The Silence Many Faces - Suliman Almawash

Curiosa esa inclinación del ser humano a usar disfraces como si viviera huyendo de quién es o no se hallara satisfecho con la vestidura que lleva. Hace una carrera de vida para licenciarse en ser distinto ignorando que es un objetivo estúpido e innecesario cuando ya se es único. Pierde tiempo siguiendo modelos sin reparar en que haría mejor inversión de sus horas modelándose y/o moldeándose a sí mismo y cuando se percata de que también está desaprovechando la oportunidad de ser su propio ejemplo al intentar adaptarse al de otro, ya ha borrado gran parte de su esencia.
Tal vez ese afán de enmascararse obedezca a la desazón de sentirse extraviado o a la necesidad de abarcarse por completo en una idea o concepto concretos (como si a diario no tuviera que enfrentarse a unos nuevos). Un entero despropósito si se toma en cuenta que el ser está en constante transformación: no acaba de tener plena conciencia de lo que en sí es, cuando ya está por convertirse en algo más. Sin embargo, no cesa en su empeño de encubrirse bajo cualquier tipo de artificio –cosa, al parecer, mucho más fácil en comparación con mostrarse naturalmente a sí mismo–, piensa requerir de cierta pantomima para mimetizarse con su entorno y olvida que siempre puede hacerlo sin cambiar de rostro.
Lejos de criticar esa predilección del ser humano hacia las caretas, lo censurable es la farsa que representan; ese morbo por usarlas pretendiendo que lo identifiquen a sabiendas de que a la multiplicidad de caracteres llevados por cada cual por dentro, no puede asignársele una envoltura diferente a la piel que habite.
 ¿Que qué hay de mí en esto del ser? Ya lo he expuesto: soy partidaria de conocer y convivir con cada una de las facetas que nos caracterizan sin asignarle traje alguno a ninguna pese a que no se pueda evitar ponerles nombre. De esta manera, he sido bufón cuando mis ocurrencias, desatinos y desperfectos han inspirado en otros la risa, payaso al reírme con alguien al mismo tiempo que me reía de él, zombi cuando se me han despellejado hasta perder forma la voluntad y las virtudes, momia al intentar preservarme intacta en el presente o el pasado y descubrir que por más métodos de conservación utilizados, tarde o temprano, el tiempo termina causando estragos. He sido bruja al hechizar a otro sin necesitar varita, vampiro al nutrirme a disgusto o por placer de la vida de alguien más, licántropo cada vez que la luna me hace perder los sentidos o cada que la uso de excusa para perderlos, depredador y presa cada que la naturaleza me recuerda, a mi pesar, que solo el más “apto” sobrevive y alienígena siempre que la Tierra me trata como huésped. He sido ilusionista cuando la realidad se me ha tornado pesadilla, aprendiz de mago cuando me ha tocado hacer malabares con los elementos puestos a mi alcance, diablillo cuando la maldad ha querido entretenerse conmigo y uno que otro vicio me ha hecho un guiño, angelito cuando me ha podido la inocencia o cuando, dejándome a merced de los sueños y el silencio, el cansancio me ha vencido. He sido víctima y verdugo cuando me han y me he castigado sin escrúpulos o cuando mis prejuicios han mandado a la guillotina sin recelo a más de uno, y hasta diosa todopoderosa al imbuirme de la egolatría y el egoísmo que supone creer que el mundo me pertenece y por ende debe circunscribirse a mis designios.
He sido... no más que otro "ser humano" que abusa en demasía del conjunto a modo de sustantivo y que intenta a diario resarcirse sacándole el máximo provecho como verbo. En resumen: no soy, sino que simplemente estoy siendo.
Aún así, o quizá por ello, continúo juzgando curiosa esa tendencia a usar disfraces cuando en nuestro fuero interno ya vamos revestidos de nuestras personalidades.






