No sé si solo soy yo quien se quema
O es que los demás aún no han ardido.
¿Estarán presenciando mi condena?
¿O esperando su castigo?
No os burléis de mis dudas,
Ya os lo digo:
Puede que entre las llamas
Me abandone la calma
Se me pierdan los estribos
Y por cosas del destino
Terminemos por consumirnos juntos.





– ¡Ay, no! ¡No lo soporto más! Tenemos que sacarlo de ahí dentro.
–Ya, mi amor. Tú no lo presionas y verás que él sale solo.
– ¡Claro, como no eres tú quien está sufriendo!
– ¡Ah, no! Tampoco dramatices que a esta edad no te contratan en las telenovelas. Tú relájate y él solito colabora. Es más, apostemos: si pasa como te digo, tendrás que levantarme la dieta.
–Y si no, ¡tendrás que tragarte sin chistar los vegetales!...

Se estaba cansando de ese lugar oscuro en donde no se distinguían los colores. Apenas entraba el aire y se sentía asfixiado, ahogado al seco en un hoyo que se le ofrecía acogedor al principio, protegido del exterior, pero que ahora parecía hundirlo en la desesperación. ¿Cuánto tiempo había pasado allí? ¿Años, meses? Los instantes y minutos figuraban descartados porque tenía la impresión de que había padecido las injurias del encierro por siglos. La salida se le desdibujaba como al final de un túnel: Por momentos, si su resolución no flaqueaba, se tornaba nítida; pero entonces lo invadía el miedo ante la incertidumbre y sentía vértigo al ver que se emborronaban los contornos.
–Diles que vas a salir para que me dejen ir contigo.
Su hermana interrumpió brevemente sus pensamientos y lo hizo percatarse de que llevaba como quince minutos frente a la mesa, ajeno a todos y sin probar bocado. ¿Salir? Hace rato que venía barajando la palabra al punto que era lo único que le alumbraba la mente, mientras le replicaba insistentemente en los oídos: salir, salir, salir, SALIR...
En un intento de acallarlas gritó para sus adentros: “¡Ya no aguanto!” Pero sus cuerdas vocales debieron haberlo traicionado porque todos en la mesa se quedaron en vilo observándolo. Luego se encontró escupiendo sin apenas tomar aire la frase: "¡Soy gay!".
– ¿Cómo...? –Soltó el padre dejando con una alegría mal disimulada el tenedor, donde habían un par de vegetales ensartados, en el plato.
–Eso. Que no me gustan ni cinco las mujeres. Que me van los hombres. –Mientras soltaba las palabras a voz en cuello, la misma fuerza con que las pronunciaba le hizo levantarse del asiento incapaz de permanecer allí más tiempo, espantado ante las expresiones reflejadas en el rostro de sus familiares.
– ¡Ah, no! ¡Bajo mi techo no te lo permito! –Consiguió decir finalmente el padre, atajándolo en mitad del movimiento.
–Iré por mis cosas –replicó el muchacho resignado, habiendo de antemano esperado esa reacción. Jamás esperó que lo entendiesen.
–No te permito que abandones la mesa sin pedir permiso.
–Ah, pues: ¡permiso, señor!
– ¡No te lo doy! Mejor siéntate, que ahora es que vamos a zanjar esta cuestión. –El chico obedeció, consternado, con ganas de salir corriendo hacia cualquier lado.
–Cuénteme: ¡¿qué hice mal carajo?! ¿No le mostré suficientes mujeres?
–No, papá –el muchacho ocultó un asomo de risa– Al contrario, me mostró más de las que yo habría querido ver.
–Ya. ¿Y sí está seguro? Es decir, ehh... –El muchacho percibió la dificultad del padre para terminar la pregunta e intervino:
–Sí, papá. Estoy seguro.
–O sea que no hay remedio, pues. Lo perdimos. –Concluyó el padre resignado. La mujer le llamó la atención ante su poca sutileza.
–Ok, ya, tengo un hermano gay. –Intervino la hermana indiferente y hastiada de la conversación–. ¿Me dejan salir?
– ¡No! –Respondieron al unísono la madre y el padre.
–Creí que ahora que andaban tan de mente abierta eso no sería un problema.
–Tu hermano solo ha salido del armario. Tú pretendes marcharte de casa. –Explicó el padre.
–Ah, listo. Me vuelvo lesbiana y me dejan salir a donde me dé la gana.
–Pues mejor, fíjate. Así no tengo que andar velando que no quedes preñada.
– ¿Pero qué…?
– ¡A ver! Que hay más chicos en cueros en los posters de tu cuarto de los que he visto en una playa. –La muchacha se quedó pasmada y cerró la boca.
– ¿Y sí puedo seguir confiando en usted y en la educación que le he dado? –continuó el padre. El muchacho asintió, un tanto intimidado, no tenía mucho más por decir.
–Bueno, mi amor, me complace informarte que estos vegetales no me los pienso comer –le replicó a su mujer ufano–. He ganado la apuesta como ves.
–Pues lamento hacer de tu conocimiento, cielo, que eso fue lo único que preparé de cena y no pienso volver a la cocina hasta mañana, ¿qué te parece?
– ¡¿Ya lo sabían?! –masculló el muchacho.
– ¡Más vale! –respondió la madre. El muchacho los miró confuso–. Cariño, ni tu padre ni yo podemos pasar más de cinco minutos en el cuarto de tu hermana y eso que yo soy mujer. Y a ti te he pillado más de una vez acostado en su cama sin comprender, hasta que reparé en que mirabas con embeleso el afiche del chico apuesto que tiene pegado del techo.
– ¡Mañana le pongo llave a mi cuarto! –se quejó la muchacha. Su hermano apenado se quedó callado hasta que al final preguntó:
– ¿Y sobre qué era la apuesta?
–Sobre si había que sacarte o saldrías por tu cuenta. –Respondió el padre.
– ¿Qué apostaste tú? –Inquirió curioso.
–Lo segundo, por supuesto.
– ¿Y por qué estabas tan seguro?
–Sencillo, hijo: porque yo no he criado un marica.
El muchacho se sorprendió de que su padre no lo catalogara con la etiqueta que usaba la gente para referirse a otros con la misma preferencia que él y se le quedó viendo entre admirado y agradecido. Advirtió que había estado aguantando la respiración ante la expectación y se permitió por fin soltar el aire y relajarse.
– ¿Qué cree, Camila? –Se dirigió el padre a su hija–. La dejaré salir.
– ¿De verdad? –Preguntó esta sin esconder su exaltación.
–Sí, pero conmigo –la muchacha le lanzó una mirada histérica–. Vayan por sus cosas que vamos a cenar afuera. ¡No vuelvo a hacer dieta en mi vida!
–Eso crees tú, querido. –Canturreó la mujer por lo bajo.
Cuando iban todos de salida el padre se paró en seco al ver que el hijo, ya pasado el susto, iba atravesando la puerta llevando un sombrero amarillo chillón bastante llamativo y no pudo evitar decir:
– ¿En serio, Humberto? –El apelado se quedó inmóvil sin saber cómo actuar–. Como que usted no va a ser lo último que salga de su clóset, ¿no?
El muchacho se encogió de hombros tímido.
– ¿Acaso importa? Uno no acaba de enterarse de qué hay realmente en el clóset de nadie. –Terció la madre, atravesando el umbral¡Ah! ¡Ese sombrero te queda divino!
– ¿Dónde lo compraste, hermanito? ¿Me lo prestas? Me combina perfecto con unas botas que...
– ¡Ahora sí que me arreglé yo! Menos mal no salieron gemelos porque donde empiecen a vestirse con la misma ropa me costará reconocerlos.
– ¡Augusto! –Le reclamó su esposa– El hombre la tranquilizó con un gesto resignado después de negar con la cabeza y le pasó seguro a la puerta con prisa, pensando: "Mejor salir de casa rápido, antes de que me arrepienta".





