Fotografía de Wojciech Grzanka

–Las lágrimas, para rodar, ¿qué rito siguen?
–No sé, hace rato que me inundan sin motivo.
–Ver una cinta trágica para encontrarlo es triste.
–Lo sé. Y más seguir llorando a su final sin haberla comprendido.
– ¿De qué trataba?
–Un trozo de vida cualquiera, supongo.
–Mmm... Vivir, ¿tiene algún sentido?
Se encoje de hombros.
–La vida, ¿qué sentido tiene? –Insiste.
–Ninguno. Creo. Te echan a vivirla sin siquiera consultarte y de ahí ya se ven malos augurios.
– ¿Y qué deberían preguntarte?
–No sé. ¿Quieres nacer? O ¿quieres nacer allí? Como mínimo. Uno debería poder escoger qué mundo espera alumbrar con su llegada.
–Parece que eso no es asunto abierto a discusión. Y lo de la luz que traes... deberías ponerlo en duda.
Suspira y hace una mueca.
–Es la tierra siempre, de todas maneras. Eso es unánime.
– ¿Cómo lo sabes?
–Es el único planeta que necesita público para girar hacia ninguna parte.
–Puedes decidir si estar entre los espectadores o dentro del espectáculo.
– ¿Hay alguna diferencia? Todo se reduce a dar vueltas sin sentido hasta que un día te convences de que solo te mareas y gritas: ¡me bajo, detengan esta mierda!
– ¿Y después qué?
– ¿Después? Después te enteras de que hay solo una salida, justo donde la muerte celebra y obsequiosa te agasaja con una botella de vino.
– ¿Blanco o tinto?
–Tinto, claro, para que se consuma en la misma medida en que de tus venas ya no mane líquido.
–Ya, pero ¿te bajas?
– ¿Que si me bajo? Eso es justo lo que te cuestionan, pero solo por costumbre o protocolo mientras se mofan de ti entre dientes, causándote bochorno.
– ¿Te cuestionan? ¿Quiénes?
–Pues ¿quiénes más? Los que te oyen gritar.
–Ya, pero ¿tienen nombres, no?
–No sé, no sé. Solo sé que luego, tú, cobarde, llamas al tiempo, ¡ese usurero! Llamas a la vida, ¡esa maldita! Y les ruegas, les imploras y concilias...
– ¿Concilias?
–Sí. Les dices que ya sabes que te han deparado un sinfín de desventuras, pero que cojan pausa que tú aún no llevas prisa.
–Pero, ¿no te bajas?
Se encoje de hombros por respuesta.
– ¿Por vergüenza o cobardía?
–Por ambas, por ninguna. ¿Qué sé yo? Siempre hay más motivos.
–Dame uno.
– ¡No lo tengo! Es como con las lágrimas y su rito.
– ¿Verás una cinta para encontrarlo?
–Y llegar a su final sin comprender...
– ¿La cinta o el motivo?
– ¡Ambos! ¿No te das cuenta de que es lo mismo?
–Pero es que nada tiene sentido.
– ¡Es lo que te tengo dicho desde el principio!


