Fotografía de Amandine van Ray

Las casualidades no existen. Mientras lo compruebo puedes creer en el azar o el destino. Sin embargo, solo somos parte de una red en la cual se entrecruzan a diestro y siniestro causa y efecto. A Joe le entretenía manipular a mayor o menor escala las hebras de esa red, sentirse de algún modo hacedor de sus consecuencias. Para Esther, no era propiamente lo contrario, mas digamos que prefería esperar a ver lo que le deparaban las estrellas. Un sábado ajetreado, con la oscuridad cerniendo sus garras sobre la ciudad, sus pies la condujeron a cierto antro, o eso le gustó pensar. Joe, por su lado, con maña aprendida de titiritero, ya se encontraba en el lugar...
— ¡Y así estamos: cagándola y dejando que nos caguen! —Bebió hasta el fondo y depositó el vaso sobre la barra con un fuerte y tosco sonido, para luego abstraerse en elucubraciones atravesando con la vista el moldeado y cilíndrico cristal.
—Si te imaginas al mundo como un gran excusado, no puedes más que toparte con mierda a tu paso —escuchó de quien justo tomaba asiento a su lado. Miró de soslayo, la estudió con toda la discreción y disimulo de los que te permiten hacer uso las mujeres atractivas, detallando de arriba abajo, ida y vuelta, su figura.
—Es muy fácil decirlo desde unos lombardi  —objetó y, para aliviar el nudo que se le hizo en la garganta o para enmascarar que su manzana de Adán se movía porque debía tragar saliva antes de babearse la camisa, se llevó nuevamente el vaso a los labios pasando por alto que estaba vacío. Algo ofuscado, un simple gesto bastó para que el bartender le sirviera otro trago.
—Loubutin —escuchó acompañado de una lacónica risa.
— ¿Qué?
—Si te refieres a la marca de zapatos, es lou-bu-tin.
—Me vale cómo se pronuncie...
—Para tu información, acá no la importan. Y nada que ver conmigo, por cierto.
— ¿Quién sabe? Las prendas hablan por su dueño. –Esta vez le pasó re-vista insolente.
—No me digas, cliché andante. ¿Te suena aquello de que todos los hombres son imbéciles? Contigo al lado, empiezo a tomármelo en serio.
Antes de mostrarse ofendido prefirió darle la vuelta a su argumento:
—En la mayoría de los casos, cuando una mujer generaliza con el sexo masculino, con seguridad, y a menos que haya tenido la fortuna o desventura de recibir de piernas abiertas al mundo, solo se está refiriendo a los pobres desgraciados (no se sabe si por naturaleza propia de ellos mismos o por obra de ellas) con los que se ha cruzado... Tú no pareces haberte cruzado con muchos. A ver: me apuesto el siguiente trago a que tres o cuatro cuando más y sin excluir a tu padre y tu hermano del conjunto. Así que en la vida solo te has involucrado con dos… ¡y con suerte! Mal que te pese que ambos te hayan resultado igual de... ¿imbéciles?
—Reafirmo lo dicho. A propósito, me debes un trago: soy hija única, tarado.
— ¡Así que solo uno! ¿En serio? —Rió cínico sin ápice de comedimiento—. No sé si sentirme halagado de que hayas visto un reflejo de todos los hombres del mundo en mí o reírme de que tu entorno masculino sea tan reducido como para empezar y acabar conmigo.
— ¿Es así cómo evitas que el número de “citas” de a quien conquistas no superen las tuyas? —Tras hacer una mueca despectiva, replica ligeramente afectada—: La verdad, no sé en qué cabeza cabría compararte con el resto.
— ¿Es eso un cumplido?
Por primera vez Esther le devuelve la mirada, presuntuosa, aguijoneándolo satisfecha con sus pupilas. De pronto, se encienden las luces del local. La suerte de música ochentosa que lo ambienta es interrumpida al tiempo por un estallido. Tres sujetos armados se abren paso sin dificultad entre la multitud mientras escupen órdenes a diestro y siniestro: “¡manos arriba!”, “¡todos abajo!”, “¡desháganse de sus pertenencias!”, “¡a la menor vacilación les volamos la cabeza!”. Una oleada de terror, gritos y pasos desesperados arrasa al establecimiento. El ruido de un par de detonaciones es suficiente para someter a la mayoría de la concurrencia. Ella, imperturbable desde la barra, se dirige tal si nada al mozo:
—Un Martini para mí y lo que guste para usted, invita el charlatán de aquí. —A lo que el empleado rechazara cortésmente el convite alegando que no le estaba permitido beber durante el turno, añade: —Pues cóbreselo como importe adicional en la propina.
—Es un muy lindo gesto de tu parte malgastar a tu antojo mi dinero. —Protesta un Joe sonreído y su diversión es entorpecida por una orden que rechaza al momento de oírla:
— ¡He dicho “al suelo”, par de tórtolos!
—Ahora no, estamos muy ocupados por aquí —tras decirlo retoma o continúa el diálogo con la mujer haciendo gala de una tranquilidad pasmosa—. ¿Sabías que el que llevas es mi color favorito?
— ¡Oh! No me diga que no tiene espacio para un asalto en su agenda... —replica el delincuente—  ¡Eeh, Sybil: el presidente de Imbéciles y Compañía se cree que para los atracos hay que pedir cita!
— ¡Idiota! ¡No uses nuestros nombres de pila! —Lo reprende alguno de sus compañeros de crimen.
“Principiantes...” Determinaría un par al unísono, entretanto el local parecía transformarse en el escenario de dos tramas entremezcladas y desarrolladas en paralelo.
—Seguro que “tu color favorito” encierra una gama muy variada que se adapta al atuendo de la chica de turno —azuza Esther...
— ¿Se han fijado en que voy armado? —Intenta llamar la atención el malhechor.
—No sé quién caería con eso. —Agrega Esther subiendo las cejas y sonriendo descarada. Su observación busca alcanzar dos objetivos con una bala.
Al bandido le basta con un “¡ya les muestro!” para anunciar que en breve desencadenará un brote de violencia a la vez que Joe, pillado desprevenido en su propio truco, rebate el argumento de Esther lanzando por lo bajo:
—Te sorprendería el número. —A lo que ella, enlazándolo con algún punto inicial de la conversación, contraataca pícara con un:
—Lo mismo digo.