Nunca he entendido esa afición o fijación que tienen las mujeres por casarse. Cada vez que sale a relucir el tema, el chiste de que la independencia de la mujer comienza justo donde la del hombre acaba deja de hacerme gracia. Es que aceptémoslo, eso de atravesar una iglesia o ponerte frente a un juez para declarar algo que ya es obvio, no es que te quite el sueño; menos si, como en la mayoría de los casos, la cuestión tiene pinta de pacto religioso o negocio trucado. Y si finalmente accedemos a ello es porque nos han enloquecido por completo y tendemos a creer que la única persona que nos puede hacer recuperar la cordura es la misma que nos tiene el mundo de cabeza. Claro que cuando eso pasa te encuentras con otro desorden y no puedes más que ansiar nuevamente la locura...
–El matrimonio no está en mi lista. –Le había dicho tajante a Clara.
–En la mía tampoco –respondió ella sin asomo de duda. Al principio sonreí aliviado; con el tiempo, creí que mentía. Luego descubrí que no lo hacía, realmente decía la verdad. Las mujeres nacen con la idea del matrimonio en su ADN, no necesitan anotarlo en una agenda para variar.
Así que, a dos años de eso, ahí me encontraba: metido de lleno en un casorio, preguntándome todavía cómo había llegado hasta allí, vistiendo el mejor traje que me había puesto en la vida, con una sonrisa prestada, colorado por la tensión y sudando de puro nerviosismo.
– ¡Que alguien le diga que se calme! Tampoco es que esté yendo al matadero –escuché a alguien susurrar con sorna.  No sé si fue el montón de personas en un espacio tan reducido, la presión de la corbata en mi cuello o el ansia desesperada de salir corriendo lo que no me permitió estar de acuerdo con la frase proferida e imaginarme esperando mi turno para ser sacrificado.
–Sobrevivirá, hombre, sobrevivirá. Se lo dice uno que ya ha se ha paseado por estos rumbos –saltó otra voz. Tampoco le di mucho crédito a eso, mientras intentaba inútilmente aflojar el nudo que tenía atravesándome el pescuezo.
Estuve a punto de que mi voz me pusiera en evidencia cuando la vi atravesar el umbral: ¡toda una reina envuelta en vaya uste’a saber cuántos metros de tela! De pronto recordé la gracia de cuerpo que se escondía bajo aquella cantidad de tejido y si me contenté un poco y me relajé otro tanto, fue porque me imaginé desnudándola sin decoro alguno.
Ella caminaba altiva, segura, sin dar traspiés, con la cabeza fija hacia el frente hasta que nuestras miradas se cruzaron y casi se detuvo. Por momentos me asaltó la inquietud de que haría lo que a mí se me había antojado al inicio y saldría huyendo, pero tras segundos de vacilación continuó el camino rauda, como si de repente le hubiera entrado prisa.
A partir de ese instante me tensé de nuevo y ya no pude apartar la vista de ella. Comenzó la ceremonia y me abstraje por completo de los invitados, del lugar en que estaba, de las palabras del cura; todo lo que me rodeaba hizo un alto y pasó a segundo plano. Ya sabéis: solo tenía ojos para ella.
Mi mente tampoco se quedó atrás, empezó a plagarme de imágenes donde reinaba Clara. Reviví cada minuto que pasamos juntos hasta que se disolvió la incógnita de cómo había llegado allí. Quería estar allí. Con ella. Con su mirada recorriéndome el rostro, su sonrisa cambiando mi semblante, su aliento dándole oxígeno a mi aire, sus manos cálidas y resguardadas entre las mías, su piel a centímetros de la mía. No se me ocurría mejor sitio en donde estar que no fuese uno en el que pudiese colmarme de su cercanía.
Esa certeza me hizo sentir felizmente desgraciado o desgraciadamente feliz, no sabría decir, pero la quería a ella y eso bastaba.
– ¡Hombre, no llore! No le robe el día al novio. –Oí a alguien murmurar, sacándome así de mi embelesamiento para que la realidad me derrumbara por completo. Sentí que estaba yendo sin remedio al matadero y yo, que nunca rezo, esa vez clamé por sobrevivir.
Amaba tanto a Clara que dolía... Sabrá Dios que por nada en la tierra cambiaría de lugar, pero dolía enormemente amarla desde el banquillo de los invitados y no desde allí a su lado, frente al altar.
El murmullo del pillo entrometido se rebobinó en mi mente, una de sus palabras me empezó a seducir y pasó de ser un simple aviso a una sumatoria de delitos. De pronto se fueron alineando en mi cabeza posibilidades de rapto, homicidio, secuestro, adulterio, entre otras infracciones, crímenes e injurias que a medida que iban engrosado una lista imaginaria me hacían dudar de mi salud mental.
Con ese pensamiento y la idea de que ese día alguien diferente a mí, o en su defecto aparte de mí, terminaría sacrificado si no por voluntad a la fuerza, me entristecí. Porque de extraviar la cordura, solo había una persona capaz de traerla de vuelta y si la perdía también a ella, poco importaba si me mantenía cuerdo o si el mundo estaba de cabeza.