Aldo Simetra



Pintura de Danny Galieote

El sábado era día de reunión obligada en la cuadra. Doña Cleotilde, Doña Hortencia, Tati y La Bruja, asistían sin falta a esas “fiestellas” que eran de entrada unas relajadas fiestas, según decían, pero que siempre terminaban en querellas donde se presumía hasta de las cosas más inocuas y superfluas. Cada siete días a alguien le tocaba poner su casa al servicio de la comunidad y entonces los vecinos, cada cual con una encomienda precisa que no podía rechazar ni delegar, se daban cita en el lugar.
En el encuentro ya se sabía que la concurrencia se dividiría en cuatro grupos y que los dos principales se formarían cuando los hombres se refugiaran en el salón o el patio y las mujeres, en el comedor o la cocina. Los primeros para conversar del deporte o del auto de la temporada, de tecnología o mecánica, de política y de mujeres (siempre y cuando las suyas no se enteraran); beber alcohol y recrearse la vista (si se podía). Y las segundas, para conversar de las prendas, los cosméticos y accesorios de moda, de farándula o del último cuento de la temporada, de recetas y de hombres (se enteraran o no los suyos); beber alcohol y recrearse la vista (también si se podía).
Los otros dos grupos de menor importancia, lo constituirían los rezagados carentes de empatía grupal y los hijos de los dos primeros, a quienes justo ese día se les levantaba la supervisión adulta con la condición de que se mantuvieran alejados y bajo ninguna circunstancia se dejaran caer bajo la lengua de sus papás u otros parientes y allegados de mayor edad. ¡A saber qué podrían escuchar...!
Bananito, aún muy joven para conocer los estragos que causaría en su vida semejante sobrenombre, tenía la lección aprendida sobre no velarle los labios a los adultos; en cambio, paraba bien las orejas, afinaba el oído y sabía cómo pescar un mueble tras el cual esconderse, un rincón por el que nadie volteara a mirar o una mesa vestida con un mantel lo suficientemente largo bajo la cual descansar.
Para el sábado que nos concierne, fue un armario lo que cayó en sus redes. Llevaba casi media hora entretenido escuchando a ña Hortencia discutir con la Tati porque en su juventud, según explicaba, conseguía más conquistas que ella llevando más ropa de la que se usaba ahora y mostrando menos piel, mientras ña Cleotilde afirmaba que en los tiempos de antes no hacía tanto calor como en los presentes y la Bruja les callaba la boca a una y a otra alegando que la primera de milagro había logrado sacarle un suspiro al tontorrón con quien se había casado y que la última no estaba en condiciones de comparar el clima de una época con otra atravesando pleno climaterio, cuando de improviso se abrió la puerta del armario.
Bananito estuvo a punto de creer que la diversión en esas veladas, por vez primera, se le acabaría muy temprano; sin embargo, se alivió al ver que quien se asomaba era la sobrina de sus vecinos de enfrente.
– ¡Búscate otro sitio para ti, mocosa! –Le espetó, defendiendo su territorio–. Aquí no hay espacio para dos.
La niña entrecerró los ojos y luego hizo amago de emitir un grito de molestia. Bananito se apresuró a taparle la boca y halarla hacia el interior del mueble temiendo que alguien pudiese descubrir su novedoso escondite. No tuvo que pedirle a la niña que no gritara, porque se mantenía callada sonriendo con aires de suficiencia. Luego el que entrecerró los ojos fue él cuando la escuchó decir:
– ¿Ves cómo si había sitio para mí? Y por cierto, tú eres el que lleva mocos en la nariz.
–Pues si no te gusta, ¡te sales!
– ¡Ash! Solo digo que respirarías mejor con la nariz limpia.
– ¡Shh, pecosa! Respiraría mejor si estuvieses afuera.
– ¡Listo! Al cabo que será más divertido ver cómo te sacan a coscorrones de esta cosa que quedarme contigo aquí.
No alcanzó ni a abrir el armario. Bananito la haló del vestido reteniéndola y entonces le gustó oír:
–Vale, mocosa, te quedas. Pero haces chitón.
–Me llamo Clarissa, menso. Y... ¿qué es lo divertido de quedarse aquí dentro?
– ¡Me da igual cómo te llames! ¡Juro que donde no te calles te lleno de mocos el vestido!
Esa vez la niña abrió la boca sin segundas intenciones, nada más que para expresar repugnancia.
–Ahora cierra el pico y escucha...

–...Durante algún tiempo salí con uno que se la pasaba hablando maravillas de su poderío y a la hora del té... ¡Jum! Resultó que más reino y castillo tenía mi sobrino. ¡Y eso que solo tiene dos añitos! –Se escuchaba la voz de ña Cleotilde.
–Seguro que luego quiso marearte diciendo que lo importante era el movimiento del barco. –Intervino ña Hortencia.
– ¡Pues claro! Pero yo ahí le advertí que vigilara las aguas dónde se movía, porque no era lo mismo navegar en ééésste mar abierto que en una lagunita...

– ¿Entiendes algo? –Reclamó la atención de Bananito.
– ¡Ni te creas que te voy a servir de diccionario!
–Pero...
–Shh, shh –la calló displicente.

–Yo, cuando se trata de palomas, prefiero una en la mano que ciento volando –opinó ña Hortencia, sin importarle si venía o no a tema–. Por eso hace años me decidí por una y, ¡aunque a veces la caga como-no-tienes-idea!, al menos no ha salido espantada como otras que solo me dejaron las plumas...

– ¿De qué hablan? –Insistió Clarissa perdida.
–Jijijiji. De las palomas del parque no va a ser, jeje.
–Pero...
– ¡Shh! ¡Shh!

– ¡Pues siga limpiándole las cagadas a su paloma! –Le replicó la Tati ufana–. Que igual, a esa edad que se gasta, no creo que cace otra. ¡Jajaj! Yo estoy muy joven para conformarme con una sin haber siquiera probado la cuarta parte de la especie.
–Debería empezar a pescaaar, mijita, hágame caaaso... –objetó ña Hortencia en tono cantarín, sin mostrarse ofendida–. Yo sé lo que le digo. Algún día el mar se le va a quedar sin peces o uste’, sin cebo...

–Pero ¿están hablando de aves o de pescado? –Inquirió la niña, cada vez más ofuscada.
– ¡Shh! ¡shh!
– ¡Puf! –Se desinfló, cruzando caprichosa los brazos ante las reiteradas solicitudes de silencio de Bananito.

– ¡Déjela que haga su tour de polla en polla! –Terció ña Cleotilde–. Un día de estos se va a topar con el gallo o la gallina de los huevos de oro y la van a mandar a volar. ¡Ahí sí la va a ver llorar...!

– ¡Anda! ¿Y ahora qué tienen que ver los pollitos?
– ¡Jijijiji! Pos nada. ¡Sí serás tonta! Jiji. No están hablando de esa clase de pollos. ¡Jijiji!
– ¿Ah, no? Pero si...
– ¡Shh! ¡Shh!