Sin bajar la guardia en su ensayado ritual de galanteo, Joe le obsequia un guiño que dura más de lo acostumbrado al percibir el aliento de una ráfaga de balas demasiado cerca de su ojo derecho. Ni tiempo tiene de dedicarle su desdén y desaprobación al emisor cuando lo ve acosar a la mujer en la barra y manosearla tal si escogiera una verdura en el supermercado. El siguiente comentario del individuo le aclararía que aunque no hubiera acertado la especie, aquel si la estaba viendo como alguna clase de alimento.
 — ¡Uff! ¡Puro lomito y punta trasera! Y yo con ganas de comer... ¡Grrr! —Bramó cual primate en celo—.  ¡Eh, jefe, ¿no podemos dejar el trabajo para después?!
— ¡Más hambre pasarás tras rejas donde nos caiga la poli, inútil!
—Aparta tu mano de cuarta de esas carnes de primera —intervino Joe, provocando que el hombre se sintiera ofendido no por el descenso de categoría, sino por la alusión despectiva al dedo faltante en su extremidad izquierda. Ignoró que también había logrado ofender a Esther, quien aprovechó el breve desconcierto de su captor para asestarle un rodillazo en las ingles y, ya libre de su acoso, lanzarle unas palabras a Joe a modo de desquite.
— ¿Sabes? Tu visión es contagiosa.
— ¿Sí?
—Te veo y no tengo que recurrir a la imaginación para sentir un impulso irreprimible de tirar de la cadena del retrete.
Al terminar la frase subió ambas cejas, relamiéndose. Volvió a su Martini y, consciente de ser vista, jugueteó con la aceituna entre sus labios antes de devorarla con los dientes. La imagen aturdió por segunda vez al delincuente, que ya se encontraba consternado por el dolor en su entrepierna; pero mayor conmoción hubo de causar en Joe, quien no dudó ni tardó en trasladar el cuadro a un contexto más obsceno, en el cual encontraba una manera placentera de compensarse por las palabras recién oídas. Tras segundos de deleite, señaló:
—Yo, al contrario, me lo pensaría dos veces. Sé que jamás podría plasmar en la porcelana unas heces tan bonitas como las que tengo enfrente. Es más, no me importaría en lo absoluto dañar mis zapatos si me tropiezo contigo.
—Espero que eso no sea un halago, porque es de lo peor que he oído.
—Pues vamos casi empatados porque no recuerdo haberle permitido nunca a mujer alguna insultarme tal cual lo has hecho y salir ilesa de ello —sus ojos la atravesaban con resentimiento mal curado.
— ¿En serio te dejaste atacar por una chica estando armado? —El comentario, proveniente de algún otro integrante de la banda, iba dirigido al atracador pero igual podría estarlo para Joe. En vano intentó defenderse el aludido:
—Eh... ehh...
—Suenas un tanto... dolido —esta vez se dirigía Esther a Joe, aunque de igual modo podría apuntar al balbuceante atracador—. ¿Debería mostrar arrepentimiento?
— ¡Bah! ¡Ya me encargo yo de esos dos! —Exclamó al límite del hartazgo otro de los novatos asaltantes.
Joe chasqueó la lengua en tono negativo, un gesto que podría significar una réplica o advertencia tanto para el malhechor que se acercaba como para Esther, antes de añadir:
—Deberías tenerme miedo.
Una sonrisa socarrona cruzó su rostro, dio un paso hacia la mujer que no vaciló ante su avance. El más osado aspirante a maleante les dio alcance e intentó separarles, pero se vio obligado a frenar en seco ante un trompazo disparado por sorpresa por el puño de Joe. Para mayor irritación del individuo, Esther, cómplice, quebró la copa del Martini sobre su cabeza luego de terminarse ceremoniosa el contenido. Con todo, lo que más lo enfureció fue escucharlos decir al unísono:
— ¡Idiota!
No tardó en comportarse como tal. En un alarde exagerado e innecesario de fuerza bruta se abalanzó sobre una mesa cercana y la lanzó hacia el lado opuesto de la estancia. Se escucharon gritos entre la concurrencia y más de uno se desvivió por poner su anatomía a resguardo de la trayectoria errática del mueble. A punto estaba de repetir su temeraria acción cuando...
— ¡¡NI TE ATREVAS!! ¡O te romperé la crisma con ella! ¡¿Tienes idea de cuántas semanas de paga, incluidas tus propinas, cuesta?! ¿¡QUÉ PITO! toca este gentío aquí si se supone que hoy ¡NO A-BRI-MOS AL PÚ-BLI-CO!? ¡Brando! ¡BRAAAANDO!! ¡¿No oyes que te estoy llamando?! ¡¿Dónde estás, cretino?! ¡VEN Y DAME LA PUTA CARA PARA ROMPÉRTELA A PATADAS! ¿Para esto te dejo encargado del local? ¡LAAAAAAAAARGO!! ¡¡Todos fueeera!!! ¡DE-SA-LO-JEN! ¡Joe! ¡Sybil! ¡¡Quiero esto en orden antes de que pueda firmarle a cada uno y al incapaz de Brando una carta de despido!! ¡¡Y MÁS LES VALE QUE ESAS BOTELLAS NO SEAN DE MI BODEGA!!! 
—Eh... ehh... ¿jefe? Es solo, je-je, una... drama-tización. En lo que...
— ¡¡ME IMPORTA UN REVERENDÍSIMO CARAJO!!! ¡Dan menos problemas las piedras en las pelotas!! ¡MUÉVANSE, MIERDA! ¡BRAANDOOO! ¡MALDITO SEAS, MUCHACHO! ¡Esta sí que no te la paso!!
A regañadientes la mayoría acató sus órdenes, el resto se debatía entre marcharse sin más o continuar con las instrucciones de un previo y estructurado plan. Joe siguió los pasos de Esther junto al primer grupo para interceptarla una vez afuera.
—Tus amigos son muy malos actores —apostilló ella con cierta suspicacia antes de que él tuviera oportunidad de emitir palabra, hallándose inmersa en una extraña telaraña cuyos hilos no había logrado ver.
—Yo diría que tus actores son muy buenos amigos —resaltó Joe tentando al destino, dudando, una novedad para él en esa noche, de los efectos de sus actos.
