Fotografía de Chiara Fersini

Sírveme un trago de amnesia...
Y que el olvido salde nuestras putas...
perdón, “mutuas”
cuentas.

Exiliarte de mi pensamiento
aunque te hayas arraigado aquí en mi pecho,
coartarte la libertad de que me invadas,
ponerte una orden de alejamiento
a los dos kilómetros de la nostalgia.
Encordonar la añoranza:
la lista siempre se pasa de la franja.
Sentenciar a cadena perpetua a mis ganas...
de verte, de tenerte
de sentirte, de extrañarte
que te quedes, que me beses
que no faltes, que me abraces
que regreses, que me roces
me susurres, me acompañes
me desveles y que vuelvas.
A querer-
me.
Hacer dieta de sentimientos con tu nombre
para reducir el peso de tu ausencia en mis pulmones,
ejercitar el olvido
tres a cuatro veces por semana,
evitar seriamente el consumo de memorias saladas:
tu voz, tu boca, tus manos, tu silencio
tu sabor, tu aroma, tus manías, tu aliento
tu calor, tu sombra, tu silueta, tus besos
tu sudor, tu risa, tu reflejo
tu mirar, tus gustos, tus gestos
tus ganas...
y a mí queriendo-
te.
Decretar que permanezcas en mi pasado,
sepultarte en mi colección de ayeres caducados,
grabar un epitafio que me convenza
de que allí yace lo que fuimos.
Desterrarte,
impedirte que resucites al tercer punto de quiebre de mis soledades...
en la distancia
en mis días, en mis noches, en mi insomnio
en los sueños y en el ocio
en el frío y en mis poros
en las dudas, los rincones, el trasnocho
en la alcoba y en el polvo
en las ganas,
las memorias.
Tuyas/mías/nuestras...
de los dos queriendo-
nos.
Y condenarme 
si vuelves a asomarte en mis adentros,
perder la forma y el semblante del espíritu
si vuelve a alimentarme tu recuerdo,
y enterrarme en mi presente
si vives más en mí que yo en mis pieles...
Si vuelvo a cometerte, delito,
si vuelvo a caer en ti, tentación y vicio,
y si no logro acabar contigo.
Que si no vuelves,
que si vuelves a quererme,
no quiero ser tumba en la que descanses
ni mucho menos fantasma que te ronde sin tocarte.




– Ver para creer.
–Y si te quito los ojos, ¿qué?
Por mucho que se lo contara no daba crédito a la historia ni a lo que había develado la venda que llevaba en el rostro. Cuando se la quitó estuvo a punto de delirar con lo que vio. La imagen se le quedó grabada en la cabeza y en las pupilas, y se reflejaba en todo cuanto mirara, aún mientras dormía. Cada cosa empezó a colorearse con una tonalidad idéntica a lo que había presenciado sin el inmundo vendaje y también a adquirir su mismo espectro de locura.
Su pensamiento, antes un manojo de ideas y recuerdos, se hallaba inmortalizado en una reproducción fija y en pausa a la que no antecedía ni sucedía nada. La visión lo abrumaba hasta en el sueño, salvo que allí lo hacía esclavo de los peores tormentos. Pronto se sumió en una eterna vigilia. En principio, motivada al miedo que le producía sumergirse en un mundo onírico tan abyecto e incontrolable hasta que, después, la degradación contaminó su realidad tornándose palpable. Inició con una ligera molestia en la vista que dio paso a un desagradable escozor, que a su vez agravó en un indefinible y enloquecedor malestar al cual no encontraba alivio y cuya causa no se evidenciaba en los repetitivos análisis médicos que solo le diagnosticaban una óptima salud visual.