– ¿Era usted amigo íntimo de la Sra. Bastile?
Yo a ella podría bosquejarla o reconstruirla sin robarle al pintor su pincelada precisa ni al escultor su modelado perfecto.
–No en realidad.
– ¿Cómo describiría su relación con ella?
Podría inmortalizarla con el clic de un parpadeo sin pedirle prestado al fotógrafo su destreza para evaluar el mejor ángulo y capturar en un instante la magia de su existencia. Podría escribirla en un aria, hacerla melodía, tocarla a ciegas y alcanzar cada una de sus notas con una excelencia tal que el don del más dotado músico me estaría de sobra.
–Mejor de lo que cabría esperar.
– ¿Es cierto que su trato sufrió un deterioro al ella contraer matrimonio?
Ningún arquitecto encontraría un modo de proyectarla centímetro a centímetro de forma tan exacta a como yo lo hiciera y aun así, era otro quien la pintaba y modelaba, otro quien tenía el privilegio de hacerla música, de eternizar en una imagen algún momento furtivo de su paso por la tierra y con quien se proyectaba a kilómetros del ahora en algún lugar deforme del mañana.
–No es de su incumbencia.
De a poco se me fueron entumeciendo los dedos de no poder deslizarlos por la tersura de su cuerpo, me supe a oscuras al no poder encontrarme en algún deslumbrante rincón de su ser, se me secó la boca y se me ranció el gusto al no poder saborearla, se me agrió el ánimo de tanta risa ausente de ella y de tanto chiste que no alcancé a usar para provocársela. Mis actos se fueron convirtiendo en gestos mecánicos que continuaban reproduciéndose por obra de la inercia o la costumbre y yo, en un autómata de carne y huesos que eventualmente satisfacía una u otra necesidad fisiológica.
–Entiendo. ¿Puede dar cuenta de dónde se encontraba el pasado martes sobre las 7:00 pm?
–Por supuesto.
Del resto, todo era ella: su rostro de ojos despiertos al doblar la esquina, el roce de su tacto entre la multitud, la sombra de su silueta al cruzar la calle, el calor de su aliento colándose por mi cuello al atravesar un apagado y desolado callejón, su aroma persiguiéndome o guiándome hacia un encuentro con ella que jamás se dio, su voz perdida en los trozos de otras conversaciones, entre los diálogos del programa de turno en el televisor, en el coro de alguna canción olvidada o desconocida, en el llamado de mi nombre en boca de algún extraño y en cualquier recoveco del silencio en donde su memoria hiciera eco. Ella era todo y dentro de esa totalidad lo único no inmerso o sobrante era yo.
– Le escucho.
– ¿Por qué habría de decírselo?
Me fui volviendo nada en los bordes de su existencia y ella, en ese algo enigmático al otro lado de unos límites cuyo traspaso estaba vetado para mí. A menudo me sentía como un indeseado observador del desglose de sus horas, como un patético curioso de una escena del crimen que vigila atento cada movimiento desde el lado externo del terreno demarcado por la franja amarilla, preguntándose qué ocurre realmente y sin el morbo satisfecho de formar parte o poder intervenir.
–Un sujeto con su descripción fue visto en los alrededores de la residencia de los Sres. Bastile a horas cercanas a las que se cometió el crimen.
No obstante, había algo mágico en mirarla aun sabiéndome ajeno a su cotidianidad. Bastaba con que la captaran mis retinas para sentirme despojado de mi penumbra, para creerme de nuevo actor de un papel, aunque minúsculo, en el devenir de sus días; se me desentumecían las manos, recuperaba el sentido del gusto, mejoraba mi ánimo, recobraba esa vital sensación que menguaba in crescendo al acentuarse su ausencia y mi voluntad se rebelaba de los dominios de la inacción y la inercia. Pero esa misma magia se volvía en mi contra al perderla a ella de vista y descubrir que las maravillas recién obradas se evaporaban cual efectos fugaces de una ilusión trucada.
– ¿Y qué con eso? La ciudad está llena de sujetos con descripciones parecidas.
–No tan detalladas como la suya. ¿Habrá alguien que pueda corroborar dónde se encontraba el pasado martes entre las 7:00 y 9:00 pm?
Entonces, se me endurecía el cuerpo y el alma; todo mi ser se comprimía en un deseo irreprimible, en una necesidad que prevalecía sobre cualquier otra y cuya satisfacción se me hacía cada vez más acuciante a medida que amenazaba con sepultar en vida mi humanidad.
– ¿Acaso insinúa...? ¿Por qué mejor no lo averigua por sus propios medios?
– Lo hago, Sr. Yansen, pero no está siendo de mucha ayuda.
Era escasamente soportable que ella fuera a la vez todo cuanto me faltara y sobrara. Me invadía un sentimiento asfixiante cada vez que... que la encontraba en cualquier sitio y en ninguna parte. Se me trastocaban los sentidos al ver... ver-la... verla despertar al final de una cuadra, sen-sentir su toque entre la gente, repasar la silueta de su sombra sobre el pavimento, adivinarla tras mis pasos por un callejón para luego castigarme la nunca con su respiración, perderme siguiendo... siguiendo cada rastro de-su su olor y enloquecer intentando distinguir el origen de los ecos de su voz. ¡Vomitaba-bilis-de-ser-nada-dentro-de-su-totalidad! y se me... se me retorcían las entrañas por el simple hecho de de-de... ¡de tener que contemplar...! De contemplarla a ella, a la mitad de lo que ella abarcaba, el espacio que debió serme o estarme reservado, ¡a mí y solo a mí!, ocupado por alguien más.
–¡Me temo que no tengo tiempo para hacer su trabajo!
–Ya. Imagino que  prefiere dar cuenta de ello frente a un juzgado.
– ¿Intenta intimidarme?
¡Estaba harrrto!! ¡Realmente harto de ser un mísero fisgón!, un patético intruso en las periferias de su existencia; ¡no toleraba verla una y otra vez salir a escena sin que se me permitiera desempeñar un rol en el acto! Por una última ocasión, ¡una-maldita-y-única-ocasión!, quería estar en el escenario con ella, dejar de ser un extra... ¡Cederle a otro las preguntas incompletas o sin respuesta, la curiosidad insatisfecha, el puesto de espectador al que no le queda más remedio que vigilar atento cada movimiento, ya sea desde la sala del teatro, en la distancia o desde el lado externo del terreno demarcado por la franja amarilla que con igual indiferencia restringe el paso en una estación de trenes que en un espacio dónde se ha llevado a cabo un crimen!
¡Eso quería...! Y eso hice.
–En lo absoluto. No es mi trasero el que peligra, sino el suyo. Le convendrá consultar un abogado y un consejo: no se aleje más de lo normal de su residencia. Tarde o temprano recibirá noticias mías.
¿Quién sabe? Quizá no alcance a dármelas...
Sé que muchos jamás entenderán mis razones, mis motivos... Me dejo seducir por la idea de consultar un abogado, pero tras mirar el reloj y caer en la cuenta de que todavía es demasiado temprano para llevarle a ella flores, la rechazo.