A esas alturas ambos ignoraban hasta qué punto cada cual había sido parte actora o manipulada, y aunque tenían la certeza de que ambos habían recurrido a su tiempo a Brando, también sabían de sobra que aquel no iba a aclararles nada. Joe, esperanzado, jugó su última carta:
— ¿Salimos?
—Ya estamos fuera... —Esther entendía en calidad de qué hacía la pregunta, pero quería tejer por su cuenta el final.
Joe se sonrojó apenado. Era como si de repente hubiera perdido el dominio de las riendas y ya no supiese a dónde iría a parar.
Esther se le aproximó resuelta, disminuyendo vertiginosamente la distancia entre ellos; fingió juguetear con su chaqueta y susurró retándolo con la vista:
—Debería tenerte miedo, ¿no? —El hombre sonrió tímido y luchó contra su azoramiento rascándose torpe la nuca—. Necesitas mejorar tus técnicas de seducción —añadió como frase de despedida.
Joe la vio alejarse confundido y por hacer algo, más que por otra cosa, se ajustó las solapas de la chaqueta. Extrañado, se palpó el bolsillo delantero, lo revisó y río sin comedimiento para luego gritar a espaldas de Esther:
— ¡Y tú tus maneras de decir adiós!
Entusiasmado y mudado de sí mismo ante el asombro regresó al local, tropezó con Brando en el portal:
— Dime que por lo menos ha valido el “numerito”... No sabes lo que va a costar calmar al boss.
—De más. ¡Ya tengo el suyo!
Joe le muestra triunfante la tarjetica recién sacada del bolsillo de su chaqueta. El nombre de Esther y su teléfono están en ella.



—Hasta siempre, Aldo. ¿Nos vemos en el espejo?
—Estaré justo en tu reflejo.



Fotografía de Oleg Oprisco

Corría el año 2013 cuando, cansada por vez primera de mis propias letras, estuve a punto de recoger la tienda y borrarme de este espacio; sentía que le faltaba algo a mi escritura (demasiado para ser franca) y pa’ las cagadas que escribía ni yo misma me habría extrañado... Entonces apareció Aldo a mostrarme las cosas desde otra perspectiva con una lección breve y, en apariencia, sencilla: “necesitas escribir como si nadie te leyera”. Tarea fácil para mí: nadie lo hacía; pensé de inmediato, pero no lo fue y todavía cuesta. Requiere de cierto grado de confianza, independencia, desnudez, entrega y osadía que suele esfumarse cuando te acercas con total intención al papel o al ordenador, y a pesar de ser ellos de naturaleza más endeble que la tuya, tú tiemblas por los dos. Aún así le aprendí a dar más de lo que daba en cada línea, a idear desde un lado distinto al del sarcasmo y la tristeza; a aprovechar otras emociones, por separado o en conjunto; a recurrir a la espontaneidad de cuando en cuando, a divertirme con el texto, a tomarme en serio, a soltar prejuicios, a superar miedos, a dejar de lado la vergüenza, las limitaciones y cadenas del “esto no va a gustar”, del “qué se pensarán de mí”, del “¡ah-ah, ni loca publico algo así!”... Me descubrió una yo que no conocía y me enseñó a crear como no sabía o no estaba segura de que podía hacerlo. 
Desde que apareció, o perdón, desde que me lo inventé, Aldo me ha prestado su nombre cada que me ha dado miedo o recelo acercarme al texto o a mis más turbias emociones y a su vez he disfrutado de la soltura e idea de libertad proporcionadas por una nimia porción de anonimato (siempre que, claro, el más sagaz lector lo haya pasado por alto).
Sin embargo, ya va siendo hora de despedirle; digamos que su viaje, que no el mío, ha terminado ya.
Gracias por seguirme el juego o no delatarme, o mejor: por creer que acá en el Trébol escribían dos autores y no únicamente Fritzy y su álter-ego.



Ah, ¡feliz Día de los Santos Inocentes!





Ha salido en las noticias que gracias al calentamiento global los polos se derriten. La maestra, antes de salir de vacaciones, les ha mostrado imágenes de los charcos de agua en que se han convertido las zonas más heladas del planeta. Ángela deduce que el tiempo no hará favorable la entrega de obsequios y le expresa su preocupación a Julia:
—Santa la pasará muy mal en el viaje con tantos baches en el camino. 
— ¿A ti qué más te da? Con tal de que el 24 tu regalo esté debajo del arbolito... —Se encoje de hombros al decirlo, entregándole a su amiga la indiferencia de consuelo.
A ella no la engañan las noticias, ha visitado en compañía de su madre una docena de centros comerciales para la víspera y se ha cansado de sentarse en las piernas de Papás Noel viejos y barbudos para asegurarse de recibir su lista. “¡Ash, lo que tiene que hacer una niña para Navidad!”, suspiraba pasándose con expresión exagerada el dorso de la mano por la frente para limpiarse un supuesto rastro de sudor. Nunca logró responderse si era el mismo Santa siempre o si había más de uno, pero concluía que con tantos regados o multiplicados por el mundo, no había forma de que su pedido no llegara a su destino.
Así se lo había aseverado días antes a Andrés, cuyo silencio pareció secundarle la observación. No supo que la mudez premeditada del niño fue solo un gesto de solidaridad para no arruinarle la fantasía. Él hace mucho que dudaba de la existencia del gordo de barba blanca vestido de rojo, desde que un día tuvo la pesadilla de que aquel se quedaba sin trineos y se convertía en Caperucita mientras un lobo lo perseguía. No le gustó encontrar al día siguiente, jugando a las escondidas, el traje del uno y de la otra en el armario de sus padres ni tampoco que Marcos se riera de él al relatarle el hecho:
— ¡Ja, ja!, si tu papá es el lobo y tu mamá, Caperucita, a ti fijo te toca hacer de abuelita.
Le dio un puntapié en la parte posterior de la rodilla, pero, todavía doblado en el suelo, a Marcos la risa no se le agotó. Cosa que más tarde Andrés agradeció, porque de no encontrarse tan contento, sin dudarlo, le habría devuelto el golpe. Aun así, no le perdonó a su compañero que no lo tomase en serio.
