El Metro tiene la particularidad de hacer que cualquier día de la semana parezca miércoles, nunca falta algo o alguien que se atraviese: el ensimismado que rivaliza con las tortugas, la ancianita con su bastón, el señor que hace mudanza a diario y se trae par de maletas bajo el brazo, el grupo que le es fiel a la Semana Santa porque jamás sale de una procesión, la falla que siempre aparece cuando menos se le llama, los pasos de las personas sin dirección, el retraso de los trenes (algo muy puntual, irónicamente), los malos pensamientos y la mala educación, un cartel de advertencia mal colocado y hasta los apellidos cuando no se está de buen humor. 
Así que un miércoles cualquiera, más porque lo haya parecido que por otra cosa, Karina, luego de haber librado con éxito la carrera de obstáculos desde la entrada de la estación hasta el abordaje del tren, luchaba por mantener su puesto en la competencia de quién aguantaba más la respiración dentro del vagón. Las reglas eran sencillas: solo debía retener el aire aprisionada entre un gentío cual sardina en lata hasta llegar a su destino, con intervalos de descanso cada vez que se abrían las puertas del tren. Lo que complicaba el asunto era el sopor y la ausencia de ventilación, y para ella y una docena más la cosa empeoró cuando alguien decidió perfumar el reducido espacio con sus efluvios gástricos. 
La imagen de repulsa se repitió al unísono en varias caras mientras el concentrado aroma se propagaba inclemente en la estancia. Una exclamación ahogada, reproducida en dos fases entrecortadas con un “¡ugh! ¡fo!”, anunció al primer perdedor de la lúdica batalla. A otro empezaron a aguársele los ojos, otra infló los cachetes con repugnancia intentando en vano contenerse y explotó justo, y afortunadamente, al abrirse las puertas del tren. La mayoría abandonó al trote el vagón, llevándose a la pobre mujer por el medio. Karina se había hecho a un lado y alejádose lo más posible del revoltillo provocado por el gentío y el charco en el piso. Se relajó, aspiró una profunda bocanada de nitrógeno y oxígeno viciados; todavía no llegaba a su destino y la lata que simulaba ser el vagón a esa hora, había expulsado a la mitad de las sardinas que transportaba.
Con más aire y espacio para compartir, Karina les echó una ojeada a los pasajeros y cruzó miradas con un muchacho frente a ella que la observaba con demasiado interés. Fingió indiferencia un instante, pero luego la invadió el nerviosismo al advertir que la estudiaba repetitivamente de la cabeza a los pies. Entretanto él con seguridad se recreaba la vista y la imaginación con su figura, ella aprovechó también de evaluarlo y le habría dado el visto bueno si, por el contrario, la cadena que lucía en el cuello y el corte que llevaba en una ceja no le hubiera causado tan mala espina. 
Las alarmas se le activaron cuando en medio de un intenso encontronazo de sus pupilas el hombre se encaminó raudo y amenazante hacia ella. Karina pensó en correr hacia el extremo opuesto del vagón al tiempo que lo veía acercarse, se persignó mentalmente tres veces, le temblaron las piernas, rezó un padre nuestro y se encomendó a la virgen. A dos pasos de que él le diera alcance tuvo un fogonazo de su sonrisa malvada y de inmediato todo se sumió en la oscuridad. Se tambaleó y se apresuró a resguardarse en un rincón aferrando su cartera tal si se le fuera en ello la vida. Tardó un momento en entender qué había pasado hasta que escuchó “¡coooño, un apagón!” y se demoró otro más para caer en la cuenta de que en la corta y desesperada carrera alguien le había roto la sandalia de un pisotón. Media hora entre penumbras y sombras después se hizo la luz y se sorprendió de no divisar de nuevo al muchacho. 
Al final del día, relatándole a una amiga la anécdota, confesaba de qué modo aquél la había impresionado:
–Creí que me iba a hacer algo. ¡Me pegó un padre y señor susto! ¡Pero era de un lindo...! 
A lo que la amiga replicaba:
– ¡¿Qué lindo ni que nada, pendeja?! Ese claro que iba pendiente de atracarte. Más bien corriste con suerte.
El susodicho, en una situación o escenario similar, también daba cuenta de su versión de los hechos a un amigo:
–Estaba full buena, pana. ¡Escríbelo que le gusté! Si no fuera porque se fue la luz...
– ¡Ja, ja, ja! Sí Luis... ¡Con la cara de monstro que tienes tú! Esa seguro que te veía no más porque pensaba que la ibas a robar... ¡El susto que se debió llevar! 
Como decía, el Metro tiene la particularidad de hacer que cualquier día de la semana parezca miércoles y que nunca falte algo o alguien que, para bien o para mal, se te atraviese. 