Aldo Simetra




Pintura de David Walker


Tú que me ves y callas. 
Yo que callo y no te veo. 
Me quedo muda y me hago la ciega.
Tú parpadeas y tus labios se cierran.
A veces hablas y no te escucho
Es cuando tus palabras dicen lo mismo que el silencio
Me causa sordera oír la nada
Tú me ves y callas
Yo muerdo mis labios y te esquivo.
A veces suspiro y tomo aire de nuevo
Es cuando siento que si no respiro me pierdo
Para no perderme, guardo tu aliento
Me quedo muda, me hago la ciega
Tú me miras y dejas que tu boca hable a su manera.
Yo aún callo y mi mirada te esquiva
Tú parpadeas y tus labios se cierran
Es cuando soy consciente de tu tacto
Te miro y hablo
Ahuyento a mi sordera
Te respiro y me encuentro
Nuestros labios abiertos callan
Y ambos nos quedamos ciegos.








"Al rezar de brazos cruzados":
Un sujeto espera
Un verbo no será conjugado
La oración, un simple enunciado,
Terminará siempre en prédica y nunca en predicado.







–Ese lo tiene chiquito.
– ¡Pero si es toda una enormidad!
– ¡Jum! Hágame caso, mija, esos que se ven grandotes e imponentes por fuera a la hora del té no sirven ni para poner a punto el pastel.
–Pero si está divino. El tamaño es lo de menos, lo que importa es que funcione.
–Ya la quiero ver yo cuando venga con hambre atrasada de casi un verano saciarse todas las ganas de comer con tan pequeño aparato.
–Mmm, yo no creo que sea tan pequeño, me dan ganas de echarle un vistazo de primera mano a ver qué se trae de bueno. –El hombre que escuchaba inalterable en un rincón intervino, presto a despejar todas las dudas y reticencias del par de señoras y así elevar su orgullo herido.
–Así que... ¿Cómo lo diría en términos un poco sutiles...? ¿Quieren que les dé una muestra de la calidad de mi mercancía?
–Si no es demasiado pedir, por favor.
–Por mí ni se moleste, joven. Sé bien que ahí no hay mucho que ver. –El hombre trató de ignorar el último comentario y con semblante estoico y actitud imperturbable les exhibió su paquete a ambas señoras, que por un rato se quedaron mudas mientras lo examinaban.
–Viste, ¡te dije que lo tenía chiquito! –Declaró la señora de más edad. El hombre se puso nervioso e hizo una pequeña mueca que escondía su desconcierto. La señora más joven se compadeció y sonrió débilmente para consolarlo.
–Tampoco es necesario que sea tan grande, dicen que lo bueno viene en frascos pequeños.
–Sí. ¡Y la insatisfacción también! A ver si querré yo una cosa tan chica que parezca juguete de bebé. 
–Pero este no va mal, algo se puede hacer.
–Mira, tu di o haz lo que quieras, pero a mí una minucia como esta no me hace gracia ni en Noche Buena. –El hombre cansado de que desprestigiaran su artilugio de tal modo, replicó:
–Serán “otras” las que no pueden hacer ninguna gracia con ella, porque esta “minucia”, como usted le llama, no juega.
– ¿Oíste a este desvergonzado, querida? Sus palabras tienen más repercusión que las dimensiones de su...
– ¡Mire, señora, me ha sacado de quicio! Si usted desea algo más grande, ¡éste no es el sitio!

– ¡Bermúdez!
– ¡Mande, Jefe!
– ¡Venga un momento, por favor! –El hombre atendió al llamado de su patrono, aún indignado y acalorado por la discusión con el par de mujeres.
– ¡¿Pero qué le pasa, hombre?! ¿Quiere dejarme sin clientela?
– ¡Pues favor que le haría si todos son como aquella vieja! Anda buscando algo más grande y ya le digo yo que “grande” debe ser el pobre desgraciado que se la cale.
– ¡Más respeto, Bermúdez! Que de viejas como aquella es de donde sale el dinero para pagarle el sueldo. Y para ser sinceros, entre un comprador y un empleado, usted ya sabrá qué prefiero. Ahora va, se disculpa educadamente y le ofrece algo que se adapte a lo que quiere.
–Corriendo, Jefe. –Expresó resignado, mientras se encaminaba obediente a cumplir el mandato:

–Señora, me disculpo por mi atrevimiento. Como usted ha demostrado ser partidaria de la satisfacción en tamañas proporciones y la palabra “micro” nada tiene que ver con algo gigantesco, le ruego, por favor, me acompañe al siguiente pasillo, en donde disponemos de hornos dobles y cocinas de seis hornillas para gente tan desubicada e inconforme como usted.
– ¡Jaa! ¡Qué insolencia! ¡Pero qué se ha creído éste…!

– ¡¡Bermúdez!!...