– ¡Ay, no! –Se quejó La Bruja a vox populi–. ¡Estas mujeres se reúnen no más que para hablar de pitos y ver quién lo suena o a cuál se lo han sonado más duro!

– ¡Eso sí lo entendí! ¿A que en un rato se escuchan los pitidos?
– ¡Jijijijiji! ¡Te crees que los pitos de los que hablan son como los que usan los profes de gimnasia en el cole! ¡Jojo...!
– ¿Ah, no?
– ¡Jijijiji, juju, ji-ji...! ¡No, mensa! –El niño se carcajeaba a partes iguales de la conversación y de la ingenuidad de Clarissa. Dentro del habitáculo del armario se le hacía cada vez más complicado controlar la risa.
– ¡Ay, no! ¡Entonces, ¿de qué hablaban?!
– ¡Jijijiji, jaja! No te digo.
– ¡Me dices o abro el pico! –Lo amenazó Clarissa, hastiada de escucharlo reírse y molesta por no poder ser partícipe de lo que le causaba chiste.
– ¡Jijiji! Va-vale. Pero conste que tú lo pediste...
Bananito, dando a entender que no le bastaba el hermetismo del cubículo, se posicionó muy cerca de la oreja de Clarissa y, tal si le contara un secreto, le respondió la incógnita entre susurros. Lo primero que hizo la niña al oírlo fue abrir mucho los ojos, pillada desprevenida, y luego la boca, mientras ambos iban alcanzando al unísono mayor abertura. Su inicial impresión fue creer que Bananito le estaba jugando una broma y quiso refutarle aquello, pero cuando el muchacho la arrinconó serio con un “¿qué te apuestas?”, empezó a hacerse a la idea de que tal vez, y solo tal vez, no le mintiese.
El reto se quedó a medias cuando a Bananito volvió a hacerle gracia alguna otra ocurrencia dicha del otro lado de la puerta del armario. Clarissa volteó la mirada hacia arriba, gruñendo, y pensando que igual no se podía creer en un tontuelo que se reía intercalando en un orden irritante los sonidos de las íes con los de las demás vocales. “¡Si hasta la risa la finge el muy menso!”, se dijo. No obstante, acordó salir de dudas con alguien en quien sí confiase.
Para la hora en que se encontró de vuelta en casa, el asunto había rondado suficiente tiempo su cabeza hasta que la necesidad de aclararlo por completo se le hizo irreprimible.
Observaban la tv en la sala de estar, retornando a la normalidad del hogar luego de tener que soportar los disparates de las “fiestellas” sabatinas. La madre de Clarissa hizo un alto en esa recién recuperada armonía para ir por algo de comida y a la niña se le ocurrió de pronto que tenía la oportunidad perfecta y la persona indicada para salir de dudas. Arrastrándose gatuna sobre la alfombra se postró a los pies del sillón en donde su padre descansaba con la mirada fija en un programa deportivo, le haló tierna e insistente el dobladillo del pantalón demandando su atención. El padre, que ya tenía aprendido a qué seguía ese gesto, hizo una mueca y fingió no darse por aludido. La niña, que nunca daba su brazo a torcer y dispuesta a salirse con la suya, se levantó del suelo de un salto y se le plantó en frente con los brazos cruzados obstaculizándole con toda la intención la vista de la pantalla del televisor.
– ¿Y ahora qué pasa, Clarissa? Quite de allí que no me deja ver.
–Quiero preguntarle algo, apá.
–Ahora estoy ocupado, vaya y pregúntele a su mamá que está en la cocina.
Ella nunca había entendido esa forma de estar ocupado viendo la tv.
– ¡Jo! No, apá, quiero que me responda uste’.
El padre se inclinaba hacia lado y lado del sillón para ganar visión, pero cada que lo hacía Clarissa se movía impidiéndoselo.
– ¡Clarissa! ¡Quite, que me voy a perder el partido!
– ¡Uy, pero porque quiere, apá! Si tan solo...
– ¡Ahhh, suelte, suelte a ver! –Replicó el padre vencido, desinflándose entre los almohadones del mueble.
Ahí sí se dignó a descruzar complacida los brazos y vacilante inquirió:
– ¿Por qué le llaman “paloma” a lo que tienes entre las piernas? –El padre se desencajó con la pregunta. Apenas intentaba reaccionar cuando escuchó que su hija agregaba–: ¿Acaso vuela?
–Ehh... ehm... –balbuceaba, buscando en vano algo qué contestar–. Bueno, esto...
– ¿Y por qué le llaman “polla”? ¿Acaso pía? –Contraatacó sin dejarle oportunidad de pensar.
“¡¿De dónde carrizo se ha sacado semejantes preguntas esta niña?!”, se cuestionaba atónito el padre. Por momentos lo invadían leves deseos de reírse, pero la presión de tener que dar alguna respuesta sepultaba cualquier amago de risa.
–Y si también le dicen “pito”, es porque silba, ¿a que sí?
A estas alturas el partido había disminuido en importancia y el hombre se encontró en un apuro negando y afirmando al mismo tiempo las declaraciones que la niña le expresaba.
–Bueno no... ehh, sí. No. Eh, quiero decir que si las palomas vuelan y las pollas... este, bueno, sí, pían... Pe... pe-pe... ¡¿Pero quién te ha estado hablando de esas cosas, mija?! –El padre, obcecado, buscó una salida alternativa.
Justo en ese instante la madre retornó a la estancia y los examinó con la vista. El padre guardó silencio. La niña, que había estado evaluando el tema por su cuenta, tras subir la ceja frunciendo el ceño con afán de curiosidad insatisfecha, pareció resumirle o referirle a su madre la materia en disputa en una frase:
 –Amá, ¿y nuestra cosita qué hace?
La madre, que vaya uste’ a saber qué cuentas había sacado, increpó a uno y otro con expresión encendida para luego sentenciar:
– ¡Camine pa’l cuarto, Clarissa! –Donde se le ocurriera a la niña protestar, invalidó su reproche chasqueando los dedos al tiempo que le señalaba con el índice el camino a la habitación y repetía, inflexible: – ¡Pa´l cuarto, dije!
Entretanto su hija acataba la orden le lanzaba al marido una mirada asesina en la que parecía clamar sin decirlo: “¡te vas a enterar, desgraciado, de con quién te casaste!”. La niña, sin ápice de culpa, pero tampoco indiferente a la escena, se retiró a su alcoba sacudiendo nerviosa una mano y pensando: “¡uy, la que se va a armar!”.
Una vez en la recámara, Clarissa pegó la oreja a la puerta cerrada esperando oír algo de lo que iba aconteciendo en la sala; no obstante, solo logró percibir a un volumen mayor el ruido de la programación del televisor. Se rindió. Se dijo que de todas maneras ya era hora de dormir, aunque el asunto todavía no le terminaba de encajar en la cabeza.
Como tenía por costumbre, antes de irse a la cama fue al baño y al momento de recolocarse la ropa íntima en su sitio tuvo una idea... De pie, frente al retrete, se dobló hasta posicionar su cabeza al nivel de sus piernas separadas y observó con detenimiento la intersección entre ellas. Tras unos segundos de contemplativo estudio concluyó:
–Bueno, alas no tienes...
Desde la misma postura, sopló leve su entrepierna y soltó aburrida:
– ¡Bah! Tampoco silbas.
Luego, le llamó la atención un pequeño bultito que sobresalía en el conjunto. Usando la yema de un índice le dispensó un par de golpecitos, tal cual hiciera con el pico de un pajarillo, para después espetar dubitativa:
 – ¿Será que hay que darte maíz pa’ que píes?
Dándose por vencida por primera vez en ese día, abandonó el examen resoplando consternada y se recolocó la ropa íntima, esta vez al completo. De regreso al cuarto mientras se metía entre las sábanas de su cama, no pudo evitar mirar decepcionada hacia su entrepierna. Entonces, antes de acostarse, negó con la cabeza bufándole por encima del pijama:
– ¡No me puedo creer que tú solamente mees!