Ilustración de Ricardo Salamanca

Rompe fuente de manera líquida y sonora, sumiendo en un estado de alarma a las personas del local. Se paraliza en seco, contiene algo más que la respiración, su expresión se repite deformada en el rostro de la clientela y parece también dejarlos impávidos. Al instante de pasmo general le sigue un jaleo de sillas y pasos apresurados. Inhala y exhala precipitadamente. Suda frío, entra en pánico, los ojos crecen dos veces de tamaño. Busca asidero sin hallarlo. Se le contrae el vientre bajo, su interior se agita ante la expectativa; aunque lo huele en el aire, no quiere pensar en lo que se avecina y de hecho, siguiendo el hilo de las vicisitudes, no necesita hacerlo.
Dentro de un habitáculo de paredes pálidas, luz mortecina y ambiente cargante, su imaginación se iba consolidando de a poco en la realidad. Un fuerte tirón que volvió a atenazarle el vientre repercutiendo en su estómago y la parte inferior de su espalda, le hizo gritar y retorcerse hasta el infinito; el dolor y desespero convertían en un asunto de vida o muerte el aferrarse a algo... apretarlo, reducirlo sin contemplaciones con sus puños. En su mente no dejaban de escucharse voces que azuzaban y amenazaban a la vez su cordura: “¿está difícil?”. “Sí, muy difícil”. “¡Uno... dos... tres... inhale!”. “De repente se detuvo”. “Creo que viene atravesado o...” “¡Puje, puje!”. “¡Es tremendo cabezón!”. “¡Más fuerte, vamos!”. “Tal vez la abertura sea muy angosta”. “¡Puuuje! ¡Otra vez....!”. “Quizá requiera un poco de dilatación”. “Podemos...”
De inmediato le invadieron el pensamiento fragmentos de una anécdota relatada por su madre. No recordaba bien de qué iba, sin embargo en su mente se repetía como especie de lamento un: “doctoooor, quíteme el pitocíííín, por faavooor”. Fue suficiente para rechazar de forma tajante cualquier método de aceleración de la labor. Sudaba a mares, temblaba de pies a cabeza entre estertores y contracciones varias, las venas hinchadas a punto de explotar por debajo de su epidermis, empezaba a dormírsele una parte del cuerpo en tan ardua jornada. Se sentía desfallecer, era mucho más de lo que podía o tenía disposición de soportar. “¡No desista!”. “¡Vamos, que usted puede!”. “¡Puje más, puje más!”.
En un instante inesperado experimentó cómo se le volteaban de adentro hacia fuera las entrañas, la piel, el alma... sus paredes internas desgarrándose y expandiéndose sin límites, rompiéndose y sangrando en cada pliegue del trayecto. “¡Ya casi sale!”. “¡Ya casi sale!”. Fue un mísero consuelo oírlo, pero fue en aumento minutos después al ser consciente de que la expulsión, aunque violenta y desastrosa, había sido satisfactoria y completa. Soltó un par de lágrimas por el esfuerzo y al rato otro más al enfrentarse con su creación. ¡No se podía creer que semejante monstruosidad hubiera salido de su interior! Hizo lo propio tras desconocerla: deshacerse de tal engendro sin dilación.
Pasadas las horas negras, había llegado el momento de dar la nueva a quienes esperaban en la estancia, del lado opuesto de la puerta. Se escuchó un lacónico: “fue un parto difícil”. Quien lo había proferido se acariciaba de modo extraño un costado, abarcando con disimulo una porción de su pecho y su barriga, tal si intentara alisarse con ese gesto la vestimenta. Los presentes le dedicaron miradas incriminatorias cargadas de reprobación y desprecio a partes iguales; alguno se compadeció observándole con esa aprehensión a medio camino de la pena y la consideración. Aún así suspiró de alivio: lo peor había pasado.
“Si no fuera por el contexto...”, meditó para luego concluir en voz alta:
–Definitivamente, no es lo mismo decir aquello al salir de un quirófano que de un cuarto de baño prestado.
Una contra otra se frotó las manos y, con la seguridad de deber nada a cambio, se apresuró a abandonar el lugar con la frente en alto.