Aldo Simetra




Como buen cristiano Jacinto asistía a la misa de esa mañana oyendo el sermón del padre, sentado en uno de los bancos de la tercera fila entre Doña Concepción y la señora emperifollada que recién había llegado al pueblo. No dejaba de llamarle la atención ésta última; no por su físico ni sus ademanes, sino más bien por su conducta.
La señora no dejaba de vigilarlo de reojo, alarmada, como si su cercanía fuera una amenaza. Si Jacinto se movía ella se quedaba impávida, como en guardia, y permanecía en tensión hasta que él terminara su cambio de posición. En una de esas se ladeó un tanto hacia ella: Doña Concepción necesitaba más espacio, así que él muy amablemente y de buen grado se arrimó un tanto. Faltó que lo hiciera, la señora se apretujó en ella misma inclinándose hacia el extremo opuesto, se tensó toda, al punto de parecer una estatua comprimida.
Jacinto no la entendía. Para explicar su comportamiento lo único que pasó por su cabeza fue: “¡Qué rara que es la gente de fuera!”.
Siguió prestando atención a la liturgia y se olvidó de la mujer hasta que llegó el momento del Ad pacem. No hubo el cura acabado de decir: “Daos fraternalmente la paz”, cuando Jacinto ya estaba estrechando la mano de la mujer dándole el tan fraternal saludo. Al instante, ésta pegó un grito que alborotó a toda la concurrencia y se oyó como eco en toda la capilla para luego desmayarse, haciendo que todo mundo se apartara de sus puestos y hasta el clérigo abandonara el altar mayor.
– ¿Pero qué sucede aquí? –preguntó preocupado, aunque también exasperado por la interrupción intempestiva de sus oficios religiosos.
–Nada, padre. –Explicó Jacinto, quien ya había sumado dos más dos y ya tenía las cuentas claras del origen de la extrañeza de la señora emperifollada–. Que la mujer al verme recordó el color de su corazón y se asustó al ver que su interior se pudría y mi piel no.
– ¿No le habrá hecho usted una fechoría?
– ¿Cómo se le ocurre, padre? ¡Dios me libre! Aunque no sería mala idea que un servidor de mi raza le hiciera a ésta mujer una gracia.
– ¡Jacinto! ¡Que estamos en la casa del señor!
– ¡Pero si lo digo con buena intención!
A todas estas la mujer despertó de lo que creía había sido un mal sueño y cuando se halló en los brazos de aquel gran negro, se agitó lanzando manazas y emitiendo muecas a duras penas contenidas mientras gritaba desaforada, rabiando porque el hombre le quitara las manos (que no las tenía) de encima. Ante la evidente causa de su desfallecimiento, los demás ocupantes del recinto dieron voces de pena y se mantuvieron a raya con vaya usted a saber qué emoción asomada en la cara. Jacinto fue el único que no guardó distancia y la instó a acabar su perorata de insultos y blasfemias lastimeras.
– ¡Agua bendita, agua bendita! ¡Báñeme de agua bendita, padre! Necesito limpiar mi cuerpo de las manos de ese negro.
– ¡Ya, mujer! Si cree que un baño la limpia y la purifica, yo mismo le busco el jabón y le pido prestada la regadera al jardinero de Doña Concepción. –El padre se quedó viendo la escena y luego intervino.
– ¡Jacinto! ¿Es que usted la ha tocado?
–Bueno, padre, ¿cómo iba a saber que…? ¿Quería que la tirara al suelo?
–Venga, venga. Meta no más las manos en la pila, es usted quien debe limpiarlas de ese cuerpo. –El negro sonrió de medio lado ante la ocurrencia del padre, pero no se movió. La mujer seguía gritando a viva voz:
– ¡Agua bendita, agua bendita, padre, por favor!
No se calló hasta que un par de señoras, hartas de escucharla, levantaron una de las grandes pilas del preciado líquido que descansaban en el santificado recinto y se la vaciaron encima. La bañaron completica y las ropas se le pegaron a la piel trasparentando su figura. Ya no gritaba, pero temblaba de pies a cabeza mientras trataba de cubrir inútilmente sus partes. Jacinto, que la tenía de frente, tuvo una magna visión de su silueta y entonces dejó oír:
– ¡Dios me libre ahora de caer en la tentación porque ahí sí que no se salva ni usted ni yo!
– ¡Atrevido! –Gritó la mujer como comienzo a una serie de improperios, pero se detuvo no más ver el torso del negro al descubierto que se había despojado de su camisa. En el embelesamiento en que se sumió viendo el conjunto de musculatura más que bronceada que tenía ante sí, que irradiaba una fuerza descomunal y dominante, no pudo percatarse a tiempo de que el hombre había logrado cubrirla con su prenda. Por eso cuando dijo que ni loca dejaría que la vistiese con su ropa, el reclamo llegó tarde y tuvo que soportar a duras penas que el hombre le dijera:
– ¡Ah, caramba! Lo hubiese dicho antes. Con el gusto que me hubiese dado quedarme con mi camisa mientras disfrutaba de su vista.
– ¡Descarado!
– ¡Descarada usted, que no me quita los ojos de encima desde que me desnudé!
La mujer parpadeó varias veces sin saber a dónde dirigir la cabeza para disimular y se mordió la lengua al encontrarse otra vez con el torso del hombre. Jacinto le mostraba los dientes que relucían en medio de la oscuridad de su tez, en una amplia sonrisa. El padre que seguía de cerca la escena junto con todos los asistentes a misa, soltó de pronto:
–Donde éste par siga así, tendremos boda en pocos meses.
Tras oír esas palabras la mujer salió corriendo del recinto con todo y camisa ajena puesta. El negro la siguió con los ojos, risueño, sin poder evitar que el hecho le causara gracia. El cura llamó al orden a los restantes, que luego abandonaron la sagrada estancia como si nada hubiese pasado. Pero sí que pasó.
La noche de ese día la mujer se removía intranquila en su alcoba, sin poder quitarse la imagen de Jacinto de la cabeza. En más de tres oportunidades se despertó sobresaltada tratando de poner fin a unas vívidas pesadillas en donde él estrujaba su cuerpo, se cernía sobre ella, la exploraba desnuda, la saboreaba, se alimentaba de ella y la hacía alimentarse de él. En una de esas despertó gritando al oírlo en sueños susurrarle: –Vas a comer chocolate del bueno, mujer.
No pudo seguir durmiendo. Se levantó temprano y para alejar esos males quiso anular cualquier cosa que se lo recordara. Incurrió en notables estupideces: puso manteles blancos sobre la mesa de ebanista del comedor en donde se serviría el desayuno, se prohibió tostarse el pan, no tomó café, se preparó solo leche de beber y se deshizo de todo el chocolate de la despensa, no sin cierto remordimiento. Pero ¡por Dios! No podía siquiera pensar en consumir tan divino alimento sin imaginar sus labios, su lengua o su boca entera en contacto con la piel del negro.
Pasó malos ratos a costa de satisfacer sus recientes caprichos hasta bien entrada la tarde, cuando un fuerte trueno repercutió en el interior de la casa causando un gran estruendo a la vez que unos fuertes golpes en la puerta la sobresaltaron a tal punto de paralizarle los latidos y hacerla estremecer. Se dirigió hacia el tosco llamado recelosa y abrió con cautela. Una fuerte brisa se adentró de golpe y sin invitación alborotándole con total desvergüenza las prendas y la desenvuelta cabellera, cargada de la humedad de la lluvia que empezaba a galopar contra el suelo sin piedad, macerando la tierra que bostezaba emanando el hálito de su letargo.
Un tronco macizo y fornido invadió el vano de la puerta al tiempo que una de sus robustas ramas se atrancaba bruscamente en la jamba, ocupando todo su campo de visión. Se quedó en seco, paralizada por la impresión. Cayó tan de bruces a ella que podía notar el agua resbalando rauda por su superficie.
“Ahora sí no tengo salida” –pensó impávida, presa de su propia turbación.
Ahí estaba, frente a ella, el motivo de su desvelo y reciente malestar echando todas sus precauciones y anhelos de olvidarlo por la borda; para colmo de males y para acentuar su descaro, con el torso pétreo y resplandeciente en gotas de agua al descubierto. Estaba pasmada, casi hipnotizada viéndolo, mientras en sus pensamientos se agolpaban imágenes de las últimas pesadillas de las que empezaba a aterrorizarle considerablemente el hecho de que solo fuesen sueños. Entonces lo escuchó resuelto, decidido, con esa determinación y virilidad que estaba impresa en cada uno de sus músculos:
–Se ha llevado usted una prenda mía y yo de aquí no me marcho hasta llevarme una suya.