Sin embargo, la falta de seriedad de Marcos tenía excusa: hacía rato que no creía en cuentos y mucho menos en San Nicolás. Tres años hace desde que descubrió el secreto por su cuenta y se hizo a la idea de que sus padres o eran bien tontos o, lo que es lo mismo, carecían de astucia: solo a ellos se les ocurría llevarlo a hacer las compras a la juguetería y esconderlas al llegar a casa, para que después aparecieran a igual tiempo que el Niño Jesús en el pesebre. No obstante, si quería seguir recibiendo obsequios, le convenía mantener cerrado el pico. Cada vez que rememoraba el ir con sus padres a la juguetería le entraban risas:
—A ver Marquitos... escoge algo de éste a éste renglón del estante. —Eran así de precisos, tanto que al niño le entusiasmaba contemplar su reacción cuando se empecinaba con algo fuera de su alcance (o de su bolsillo): se miraban entre ellos, se ponían rojos y nerviosos, balbuceaban y luego usaban una frase por el estilo: “¡Pero Marquitos! ¿Te crees que el Niño Jesús es rico?”.
Por el contrario, quien mantenía su fe pese a todo era Clarissa. Esperanzada, no pedía gran cosa salvo que Santa o San Nicolás o el Niño Dios, fuesen quienes fuesen, por una vez le mandaran una señal de que la recordaban.
Se levantó la mañana del 25 y fue directa hacia el árbol de Navidad, para encontrar el mismo espacio sin llenar entre sus raíces de plástico.
— ¡No puede ser que me haya portado tan mal este año! —Lo peor era tener que ceder al chantaje emocional de sus padres:
—Ah, estará todavía de camino. Mira, le han florecido caramelos al pino —le señalaban los dulces que adornaban sus ramas. Mientras, a ella se le pasaban por la cabeza todas las travesuras que había hecho desde el inicio de clases, pero no terminaba de cuadrarle nada...
— ¡Ah-ah, qué va! ¡Ven lo que pasa cuando un bebé o un viejito se encargan de entregar juguetes!  
—Quizá si el otro año te portas mejor, chiquilla...
— ¡Que no, mamá! Así no funciona —explica—. A los niños malos por lo menos les traen carbón. ¡Entre que uno no sabe leer y el otro necesita lentes, está claro que ninguno entendió bien mi dirección!
Se marchó enfurruñada sin reparar en cómo su madre se hacía eco del reclamo:
— ¿Será que sí se acordarán de ella los reyes?
La frase era una indirecta en busca de pinchar a su marido. Mas éste, inmerso en su inmensa tacañería, ni se daba por aludido:
—Mujer, si los servicios de encomienda no se llegan al barrio, ¿qué iba a hacerlo la realeza? Mejor vele diciendo la verdad...
— ¿Que es...? —Si el hombre se hubiera percatado de la presión ejercida por su mandíbula al decirlo, se habría ahorrado el contestar.
—Que el bendito Niño Dios es sordo e indiferente a las peticiones de nacimiento y que aquí no hay chimenea...
De la que se armó en casa luego de ese comentario no se enteraron las noticias ni mucho menos Clarissa, quien llevaba días viendo a su padre lucir tres arañazos en una mejilla y un pequeño bulto amoratado sobre la ceja izquierda.
Cenaban cuando finalmente se resolvió a preguntarle la causa de tales marcas en su cara, la respuesta la dejó pasmada:
—Nada, me he peleado con el bebé y el viejo barrigón de los regalos para que arreglaran lo de la dirección. —A su mujer, que medía cada una de sus palabras observándolo de soslayo, no se le pasó por alto su talante socarrón.
— ¡¿Y qué te han dicho?! —Insistió la niña haciendo evidente su entusiasmo.
—Te envían disculpas por la tardanza...
—Y... —azuzó su esposa.
—Aquí tienes.
Una caja con un enorme lazo plateado se robó el protagonismo en la estancia. Un vecino espiaba la escena desde la ventana de enfrente sin dar crédito a la reacción de la niña, quien, a su parecer, actuaba como si fuera la primera vez que Santa o San Nicolás o el Niño Dios, fuesen quienes fuesen, le hacían un presente.






“Word” by Andrey Bobir

¿Cuántas almas y deseos incumplidos guardarán las estrellas?
Carmina extravía su mirada por el techo mustio y sombrío de una habitación en penumbra. Hace meses la vela un cielo de color ocre mortecino y los únicos astros que lo iluminan tienen la forma de los nudos y acebolladuras de los tablones de madera podrida que descansan a escasos palmos de distancia sobre su cabeza.
¿Cuántas lágrimas habrá camuflado la lluvia?
Al lado, muy cerca de su oreja derecha, nunca deja de escampar una gotera. Su flujo exiguo e intermitente le causa sordera. Supone que afuera las tempestades no cesan. Adentro tampoco. Se lo susurra una voz en su oreja izquierda, por dónde cree que en las malas horas se le cuelan los demonios a persuadirla con pensamientos malditos. Le atormenta la idea de que todos, mojados o no, en el interior llevan un diluvio.
¿Cuántos suspiros y anhelos arrastrará el viento? ¿Cuántas ganas habrá recogido el mar en su orilla?
Coge aliento con cuidado, temiendo que una inspiración suya baste para hacer desaparecer su mundo inmediato junto con quienes lo habitan. El olor a salitre desprendido de la tierra y las cuatro paredes que la contienen se lo impide. Tose en un intento vano de devolver la pestilencia que involuntariamente se ha tragado. Es inevitable no pensar que de algún modo su cuerpo le hace casa al vicio. Expira con dificultad sabedora de por qué percibe tan cargado el aire: todavía anhela poder arrasar todo de un soplo sin sentirse culpable.
¿Cuántos secretos se han escondido en la noche y cuántos más pasan desapercibidos a la luz del día? ¿De cuántos insomnios habrá sido testigo la luna?
Un bostezo inesperado le impone calma, pero sabe de sobra que a pesar del cansancio no podrá obedecer: sus párpados enemistados, lejos de ofrecer rendición, hacen guardia permanente para no plegarse, y el campo de batalla en el que se ha convertido su estómago, en falso sosegado con el agua y pan escasos recibidos, presenta apoyo para que la paz nunca la visite.