Con frecuencia sentía y se imaginaba cientos de granos de arroz pegados a sus globos oculares, la impresión empeoraba cuando los creía moverse y le martirizaba la noción de tener las cuencas llenas de gusanos. Le daba asco mantener los párpados abiertos o cerrados y le dolían y molestaban los ojos como si miles de minúsculos verdugos hubiesen instalado en sus adentros diminutas y múltiples cámaras de tortura. Si lloraba, las lágrimas, cual hirientes alfileres, se convertían en un cúmulo sangrante al formarse y dejaban un rastro de carne al rojo vivo al resbalar por su mejilla. Luego los gusanos simulaban perseguirlas o ir en su busca amontonándose y cayendo de sus lagrimales.
Sin poder distinguir algo en la catástrofe que asomaba a su mirar, concluía que estaba asistiendo en vida a la descomposición de su sentido. Entró en un estado de pasmo perenne en que sus ojos, desorbitados, simulaban sobresalir de sus cuencas, forzando los párpados hasta reducirlos a una línea carcomida de tejido tal si fueran un par de ligas viejas que, cediendo finalmente al desgaste de sus fibras, acabarían permitiendo la expulsión violenta de su contenido.
En más de una ocasión quiso arrancárselos, pero justo a escasos centímetros de que sus manos hicieran contacto con la infamia en que se había transformado su vista, los dedos y las articulaciones se le entumecían, torpes y desobedientes hasta el temblor. Frustrado, se valió de otros objetos para lograr su cometido, mas tampoco tuvo éxito. En la menos fallida de sus tentativas, el filo de un cuchillo de carnicero acabó por rebanarle de tajo gran parte de una de las aletas de la nariz.
La venda fue el último recurso que le quedó después de que terceros se rehusaran, de manera irrevocable y absoluta, a vaciarle la cavidad ocular y despojarlo así de su sufrimiento. Una vez puesta, negado a ser testigo de su propia degradación, la hizo uno con su rostro y jamás se atrevió a desprenderse de ella, aunque el trozo de tela absorbiera, sin siquiera poderla contener, toda la inmundicia que cubría. Quizás llevaba más de la mitad de la cara mutada en colgajos de carne pútrida, que servía de hospedaje y alimento a una colonia de anélidos, cuando alguien posó su atención e interés en él como en mucho tiempo nadie lo había hecho. Le sorprendieron la sinceridad y preocupación con las que le hablaba. Por momentos le recordó a alguien muy cercano y a pesar de percibir en aquel su propia cadencia al modular y su mismo timbre de voz, no consiguió identificarle. Tenía tiempo de sobra, le había dicho, dispuesto a prestarle oídos y ávido de conocer su historia.
Minutos u horas más tarde su interlocutor lo observaba atónito, mudo de escepticismo y espanto. Sin embargo, no pudiendo contener más su curiosidad lo incitó:
–Entonces, ¿te quitarás o te dejarás la venda?
–Depende de ti –fue su respuesta.
De inmediato, y por primera vez desde el incidente, pudo contemplar una imagen distinta a la que había nublado su juicio, de a poco recuperó la visibilidad y claridad de lo que lo rodeaba; no obstante, todo cuanto tenía al frente parecía una jugada del recuerdo. Ante él se exhibía una versión de sí mismo de un episodio ya vivido, pero tan real como su presente y tan tangible como su ser.
En un arrebato la mugrienta banda de tela fue arrancada y luego no logró discernir si profería o escuchaba:
– Ver para creer.
Aún así se supo ciego e incrédulo y tampoco fue capaz de reconocer si era el emisor o receptor de la frase que siguió:
–Y si te quito los ojos, ¿qué?



Aldo Simetra




“Si le lanzas un diente viejo al Ratón Pérez, te traerá uno nuevo más fuerte y reluciente”, escuchaba atenta e ilusionada a su padre mientras veían desde la ventana la quebrada tras de su casa.