Aldo Simetra



The world above - Brooke Shaden

¡Ay!, dolerme en mí, me agobia.
Es esta sensibilidad bruta,
acorde al derrame de lágrimas sin atino
(y a destiempo),
en contra de la regla general de la sonrisa perenne,
a favor del desconsuelo...
(y de los fingimientos).
Pero río, lo confieso.
Y si la ocasión se presta
hasta me carcajeo
de manera irreverente,
aunque cueste y aunque pese;
el brillo que asome a la mirada
fácil puede pasar por felicidad
siempre que reluzcan los dientes.
No, no...
No es un futuro llanto
lo que humedece mis pupilas
ni una pasada y recurrente herida
la que lo propicia
ni mucho menos sus consecuencias,
ya te digo:
esta individualidad resistente a la presencia de otro
a la compañía,
esas ansias de multitud y rebullicio
esquivas,
ese voto de silencio y de secreto
voluntario,
esta enajenación y ensimismamiento
aciagos.
¡Ay!, dolerme en ti, me abruma.
Me reprocho esta susceptibilidad mía
(tan absurda)
(tan estúpida)
tan inclinada a hacer propias las tragedias ajenas,
(las tuyas)
y sufrirlas y sentirlas
hasta quedar hecha polvo
o en ruinas.
Y te arruinas y me arruino...
Ojalá también pudiera ser
que me arruinara y te arruinaras a la vez...
Cumplir el sueño de ser reliquias,
dejar de ser escombros cada dos por tres.
La tierra levantada por esta certidumbre
me escocerá los ojos,
pero sonreiré
(irónica)
hasta más no poder.
Hasta que me tiemblen los labios,
hasta que se me quejen las mejillas
y los párpados,
hasta que el pensamiento no distinga
entre saber amar y saber a mar,
y los sentidos se pierdan investigando
de cuál enunciado
extraer más sal.
Hasta que la respuesta los coja por sorpresa
al nacer una gota
en la comisura de la vista
para suicidarse rauda
en la comisura del gusto.
Hasta que vuelva a dolerme o...
hasta que deje de hacerlo.
¡Ay, dolerme...!
Seguirá doliéndome...
En ti,
en mí,
en nosotros.
En esta sensibilidad tan ignorante y
desgraciadamente bruta,
en esta susceptibilidad tan inverosímil y
desgarradoramente absurda,
en esta rabia coagulada
que me estanca la sangre en las venas,
en esta pútrida cicatriz que nunca cierra.
¡Ay!
"¡No te hurgues la herida!
¡No te hurgues la herida!",
dicen
mientras sin saberlo
ya le están poniendo el dedo.
Pero sigo la regla general
(a toda costa),
brota una risa amarga de la garganta,
donde antes se han disuelto las palabras
que no han sido ni serán expresadas;
aunque, ¿quién va a saborearla?
Y ahí está,
ese brillo en la mirada,
la estructura ósea de mi boca saliendo a escena
en una abierta dentellada.
La negación:
que no, ¡que no!
¡Que no es llanto ni herida
ni mucho menos sus consecuencias
la carcajada lo confirma...!
Hasta que me tiemblen los labios,
hasta que se me quejen las mejillas
y los párpados,
hasta que el pensamiento no distinga
entre saber amar y saber a mar.
(¿De dónde se extraerá más sal?)
Hasta que nazca una gota de las pupilas
y muera
(de forma accidental o provocada)
en mis papilas gustativas.
Hasta que me duela de nuevo
una y otra y otra vez o...
hasta que deje de hacerlo.
(Desconsuelo)
Bárreme los escombros de estas ruinas,
sus restos.
Y, por favor,
procura que el polvo no me cale dentro.