¿A cuánto asciende la lista de personas extraviadas en las nubes? ¿Con cuántas canciones se llenará la ausencia?
“Pa-a-az”, tararea mientras un escalofrío le recorre el centro de la espalda. Esa palabra siempre le cae cual balde de agua helada. La relaciona con la muerte, de todas las veces en que ha debido desearle descanso a los restos de alguien que quiso y ahora habita terrenos desconocidos. Los rememora en silencio. Se autocastiga preguntando inútilmente su paradero. La única certeza que le queda es el  convencimiento de estar tan perdida como ellos y de que la tranquilidad completa solo la alcanzará cuando también se descompongan sus huesos. 
¿Cuántos fantasmas se alojan en el vacío? ¿De cuántos amores no expresos habrá sido testigo el silencio y de cuántos otros prohibidos habrá sido cómplice?
Una sombra informe surge de un rincón y baila sin decoro frente a ella. No puede transferir su silueta a algo o nadie conocido, pero aun así le pone nombre. La llama sigilosa con una mano y presume acompañarla en sus movimientos haciéndola resbalar entre sus dedos... cada gesto sutil a la nada esconde una caricia a alguien que está lejos.
¿Cuánto polvo acumula el recuerdo? ¿Cuánta esperanza hay puesta en el horizonte?
Estornuda, no sabe si por la suciedad o el frío; con seguridad por ambos. Toda su pena se evidencia de golpe en un hondo suspiro a la par que su alma grita por auxilio. La socorrería dejándole emprender el vuelo, sin embargo no hay ventanas desde donde desplegar las alas y teme que termine tan prisionera como ella en esa pocilga que le hace las veces de morada. Dibuja una línea imaginaria más allá de donde alcanza su visión sin distinguir un punto definido. Sus pupilas le sirven de enlace hacia otra dimensión cada vez que necesita inaugurarse otro universo. “Aún no estoy allí”, se dice. “Pero un día...”
¿Cuántos parpadeos separan al despertar del sueño...?
— ¡Ah, niña!
El timbre de una voz la interna en sus pesadillas.
¿A los cuántos malos tragos cogen mejor sabor las penas?”
Se le hace un nudo en la garganta y la saliva se le acumula momentáneamente en la boca. La náusea hace presencia para anunciarle que no tiene estómago para un infortunio más.
— ¡Ya deja la contadera!
¿Cuántos errores puntúan para presumir de experiencia?”
—Mejor prueba con ovejas...
¿Cuántas capas de fragilidad oculta la dureza?”
—...me deprimes a la mitad de tus compañeras y la otra, se queda en vela no más por oírte.
Se desmorona de repente, apenas sin dar muestras de ello. Las lágrimas le bañan las pupilas, pero, como resultado de la práctica obligada de la contención, ninguna resbala por sus mejillas.
— ¡Así no me van a rendir mañana con la clientela!
“¿Cuánta inocencia lleva a cuestas el verano? ¿Cuántas cosquillas ha recibido el cielo a causa de los orgasmos?”
Ríe sacudida por tenues espasmos tal si alguien le hurgara el vientre de improviso, mas sus carcajadas desentonan en la estancia y esbozan trazas de locura en una docena de miradas.
— ¿Con cuántos zapatos se ha encariñado esa piedra del camino? ¿Cuántos árboles llevan en su corteza un tatuaje no elegido...?
Mientras lo dice se repasa una y otra vez una cicatriz reciente en el antebrazo, vestigio mudo de cuándo dejó de pertenecerse y empezó a convertirse en propiedad... de alguien más.
— ¿Cuánto cansancio abarca un bostezo? ¿Y cuánta hambre? ¿Y cuánto...?
— ¡Cállate, ¿quieres?!
La pregunta no demanda respuesta. Su rostro se contorsiona brutalmente al recibir el impacto de una bofetada a mano cerrada. La fuerza del envite la vuelca hacia el suelo, choca con una cubeta en donde se recogía el llanto a cuentagotas del techo y ésta desparrama el contenido mojando sus harapos y salpicando a un par de sus compañeras de cuarto. No obstante, lo que detiene su caída es el tabique más cercano, cuya superficie se desmorona al contacto con su cuerpo y la impulsa de regreso a la raída e inmunda colcha en la que minutos antes intentaba conciliar el sueño. Para sumar a su pesar, una viga embarazada de termitas decide dar a luz sobre su cabeza, un millar de partículas de polvo consiguen descanso dentro de sus ojos y su boca, dándole al instante la bienvenida a un incontrolable acceso de tos. Recibe una severa palmada en el mero centro de la espalda que la sume en otra especie de ahogo...
— ¡Duérmete ya o te mando a encerrar con Bruto! Será peor que atender a diez bárbaros a la vez. —Varias expresiones de pavor y asombro se despliegan al unísono— ¡Y ustedes también! Donde vea a alguna bostezar durante la jornada...
La mudez y la escasez de ruido imponen silencio, juntas perfilan un cuadro de sumisión y forzada obediencia. —“¡Ya deja la contadera! ¡Ya deja la contadera!”—. Carmina se rebela entre sollozos. Internamente hace una relación de su edad, los años vividos y por vivir, los días de cautiverio y de libertad, los kilogramos de su carne y su piel, cual mercancía inacabable, vendidos y aún por vender, las monedas de las cuales solo había cobrado el sonido y las que todavía le faltaban escuchar... las cuentas jamás le terminaban de cuadrar.




Fotografía de Christian Schloe

Las heridas abiertas del soldado se divisaban desde lejos. La sangre manaba a borbotones y regaba el suelo. Desde las alturas el cielo se opacaba con su vista, el sol apenas sonreía, las nubes tardaron en salir despavoridas.
Luna observaba el episodio desde la ventana, sentía lástima por el musgo entre las piedras, ya teñido de rojo borgoña, y también por la Sra. Inmaculada: no iba a ser fácil dejar impecable el suelo y hacerle honores a su nombre de pila luego de esa mancha. Se preguntó por qué la gente tendría que seguir dando trabajos después de muerta, por qué no se llevaban su desastre con ellas. Desde abajo, el hombre uniformado no la perdía de vista, si no fuera por la distancia se hubiera atrevido a decir que tenía sus ojos pegados encima. No le gustaba que la observara, nunca, ni antes ni ahora. Odiaba que lo hiciera. El hecho de que los mantuviese aún abiertos le causaba náuseas y vértigo, y algo de miedo. Le hacían recordar... su gesto incontenible con los dientes y la lengua; le hacían rememorar... sus manos sudorosas ensuciando alguna parte de su piel; le hacían revivir... “¡desvístete, pequeña! ¿Tienes un regalo para mí?”
