“Manifestación” por Antonio Berni

El cesto de pan en la mesa es motivo de disputa. El mandatario estipula: divídase en dos y repártase una. Se ejecuta la orden, el cuerpo militar resguarda la mitad no dividida. La ley hace la vista gorda. La Iglesia interviene en la acción, dictamina que el alimento ha de multiplicarse si hacen honores al clero. Luego se corrige dos veces: “no, no, a la sagrada religión... no, no, perdón, a Dios”. La tierra tiembla en actitud de queja, pero su bramido no tiene voz ni voto en el asunto. Un economista suelta: “y la oferta y demanda, ¿dónde quedan? No hay que olvidar el precio, caballeros”. Hacienda corea: “eso, eso, que nos retribuyan el traerlo”. Un grupo de políticos objeta: “¿y nuestra parte, camaradas?”. Sanidad trae a colación futuros problemas con el colesterol al no verle el queso a la tostada. Un funcionario burgués se declara totalmente en contra de la repartición o los ofrecimientos, su puntualización es simple: “hay que sacarle hasta a las migajas el más mínimo provecho”. La prensa publica: “Al pan, pan, y al vino, vino; no hay indicios de lo segundo”, “Se registra un sismo”. La ciudadanía, dejada de lado en el conflicto, lee la noticia y se persigna juntando las monedas de la labor del día y las migas que le quedan en la despensa. Siente una fuerte sacudida y reza. Falsa alarma. Después de un instante entiende: como siempre, era solo su estómago retorciéndose. 

Aldo Simetra




A hint of color by Agnes Cecile (Silvia Pelissero)

Mira la sombra lamerte la espalda
queriendo usurpar tus zapatos,
si es que ya no los usó.
Mira el silencio aprisionar tu boca
queriendo imitar tu voz,
si es que ya no la robó.
Mira la lágrima incendiar tus penas...
Confunde que hecha agua
te prenda en llamas.
Pero contigo ensaya:
tú eres su teatro y, a la vez,
su trama.
Fíjate en el espacio que te abarca,
ningún rincón es secreto:
notarás los agujeros.
Fíjate también en el vacío que te embarga,
percibe cada orificio;
después de la carne,
descubrirás que estás horadado
más allá de lo físico.
Al espejo no te observes.
¿Para qué?
Llevas la imagen gastada
y eso lo sabes sin ver.




By Agnes Cecile (Silvia Pelissero)

