Un velador de la luna y un nombre desordenado. Una antítesis que cogió forma antes de quedar de lado. La pluma que contiene la tinta, el guardaespaldas del sello. La pataleta que hacen las "letras" a oscuras, en singular y a la inversa con dos consonantes en permanente protesta. La seguridad y la confianza ciega que aun se puede empeñar en palabras. La piedra facetada que refleja otras caras. El autor, el personaje y el texto tomándose un café en la trama. Un Hyde a plena luz del día carente de maldad y maña.
Le temo a las esquinas que esconden arrugas del tiempo, a las formas de mi sombra proyectadas al espejo, a usar el suelo de sombrero y el alma, de colador; a que un silencio roto me carcoma los sesos y me resquebraje el interior.
El dos en uno. El uno en dos.
Odio que otro elija la sustancia que puedo respirar, compartir celda con quien la construye y que un prisionero sea mi celador, estar seguro de que "ser vivo" es un eufemismo y saberme mortalmente efímero.
Eufemismo... Efímero...
Si existo, nací con un aliento y desapareceré con un suspiro. Si soy, no lo he sabido.
Hoy es 17 de noviembre, me habría gustado nacer un día como éste. Tal vez, coincida con el de mi muerte...


Aldo Simetra



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Obra de David Walker

Guardo sus ojos como un pase privilegiado al paraíso, su forma de mirarme como la respuesta a cada una de las incógnitas del Universo, esas pupilas en las que todo tomaba forma y entre las que yo encontraba dos de los siete cielos. ¿Quién fuera nube para perderse en ellos?
Guardo su boca como antídoto contra el veneno, sus labios suaves como la retribución del karma por todo lo bueno que hice o lo malo que dejé de hacer, su aliento como elixir divino que oxigenaba mis días muertos. ¿Quién fuera aire para transformarse a cada segundo con un soplo de su ser?
Guardo sus palabras como mantra salvavidas, la voz con la que las pronuncia que ajusta y entona las manecillas de mi reloj vital, la perfección con que sabía acentuarme la felicidad y hacer átono cada asomo de tristeza. ¿Quién fuera vocal para reafirmarse con su fuerza?
Guardo su sonrisa lenta, su carcajada precisa, el carácter de su nariz aguileña, la firmeza de su gruesa barbilla, su determinación de oídos sordos, su escucha atenta a mis quejas, el consuelo de su tacto, su querer a manos llenas. Sus manos...
Guardo sus manos y lo que hacía con ellas. La artesanía con la que aprendió a tallarme, el temple con el que supo domarme veranos y espantarme inviernos, los sueños construidos por sus dedos, cómo sus yemas acallaban mis dolores y sus puños se enfrentaban a mis miedos, las memorias impresas por sus huellas dactilares, la forma en que me guiaba en un mundo en el que la mayoría va a tientas, mi asidero cuando me empeñaba en caminar por la cuerda floja, su agilidad siempre alerta ante mi ausencia de equilibrio, sus palmas abiertas las 24 horas al concilio para darle tregua a mis martirios.
¿Guardará también mis manos...? No importa. De todas formas, las suyas, esas que un día se creyeron o creí mías, ya deben haber encontrado otra dueña, quizá igual de temporal a lo que lo fui yo o tal vez, más eterna. ¿Y quién fuera? No lo sé y repito: no me importa; aunque a veces me encuentre al desnudo y me invada una sensación de abandono al saber que a otra visten.
Pero nube que se pierde en sus cielos al mirarle, brisa transformada con sus suspiros, vocal con felicidad acentuada y guardiana de esas sus manos talladoras, yo y ninguna. No por presunción ni egoísmo, sino por la completa certeza de que otra con sus ojos no podrá verlo ni percibirlo del mismo modo que lo hacen los míos.
Cual vestigios latentes de lo vivido me quedan un par de boletos al edén descontinuados, un frasco de extracto de besos curatodo vencido y dos fonemas inconexos e incompletos con los que a duras penas se puede formar un saludo.
Por eso, en la distancia, levanto mi brazo al verle; me corresponde con su sonrisa lenta mientras muestra una de sus palmas siempre abiertas a la tregua y al concilio. No sé cómo, pero una brizna de felicidad acentuada me asalta por sorpresa haciéndome distender los labios y entonces, aunque en voz alta no lo admito, lo bendigo a él y a todo lo que de él guardo, a sus manos y lo que hicieron conmigo.





Las estrellas nos miraban desde arriba. El hombre extendió sus brazos para abarcar todo cuanto le pertenecía más allá del horizonte. Yo, con los pies desnudos, tuve que morderme la lengua para no revelar la verdad que él ignoraba: la tierra no conoce dueño, elige a quien servir a través de sus pisadas. El hombre seguía explayándose en la extensión de su poderío, el suelo empezó a mostrar cansancio ante su irritante peso y la frialdad de su lengua. Cuando volteé para advertirle, no vi más que al viento deshaciendo la huella de su calzado en la arena.






– ¿Te has fijado alguna vez en cómo juega el gato con el ratón luego de haberlo cazado? Lo manotea de lado a lado, lo deja alzar sobre sus patas moribundas y recorrer torpe un trecho para luego enviarlo de regreso con un corte nuevo producido por el impacto de sus garras; esto se repite durante una tortuosa jornada, hasta que el roedor no puede moverse más que uno o dos centímetros. Entonces el gato, ufano, se agazapa vigilante en un rincón como burlándose de las esperanzas del ratón. Al rato, necesita un poco de movimiento o acción, se acerca a su presa, la huele, le propina un par de pequeños manotazos, pronto se aburre, la diversión se acaba y sus patas castigadoras no dudan en arremeter de forma definitiva contra el roedor. A veces basta con eso para abandonar finalmente el cuerpo inerte a su suerte; otras, percibe el olor de la sangre y la carne fresca y en un instintivo gesto lame, abre sus fauces y, con fruición, mordisquea.
– ¿No es un tanto cruel?
– ¿Qué no lo es? Me has pedido un paralelismo simple entre la vida y la muerte, y ahí lo tienes.
–Ya. Pero ¿cuál es cada cual?
– ¿Ves? Eso es justo lo que aún no me queda claro. De lo que no tengo duda es que somos ratones a la espera de ese último zarpazo.


Aldo Simetra




Un par de azulejos la miraban roja.
Un par de amapolas saboreaban su trino.
Volaron lejos y sin regreso los primeros.
Se marchitaron mustias y sin prisa las segundas.





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