— ¡No! ¡Aaaasscoo! ¡Que no me toque, que no me toque...!
— ¿Luna? ¿Qué te pasa? Solo estamos tú y yo aquí.
La señora Tania se acerca a su hija y la abarca con un brazo para confortarla. Sosteniéndola se asoma a la ventana. No da crédito a lo que sus ojos le enseñan y se conmociona:
— ¡Pero, por Dios! ¿Es que nos van a traer a las puertas de la casa la guerra? —Ignora que en este, igual que en siglos anteriores, las guerras se reinventan cada día y cada cual lleva una a cuestas.
Le tapa los ojos a Luna intentando protegerla del horror. Desconoce también que su hija el horror ya lo vivió y que por su cuenta, logrando (ella sí) hacerle honores a su nombre de pila, tuvo que alumbrar su noche. 
Las manos de su madre no logran impedir que siga viendo los ojos del hombre yaciente disfrazado de soldado. Considera bastante curioso que no haya reconocido al sobrino mayor de la vecina de al lado y piensa también en Juanchito, ¿dónde estaría ahora metido? Seguro que no debió contarle aquello, ni decirle del revólver escondido en el armario del cuarto, ni pedirle ayuda para que aquel dejara de hacerle daño. No se arrepentía, sin embargo.
Por una rendija que dejaban los dedos de su madre sobre su vista, alcanzó a echar otra mirada hacia abajo. Sintió una pizca de alivio, ahora todo habría acabado. Mientras su madre gritaba otra impresión al sordo viento se reprochaba: “si solo le hubiera también arrancado los ojos de cuajo...” Y luego, al tiempo que un escalofrío la sacudía, gruñó por lo bajo en un áspero suspiro:
—Asco...






Decían que no tenía domicilio fijo, que iba por los caminos hechizando a cuanta dama con o sin alcurnia se le cruzara, que sabía de prácticas de brujería y le bastaba con una prenda usada para ejercer su influjo en sus víctimas. Decían que venía de un pueblo lejano y sin nombre, en donde había dejado a la primera desdichada en sufrir por sus infernales encantos llorando, esperándolo y levantando oraciones por lo que le hizo o dejó de hacer. Decían que lo traía la lluvia y cuando no, que a su marcha diluviaba en el lugar. Los más osados se atrevían a contar historias en las que en las noches de temperatura alta cambiaba de forma y, tomando la apariencia de temibles bestias, salía a causar destrozos y a nutrirse de la sangre y la carne de inocentes almas. Decían, decían, decían... Pero a Inés no le importaba. Desde el instante en que lo había visto se le metió una sola idea en la cabeza y la alimentaba con ansias:
Me acabo de dar cuenta de que la tierra es demasiado vasta y yo, demasiado pequeña para...
¿Y? Fue interrumpida en seco.
¿Ve al hombre que va allá? Con él, que parece guardar dentro de sí lo mejor de dos mundos, me ahorro el recorrerla entera.
¿Cuáles dos mundos, casquisuelta? Si apenas se ha pasado por éste y nadie sabe de do viene.
Entonces dos razas. Porque mire, mire... ¡Mírele esos ojos de querubines y ese color que se gasta! Que me han escuchado los rezos cuando he pedido un catire o un negro y me los han combinado en uno para complacerme.
Hay que ver en qué bobadas se gasta usted las plegarias, niña... ¡Bájese de esa nube! Jacinto no es santo de devoción por estos pagos.
Son puras habladurías saltó a defenderlo. Las viejas cacatúas de este pueblo pueden convertir hasta la picada de un mosquito en una leyenda o un mito.
Pues incluso si así fuera replicó en tono de burla, remedándola mientras la observaba de soslayo, mejor que el mosquito no le pique.
¡Bah! Santo de devoción o no, yo religiosamente le encendía una vela y le rezaba en su altar cada noche sin falta. Más de un milagro ha de hacer... ¡Ja! ¡Ja! Se encogió de hombros coqueta al decirlo.
¡Póngase a creer! No le vaya a pasar como a la desamparada de Carmencita que de tanto buscar maravillas, en nueve meses le tocó alumbrar una. Ahí sí supo a punta de sangre, sudor y lágrimas lo que era una intervención divina.
¡Venga! ¡Venga! ¿Se fijó? También me ha volteado a ver... ¡Pero, Tita! ¡Por amor al Creador! ¡Disimule, disimule! ¿Qué se va a pensar?
¿La verdad, niña? La mujer suspiró cansina negando con la cabeza. Que a usted lo suelta de cascos le salta a todas luces.
¡Uy, qué ojos que tiene! ¿Si ve cómo me ven? ¡Y de qué modo! Prorrumpió en risas nerviosas ¿Cree que le guste, Tita?
Si le importa lo que yo creo, piense que el mejor milagro que puede hacerle ese señor es ¡de-sa-pa-re-cer!
Sin embargo, lo único que pareció esfumarse fue la sensatez de Inés. Asedió y persiguió al foráneo con vehemencia, cual adolescente perdida que en tentativas de adultez ladra por alguien que le rompa la realidad, las bobadas, los sueños, el alma, la inocencia, los miedos y, con seguridad, el himen (si no estaba roto ya); que no la iban a beatificar por mantenerse casta y pura, y todo aquello no podía llegar libre de manchas, tachaduras o enmiendas a la urna. Y ladrando a igual tiempo por ser quien le rompiera la realidad, las bobadas, los sueños, el alma y en éste punto las demás cosas las ponía en duda... quién sabe qué más a Jacinto.
Se la pasaba de lao a lao y de aquí pa’llá recolectando rastros de él, toda persona con la que lo viera interactuar mínimamente se convertía de inmediato en fuente de información. Pronto, y sin apenas dirigirle la palabra, llegó a armar un cronograma milimetrado de sus itinerarios.