Hace algún tiempo era feliz. O al menos así lo sentí. Había cierta melodía flotando entre la brisa que siempre terminaba acompasada con el clima y me rimaba los sentidos y la razón. Eran épocas muy alegres, la risa se me escapaba así sin más de los labios; los ojos, si tenía oportunidad de mirarme, reflejaban ese brillo pueril y candoroso que suele atribuirse a la inocencia o a la juventud en su época más temprana, cuando cada cosa se reduce a un despertar calmo e ingenuo, a un roce tierno y cálido al alma. Pero ahora... ah, todo se me va entre dos suspiros leves y desazonados que bordean el punto más álgido del desespero. Vuelve, te pido. O no, ¿para qué? No soy la misma, ya no podría. Y si vieras el desastre en que me he convertido... Tropiezo con mis propios pasos, ya no atino a combinar un color con otro al vestir, me he engalanado con la torpeza y fíate de mí en que no hay nada elegante en andar luciendo una estela de pequeñas catástrofes. El agua se me quema, cuanto preparo se me sala de más. Es culpa de las lágrimas, ya te digo. Lo que te habrías reído a mis expensas el otro día cuando, intentando freír un filete, dos gotas furtivas resbalaron de las comisuras de la vista hasta la barbilla y fueron a aterrizar a deshora en la sartén. Ya sabes lo poco que soporto que el aceite caliente me salpique las manos... solté sin pensar el mango y el contenido de la paila se vació en mis pies. Ay, cómo duelen las quemaduras, lo que supura de las heridas. Esas y  también todas las que me he hecho en tu ausencia. Comprenderás que no me refiero nada más que a la piel. Vuelve, ¿quieres? O no... no sé. Debería haberme marchado en tu lugar para ver quién se quedaba aquí en el mío, en éste que no deseo ocupar. Me sobra espacio. Demasiado. Nuria no cesa de insistir en que es normal cuando falta algo. Desisto de evitar cuestionarme qué hay de normal en que me faltes tú y en que, a veces, me sobre yo. Así que rechazo su clarividencia, la luz del entendimiento no doblega las sombras que se ciernen sobre mi corazón y mi cabeza. Vuelve... vuelve o iré a buscarte. Aunque me horroriza, lo confieso, que al encontrarte seas tú quien pregunte “¿para qué?” y me repliques que no eres el mismo al que extraño hoy. Que de tanto practicar el echarte de menos acabes por transformarte, bajo idéntico término, primero en adjetivo y luego, en sustantivo de lo que practico. Que me propine una bofetada con todo el peso del pasado la certeza de que no somos, de que ya jamás podremos y que solo nos quede conjugarnos en los verbos del ayer. Porque entonces, dime: ¿para qué se sala y se quema una el alma no más que para dejar de ser? ¿Para convertirse en carne amarga y desabrida que nadie osará morder? –Ni el cachorro, pobrecillo, se come mis platillos–. ¿Para que la lluvia en ningún momento sea oportuna en brindarme excusas que justifiquen el sorber a deshoras por la nariz y para que el pensamiento nunca toque una melodía que me recomponga ni me afine en el diapasón de la penúltima nota la locura? Mejor no vuelvas... tampoco iré yo a buscarte. Que la realidad salde con intereses nuestras cuentas. De igual modo has de quedarte, aquí cerca o allá lejos, con o sin mí, pero quedarte al fin. En ésta balada que se acentúa baladí a una distancia de un par de líneas del punto muerto y a miles de kilómetros de la “h” muda en que se aburre y sangra el tiempo en que fui feliz.
– ¡Herminia! ¿No escuchas?
Respingó del susto que le produjo el intempestivo llamado de atención. Soltó de inmediato la pluma sobre el escritorio y el mismo impulso la hizo mover desacertadamente la mano empujando, sin quererlo, el tintero. Éste último se volcó de golpe diseminando errático su contenido y manchando todo con cuanto se topase mientras rodaba hasta caer con estrépito al suelo, no sin antes hacer una pequeña y desastrosa parada en el regazo de su propietaria, quien inmóvil y pasmada miraba hacia la puerta sin enterarse de nada.
– ¡Ahhh...! –Coge aliento y se detiene en el umbral–. Voy a palidecer del maratón. ¿No tendrás algo que encomendar al cartero o sí? –Se toma unos segundos para respirar entretanto echa una ojeada rápida hacia el interior de la habitación–. ¡Pero, Herminia! ¡¿Qué le ha pasado a tu vestido?!
La interpelada reacciona con lentitud, parpadea, sacude ligeramente la cabeza para terminar de situarse en tiempo y espacio, vuelve la vista al frente, se reencuentra sentada al escritorio, contempla su superficie y lo que hay sobre ella, dirige sus ojos hacia sí misma, a las faldas de su atuendo le crecen flores deformes y negras, otra vez observa el escritorio, una lágrima se precipita en ofrecer ayuda, mas desfallece en su intento de devolverle la pureza a su prenda.
– ¡Ahh, Herminia, querida...! –Suspira de nuevo, pero no de cansancio, lo infiere la dulzura de su tono. En sus pupilas hay trazas de aprehensión y quizá de empatía.
Herminia permanece quieta examinando la nada, se le aguan los ojos, siente temblar las aletas de la nariz, la boca seca, la garganta rancia, presiona con su lengua el paladar, traga a fondo y con dificultad, lucha contra el cosquilleo que amenaza algún punto ínfimo dentro de sus fosas nasales y la sensación arenosa que aflige sus globos oculares. Inspira y el aire que la invade, de algún modo, está impregnado de humedad.
Fija toda su atención e interés en el pliego sobre el escritorio, los grafemas recién escritos de su puño y letra en él ahora desapareciendo como por arte de magia con el avance de la tinta desparramada. Pese a toda su determinación otra lágrima termina por  surcarle la mejilla y sin enjugársela, voltea al umbral, se saca de la manga una ensayada y lánguida sonrisa, y niega sin mencionar palabra. Tampoco esa mañana sería enviada su carta.