Retrato de Lee Jeffries

Los fines de semana siempre me han parecido días muertos. Hoy tocó llover. Mientras veo cómo se empaña la ventana siento que me falta el aire. Los vidrios mojados siempre me han transmitido una sensación de ahogo, de asfixia, como de ser pez y estar dentro de una pecera carente de agua y oxígeno, y sin el consuelo de boquear. No es raro que tienda a dejar la ventana, o alguna otra cosa que le haga las veces, abierta; aún a riesgo de que se inunde el piso o que se mojen los muebles. Da igual. Que aquí, muebles, los justos. Y piso, lo que se llama “piso”... yo solo agradezco que haya algo sobre lo cual aterrizar luego de despertar, como que se me encajan las pesadillas cuando pongo los pies en el suelo y redescubro que no se ha movido de sitio la realidad. Ahí es cuando me tomo la primera medicación del día, que no es más que un buen trago de fantasía. Una porción de ilusión, la justa, que me mantenga en pie y me obligue a alejarme de la cama a pasos cortos pero decididos, para no caer en la terrible tentación de aferrarme a soñar de la forma más cómoda, segura y menos dolorosa: dormido.
– ¡Chacho! ¡Que se no’encharca el rancho! ¡Cierra esa vaina!
Ahí está la vieja, como siempre. Extendiendo su protección sobre las cuatro paredes que habitamos, cuando deberían ser éstas las que extendiesen su protección sobre quienes la habitan. Sé que en secreto también busca darme resguardo a mí, como si yo fuera un desahuciado incapaz de pedir auxilio y ella, un familiar cercano que le profesa el suficiente cariño para darle amparo y no dejarlo a su vera aunque se lo pida a gritos. Sin embargo, la ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, se mantiene abierta y ella no hace más que negar con la cabeza.
Hace algún tiempo desistió en su intento de meter en cintura mis malos hábitos, mis desatinos de turno en turno. Creo que calladamente me dio por perdido en el momento en que se dio cuenta de que no podía domarme las nostalgias, que no surtía efecto arrinconarme los recuerdos ni vapulearme las tristezas con algún compendio de vitalismo o algún frasquito de felicidad añeja recién adquirida en la botica del vecino.
– ¡Coño’e la madre, chacho, cierra eso! Se no va a caé’ el techo encima. Acércate na’ má’ y mira cómo diluvia ahí fuera.
– ¡Pero, vieja! El techo no se va a venir abajo por una ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, abierta. ¡Y apártese de allí, coño! Que quien se va a caer es usted. Y ahorita no estamos para celebrar cadáveres, lo sabe muy bien.
Los dos lo sabemos, más bien, de sobra. Desde hace mucho lo único digno para nosotros de ser celebrado es el hecho de poder celebrar precisamente nada, ¡y que no se diga que no celebramos algo! De cualquier modo, ahí está la vieja, como siempre. No se aparta y se queda viendo la lluvia caer. A veces pienso que sus provocaciones y reclamos no son más que su manera de mantenerse comunicada conmigo, de evitar que cada uno quede relegado a su particular abismo, en donde los únicos frecuentes y bien recibidos visitantes son el silencio y el olvido. Una lástima que la memoria no siempre nos honre con la presencia del último.
–Aprovecha’e da’nas buena’ bocaná’s de aire, que’tá subiendo la quebrá’ y va’pestá’ de lo lindo. ¿Y si cerramo’ la ventana, o lo que sea que le haga las vece’?