Relacionado con: Maleficio


Me encanta la humanidad. Claro que, teniendo en cuenta que la integra un puñado de individuos descarrilados, serviles, monótonos y de reflejos lentos; debo poner a resguardo mi reputación y especificar que lo que realmente me seduce es su sabor, su olor, su temperatura, su mecánica respiración… Degustarlos, drenarlos, despilfarrarlos, deleitarme con el aroma del líquido que hierve bajo su piel, clavar mis colmillos en su carne y abstraerme en el fluir del metal rojo que abandona raudo su sistema para inflar ardientemente mi organismo, despertando hasta el éxtasis cada fibra para embriagarme del poder absoluto.
A veces los escucho llamar a Dios en ese momento tan glorioso para que haga algo por ellos, entonces alzo la cabeza al cielo en el culmen del más enajenado placer y espero. Nunca se ha manifestado, por supuesto, y siempre me queda insatisfecho el deseo de agradecerle por tan suculento alimento.
Es fascinante lo que una gota de ellos puede hacer, pero ni vaciar por completo al último mortal bastaría para aplacar mi sed.
Me encanta la humanidad, ya lo sabéis. A mi manera. Del mismo modo en que ellos dicen amar sus trabajos para ocultar que lo que en realidad aman es el dinero.
Huelo… Huelo… ¡Oh, sí! ¡Sangre fresca! Mis sentidos han detectado dos envoltorios de mi comida predilecta. La oscuridad, fiel cómplice que desde siglos me acompaña, me avisa que ya es hora de la cena.
A ver, ¿qué especialidad será? Los estudio, los evalúo como ellos observarían la etiqueta de un producto antes de adquirirlo. ¡Bah! Al final todo es una cuestión de apariencias y en su caso, una cuestión de publicidad. Decido que me gustan el color de sus cuerpos y sus cabellos, y la forma en que se desdibujan sus músculos. Escucho lo que se dicen: “Me tienes alucinando como idiota”, “Lo quiero todo contigo”, “Por ti mando al carrizo a lo efímero”. Hum... ¡Vaya, vaya! Parece que voy a cenarme a un par de románticos que cree que el amor les durará hasta la muerte. Les haré el favor de no sacarles de su error y convertir en  realidad su patético anhelo; después de todo, ¿quién soy para contradecirles?
Ahora solo pienso en morder, morder, morder... Siguiendo mis impulsos atravieso el aire en milésimas de segundo y muerdo primero al humano de cabellos más largos, justo en la protuberancia tan apetecible que se le hincha por encima de su órgano vital. Le oigo gritar, a pesar de no haberle dado el ataque definitivo. ¡Por las tinieblas! ¡Cuánta cobardía va impresa en su alarido! Me maravilla inspirarle miedo, pero aborrezco las vibraciones en mi oído. 
Su acompañante se alarma, me da un manotazo, quiere ahuyentar el peligro. ¡Yo soy el peligro! Podría doblegarlo sin una pizca de esfuerzo antes de que le dé tiempo a parpadear.  Quiero jugar, les daré algo de tiempo. Al fin y al cabo me sobra eternidad.
El hombre intenta asirme en la oscuridad, hace malabares para atraparme. ¡Argh! ¡Qué actuación más mediocre! Me hace perder de inmediato el interés. No, no me malinterpretéis: ya no me resulta entretenido, pero todavía me lo quiero comer. A este sí lo despacharé sin dilación por hacerme retrasar mi placer.
Ubico la zona perfecta donde plasmar una profunda mordida y antes de dejarle reaccionar mis colmillos han atravesado su carne. Siento el manar de ese elaborado fluido trastocar violentamente mis sentidos, me estremezco explayándome en la excelsa sensación de catar y atiborrarme de vida, de lo que realmente es vida y no la definición absurda e intangible de lo que ellos creen que es.
¡Oh, aromas…! Una ráfaga de viento me empapa el olfato del delicioso néctar que estoy ingiriendo y me trae el olor impávido del recipiente cercano del que estoy a punto también de consumir. Alzo la cabeza al cielo como de costumbre y…
¡Paf!
– ¡Ay!, cariño, ¿quieres matarme a mí también?
–La próxima dejo que esa criatura maldita te desangre. Casi nos vacía las venas.
–Tampoco exageres, como mucho logró atravesar la piel.
– ¡El chupasangre ese me succiona el cuerpo y yo exagero!
–Ya, amor. ¿Por dónde íbamos?
–A ver si mañana traes un insecticida decente.
–Listo. Ahora ven aquí. Ese endiablado bicho no se podrá dar un banquete, pero te aseguro que nosotros sí. 
– ¿Ah, sí…? ¿Cuánta hambre tienes?
–Acércate no más pa´ que te enteres. Ahora solo pienso en morder, morder, morderte...
Dominado por mis impulsos atravieso el aire y muerdo uno de sus turgentes pechos. La oigo gemir contoneándose a pesar de que apenas he rozado su pezón con mis dientes. ¡Por los cielos! ¡Cuánto deseo va impreso en ese sonido! Me maravilla inspirarle un ansia tan vehemente, adoro que su cuerpo vibre al contacto del mío...


Aldo Simetra




Mami tiene los ojos morados. Papi dice que la quiere. En la escuela me enseñaron que el rojo y el azul hacen morado; como los corazones son rojos y al agua siempre la pinto de azul, sé que el amor de papá y las lágrimas de mamá se mezclaron y por eso se ve así.
La miro ponerse un polvo blanco sobre el morado. Me dijo que se quiere ver rosa, pero el rosa no se hace así; se hace con rojo, ahora se ve un poco gris.
Vamos a salir, hay mucho sol afuera. Lo sé porque se ha puesto sus lentes oscuros y para ir igualitas, yo me llevo los míos. Mami no lo sabe, pero no me gustan sus ojos como están ahora, tienen el color del café que es amargo y no sabe nada bien. Prefiero ver sus ojos cuando les pega el sol, se vuelven verdes. Me ha traído a un sitio raro con muchos hombres de uniforme, parece una escuela de grandes solo que esta se ve fea y sucia. ¿Será para gente mala? Todo está negro, ese color aún no me sale. Mamá habla con uno de esos hombres y no se quita los lentes, yo tampoco.
Al fin salimos de allí. Me gusta donde estamos ahora, hay mucho fucsia, es mi color favorito, pero no sé cómo se hace. Mamá se hizo algo en el pelo, ahora se ve naranja con el sol como la casita nueva en la que vivimos las dos.
Tengo días sin ver a papá. Mami dice que ya no lo quiere. Yo lo quiero, pero desde que no lo veo a mamá no se le ponen los ojos morados. Siempre están azules, con su pelo rojo y su sonrisa enorme. No sé cuándo vuelve papá, no quiero preguntarle a mamá. Pero no sé de qué color pintar los corazones ahora que las lágrimas de mamá son transparentes y papá no está.