Aldo Simetra



Lo último que recuerdo es al silencio pegándome un grito desde el mismo sitio en que, en la lejanía, la noche se rompía con tus aullidos. Las sombras invocaban tu silueta desgarbada, siempre tétrica. Un remanso de oscuridad envileció la brisa que arpegiaba suspiros a la luz de las velas. Me venció el eco de tus pasos resquebrajando el suelo. “Al polvo volverás, al polvo volverás...”, entonaban con gravedad las piedras entregadas a su sino. Los latidos anunciaron tiempo muerto al develarse el mío. De frío a cálido, de cálido a frío... lo cuentan los segundos. Se me entumeció el cuerpo. Perdí el sentido justo cuando me devoró tu aliento.





“Manual Trauma” by Pekthong

—Los poetas, amantes de la estética y lo bello,
hablan de ficción y obvian al mundo.
Olvidan que no solo hay ángeles de hebras doradas
ni son siempre los demonios oscuros.
Inmersos en ensoñaciones y fantasías
hacen oda a la pulcritud y a la pureza;
es cierto que recuerdan los suburbios,
pero solo si hay bar en que agriar sus penas.
Todos son versos al alba o a la plateada luna,
muchachas de ojos claros y piel de aceituna,
diosas o adonis, varones gallardos,
aunque de los últimos no se hable tanto.
Todo es vender el amor como enfermedad,
vitorear a la soledad como veneno y cura
y entre más honda parezca la herida,
no es secreto,
más puede prescindir el poema de rima.
—Hay poesía en prosa...
—Y prosa en poesía,
¡qué congoja!
— ¿Defender la música y menospreciar la belleza?
—Defender la musicalidad y la armonía.
¿Ignora que es melodía sin acordes la poesía?
—Entre sus disertaciones se me pierde su queja.
—Pues es simple, caballero: la forma, el tema...
La maravilla opacando lo ordinario,
la hermosura vapuleando la fealdad,
ese existir por encima de las nubes
sin narrar que bajo las uñas hay tierra sin labrar.
Aunque a veces trágicos,
simulan ser todos cuentos de hadas
que, se coma o no perdices, encandilan sin parar.
Mucha ficción y poca realidad, ya le digo.
Es eso lo que me causa pesar.
— ¿Y por qué habrían de privarse estas gentes
de lo mágico y lo bello y lo sutil?
¿Qué importa a qué hagan oda
o a qué dediquen versos
si su sentir logran transmitir?
—Se engaña:
es lo despertado en otros su paga.
Son ágiles en moldear palabras
sin que por ello tenga que sufrir su alma.
Se engaña
si cree que el sentimiento plasmado en sus textos
es justamente el mismo que les da origen;
bien es sabido, por ejemplo,
que para escribir una tragedia
no es requisito estar triste.
— ¿Y qué peso tiene de qué emoción dispongan
si hacen arte por igual con la alegría o la congoja?
Enfrente usted si gusta a la sinceridad y al dramatismo
que nunca acabará vencido éste último.
— ¡Adiós a la autenticidad de emociones!
¡Qué perfidia!
—En la invención, como en el mundo real,
sentir y actuar según qué papel,
es una necesidad.
— ¿Así osa usted hablar de realismo? ¿De qué tipo?
¿Ese que pregona la pureza en tiempos de corrupción?
—Todavía hay almas impolutas entre la multitud.
— ¿Que usa la beldad falsa o fabricada de protagonista
y a la fealdad y simpleza da un papel de segundón?
—Los horrores y lo simple
no son tema interesante de conversación.
— ¿Que lapida lo vulgar y lo corriente
aun siendo el pan y vino de las masas?
—Es ley encontrar más deleite
en los platos exóticos que en la dieta diaria.
— ¡¿Que rinde homenaje y pleitesía a la virtud y a las doncellas
y a la perversión y a las putas,
aunque gocen de sus gracias,
las desprecian?!
— ¡No siga! ¡Exponer lo grotesco es obsceno!
— ¡Obsceno es esconderlo!
Con todas las palabras que los necios
han dotado de oro y plata para engalanar sus textos
se podría erigir un templo.
—¿Y qué propone entonces?
—Profanarlo.
La funcionalidad del lenguaje se pierde cuando
solo sus mejores vocablos son utilizados.
¿Ha visto cada vez cuántos eufemismos han creado
para rehuir usar un mero término zafio?
— ¡Por Dios bendito!
¡Ojalá no esté aludiendo a las metáforas!
Va usted perdido...
¿No se da cuenta de que son los dotes de aquellos a quienes desdeña
lo que hace que cada cosa escrita suene dulce y placentera?
— ¿Acaso lee usted con las orejas?
—Tanto como posiblemente escuche usted con la vista.
Recuperemos la educación y la rima, si gusta,
¿No será el exceso de romanticismo lo que denuncia?
— ¡Ah, el romance...!
Desde que la estupidez y el melodrama lo apadrinan
ha dejado de ser arte.
—Discrepo.
Tales atributos...
no hacen más que resaltar su intensidad y sentimiento.
Sin duda ha de considerarlo extraño,
no obstante, siempre he tenido a bien pensar
que todo el que escribe es romántico,
aunque no necesariamente cualquiera sea poeta.
—Parece usted uno.
Y no suponga que es un cumplido.
Su observación, por apasionada que se ofrezca,
sin remedio me empuja
a juzgar estúpido y melodramático a cualquiera
dedicado a la escritura.
— ¡Bah! ¿Un prosista naturalista?
—Alguien que aborrece convertirse en su propia crítica.
— ¡Vaya! No lo hubiera imaginado.
Al final, ¿cuál era, caballero, su reclamo?
— ¿Se fija usted? Eso nunca queda claro.