Sonrío irónico y niego al tiempo que inspiro profundamente, preparándome a despedirme hasta nuevo aviso de respirar un aire soportable. Ella también llena sus pulmones y se resigna... a mantener la ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, abierta y a la podredumbre que se avecina, como si no fuera suficiente ya cargar con nuestras propias pestes: el tufo a calcetines sucios de la dignidad y el orgullo golpeados, el del vómito emanado de las virtudes perdidas, el de la sangre seca de las injusticias y violaciones recibidas que nos envenena las entrañas, el de basura rancia desprendido por la doble moral camuflada, ese hedor acre que se pega a las fosas nasales cada vez que la esperanza es asesinada de un tiro certero en el corazón o la cabeza, ese otro amargo y fermentado característico de las muertes grandes o pequeñas, el del óxido que desprenden con una frecuencia endiablada todas nuestras privaciones; el de la orina, ¡qué insoportable!, que brota cada vez que la libertad se nos prostituye; ¡y ni hablar de la fetidez del conjunto!, de cómo y a qué hiede la colección de miserias que de a poco dejan su impronta en uno y van corrompiendo el alma, la conciencia y los sentidos...
– ¡Mieeerrrda!! –sí, justo así y a eso apestan–. ¡Qué hediondé’ tan arrecha! Ahora sí que da lo mismo cerrá’ o dejá’ abierta la vaina esa.
La verdad habría dado lo mismo antes que ahora, pero no se lo digo. ¿Para qué? En días como estos y como otros muchos, a falta de otras cosas, las palabras sobran. Y sobran no tanto porque estorban, sino porque abundan. ¡Ojalá pudiera ser tangible su abundancia! Llenarme el estómago al recitar “comida”, saciarme la sed al pronunciar “agua”, espantar el frío al gritar “fuego”, abultarme los bolsillos al clamar “dinero”... Hace rato que quiero carearme con quien alguna vez mencionó que las palabras eran alimento del alma (el muy canijo omitió que la insustancialidad las abarcaba y que por extensión no podrían más que nutrir a lo que fuera de vacío), descalabrarle la mandíbula para que su dentadura se empareje con la mía y de ese modo descargar un poco el lastre de tener que sobrellevar un cuerpo hondamente herido en el espíritu y la carne.
Sigue lloviendo. La ventana, o lo que sea que le haga las veces, se empapa a más no poder. Me siento pez de cartón a la intemperie, con la cola aplastada sobre el áspero y helado suelo, y sin que me consuele boquear. Aquí ya se inundó todo lo que se podía inundar, sea de madera o de piedra sin labrar, da igual. Me pregunto si agradecer o no el haber aterrizado al despertar, si no sería preferible seguir volando con los sueños desencajados, las manos entre las nubes y la imaginación arrumbando a ningún lugar; dejar de medicarme tantos tragos vanos de irrealidad sosa que a duras penas me ayudan a sostenerme y a estirar las piernas dando pasos dubitativos para no caer en la tentación de abandonarme a vivir de la forma menos penosa, arriesgada y más placentera: dormido.
– ¡Chacho! ¡Ven a ve’, ven a ve’! La de cosa’ que arrastra la quebrá’. A mí me daría miedito caé’ en esas agua’.
– ¡Qué voy a estar viendo yo, chica! Dicen que también arrastra gente, ahí tal vez sí me paro a verte.
– ¡Na’guará, chacho! ¡Tú sí me quiere’, vale!
–Sigue ahí para que veas que ni tiempo a que te dé miedo te va a dar...
–Pero, chacho...
– ¡Aléjate de ahí, no joda!
– ¡¡Cha-chaaaarrrchooooo!!!
– ¡Vieeeejaaa!!
¡Mierda!
Días muertos, como todos. O días de muertos, da igual. Pienso que quizá debí haber cerrado la ventana; aunque habría hecho falta tener una o cualquier cosa que le hiciera las veces, para empezar.