Ojos - José M. Roca

Cada vez que lo veía fijamente era como si hubiera concertado de antemano una cita. Sus ojos marcaban el lugar de encuentro, yo me instalaba cómoda dentro de ellos. Él como buen anfitrión se quedaba con mi abrigo y me servía siempre dos raciones de ese brebaje místico que me bebía con embeleso, sin derramar una gota y siempre deseando otra.
Cada vez que distinguía las semillas de sus párpados era como si me perfilara por encima de una masa de agua. Me asomaba curiosa y ansiosa a su borde queriendo entrever lo que en el fondo escondía, pero él me devolvía otra imagen, yo encontraba la perfección de mi reflejo al mirarle y para hallar la suya, me zambullía como pez en sus profundidades.
Cada vez que sus pupilas se grababan en las mías era como abrir el telón de una obra de teatro, todo alrededor callaba y se encendían dos focos en el escenario. Era como si de pronto el mundo se despojara de su velo y apareciera más nítido o se cubriera y resultara más denso, porque no lograba percibir si tanto brillo provenía del exterior o era simplemente nuestro.
Cada vez que su mirada y la mía...
– ¿En qué estás pensando?
Cada vez que su mirada y la mía se enfr...
–Di algo, me aturde tu silencio.
Cada vez que su mirada y la mía se enfrenta...
– ¿Me escuchas? ¡¿Quieres hablar de una vez por todas?!
–Cada vez que tu mirada y la mía se enfrentaban cualquier lucha cesaba. –Susurro, retándolo con la vista.
– ¿Qué dices?
–Pero hoy no. –Me decepciono.
– ¿Hoy no qué? De veras me agobias, no pensé que lo harías tan complicado.
Hoy las batallas, desconsideradas, parecen seguir sin tregua. El teatro se ha vaciado sin aplausos y ha quedado solo un par de luces opacas alumbrando el fracaso. El agua, antes diáfana, ha enrarecido mi aspecto; no lo reconozco. ¿Me lanzo o no? Me pregunto desde la superficie. Algo me ha impulsado al fondo y ahora me hunde.
– ¿Estás aquí?
–Tus ojos están perdidos –replico observándolo apenas–. ¿Por qué no me dejas beber? Tengo sed. Creo que el abrigo me fastidia. No estoy cómoda en esta silla. No se ha concretado nuestra cita.
–No. Claro que no. Me estoy despidiendo. Y por cierto, no traes abrigo puesto.
¿Cómo que no? Me pesa. ¿Qué ha dicho antes?
– ¡Vamos! ¿Has escuchado al menos algo de lo que dije? No te pongas así, que ya estaba acabado, ambos lo veíamos venir.
Lo escucho o mejor... Cada vez que se abrían las ventanas de su alma, era como si un universo nuevo se creara…
– ¡Para ya! ¡Me tiene hastiado tu silencio!
Era como tener las llaves del infinito...
–Que no ha sido para tanto...
Era como...
–La verdad, no es para tanto.
Era como, como...
–Adiós, hasta aquí llegamos los dos.
Era.
Ahora se muestra envejecido mi universo. Se ha levantado de su asiento y se ha llevado nuestro punto de encuentro, sé que ya no volveré a instalarme allí. Ahora sí siento frío y la garganta seca. Me ha dejado como de costumbre, deseando otra gota de ese brebaje místico que se degusta al seco y sin necesidad de humedecer los labios, te inunda por completo.
De regreso a cual fuese el sitio de donde haya venido, pienso en él y me doy cuenta de que lo único que ocupa mis pensamientos son los gemelos de su rostro. Entre todo lo que él abarca solo me he quedado con ese pequeño detalle. Quizá tenga razón, "no ha sido para tanto". Pero entonces, ¿por qué esa sensación de haber perdido demasiado? Me pregunto qué charlatán me habrá vendido el amor a un costo tan elevado.