Aldo Simetra



– ¿Cómo me has durado tanto?
–Porque soy del color que te rima la vista y además tengo las cuatro bien puestas.
–Cuidao por dónde te estás yendo. Y pregunté cómo, no por qué.
– ¡Ah, pue'! Si te vuelven loca dos... ¡Imagínate las que tengo yo!
–Tú y tu morbo.
– ¿Quién me lo habrá enseñao?
– ¡Ya va a ver Aldo...!
–Sí Luis, yo te aviso chirulí... Mira, lánzate una fiesta, pue'. Que ando eufórico y candente.
–Vete por la sombrita. Mejor deja de tomar sol, a ve' si se te baja la temperatura.
– ¡Claaaro! ¡Lo que pa'es que tú lo quieres toitico pa' ti! Comparte, mija, que de escasez de melanina no te vas a morí.
– ¡Respeta! Que te elimino fácil con un click.
– ¡Calma pueblo! Soo, soo, yegüa... Aleja el mouse... no, no, mejor el “ratón”, que andamos es hablando en castellano, de allí. Además, ¿dónde te vas a encontrá un verdenzón así?
– Bááájale dos a los huuumos... Te vas a evaporá antes de herví. Y aquí entre nos: no quedarías mal de infusión.
– ¡Eeepa! Achántate un pelo. De té no te voy a serví, quéate quieta. ¿Me vas a terminá e' decí dónde es la rumba? El tallo me pide baile.
– ¡Qué rumba ni que na', sinvergüenza! La masa no ta' pa' bollo. Te picamos una torta y listo.
– ¡¿Quééééé?! ¡¿Una torta por soportarte un lustro?! Coooño, ya sé que la vaina está duuura, jodía, y que lo que importa es la intención, pero ¡na' guará...! ¡Sí que hay que se' bien malagradecío en esta vida! Dígame al comienzo, hasta que Aldo te metió en cintura y ante'e que te toparas con ese sitio en el que afirmando lo que no eres terminas por convertite en lo que niegas se', ¡las cagadas que me tuve que calá! ¡No qué va, cómo he desperdiciao el tiempo!
–Y lo que te falta...
– ¿Ahh?
–Nada, ¡que te la estás ganando, Trébol!
–¡Ay sí, ay sí, me vas a prendé una velita! ¡No-jooose! Zapatea pa' otro lao, chica. Y mosca con ponete a dedicame felicitaciones y cursilerías y pendejeras de esas, ¡que ya sabes que me dan alerrrgia!
–Vale... Unas birras y vas bien, ¿si va? Eso sí, me las tomo yo, con cinco años no se bebe alcohol, ¡ja!
– ¡A la verga!

–Mira:
Ahí tienes pa' que te ahogues, pero luego no me pidas caldo pa' la resaca.


*Sin usted esto carecería de sentido. Así que ¡gracias infinitas por estar del otro lado!*.



¡Felicidades, Trébol!
Gracias por traerme más que suerte.


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