Aldo Simetra



Obra de Audrey Kawasaki

Hay una idea tendida entre las cuerdas del pensamiento
la he puesto al sol a ver si se seca o la pudre el recuerdo
mientras tanto, hace sombra sobre los deseos que pasan
frente a la puerta de la casa en donde mueren las ganas.

Esa misma idea que pende entre el tenerte y no tenerte
me hace confluir en la esquina en la que la nada se pierde.
Tampoco es que todo se gane, no sueñes, no inventes,
es solo la nulidad rodeando la cuadra de forma perenne.

Y yo, calma, recorro calle arriba y calle abajo la avenida
rogándole al cielo que las nubes no precipiten el olvido
que los anhelos sigan cruzando campantes la travesía
y sin detenerse frente al edificio, continúen su camino.

¡Esa residencia mustia en la que las ilusiones perecen...!
¡Esa idea pendiente y terca que extinguirse no quiere...!
Sigo basculante entre los claroscuros de sus reveses.
La avenida se queja, sus calles se cansan de sostenerme.

Más tarde que temprano me detendré frente a la casa
atravesaré su puerta triste y la cerraré tras mi espalda
el silencio homenajeará restos de esperanzas caducas
una vela alumbrará la ceremonia si se ausenta la luna.

Entonces mi voz intentará alcanzarte en la distancia
te tengo en la memoria y no te tengo...
le reclamará a la noche tu abandono, tu tardanza
he salido a la calle a esperarte y no has llegado...
mi pensamiento descolgará el tendero con el sueño
¿es que acaso, amor, ya me olvidaste?
y la almohada, mansa, absorberá la sal de tu recuerdo.




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