¿Por qué no iba a creerle si se lo decía con ese tono que usaba para contar secretos, como cuando lo pillaba conversando entre susurros con su madre, y con la misma seriedad con la que solo se atrevía a hablar de asuntos importantes? Además, si era mentira, tenía cómo comprobarlo. La cosa pintaba fácil, solo tenía que esperar a que el dichoso Ratón Pérez o alguno de sus ayudantes apareciesen y hacerle entrega de su sangriento y –no entendía por qué, a pesar de hacer buen uso del cepillo y el dentífrico– maloliente dientito de leche. Bastó con que escuchara exclamar a su papá “¡mira, ahí está!” para dar por cierta la historia. Dirigiendo la vista a donde le señalaba, logró divisar a un gran roedor olisqueando el terreno, tal si buscase algo entre los escombros desperdigados en la maleza del contaminado riachuelo.
–No dejes que se marche sin tu diente.
Asintió. Se preparó para hacer el ritual de entrega: alzar el brazo por encima de su cabeza y llevarlo atrás para ganar impulso, flexionar hacia fuera la muñeca con el presente fuertemente asido entre el pulgar y el índice, en un rápido movimiento tirar del brazo hacia al frente y a la vez lanzar el diente por los aires en dirección al distinguido ratoncito, recitando como una letanía que le trajese en su lugar uno más bonito. Luego quedaba esperar que el Ratón Pérez lo quisiera y se lo llevara a su guarida.
Escuchó un sonido seco y lejano, se preguntó con qué habría chocado su diente al caer. Por instantes pensó que su obsequio había sido rechazado al ver alejarse al roedor, pero entonces regresó, examinó con avidez el sitio, se detuvo por segundos en el punto justo, se alzó sobre sus patas traseras y... desapareció. Se alegró brevemente: primero, por el gusto de la misión cumplida y luego, por el alivio de que las entregas se pudieran hacer de ese modo porque, de lo contrario, le habría dado tantísimo asco y terror estar a menos distancia de tamaño animal, por muy señor o Pérez que fuese.
Al día siguiente, contando entusiasmada la anécdota en el recreo y dando testimonio de que el famoso ratón sí que existía porque ella lo había visto, cito: “nada más y nada menos que con sus propios y lindos ojitos”, entró en conflicto con un compañero de clases que daba por falso el hecho solo porque para él la entrega de dientes sucedía de otra manera:
–Si una asquerosa rata me trajera un diente, no lo querría. Por eso es que lo traen las haditas.
–Qué hadas ni que nada, menso. Las hadas nunca salen de los cuentos.
–No hace falta. Se cuelan de los sueños mientras duermes, traspasan la almohada y se llevan el diente que le dejes.
– ¡Ahh... va! Luego me lo prestas.
– ¿Qué cosa?
–El libro de dónde te sacaste el embuste ese.  –Lo acusó–: Ni tú te lo crees.
–Ningún embuste, ¿eh? Tengo pruebas. Mira lo que me han dejado como recompensa.
Al decirlo hurgó en sus bolsillos y extrajo un paquetico de billetes preciosamente enrollados. La niña miró el fajo sorprendida, sintiéndose un tanto estafada; sin embargo, se cruzó de brazos en el acto, refunfuñó e hizo una mueca de disgusto con los labios.
– ¡Buf! Si fueras de madera, no sé a dónde te llegaría la nariz.
–Me da igual si me crees o no, so zopenca –y añadió en un gracioso tono cantarín–: Lo que pasa es que estás cè-looosa porque a mí miisss haaadas me han traído plaaaata y a ti: ¡naaaay! Tu ratón no te ha dejado ni-las-gra-cias.
– ¡¿Que estoy qué?!
–Es como lo que dice mi mamá... ¿Qué van a saber de hadas los pobres?
Entrecerró los ojos rechinando los dientes y lo retó con aspereza:
–Repite eso que dijiste.
– ¿Acaso tienes mugre en los oídos?