–Las cajas cerradas siempre me han ofrecido un misterio y más cuando vienen con advertencias. Cada vez que abro una no estoy satisfaciendo, al contrario de lo que se pensaría, mi curiosidad mórbida ni mi empecinamiento en romper reglas, es más que eso. Estoy ejerciendo mi derecho al libre conocimiento y a la seguridad (por ausencia de vacilación o sospecha), estoy rompiendo con la tendencia absurda de temerle a lo desconocido, con la ignorancia resignada que representa quedarse con la duda y con lo inverosímil e irracional de seguir sin reparo o previa discusión toda norma impuesta o adquirida. Bien mirado, no es más que un reto carente de rebeldía.
– ¿Es eso una explicación o una disculpa?
– Señor, que su grado de apreciación decida.
–Yo no soy el necio que la ha abierto. Así que decide tú cómo lidiar con lo que hay dentro.

Aldo Simetra 




A Helena le molestaba la duda. Le gustaban las cosas claras. Lo aplicaba hasta cuando no le correspondía del mismo modo a alguien e iba solícita y directa al grano a encararle. Mantenía que si provocaba en alguno el deseo de lanzarse a un precipicio por su cariño, era conveniente que el susodicho supiera que ella no le iba a servir de enfermera ni sentiría lástima por las heridas que se hiciera.
En caso de que sucediera a la inversa, prefería estar bien enterada de por quién no debía arrojarse a un abismo y por quién sí valía la pena quedar magullada; si el posible destinatario de sus atenciones no se daba por aludido o no apresuraba el asunto, ella misma le plantaba cara.
Siguiendo este criterio, un tanto hastiada de oír tanta palabrería bonita, pero vacía de motivación, se propuso confrontar un día a Marcos. Sin protocolo y sin rodeo alguno le manifestó su interés hacia él y le dejó claro que si iba en serio, ella también. El muchacho tras rascarse la nuca algo contrariado le expresó su negativa con un simple: “a mí nada más me gusta ver cómo se sonrojan las chavas cuando les digo esas cosas. Además, tengo novia”. Si se sonrojó en esa ocasión fue de la rabia, lo pensó idiota por decir cosas sin propósito y sin sentido, se supo tonta y se le resintió un poco el orgullo; el día siguiente se le ocurrió que le cuadricularía la cara a Marcos si se atrevía siquiera a saludarla, pero para fortuna de él (o de ella), no le vio ni el rastro. Cosa que ya luego, sosegada, agradeció; puesto que había concluido que no tenía importancia perder tiempo molestándose con semejante estupidez.
Creyó que no habría más novedades en ese tema hasta que conoció a Pedro. A diferencia de Marcos, el muchacho solo había cruzado palabra con ella el momento en que se lo presentaron y únicamente para emitir las dos sílabas que formaban su nombre de pila. Las sucesivas oportunidades en las que tuvieron al mismo tiempo la suerte y la desgracia de encontrarse, Pedro se quedaba de piedra viéndola como un pasmarote. Cierta vez, lo único que logró sacarlo de su ensimismamiento fue una mosca que equivocó el vuelo hacia una de las fosas de su nariz.
Ella no acababa de entender a qué se debía tanto retraso repentino en Pedro, aunque sus amigas le recontraexplicaran la razón.
–Es que tú lo pones tonto, niña. –Intentó hacerle ver su madre. Y ella replicó sin ápice de arrepentimiento o rastros de compasión:
– ¡Pues que se busque una que lo ponga listo! Yo no puedo con esa cara de Bobotrón-3000 con la que me mira, que pareciera retratar a todos los mongoles del mundo juntos.
– ¡Pero, Helena! ¿No te da ni un tantito de pena, mija? –Le reprochaba. Y entonces, la muchacha, algo avergonzada objetaba:
–Bueno, sí, un poco. ¡Pero no por él, sino por los mongoles!
Continuó sin dar su brazo a torcer en ese asunto incluso al provocar actitudes similares en un par de chicos más. Cuando alguien le insinúo sutilmente que aquellos comportamientos los inspiraba el reflejo de lo que veían, casi puso un brinco en el cielo al exclamar que ella ni de broma se veía así de mongólica y tampoco era la mitad de boba. Tiempo después llegó a pensar que solo atraía a idiotas.
Su percepción empezó a dar un vuelco con la llegada de Christopher. La mención del nombre le evocó a la Navidad la primera vez que lo oyó, pero de inmediato pensó en lo excéntricos que debían de ser sus padres por ponerle un nombre tan extranjero a su hijo y al instante siguiente, en lo presumido que debía ser el carajito. Iba al mismo curso que ella y no, no tuvo conductas similares a las del otro par de chicos, ni se lo presentaron como a Pedro, ni mucho menos le prodigaba alabanzas carentes de utilidad o interés. La verdad es que no hacía nada, nada que le hiciera prestarle atención, nada que le molestara o le fastidiara, nada que le hiciera ver que sabía de su existencia o que mínimamente le gustaba. Y esa nada parecía ser todo lo que necesitaba.