Hoy no tengo ganas de nada
ni de nadie, ni de mí,
pero cuando te pesas tú
no tienes a dónde ir.
Apaga la luz
que no soporto el resplandor
y a oscuras, las penas
siempre lucen mejor.
Desnudas, ellas y yo,
nos blanqueamos las pupilas.
Se nos asusta el labio
cada que regamos la barbilla.
Hoy no tengo ganas de nadie
ni de nada, ni de ti
¿para qué mentir?
Pero cuando me pesas tú
siempre me cuesta partir.





– ¡Que sepas que no me gustó la escenita! –Me dice no más cerrar la puerta al entrar.
Debe ser que a mí sí. Todavía se repite en mi cabeza el morbo con el que el tipejo la miraba, el descaro y poco disimulo con que fijaba la vista en sus tetas o su trasero. Tuvo la desvergüenza el muy infeliz de acercársele más de lo debido y encima atreverse a acariciarla en mi presencia con una familiaridad digna de dejar manco a cualquiera. Demasiado me había controlado ya cuando, fingiendo que alrededor había mucho ruido, tuvo la desfachatez de susurrarle en plena reunión al oído. Mis puños ya habían tolerado y contenido todo lo que podían y, por supuesto, era de esperarse que soltaran su ira y se expresaran directo y contundente en un lenguaje comprensible y más que adecuado para aquel animal. Desencajarle la mandíbula fue muy poco para lo que se merecía, por los muchos dólares en los que el cobarde haya insistido que ascendían los costes de su traje importado y su camisa; otro imbécil que en definitiva usa la vestimenta para presumir de lo que carece. Había salido ileso, a mi ver, y ya que se opusieron a que le siguiera poniendo los puntos sobre las íes y se las acentuara ligeramente con un sobreentendido "lo mío no se toca" a punta de golpe limpio, preferí no compartir espacio con semejante individuo y largarme llevándomela, sin derecho a pataleo, conmigo.
Sin embargo, discusión sí que hubo y seguiría habiendo. El interior del carro se convirtió en un campo cerrado de batalla en el que las agujas del velocímetro aumentaban de manera proporcional a la intensidad de nuestra cólera y el acaloramiento era tal que el aire acondicionado pareció descompuesto. Alcanzando la cúspide de la locura en nuestra disputa, por momentos perdí atención en la carretera, se escuchó el chirriar de unas llantas, varias bocinas siendo aporreadas a modo desesperado, desentonado y ensordecedor; de reojo vi a un auto girar en U, respondiendo no sé a qué estímulo pisé a fondo el freno apartando el pie del acelerador, nuestros cuerpos impulsados hacia delante a poco de estamparse contra el parabrisas pusieron pausa a nuestro enfrentamiento de dimes y diretes, en medio de la calle un grupo de tres adolescentes permanecían inmóviles en estado de shock. Por poco...
–Casi chocamos.
Aunque he estado a punto de llegar a la misma conclusión, no lo admito.
– ¡No íbamos a chocar! Y en todo caso, la culpa habría sido de aquel mequetrefe y tuya por insinuártele.
– ¡Jamás me le insinué!
–Tampoco impediste que él lo hiciera.
– ¿Para qué? ¡Con lo bueno que estaba...!
La miro indignado, quiero romper algo y al instante recuerdo que lo que quiero romper lo he dejado a unos cuantos kilómetros de ahí. Me encamino hacia la puerta a pasos rápidos y decididos impelido por la furia. En el ínterin me pregunta a dónde voy.
– ¡¿A dónde más?! –Gruño en automático–. ¡A desfigurarle el rostro a-ese-infeliz!
Justo cuando estoy girando el pomo, un tacón impacta contra la puerta volviendo a cerrarla de golpe. Deshago la trayectoria del zapato y la atravieso con los ojos, ella también. El “te quedas aquí” queda implícito mientras hago nota mental de que tiene puntería.
–Y para que lo sepas, solo estaba siendo amistoso.
– ¡Amistosas mis pelotas! En la próxima salida me comportaré igual con tus amigas, seguro que a ellas les gusta.