Se levantó temprano y me anunció que se iba.
– ¿Bromeas? –le dije.
–Sí. Mira mi sonrisa –replicó seria en medio de una mueca. A ese punto yo no sabía quién de los dos hacía más uso de ironía. La vi recoger sus cosas con una lentitud endiablada, como si no quisiera irse. ¿Acaso esperaba que la detuviese?
Tomaba una prenda del clóset, la doblaba y la colocaba en la cama junto a la maleta. Otra vez hacia el clóset, otra prenda y a acompañar en una pila a la anterior. ¿De verdad querría irse hoy?
–Ven que te ayudo  –le dije. Descolgué en un solo movimiento toda la ropa y se la amontoné sobre la cama. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró en el acto y tras separarlas de las perchas, continuó con el ritual de plegar parsimoniosamente las prendas como si fuera a exhibirlas en una tienda.
–Esto no es necesario, siempre vuelves a plancharlas antes de ponértelas –mientras lo decía el montón de ropa fue a parar a fuerza en el interior de la maleta que obligué a cerrarse a golpes, ligeramente obstinado.
– ¡Vaya que tienes prisa porque me vaya...! –Me reprocha caminando hacia el baño. ¿Prisa? No. ¿Pero para qué darle largas? Cuando regresa trae sus cremas, sus lociones y su montaña de menjunjes entre las manos–. No te preocupes, lo dejaré todo limpio. Será como si nunca hubiese estado aquí.
“Como si nunca hubiese estado aquí”. La frase se me queda palpitando en las sienes y se me ocurre que para que pueda darla por cierta, la supuesta limpieza a la que ella se refiere debe también extenderse a mi cabeza.
La veo caminar de un lado a otro y pienso que hará falta borrar sus pisadas del suelo. Miro hacia el clóset vacío e imagino la maleta llena de caricias furtivas, trozos de desnudez perdidos entre colores y texturas. La cama, no importa las veces que la haga, su cuerpo seguirá adherido a las sábanas y sus sueños se quedarán guardados en la almohada.
La sigo hasta fuera del cuarto, recoge un par de cosas en la sala y en la cocina, desde luego no quiere que se le quede nada. Y ya le digo yo que debería también llevarse sus lecturas y sus siestas en el mueble, los aromas que puso en la cocina, las huellas de sus pies sobre la alfombra, la silueta de su sombra en cada esquina, los rastros de picardía sobre la mesa, sobre la barra del comedor o el sillón, la forma en que sus carcajadas repliegan al silencio en un rincón, la marca de su espalda en las paredes, el roce de sus dedos en cada cosa que tocó, su mirada en cada superficie, su voz dispersa por la habitación; tal vez su sabor en los cubiertos, apuesto a que hasta en ellos se grabó…
–Creo que ya me llevo todo… – ¿Un bolso sobre el hombro, una cartera colgada sobre el brazo y la maleta a su lado en el suelo? Ya. Sin duda me tocará a mí hacer el trabajo de “limpieza”, lo que se ha llevado no equivale ni a la cuarta parte de lo que aquí deja.
Se queda de pie frente a la puerta, inmóvil, esperando… Da la vuelta, me observa, vuelve a mirar a la puerta. Niego exasperado, me aproximo y la abro.
–Supongo que esto es todo –dice. Yo guardo silencio–. ¿De verdad no harás nada?
¿Algo como qué? ¿Impedir que se vaya? Trago saliva, se me seca la garganta:
– ¿Quieres que te haga una fiesta de despedida?
Sube las cejas, me mira asombrada y atraviesa el umbral. No me preocupo siquiera por seguirla con la vista, sino que empujo la puerta y dejo que al cerrarse forme una barrera entre el mundo que se aleja y la realidad que me queda.
Paseo la vista por las paredes sin ver algo en particular, repito la imagen de antes de cerrar la puerta, no recuerdo si me dijo adiós y lo dicho: todo está tan lleno de ella que me… Estoy tan lleno de ella que… ¿En verdad se marchó?
Empiezo a saborear la sensación y escucho a alguien tocar afuera. Por eso es tan difícil aceptar algo, siempre aparece un inoportuno entrometido que evita que asimiles las cosas en su momento.
– ¡Sepa que no es bienvenida su visita! –grito antes de abrir. La persona al otro lado me mira con gesto avergonzado y un tanto consternado.
– ¿Podría…?
–De ninguna manera –le corto enseguida, en lo absoluto me interesa qué querrá. Sin embargo, se cuela en la casa sin pedir permiso.
–Vengo por… –Le doy la espalda y me dirijo hacia mi habitación, tampoco me interesa saber por qué ha venido. Tomo un bolso, empaco un par de cosas, vuelvo a la sala y mientras abandono la estancia, le halo del brazo hacia la salida. Pensará que soy maleducado, pero su intrusión no merece otro trato.
Forcejea, grita, intenta zafarse. En una de esas me detengo y sin soltarle le lanzo una advertencia con la mirada...
– ¿A dónde dijiste que te ibas esta mañana? –Me observa dócil, suplicante y risueña, pero no responde. Desde luego, la respuesta también me tiene sin cuidado–. Perfecto, te vienes conmigo. Después de ésta no te quedarán ganas de irte a ningún sitio… Al menos no sin mí –murmuro.
–Pe… –Un solo sonido tosco de mi garganta bastan para acallarla. Le suelto el brazo y la sujeto de la mano mientras hago que siga mis pasos. Ni se imagina lo que le espera. No me aguanto y en un arrebato la empujo bruscamente hacia mí, impacto con fuerza sobre su boca y mis manos la estrujan sin clemencia. La apartó raudo y retomo el camino. Ella, anonada y arrebatada por mi impulsivo acto, apenas reacciona, trastabilla y me sigue con torpeza.
Me canso de sus tambaleantes pasos, la tomo por la cintura para ayudarla a caminar, aprovecho la cercanía para lanzarle otra advertencia por lo bajo:
–Más te vale que te mantengas en pie y no desfallezcas en las próximas horas.
La siento estremecerse, el rubor va asomando a sus mejillas. Quiero reírme, pero no, debo mantenerme inflexible. Me mira apesadumbrada, sus ojos suplican piedad. ¡Oh, no, no, no! Esto se lo ha buscado ella y solo acaba de empezar.