En los descansos entre clase y clase, se sorprendía buscándolo entre los demás alumnos e intentando divisarlo en cada dependencia de la institución. No lo perdía de vista ni de lejos. Y con él fue el primero con el que su criterio falló.
La ocasión en que se armó de valor para aplicarlo, ella iba bajando un grupo de escaleras entre tanto él las subía, lo medio saludó a distancia con la palma tímidamente en alto, él le correspondió abriendo demasiado los ojos y subiendo otro poco las cejas, pero por una vez se estaban viendo fijo y... Navidad, Navidad, hoy es Navidad... Helena escuchó campanas al mirar sus ojos oscuros, olvidó que estaba en un escalón y no en un terreno llano, dio un paso y su pie descansó en el vacío mientras su cuerpo comenzó a descender las escaleras a trompicones sin emplear sus extremidades inferiores.
Si hay algo que después fue imposible que no recordara  de esa caída, fueron las veces en que se dijo “torpe” a sí misma. Se lo dijo tres veces mentalmente al pasar el último peldaño. Luego un par más cuando Christopher corrió a auxiliarla entre asustado y divertido a los pies de la escalera. El doble de las que llevaba cuando, convencido de que no se había hecho gran daño y aún podía caminar, le soltó por lo bajo en tono jocoso: “¡vaya manera de dar vueltas por las escaleras! ¿Dónde te has dejado la cuerda?”. Y durante la semana entera se lo siguió repitiendo cada vez que alguien aludía a ella como “el trompo” al relatar el suceso. Sacó dos lecciones de aquello: 1. Jamás abordar a un chico en un lugar de paso; y 2. Jamás abordar a un chico en un sitio público.
De tanta conmoción que le produjo aquel acontecimiento estuvo a punto de marcarlo en su almanaque como un día memorable. A la noche, ya en casa, observándose al espejo la marca que en la frente le había dejado su torpeza, rememoró el hecho desde el saludo hasta el odioso comentario de Christopher sin darse cuenta de que en el ínterin se había quedado lela.
Al volver en sí, se topó con la imagen de un rostro atontado que sonreía bobaliconamente sin enfocar la vista en algo en concreto. No habría reparado del todo en que era su reflejo si al exclamar “¡madre mía, semerenda...!”, no vislumbrara al unísono sus labios en movimiento. Como era de esperar, no terminó la frase y al fin terminó sintiendo tantísima pena por Pedro.
Cogió la manía de caminar con la cabeza gacha, en parte por la vergüenza de su descomunal caída y en otra, por prevención. Quería evitar a toda costa que alguien tuviese oportunidad de ver lo que había visto ella en su espejo el día anterior.
Momentos más tarde tuvo el chance de comprobar que su voluntad no iba en consonancia con algún místico designio y que para su pesar, el azar, el destino o alguna otra cosa insidiosa trabajaban en su contra. En un descanso entre clase y clase, haciendo un rodeo innecesario que solo obedecía a su empeño de no emplear las escaleras ni toparse con Christopher, se dio de bruces contra el susodicho y de inmediato quiso mandar toda su prevención al carrizo, puesto que el tropiezo no habría tenido lugar si anduviera viendo al frente y no al piso. Sin embargo, su vergüenza no la pudo enviar al mismo sitio en lo que escuchó al muchacho decir: “cuando quieras empezar a girar, me avisas” y percatarse así de que la sostenía. Deseó encontrarse en el hoyo para su entierro con unas cuantas paladas de tierra cubriendo el féretro hasta que para mejorar o empeorar el asunto le escuchó añadir:
–Tienes unos ojos muy lindos. – “¿Ah? ¿Qué dice de mis ojos?”, pensó. No obstante, hizo dominio de sí y respondió:
–Eso... eso ya me lo han dicho.
– ¿Ah, sí? ¿Y seguro que también te han dicho que tienes unos labios de caramelo?
“Ehh... no, eso no... ¡Pero tampoco era que fuera algo del otro mundo!”, se dijo, aunque solo contestó con un simple gemido de afirmación que sonó como un “ajam”.
– ¡Bah! Da igual. A mí no me importa qué te hayan dicho, sino lo que quiero hacer con ellos.
“¡¿Y éste quién se cree?!”
Se aclaró la garganta y se atrevió a preguntar inocentemente:
– ¿Y eso cómo qué sería?
–Probarlos, por supuesto. Y saborear su relleno.
Se le borraron las líneas del pensamiento, el estómago se le tensó, empezó a sentir...
Calor... ¿o frío? No, no, calor. Le vino a la cabeza la imagen del espejo y se espantó. Parpadeó, se obligó a replicar alguna frase coherente y lo único que salió disparado de su boca fue:
–En la cantina también venden caramelos.
Al oír aquello Christopher prensó los labios privándose una carcajada. A Helena no le gustó sentirse burlada. Empezó a sentir rabia, a molestarle su cercanía y ya le estaba preparando un rótulo con las letras de la palabra “idiota” en mayúsculas, cuando le oyó susurrarle complacido:
– ¿Las pecas siempre te hacen ver así de chistosa o solo pasa cuando te pones roja?
¿Dónde estaba el bendito hoyo, ¡caramba!, para que la desapareciera?
A pesar de sus súplicas, la tierra no se abrió ese día. Y entonces, Christopher tuvo ocasión de divertirse otro par de veces a su costa, de compartir con ella más que un par de encuentros azarosos, de relacionarse más allá de un salón de clases, de invitarla a su casa y luego acudir a la suya a regañadientes, de girar con ella, de comprobar que siempre la hacían ver chistosa las pecas; de saber de qué estaban rellenos no solo sus labios, sino también sus pupilas y de enterarse de dónde había dejado la cuerda el día en que rodó por la escaleras.
Helena, por su parte, tuvo ocasión de designar con una sola palabra los aumentos y descensos de temperatura que Christopher le inspiraba cuando la abrumaba la incapacidad de experimentarlos por separado; de disfrutar los beneficios de hacer tareas en conjunto, incluso cuando los libros permanecieran cerrados; de comprobar que sus padres no tenían nada de excéntricos, pero sí mucho de extranjeros; que el hijo les había salido tan sencillo que lo mismo se comía los espaguetis con cubiertos que desde la boca del cuenco apurándolos con los dedos; de descubrir el relleno de sus labios, de saber de qué estaban hechas sus manos, de decretar nuevas efemérides en el calendario...
La primera vez que Christopher la besó se pasó tanto tiempo frente al almanaque pensando bajo qué rótulo marcar la anécdota que al momento de escribir, la punta del marcador ya estaba seca. Había estado decidiendo inútilmente si colocar la leyenda en plural o en singular, porque bien “sabía” (y en este punto se pasaba la lengua por los labios cual tonta) que sus bocas se habían presentado y reconocido en reiteradas oportunidades aquella tarde. Al final, marcó la fecha con la palabra “albóndigas” y lo dejó estar. Días después, de paso por su casa, Christopher habría de preguntarle a qué hacía alusión aquello y ella se encontraría respondiéndole, como para salir del apuro, que cada que le tocaba cocinar anotaba la comida para no repetir el mismo plato muy seguido. “¡Caray, pero si nada más cocinas una sola vez al mes!”, replicaría el muchacho divertido.
La vez primera en que sintió las manos de Christopher en donde nunca había sentido las de nadie, la espina dorsal se le enderezó de un respingo, se le tensaron los músculos y se paralizó en seco con los ojos abiertos cual lagartija expectante. La sola idea de desconocer hasta dónde llegaría el recorrido la agobiaba, pero por suerte el muchacho no resultó ser un explorador avieso y pronto le ganó confianza. Otra vez se encontró enfrentándose a su almanaque sin saber qué señalar con exactitud, sin embargo, a diferencia de la anterior, desistió; se dijo que era redundante estampar en el papel lo que ya llevaba impreso a tacto en la piel.
La primerísima de las primeras veces, la épica, la amistad y el compañerismo se habían convertido oficialmente en algo más íntimo. Ella le respondía a él como Lena y él le respondía a ella como Cristo. Los labios se le desbocaron en una tarde de esas en que los libros se resienten por pasar desapercibidos y las prisas los agarraron desprevenidos cuando las manos se le perdieron por rincones en donde los rayos del sol no son bien recibidos. Todo fue viento en popa hasta que se encontraron sin prendas y la desnudez les dejó claro que de ahí no había vuelta. Él dudó un segundo por miedo a que ella se le escapara; ella también, por miedo a que él no hiciera nada. Pronto el nerviosismo de una y la desesperación del otro jugaron a su favor y ahuyentaron, a punta de besos tiernos e intrépidos, de caricias curiosas y torpes, de miradas arreboladas y cómplices, de respiraciones entrecortadas y acompasadas, y de sensaciones extrañas (por desconocidas), todo rastro de vacilación o duda.