Me observa de soslayo como sopesando mis palabras. No obstante añade:
–No sé para qué armas tanto escándalo. ¿Con quién estoy ahora, a ver?
¡Conmigo, claro, pero porque me la he traído!
–No sé si me estás llamando regalada o ingenua.
Me obceco, no había planeado verbalizar ese pensamiento. Ni le contesto ni le replico. Estoy en verdad frustrado, no se me quitan las ganas de romper algo, así que elijo borrarme de escena.
–Voy a preparar la cena. –Anuncia mientras me alejo. No me gusta su tono indiferente. Me pregunto si es que no le importa o no lo entiende. ¡Mujeres!
En la sala de estar me echo en el primer mueble que encuentro, me restriego la cara con las manos sudorosas, inquietas. Tomo el mando del tv para ocuparlas en algo. Ni los deportes hacen que me concentre en otra cosa. Transmiten un partido de baloncesto en verdad patético o no sé si es el reflejo del cómo me siento. A mi espalda, por encima de la voz del narrador, oigo de nuevo la de ella.
–Ya está.
Finjo que estoy metido de lleno en el juego más mediocre que he podido ver y contesto sin voltear.
–No tengo hambre.
–Te he traído la comida hasta aquí.
–Llévatela. Da igual –contraataco a desgana.
– ¿Estás seguro? Mira que ya la serví. –Pone especial énfasis en ese “mira”, pero la ignoro. ¿A que eso le molesta?
Un jugador encesta el balón en la canasta de su propio equipo, regalándole sin más los puntos al contrario. Es para matarlo. El abucheo es colectivo y yo me hago eco desde el otro lado de la pantalla. Ahí es cuando la escucho solícita y autoritaria:
–Ven-a-comer.
Sin darme tiempo a réplica o reacción añade:
– ¡A-ho-ra!
Volteo para lanzarle una mirada amenazante e impertérrita que la paralice en seco, aunque mis intenciones se desvanecen en el camino. Se me presenta al estilo de pasaje bíblico como Eva recién puesta en el paraíso, me profeso fiel creyente para contemplarla tal cual Dios la trajo al mundo. Por si no bastara con la desnudez, su figura, y la pose desinhibida en el portal, la guinda del pastel la compone una manzana roja acabada de morder que baila peligrosamente entre sus dedos. La mía sube y baja con vértigo a través de mi cuello.
– ¿Q-qué...?
–Te dejo claro que eres con quien elijo irme a casa y que por mucho que alguien fantasee con lo que ocultan mis prendas, solo tú puedes verme así.
En el “así” la mano libre hace un ademán descendente con el que intenta abarcar gran parte de su silueta.
–Estoy realmente molesto... – ¡Y ahora más!
Resopla. Sostiene la manzana con los dientes y se agacha a recoger algo. La veo haciéndose de nuevo con su ropa y sin embargo...
– ¿Qué haces? –Me he levantado como un resorte del mueble al decirlo, el partido se convierte en, o continúa siendo, ruido de fondo. Con demasiado sarcasmo me reprocha:
–Guardo la cena para más tarde, es obvio que no tienes hambre.
Aparta la vista con desdén y a medio giro en el umbral la detengo. Permanezco quieto sosteniendo dubitativo su muñeca. Sé lo que quiero hacer, mas no quiero que se salga con la suya. Me choca y... me encanta que use esas armas para ganar terreno. En mis instantes de vacilación deja resbalar uno de sus pies por los míos, acariciando con malicia y de forma ascendente mis pantorrillas a través del pantalón. La observo serio y ella a mí, expectante. Le arranco la manzana de las manos, retrocedo un paso y le doy un par de bocados.
–Estaré bien con esto –le señalo con brusquedad sin dejar de masticar, agitando el fruto frente a sus ojos para que quede explícito a qué me refiero.
