peso, ponerlas en un mismo saco con el mismo rótulo y echar a la basura su significado sin miramientos.
Y me pregunto: ¿Para qué se esforzarán tanto los expertos en lingüística en estudiar las palabras si la gente jugará con su sentido e interpretación? O al revés, ¿por qué insisten ellos en jugar con su significación para crearnos solo dolores de cabeza y confusión?
¿Cuándo dejará la gente esa mala costumbre de tratar a palabras diferentes como sinónimos directos solo por encontrar entre ellas una diminuta, y a veces casi inexistente, semejanza? ¿Por qué no hacen un poco más de esfuerzo en pensar para dar con el mensaje exacto e inequívoco de lo que en verdad desean manifestar?
Se me ocurre entonces que si realmente "pensáramos antes de hablar", descubriríamos que en realidad no tenemos nada que decir y que de vez en cuando solo hablamos para sentir la obligación de callar.



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