De nuevo se hallaría indecisa ante su almanaque destacando el acontecimiento, pero en esa ocasión por no saber si marcarlo o no. Rememoraba ese no saber dónde poner las manos ni qué hacer con ellas, la incertidumbre a lo que le seguía a cada movimiento y a cada caricia, el temor haciéndola inspirar más de lo normal, los nervios haciéndola temblar, la cercanía de Christopher suave, cálida, lenta, precipitada, cadenciosa que la agitaba, la obnubilaba y la hacía transpirar como si sus poros estuviesen abiertos de par en par; la expectativa, la ansiedad, la atracción traspasando las barreras de la inocencia y convirtiéndose en deseo, ver a Christopher sobre ella, sentir a Christopher sobre ella y luego... Y en ese “luego” era dónde descansaba toda su indecisión. Porque le había gustado todo, pese a su inexperiencia, excepto sentir dolor. Evocó el color de aquella incómoda humedad en su entrepierna y al unísono acudió a su pensamiento aquella máxima de su madre que rezaba que los momentos más significativos en la vida de una mujer, la naturaleza se tomaba el atrevimiento de marcarlos con el rojo de la sangre. Sonrió. Se dijo que de esos momentos ya llevaba dos de tres y, satisfecha, guardó intacto el marcador.
Con el tiempo y la destreza ganada con la práctica y la repetición, se celebró el no haber resaltado ese último suceso en el calendario, puesto a que descubrió que lo que lo hacía remarcable, como a los anteriores, no era en esencia su relevancia, sino su novedad. La revelación la invadió como una especie de alumbramiento junto con otras verdades una noche de septiembre que no tuvo siquiera que apuntar porque el recuerdo se le grabó a fuego en la memoria del cuerpo. Fue cuando, tal si formaran parte de una danza exquisitamente coreografiada, Christopher y ella lograron entregarse y rendirse al otro a ciegas, con fluidez y desenvoltura, sin movimientos mecánicos y sin más pausas que las que el momento requería, dejándose llevar sin importar quién o qué los traería de vuelta, si es que la había. Así comprendió la sutileza de las cosas, que no había que forzarlas para que pasaran, y se olvidó de su criterio.
Abstraída en la mirada de Christopher pegó un brinco en el cielo al percibir que lo que ambos se inspiraban y cruzaba sus pupilas a igual tiempo era reflejo del mismo sentimiento. Ahí entendió el principio de esa idiotez que tanto había rechazado y disfrutó ser partícipe de ella, pero no pudo evitar seguir considerando idiota a todo el que la padeciera, incluyéndose.
Descubrió también, entre otras cosas, que existía una innata sincronía entre los cuerpos, que las sensaciones aunque no se expresaran en palabras, no eran mudas (lo supo en cada quejido entre sus pieles, en cada gemido involuntario, en cada suspiro contenido); que la Navidad no llegaba solo en diciembre, que la Nochebuena no tenía por qué celebrarse una sola vez al año. Aprendió que podía rezarle e implorarle a dos Cristos totalmente distintos y aún así, exaltarlos a ambos a un mismo tiempo al acercarse a lo divino; y que era en el recuerdo, y no en el almanaque, donde eran dignos de registrarse los acontecimientos memorables.
Le pareció que empezaba a nevar, como si esa vez la atmósfera o algún místico designio trabajaran a su favor y en consonancia con su repentina lucidez. Mientras un montón de copos blancos se dispersaban sobre ellos escuchó a Christopher decir: “¡dime que no es romántico tener sobre nuestras cabezas un desconchón de ese tamaño!”. Miró hacia arriba, justo encima de ellos un trozo del techo lucía destartalado y les lanzaba partículas de cal y yeso, volvió la vista hacia Cristo que la escudriñaba con una expresión imposible a la vez que una placa blanquecina le cubría de a poco el pelo, y solo deseó reírse con ganas. Mandó a su lucidez al mismo sitio en el cual todavía moraba su prevención, la respuesta se la grabó a Cristo en la piel en ese lenguaje que excluía a las palabras, la risa brotó por su cuenta amena e incontenible y estuvo segura, lo pareciera o no, de que había noche-buena en la habitación y nevaba y era diciembre. Porque habiendo descubierto la inutilidad del calendario y de la exclusividad de las fechas, podía, de esa vez en adelante, darse el lujo de inmortalizar a su antojo cada instante que viviera.




