“Red Curtain” - Sherri Lemire

Un cuarto mustio de paredes rojas y luz mortecina. Cortinas y alfombras a juego y al mejor estilo cabaret. Una cama con dosel es el elemento principal de la escena iluminada por dos focos de luz incluso antes de que la acción comience. Uno de los personajes ya está en el escenario, inmerso en su papel. Aguarda en un extremo del mueble con pose premeditadamente sensual, vestida a propósito al descuido con una bata satinada.
El otro, permanece impaciente tras bastidores atento a su señal de entrada; sin embargo, algo en él falla, se precipita y hace su aparición a destiempo, se abalanza colérico contra su compañera de reparto y el telón se abre en el momento justo en que le dedica una serie de insultos encendidos. Ella, estupefacta y sumida en una mezcla de vergüenza e incredulidad, ve correrse las gruesas cortinas y sigue a rajatabla la consabida máxima “the show must go on” al son de Queen.

-          ELLA:—(señalándolo)—, practicante asiduo de lo efímero,
buscas protección o una respuesta velada bajo mi falda.
No sabes que en esa cuna de orgasmos recurrentes
Hay, con seguridad, más incertidumbre que calma.
Tú, que defiendes la premisa de
hacer menos turismo en las ciudades que en las camas,
pretendes, luego, refugiarte en mi regazo
como si el consuelo se incluyese en mis hazañas.
Desdeñas mi trabajo y reclamas mis favores,
yo por lo menos cobro por compartir mis sábanas...
-          ÉL: ¡Y me sales cara!
Solo he venido por placer, mujer.
Ahórrate la plática.
-          ELLA: No te ahorres tú la “platica” (lo mira de reojo con desdén).
Haberlo pensado antes de emitir palabra:
no hubieses hecho ladrar al perro si después
ibas a temerle a su rabia.
-          ÉL: Mejor dame una prueba
de los méritos que te ensalzan
y acabemos
de una vez
con este drama.
Su exigencia iba más allá de cualquier guion o libreto.
-          ELLA: No hay mérito que valga
la miseria que tú pagas.
Por la cantidad que ofreces
afuera encontrarás de sobra
quien te desnude las ganas.
-          ÉL: Antes te agradaba mi dinero.
-          ELLA: Deberías mantener la boca cerrada.
-          ÉL: Solo dime tu precio
y pon fin a tu función de puta honrada.
(Escupe el suelo con desprecio).
Para la mujer, quien entiende que no solo pretende arrojarle saliva con ese gesto, ha quebrantado toda línea ensayada o improvisada.
-          ELLA: No podrías costearlo
aunque te hiciera rebajas.
-          ÉL: ¿Tan invaluable te crees?
-          ELLA: (Niega herida e hiriente) Tan miserable te sé.
(Sale de escena).

Tras bastidores se desarma, se derrite en lágrimas. Se desprende del vestuario de utilería que le asignan cada día, desgarra la bata de satén y la ropa interior de lencería al desvestirse, se araña el rostro con una toallita húmeda intentando librarse del exceso de maquillaje, se arranca el retocado peinado, se mal coloca sus prendas y toma sus pertenencias como si creyese que con esos dos últimos gestos volviese a sí misma, mas sigue siendo una extensión de la persona o el personaje que representó. Quiere abandonar deprisa todo rastro de esa noche. Parte del local a rápidas zancadas y, una vez fuera, se siente abofeteada, por segunda ocasión, por el aire de la calle. La primera bofetada la recibió mientras actuaba cual prostituta frente al último cliente de quien tomaría un céntimo por entremezclar mucho más que sus pieles.
Entretanto se aleja sin rumbo definido, la persiguen los ojos inyectados de veneno de su prometido. “¡Y me sales cara!”, no sabe encajar la idea de estimarse barata para alguien que ama. Las palabras la atormentan sin descanso, tal si musicalizaran su desgracia, pero solo le producen una horrible cacofonía en los oídos y en el alma.  

(Se cierra el telón).





Noche cerrada. Una luz opaca ilumina a medias el portal. La señora del primer piso me ve entrar. La saludo displicente: no tengo ganas de hablar. Es tartamuda y con ella cualquier conversación, por breve que sea, parece durar una eternidad.
El ascensor continúa a la espera de que algún hechizo mágico ponga en funcionamiento las piezas de su engranaje. Las escaleras se van haciendo cada vez más íntimas de las pisadas de los residentes. Tropiezo en un tramo con uno de los vecinos del tercer piso, diestro en los apoyos de metal que le sirven de piernas mientras yo parezco pedirle permiso a mis rodillas o tobillos en la subida.
Los escalones se quejan a su marcha y dudo de si les harán más daño sus muletas o mis zapatos.
— ¿Te agarró el tráfico? —Me saluda Brenda en el descansillo. Es la única persona en el edificio que me reconoce por mi andar. Dicen que al carecer de visión es normal que se le agudice el oído, mas yo prefiero creer que distingue mis pasos porque me tiene cariño. Cosa contraria a la vieja del cuarto:
— ¡Hoy dormimos temprano y sin ruido, joven! —Me advierte o me recuerda. Solo en una ocasión celebré una reunión en el apartamento y la mujer no me ha perdonado que le impidiera o le interrumpiera el sueño.
Me pregunto cómo fue posible que no pudiera pegar ojo si, según, es sorda. Pienso que también tiene fama de chismosa y comprendo pronto que su desvelo se debió a otra cosa.
“Quinto piso”, anuncio. Voy firmando mi sentencia desde el pasillo antes de forzar la cerradura entretanto me acosa la idea de que nunca había caído tan bajo a tanta altura.
Al abrir la puerta me reciben fieles la oscuridad y el silencio. Me quedo mudo para rendirle honores al uno y dejo las luces apagadas para no espantar a la otra. El vacío, invitado puntual y frecuente, me envuelve. Me tiro en el mueble sintiéndome lisiado por la falta de voluntad y la pereza, sería un asunto insolidario destinarle a alguna de mis extremidades o mis sentidos la más insignificante tarea. Cierro los ojos sin buscar o esperar descanso, solo perder de vista al insomnio.
Un mensaje de voz se activa de forma automática en la contestadora, no lo oigo.
“Quizá sea tuyo”, susurro a nada de quedarme dormido.
—Sí... —medio escucho. Se encienden las luces, pero mantengo los párpados presionados. No sé si desvarío o estoy soñando.
— ¡¿Cómo has entrado?! ¡¿Qué haces aquí?!
¿Gritos o murmullos? Sudor en las manos, un hiriente objeto de metal me transmite su frío. Ignoro si estoy despierto o es una pesadilla, repito.




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