Aldo Simetra




Sí que era TONTA mi amiga Juana. Tonta con todas las letras de la palabra en mayúscula, subrayadas y en negrita. A veces me provocaba darle un par de coscorrones a ver si lograba que reaccionara con los golpes.  Así sería de tozuda. Es que en verdad esa amiga mía no tenía compón.
Venía de haber roto con un tipejo con el que llevaba apenas seis meses de “relación”, si es que se le puede llamar así. La razón: incompatibilidad de caracteres. Apuntaban en direcciones opuestas para resumir.
No había pasado ni un mes cuando se lo encontró de nuevo y bastaron unas calentaditas de oreja, un “me haces falta por aquí”, una caricia por allá y ¡zas! Otra vez en las garras de ese animal. Tres días después se lo consiguió en su departamento con alguien más. Ella me refería el suceso sin caber en el asombro y yo (que ya me sabía la historia de ella, la del tipo y otras muchas) en lo único que podía pensar era: “No sé qué le sorprende”.
La cuestión era que no la había descompuesto tanto el descubrimiento como el hecho de que aquel reparara en su presencia y no se inmutara, que siguiera presto haciendo de las suyas en el otro cuerpo sin importarle que ella lo observara, más bien queriendo que lo observara. Me contó que cuando se cansó de ser ignorada se desesperó, armó un escándalo que solo sirvió para que él le dijera: “Oye, no molestes que estoy ocupado”. Y la otra salió después a secundarlo con total descaro: “Que solo serán unos minutos, nena. Si dejas de interrumpir acabamos más rápido”.
Se marchó, claro. Presa de un cúmulo de sentimientos que no alcanzó a describirme, pero que duraron como mucho una semana. No hacía más que hablar de él, de lo mucho que le gustaba, de lo que le hacía sentir cuando se le acercaba, de que si le perdonaría cualquier cosa porque se moría por él, que lo adoraba y otra sarta de palabrerías que a mí me hacían sentir pena al escucharla. Nunca entendí cómo Juana jamás percibió en ella misma la indignación que me transmitía su historia cuando para mí era ajena y para ella, propia.
En esos momentos, yo no cabía en mí de lo mucho que me sorprendía ella. Intentaba hacerle comprender por cualquier medio en qué podía terminar aquello. Incontables veces le repetí que no le convenía, entre los miles de hombres que hay en el mundo no podía quedarse ella con tan infame individuo. Juana no captaba ni porque le hablara en su idioma o en cualquier otro, ni porque le explicara gráficos (con lo harto que le gustan las matemáticas) o le hiciera dibujitos.  
Regresó con él, por supuesto. Y cuando me dio la bella noticia, el coscorrón que le quería dar a ella me lo terminé dando a mí de la impotencia:
– ¡¿Cómo se te ocurre, Juana?! ¡Piensa del ombligo hacia arriba no del ombligo hacia abajo, mijita! ¡Cuánta pendeja en una sola persona! –Le había gritado, incapaz de soportar tanto desatino. ¿Y qué me contestó la niña?:
– ¡Ay, amiga! Es que cuando estoy con él… ¡Cuando estoy con él se me olvida todo! No encuentro dónde me queda cada cosa, se me baja la cabeza a los pies, ¿yo qué sé?
Nada que hacer. Ahí me resigné. Con la cabeza pegada al suelo es muy poco lo que se puede ver. Ya no piensas. Tienes la sesera llena de barro y nadas feliz en tu charco hasta que se convierte en un chasco.
Al poco tiempo me puso al corriente de que le había hecho otra jugarreta, por partida doble además. No halló a una, sino a dos en la misma escena, en la misma habitación y con el mismo que había perdonado la vez anterior. Una de aquellas, entrelazada de cualquier forma entre él y la otra, dizque la invitó a unirse al grupo alegando: “Las cosas son mejores cuando se comparten”. A lo que, mientras aprovechaba de respirar sacando la lengua de la garganta de una de esas, el tipejo completó: “Estamos calentando. ¿Te hago un espacio?”
Salió corriendo, esta vez despavorida. El acontecimiento la desencajó. Pasó un par de semanas martirizándose con el cuento de que no se podía sacar la imagen de la mente, lo peor era que la revivía como si en lugar de haber huido se hubiese quedado en el sitio compartiendo a duras penas a su chico con un par de sanguijuelas que parecía no solo succionarlo a él sino también a ella, a quien le quedaba la porción más pequeña. Era al mismo tiempo una tortura y una pesadilla, me decía.
Sin embargo, eso pasó a segundo plano al él reclamar su presencia, al extrañarle, al necesitarle. Ella, sacudida por las mismas demandas, se dejaba manejar por sus deseos como marioneta. Sin duda algo no iba bien en ellos, aunque a esas alturas ya yo empezaba a preguntarme quién de los dos padecía de la enfermedad más grave.
Cual masoquista decidió regresar con él y con resolución tomada se le ocurrió pedirme consejo. Yo que ya tenía las cuentas claras, cansada de gastar saliva en vano, sabiendo perfectamente que ignoraría mis palabras y que caería de nuevo sin remedio, no pude más que decirle:
–Ten listo el hielo, el mentol y el ibuprofeno.
No me enteré finalmente si entendió el todo o la parte, o si se molestó conmigo por aquella frase proferida. Lo cierto es que no supe de ella hasta tres meses después cuando recibí una llamada en la que me invitaba a su casa. No se oía nada bien y solo con verla al llegar, me di cuenta de que no se encontraba mejor.
Engripada, con medias y pijama, envuelta en una manta, apocada y con aspecto de haber estado encerrada durante días, se me antojó tan indefensa como mi hermanita cuando busca refugio después de un mal sueño.
Después de abrirme la puerta se apresuró a cobijarse en el sofá, que francamente parecía un nido. Ya me imaginaba de qué iba, el tipejo seguro tenía mucho que ver. Rogué porque no hubiese sido tan suelta de tornillos como para dejarse embarazar por semejante sujeto. Por fin me dijo lo que le ocurría y supe que había sido ignorado mi ruego:
–A mi cuerpo le ha dado por ser anfitrión. –Me soltó sin esforzarse por mover los labios. Yo, que creí haber interpretado perfectamente, no hice más que suspirar.
– ¡Sí que eres tonta, Juana! –Alcancé a decir antes de escucharla terminar.
–Eso y también seropositivo.
Una expresión de escepticismo se fijó en mi rostro y me dejó muda, antes de que atinara a pronunciar alguna cosa ella lapidó las palabras no dichas con un:
–No me hagas repetirlo. –Hice amago de hablar y…– No me pidas explicaciones ni detalles. –Otra vez intenté mover la boca– No me hagas preguntas, ¿quieres?
Concluyendo que no iba a dejarme emitir sonido alguno, simplemente asentí. Menos mal que me impidió el habla porque en ese momento no sabía qué decir, negada y a punto de rabiar por la noticia, solo me pasaba por la mente resaltar lo estúpida que fue. Me le quedé viendo, el silencio se hizo pesado incluso para ella porque hubo de aliviarlo diciendo alegremente:
– ¿Ves? Te he hecho caso en algo –se llevó una mano hacia la bolsa de hielo que llevaba sobre la cabeza, me señaló una cajetilla de ibuprofeno abierta que descansaba en la mesa junto a una pomada. Me pidió que le acercara esta última, se untó un poco del contenido en las sienes y al instante un aroma mentolado inundó la estancia.
No pude más que sonreírle luego de negar con la cabeza, me hice espacio junto a ella en su “nido” y la abracé. Sus lágrimas comenzaron a brotar y con ellas su aflicción fue volcándose en un lastimero desahogo.
–Me la imagino, ¿sabes? A la niña que quiero tener y que quizás no tenga. La veo ahí frente a mí diciéndole: “Mija, si va a ser tan pendeja como para enamorarse de cualquier estúpido al menos tenga buen gusto. No vaya a caer en las manos de cualquier imbécil que venga a cantarle desafinado en la pata de la oreja, que eso no suena. Ni mucho menos se maraville con cualquier idiota que le pinte pajaritos desfigurados. Que no le pase como a mí, que suba sus expectativas y que aprenda a mirarle el dentado a caballo regalado”.
–Bueno, Jua…
–Calla, calla… –Me interrumpió entre sollozos–. En serio, no digas nada. Tantas oportunidades que tuve para enmendar y mira. Es que si en la vida no aprendes algo por las buenas, lo haces por las peores. ¿Y dime tú, amiga, de qué me sirve ahora el aprendizaje sino que para resaltar mis errores? ¿Es que no las escuchas, a esas “lecciones de vida”? Debiste haberlas escuchado porque me gritan algo parecido a lo único que te he dejado decir desde que entraste a casa: “¡Por pendeja, ¿viste?! ¡Sí que has sido tonta, Juana!”. ¡Estoy-hastiada-de-escucharlas! –Gruñó entre dientes–. Dime dónde se apagan. O mejor no, no hables. Solo acompáñame, pero quédate callada.
No abrí la boca, más por no tener respuesta a sus incógnitas que por respetar su silencio. Ese día murió Juana, la tonta. De hecho, no volví a llamarla nunca de esa forma.



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