Fotografía de Patrick Runte

Mariana todas las mañanas se asoma a la ventanilla del negocio de su hermana solo para ver al chico de mochila azul y camisa blanca. El chico de mochila azul y camisa blanca a quien Mariana asomada a la ventanilla del negocio de su hermana ve todas las mañanas, llega cada día a la parada con la esperanza de hablar con la chica con la que sueña antes de irse a la cama. Él se hace llamar Francisco y la chica, Fernanda.
La chica con la que espera hablar en la parada y con la que sueña antes de irse a la cama el chico de mochila azul y camisa blanca a quien Mariana asomada a la ventanilla del negocio de su hermana ve todas las mañanas, toma apresurada el primer autobús en salir ansiando encontrar entre los asientos al joven de chaleco y sonrisa distraída que le alegra algo más que la vista.
Gabriel, el joven de chaleco y sonrisa distraída que le alegra algo más que la vista y le hace tomar apresurada el primer autobús en salir a la chica con la que espera hablar en la parada y con la que sueña antes de irse a la cama el chico de mochila azul y camisa blanca a quien Mariana asomada a la ventanilla del negocio de su hermana ve todas las mañanas, procura sentarse siempre junto a un lugar vacío y al bajar paga dos puestos aunque solo haya usado uno.
Desde otro plano, alguien que se sabe destinatario del puesto que ha reservado el joven de chaleco y sonrisa distraída que le alegra algo más que la vista y le hace tomar apresurada el primer autobús en salir a la chica con la que espera hablar en la parada y con la que sueña antes de irse a la cama el chico de mochila azul y camisa blanca a quien Mariana asomada a la ventanilla del negocio de su hermana ve todas las mañanas, flota y se dispersa en la nada. Y quiere querer, pensar, sentir o creer que puede usar el asiento junto a Gabriel, quien quiere poder ceder el puesto que guarda junto a sí y alegrarle algo más que la vista a la chica del autobús, quien quiere pensar que dejará de correr tras una sonrisa distraída e intercambiará más que un “hola” con el chico de camisa blanca y mochila azul, quien quiere creer que puede hacer algo más que devolverle la vista a la chica de la ventanilla, quien quiere sentir que alguien desde otro plano aún la escucha...
Es otro día y Mariana piensa que debería cerrar la ventanilla porque jamás será la chica con quien Francisco sueña.
Es otro día y Francisco piensa que debería seguir su camino porque nunca será quien le alegré más que la vista a Fernanda.
Es otro día y Fernanda piensa que debería dejar marchar el primer autobús en salir porque nunca logrará tener un lugar junto a Gabriel.
Es otro día y Gabriel piensa que debería dejar de guardarle espacio al vacío porque en este plano nadie va a ocupar el sitio.
Es otro día y alguien o algo flotante y disperso en la nada piensa... ¿...?
De cualquier modo, se abre una ventanilla, un chico de camisa blanca y mochila azul espera...
– ¡Hey, chico! ¿No llevas desayuno? –El aludido niega con la cabeza y medio sonríe.
...alguien se apresura a tomar el autobús...
–Eh, hola. Disculpa...
–Hola. Lo siento, voy tarde. –Lo corta displicente.
...hay un joven de chaleco sentado junto a un puesto libre...
–Disculpe, ¿me permite? –Inquiere un pasajero.
–Lo siento, está ocupado –responde.
...Y la nada impregna el ambiente.
Algo flota en el aire, uniendo con hilos invisibles el mismo sentimiento en una frase que se construye a cuatro partes desde una igual cantidad de puntos escasamente distantes:
“¡Puta... –Comienza un chico de mochila azul y camisa blanca al reemprender su camino y dejar atrás una tienda de comestibles.
...vida...!” –Prosigue una muchacha mientras mira alejarse un autobús desde la ventanilla del negocio de su hermana.
“¡Antojado... –Retoma una chica sentada en los últimos puestos de un colectivo con la vista perdida en un asiento vacío.
...corazón!” –Termina un joven de chaleco, abstraído en sus pensamientos y sonriéndole de forma distraída al viento.
Como enmarcando la exclamación a cuatro voces, se escucha un eco.


Aldo Simetra



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