Si se lo topaba de frente siempre salía a relucir, nunca omitiendo sorpresa, la casualidad como causante del encuentro. Las dos primeras veces Jacinto se dejó envolver por la magia del azar, pero a la tercera comenzó a oler rastros de intencionalidad en los cruces de camino con Inés. El instinto sabueso se le fue agudizando merced a la frecuencia y variedad con la que se repetían los fortuitos tropiezos y en seguida sus sospechas ganaron solidez. Zorro astuto, conocedor de ser el destinario de las gracias y atenciones de tan descarriada coneja, no aguantó dos pedidas para tomar partido en el juego; su ausencia de miramientos se arraigó al ser éstos doblegados con un tajante argumento: “a mí no me han enseñado a hacerle el feo a nadie y además, aun cuando no esté de cumpleaños, yo no miro con malos ojos los obsequios...”
¡Menos si llevan carmín en los labios y están buenos por los cuatro costados!
¿Anda hablando solo, compadre? No ha terminado de desempacar y ya tiene la cabeza llena de pajaritos...
¡¿Qué es pues?!
¿No tendrá alguno nombre de mujer?
Sabrá Dios...
¡Ja, ja...! Ya lo quieren para criar polluelos.
Qué va, hombre, la que me revolotea en la azotea no es de las que hacen nido.
Ajá... y usted como que se cayó de uno, ¡ya le aviso!
En consonancia con su naturaleza errante, Jacinto desoyó cualquier anuncio o consejo y siguió viento en popa, a veces propiciándolos por su cuenta, los galanteos con Inés. Más tarde, en uno de esos acalorados y ya casi acostumbrados intercambios de osadía y desenfado que mantenía fervorosamente con la susodicha, hubo de darle a su compañero la razón al entrever una ligera insinuación escapándosele a aquella de la boca.
Es que donde usted me pruebe, Jacinto, no me suelta. Se lo había susurrado muy cerca de la oreja, todo lo cerca que se lo permitían las buenas costumbres y las reglas del decoro, rozándole con cierta sutileza el hombro mientras se despedía pasándole por un lado. A él se le habían activado de repente las alarmas, pero ni corto ni perezoso la atajó en su huida reteniéndola de un brazo y contraatacó descarado:
¡Ay de usted, seño Inés! Es al revés. La diferencia es que yo no me dejo prender.
A Inés le sobraron dedos de frente para entender que si en alguna ocasión había abrigado una mínima esperanza de compartir más que algo casual con Jacinto, bien podía abandonarla sin remilgos e ir haciéndose a la idea de que por muy dispuesta que estuviera a serle desayuno, almuerzo y cena, aquel solo iba a corresponderle de postre o una que otra merienda.
No obstante, ya se sabe que la terquedad, más que el deseo, es de vista sorda y oídos ciegos; y a Inés, la estrella de la obstinación la alumbraba sin descanso desde su nacimiento.
Su tenacidad excesiva dio al fin frutos en las fiestas de los solares de abril, época en la que el astro rey asolaba con furia y sin piedad a todo ser vivo del pueblo y estos para desquitarse se solazaban con celebraciones que absurda y necesariamente tenían carácter de nocturnidad. Para la víspera se colocaban toneles de bebidas refrescantes y espirituosas en las puertas de las casas, se encendían y apagaban los cuatro fuegos en cada una de las esquinas de la plaza, se secuestraban los zapatos y se bailaba descalzo, se asistía al ritual de la mandioca, en las techumbres se salaban bacalaos y, quizá por prevención o simple ocio, se amarraba a los gatos.
Era ya muy entrada la noche cuando a Inés, alborozada por los vaivenes del jolgorio, le pareció ver a uno suelto luego de que una suerte de humareda sacudiera la mitad de su atuendo y le arrancara una pieza. Supersticiosa recién conversa, animada tal vez por los efectos de la danza y la embriaguez en su espíritu, se decidió a atrapar al felino temiendo que su libertad amenazara el buen curso del festejo. No había contado con que el minino no estaba dispuesto a que le diesen caza y en la insistencia de ella por lograr su cometido, terminaría siendo conducida a los lugares menos pensados del pueblo.
Así, después de deambular por callejuelas y pasajes de dudosa reputación y procedencia, se encontró susurrando “misu, misu, misu” en la cubierta de una casa mediana, atrayendo con torpeza al presuntuoso animalillo doméstico que mostraba total indiferencia a su llamado. Le había perdido el rastro y esperaba que un nuevo maullido delatara su ubicación cuando fue sorprendida por el timbre de una voz:
No me diga que se le subió la gata a la azotea, seño Inés.
Pensó que alucinaba, un ligero escalofrío le recorrió el mero centro de la espalda, percibió un deje de burla en las palabras proferidas y, sin girarse hacia su interlocutor por temor a estar siendo engatusada por la oscuridad y su imaginación, se puso de inmediato a la defensiva.
Si así fuera, ¿qué? Soltó a bocajarro.
Que usted no tiene siete vidas y si resbala no va a caer de pie.
¿Y usted sí? Lo azuzó perspicaz, atreviéndose a encarar las sombras. Distinguió un querube bajado del cielo o subido de los mil infiernos con la camisa de lino arremangada y desabotonada revelándole una grieta de su pecho bruñido de fuego, en cuya piel se reflejaban las llamaradas que crepitaban allá en la plaza. Sus ojos chispeantes la irradiaban cual rayos de sol naciente y por momentos se figuró estar siendo alcanzada por la candela que flameaba peligrosamente a lo lejos.
El hombre, rodeado de cierto aire de misterio, sonrío quedo sin contestarle. Un par de segundos más tarde añadió:
Creo que esto es suyo Inés reconoció el chal que le había robado el viento. ¿Nadie le ha enseñado que dejar prendas por el camino es de mal augurio?
No me diga que se ha encaramado hasta acá arriba solo para traérmela.
Supuse que no le gustaría perderla.
¡Hasta veinte veces...! Si es usted quien va a encontrarla.
Se hizo el silencio. Se horadaron y quemaron primero con la vista hasta que el uno eclipsó al otro con su cercanía. El punto donde descansaban sus pasiones cual volcán durmiente se vio amenazado a la distancia de un roce y cedió luego, tal masa de rocas ígneas en efervescencia, al concretarse éste de manera certera y contundente.