Incrédula y boquiabierta, sube las cejas reflejándose a igual tiempo sorprendida y dolida. Se torna fría, da la vuelta y atraviesa el umbral. No pasa un segundo antes de darme cuenta de que, a pesar de que se me ha abierto en gran medida, y en muchos sentidos, el apetito, he empezado a degustar del plato lo que menos me apetece. La alcanzo en el pasillo, a mitad de camino del cuarto. De espaldas, la tomo entre mis brazos, el contacto con su piel libre de vestiduras activa mis sentidos y mis más bajos instintos.
–Ya se te ha enfriado la cena. –Me recrimina hiriente e impertérrita pese a que mi boca se llena con su oreja y parte de su cuello o se vacía en ellos, y sus pechos descansan... no, eso sería ser demasiado sutil; son estrujados con avidez por mis manos todavía inquietas que pronto inician un desfile sin orden ni concierto por otros rumbos de su cuerpo con destino a su entrepierna. En respuesta a su reproche pienso que lo que deseo comer puedo calentarlo perfectamente yo mismo, aún así le hago una súplica velada.
–Amarra tu lengua, mujer, que todavía ardo de ira.
– ¿Estás seguro que nada más de ira? –Acompaña la frase hostigándome con un vaivén localizado y preciso, y entiendo que ha tomado plena consciencia de la en-verga-dura del asunto. Decidido a ignorar su comentario me pongo manos a la obra para devolverle a los alimentos servidos la temperatura justa.
– ¿No que no tenías hambre? –Me espeta en tono de burla. Mastico la respuesta y a su vez la invito a servirse en mi mesa. Me atraganto, me ahogo más allá de sus labios y, usando su lengua de salvavidas, le recuerdo que con la boca llena no se habla, por si no tenía la lección aprendida.
Capta mi solapada solicitud de silencio y nuestros pasos se enredan en opuestas direcciones, le impongo la mía aprisionándola contra una pared cercana y le dejo adivinar lo que nos depara el futuro mientras cada palmo de su piel va leyendo las líneas de mi mano, o viceversa. Girando en seco, evidencia su desacuerdo empujándome hacia la habitación entretanto su destreza aniquila el cierre de mi pantalón. A mis ganas esa ruta les resulta demasiado larga y me hacen estamparla de nuevo contra el tabique. A pesar de su mueca de disgusto, no cedo: para limar asperezas cualquier superficie es buena; y creo que termina entendiéndolo al rodearme con una de sus piernas.
Su templada calidez no tarda en ¡a-coger-me! cuando me sumerjo cual clavadista en sus mundos abisales. Com-(pene)tra-dos boqueamos como peces sin aire. Dentro y fuera nuestros gemidos se confabulan con el silencio. Mis pensamientos traicioneros vuelven al sujeto de la reunión, me invade enérgicamente la rabia suscitada y mal contenida, y cada envite se transforma para mí en un desquite de cada golpe que no alcancé a darle a él: el primero de los gritos de ella representa un derechazo que lo deja aturdido; sus piernas en torno a mí incitándome a hurgar sin piedad en sus profundidades, una invitación imperdible a atizarle a aquel en todo el centro de la cara y romperle la nariz; sus uñas clavándose en mi espalda y rasgándome la piel, un par de rodillazos en la boca del estómago de él que le hacen repetir hasta el vómito los pasapalos de la velada y así, no descanso hasta verlo reducido en el suelo a la par que ella explota entre impúdicas exclamaciones y respiraciones entrecortadas, vitoreando convulsa mi nombre como único ganador en tan insigne batalla; ambos, aunque en diferentes sentidos, igual de hechos polvo por mi causa.
Vaciado y viciado de doble satisfacción dejo caer mi cabeza sobre su hombro. Ella, confiada en que ha domado a su bestia, también reposa sobre mí y me susurra muy cerca de la oreja, aún entre estertores, un: “¿ves?, no ha sido para tanto”. La siento sonreír ufana sobre mi cuello y no puedo evitar que me arrebate su descaro.



Aldo Simetra


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