En lugar de contestarle se enfureció, frunció el ceño, tensó la mandíbula, se le expandieron las fosas nasales, resopló en medio de un gruñido y se imaginó toro arrastrando sobre la arena y con alevosía una de sus patas delanteras al distinguir al niño hacerle una mueca despectiva. Se puso roja y al instante lo embistió impelida por la ira. Cual si fuera un proyectil se abalanzó sobre su impertinente compañerito de estudio, quien retrocedió aturdido por el impacto hasta toparse bruscamente con un banco de descanso. Ambos cayeron con estrépito sobre el mueble de cemento, pero el chiquillo, quizá con más mala suerte, continuó su caída resbalando entre malabares hasta que su boca y su mandíbula, chocando con dureza contra el suelo, consiguieron frenarle.
La niña fue la primera en incorporarse y ciega de furia ni se inmutó al verlo sollozando, adolorido y sangrante, medio oculto debajo del banco. Tampoco se turbó cuando se agachó a recoger una piedrita blanca que capturó su atención y aquel le lanzó una mirada asesina y envenenada.
– ¿Pero qué tenemos aquí? –Exclamó con sorna y un leve deje de malicia.
– ¡Devuélvemelo, hija del demonio! –Las pupilas le destellaban heridas e hirientes de rabia.
–Ay –imitó el mismo tono burlón que antes había usado él–, ¿mi pobre an-gè-liiiiito ha perdido ss-suu dientiiiiiito? –Lo sostenía entre el pulgar y el índice, mostrándolo y presumiéndolo cual premio de batalla.
– ¡Yo no soy ningún p...! –Se interrumpió de pronto, compungido y abatido en el suelo, y se pasó el dorso de la mano por la boca en un vano intento de limpiarse que terminó por pintarrajearle el resto de la cara con sangre.
–Aaaalguien va a despertar mà-ñaaana sin que le trai-gan naaada lasss... –De repente se le iluminó la mirada ante una especie de revelador pensamiento–. ¿Cuánto quieres tu diente?
– ¿Y eso a ti qué te importa? ¡Dámelo! Es mío.
–No, no. ¿Sabes qué también dice mi mamá? Que lo que está en el suelo no tiene dueño.
– ¡Pero si me lo acabas de tumbar, demonia!
–Seguro que tus haditas me darían por él más de lo que llevas ahí.
– ¡Devuélvemelo o eres niña muerta!
– ¡Atrévete y el próximo que te salga te lo llevará una rata!
–No podrías...
– ¡Ja! Sería tan fácil como meter una en tu mochila.
Se retaron ardorosamente con la vista tal si tomaran parte en un duelo y las armas fuesen sus pupilas.
– ¿Quieres tu diente o no, llorón?
El niño bufó obstinado. Se levantó fúrico y le tendió la palma abierta para recibir el incisivo que había perdido.
–Ah-ah –negó ufana–, primero tienes que darme algo a cambio, listo. –Extendió también su brazo, mostrándole la mano en la misma posición y jugueteando airada con los dedos.
–Ni te p... –comenzó a quejarse el hombrecito.
– ¿A que te saco otro diente? –Replicó amenazante su contrincante sin ocultar un ligero gesto de cansancio.
Aturdido y resignado, se despidió de su fajo de billetes depositándolo en la palma de la pequeña diablilla al tiempo que ella dejaba caer en la suya el objeto en disputa.
Cantó victoria para sus adentros, no se podía creer que su compañero fuera así de zoquete. De inmediato se distrajo imaginando el atracón de golosinas que se daría a costa de su bolsillo hasta que un grito la sacó de sus fantasías.
– ¡Claariiiiissaaa, Joooorgee, vengan a formaaar! ¡¿Qué no escucharon el tiiimbreeee?!
– ¡Maeeeestraa! ¡Veeengaa! ¡Jorgito se ha caído! ¡Jorgito se ha caído! –Respondió con urgencia al llamado. Antes de que la docente apareciera se volteó hacia el niño, que la observaba con ojos desorbitados, casi paralizado, y le advirtió entre susurros:
–Mosca con abrir la boca, menso. O una manada de ratones se colará de tus pesadillas y te arrancará la lengua. 




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