Desencadenados al instante sus sentires se retaron labio a labio, sopesaron y midieron a pulso y mano abierta cada pliegue y turgencia al amparo y desamparo de sus vestiduras, hirvieron a cuantos grados centígrados les demandase sus prisas y caricias, el calor y el sopor les humedeció el cuerpo a golpe de rocío; abandonados a su antojo se les nubló la vista y sus otros sentidos, encabezados por el tacto, les sirvieron de guía.
  Boca arriba, a mitad de faena, con Jacinto al cuello y las tejas imprimiéndole filigranas en la espalda, escuchó un gruñido afectado y sus pensamientos regresaron al minino.
¿No oye a un gato?
Sin ánimos de aceptar distracciones ni interrumpir el acto, arrumbando por otros contornos y redondeces, el interpelado contestó displicente:
Son los cánticos del festejo allá abajo.
Que no, que es el gato. Hay que amarrarlo. Suena como si se le hubiera atragantado una espina. ¿No le huele también a pescado?
A mí me huele es a usted, seño Inés.
¡Saque la cabeza de allí y afine el olfato! Alguien debió de haber olvidado el bacalao en el techado...
¡Escuche! Oiga cómo sube y baja la marea... Ya saldrán los hombres a pescar. ¿Si ve que huele es a mar y que me ha bebido de más?
Fuese lo que fuese lo que había tomado podía dar fe de no haber perdido el juicio ni estar ebria. Aunque no había vuelto a oír al gato, la queda insinuación de Jacinto no bastó para disipar el concentrado aroma que se colaba por sus fosas nasales. Decidió no ponerse exquisita: tener a un hombre igual a aquel sobre ella en un tejado no era un lujo que se podía permitir todos los días.
Sin embargo, atosigada con la idea de que el evento terminase demasiado pronto como para engrosar los volúmenes de su memoria, empezó a incordiarlo con peticiones necias y absurdas, no por irracionales sino por apartadas de lo común. Que si “béseme acá arriba en cruz”, o “sópleme aquí abajo al son del Gloria a Dios”, que si “póngame sus dientes en procesión en este costado” o “escríbame la profesión de fe de este otro a labio pelado”.
A Jacinto, quien fiel a su temperamento libre siempre había despreciado cualquier tipo de instrucción y que además no entendía de qué iba o venía tanto afán litúrgico, le dio la impresión de estar regresando a la escuela o acudiendo a misa. Entonces objetó con desenfado:
Quédese quieta, que yo ya aprobé materias y la iglesia la visito los domingos.
Se figuró que en lo sucesivo no habría sitio para más impedimentos ni extravagancias hasta que, absorto y entregado de lleno a los deleites del momento, Inés reclamó su atención en una parte en la que él ya reparaba y a la que se dedicaba con denuedo. Se ofuscó, sintiose invitado sentado a la mesa de sus anfitriones a quien se obligara a hablar cada vez que se llevara una porción de un suculento alimento a los labios. Ni bien había acabado de oír: “a poco le gusta que le haya agarrado el ruedo y puéstole a la moda el ropaje”, cuando ya replicaba al colmo del desespero: “¡lo mismo da si la entrada de la cueva está desierta o llena de maleza con tal que me reciba y dé cobijo!”. Y añadió, minadas todas sus reservas de paciencia:
¿Se va a dejar querer o no?
Inés, lejos de inmutarse, lo encaró calma sin desprenderse de su picardía ni su habitual fuerza de carácter:
Eso le pregunto yo a usted, Jacinto. ¿Se va...? Fue silenciada en un arrebato del interpelado, quien fauces abiertas le robó la lengua tragándose, junto a las reticencias de ella, cualquier intención de devolvérsela. Inés se convirtió en presa bajo sus garras, encantada; pero, sabedora de tener también parte en el festín, no se dejó despedazar sin presentar batalla. Fueron fieras descuartizándose con zarpas y dientes; esclavos de su vehemencia y protegidos por un cielo sin estrellas, la piel se les volvió pequeña. No quedó rincón en sus cuerpos sin rasgar ni pliegue sin rumiar. Babearon y boquearon contra el otro, famélicos a intervalos y ahítos de éxtasis desmedido después. Cual animales se bebieron y engulleron en sudor y sangre, se desgañitaron hacia las alturas despertando al dios que hubiera de crearles y haciendo estremecer con su ímpetu a cada teja obligada a aguantarles hasta que el descanso o el cansancio, precedido por un postrer bostezo, hiciera justicia y anunciara justo a las 3:33 a.m. tiempo muerto.
Pavesas de brasas extintas reposaban cómplices sobre la tez de Inés cuando una ráfaga inoportuna la sacó de golpe de un profundo estado de ensoñación. Ni parpadeando tres veces logró responderse qué había sido de lo que recordaba de las últimas horas: solo estaba ella en un techado mustio y hediondo a pescado. Una brizna de ilusión la invadió al oír un maullido; pensó que, tal como evocaba la noche pasada, anticipaba la llegada de Jacinto. En su lugar, hizo acto de presencia el mismo gato negro que, confiado y descarado, frotaba su pelaje contra ella a la par que daba tres vueltas alrededor de su pierna izquierda para luego alejarse arrastrando un trapo blanco prendido de su hocico.
Reconoció la tela al instante y se la arrebató de un tirón:
¡Eso es mío! Precisó hecha una posesa retando al felino. Éste le replicó devolviéndole la mirada ladina y amenazante de unos ojos verdes de otro mundo que la paralizaron en seco. Creyó reconocer en ellos a su...
¿Jacinto?
Al gato se le erizaron cola y lomo, permaneció en alerta un segundo y en seguida desapareció de un salto del tejado. Al unísono la escena fue inmortalizada por un relámpago, se escuchó un trueno rugir en la distancia, una gota de lluvia tomaba forma de lágrima deslizándose rauda por una mejilla, el cielo se rompió con fuerza precipitándose inefable sobre Inés, quien aferrando la camisa de Jacinto a su pecho desnudo y ahora empapado, ni siquiera se molestó en preguntarse cuándo sabría nuevamente de él. Después de todo, tenía una prenda suya para hacerlo volver.





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