Ojos - José M. Roca

Cada vez que lo veía fijamente era como si hubiera concertado de antemano una cita. Sus ojos marcaban el lugar de encuentro, yo me instalaba cómoda dentro de ellos. Él como buen anfitrión se quedaba con mi abrigo y me servía siempre dos raciones de ese brebaje místico que me bebía con embeleso, sin derramar una gota y siempre deseando otra.
Cada vez que distinguía las semillas de sus párpados era como si me perfilara por encima de una masa de agua. Me asomaba curiosa y ansiosa a su borde queriendo entrever lo que en el fondo escondía, pero él me devolvía otra imagen, yo encontraba la perfección de mi reflejo al mirarle y para hallar la suya, me zambullía como pez en sus profundidades.
Cada vez que sus pupilas se grababan en las mías era como abrir el telón de una obra de teatro, todo alrededor callaba y se encendían dos focos en el escenario. Era como si de pronto el mundo se despojara de su velo y apareciera más nítido o se cubriera y resultara más denso, porque no lograba percibir si tanto brillo provenía del exterior o era simplemente nuestro.
Cada vez que su mirada y la mía...
– ¿En qué estás pensando?
Cada vez que su mirada y la mía se enfr...
–Di algo, me aturde tu silencio.
Cada vez que su mirada y la mía se enfrenta...
– ¿Me escuchas? ¡¿Quieres hablar de una vez por todas?!
–Cada vez que tu mirada y la mía se enfrentaban cualquier lucha cesaba. –Susurro, retándolo con la vista.
– ¿Qué dices?
–Pero hoy no. –Me decepciono.
– ¿Hoy no qué? De veras me agobias, no pensé que lo harías tan complicado.
Hoy las batallas, desconsideradas, parecen seguir sin tregua. El teatro se ha vaciado sin aplausos y ha quedado solo un par de luces opacas alumbrando el fracaso. El agua, antes diáfana, ha enrarecido mi aspecto; no lo reconozco. ¿Me lanzo o no? Me pregunto desde la superficie. Algo me ha impulsado al fondo y ahora me hunde.
– ¿Estás aquí?
–Tus ojos están perdidos –replico observándolo apenas–. ¿Por qué no me dejas beber? Tengo sed. Creo que el abrigo me fastidia. No estoy cómoda en esta silla. No se ha concretado nuestra cita.
–No. Claro que no. Me estoy despidiendo. Y por cierto, no traes abrigo puesto.
¿Cómo que no? Me pesa. ¿Qué ha dicho antes?
– ¡Vamos! ¿Has escuchado al menos algo de lo que dije? No te pongas así, que ya estaba acabado, ambos lo veíamos venir.
Lo escucho o mejor... Cada vez que se abrían las ventanas de su alma, era como si un universo nuevo se creara…
– ¡Para ya! ¡Me tiene hastiado tu silencio!
Era como tener las llaves del infinito...
–Que no ha sido para tanto...
Era como...
–La verdad, no es para tanto.
Era como, como...
–Adiós, hasta aquí llegamos los dos.
Era.
Ahora se muestra envejecido mi universo. Se ha levantado de su asiento y se ha llevado nuestro punto de encuentro, sé que ya no volveré a instalarme allí. Ahora sí siento frío y la garganta seca. Me ha dejado como de costumbre, deseando otra gota de ese brebaje místico que se degusta al seco y sin necesidad de humedecer los labios, te inunda por completo.
De regreso a cual fuese el sitio de donde haya venido, pienso en él y me doy cuenta de que lo único que ocupa mis pensamientos son los gemelos de su rostro. Entre todo lo que él abarca solo me he quedado con ese pequeño detalle. Quizá tenga razón, "no ha sido para tanto". Pero entonces, ¿por qué esa sensación de haber perdido demasiado? Me pregunto qué charlatán me habrá vendido el amor a un costo tan elevado.





Se levantó temprano y me anunció que se iba.
– ¿Bromeas? –le dije.
–Sí. Mira mi sonrisa –replicó seria en medio de una mueca. A ese punto yo no sabía quién de los dos hacía más uso de ironía. La vi recoger sus cosas con una lentitud endiablada, como si no quisiera irse. ¿Acaso esperaba que la detuviese?
Tomaba una prenda del clóset, la doblaba y la colocaba en la cama junto a la maleta. Otra vez hacia el clóset, otra prenda y a acompañar en una pila a la anterior. ¿De verdad querría irse hoy?
–Ven que te ayudo  –le dije. Descolgué en un solo movimiento toda la ropa y se la amontoné sobre la cama. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró en el acto y tras separarlas de las perchas, continuó con el ritual de plegar parsimoniosamente las prendas como si fuera a exhibirlas en una tienda.
–Esto no es necesario, siempre vuelves a plancharlas antes de ponértelas –mientras lo decía el montón de ropa fue a parar a fuerza en el interior de la maleta que obligué a cerrarse a golpes, ligeramente obstinado.
– ¡Vaya que tienes prisa porque me vaya...! –Me reprocha caminando hacia el baño. ¿Prisa? No. ¿Pero para qué darle largas? Cuando regresa trae sus cremas, sus lociones y su montaña de menjunjes entre las manos–. No te preocupes, lo dejaré todo limpio. Será como si nunca hubiese estado aquí.
“Como si nunca hubiese estado aquí”. La frase se me queda palpitando en las sienes y se me ocurre que para que pueda darla por cierta, la supuesta limpieza a la que ella se refiere debe también extenderse a mi cabeza.
La veo caminar de un lado a otro y pienso que hará falta borrar sus pisadas del suelo. Miro hacia el clóset vacío e imagino la maleta llena de caricias furtivas, trozos de desnudez perdidos entre colores y texturas. La cama, no importa las veces que la haga, su cuerpo seguirá adherido a las sábanas y sus sueños se quedarán guardados en la almohada.
La sigo hasta fuera del cuarto, recoge un par de cosas en la sala y en la cocina, desde luego no quiere que se le quede nada. Y ya le digo yo que debería también llevarse sus lecturas y sus siestas en el mueble, los aromas que puso en la cocina, las huellas de sus pies sobre la alfombra, la silueta de su sombra en cada esquina, los rastros de picardía sobre la mesa, sobre la barra del comedor o el sillón, la forma en que sus carcajadas repliegan al silencio en un rincón, la marca de su espalda en las paredes, el roce de sus dedos en cada cosa que tocó, su mirada en cada superficie, su voz dispersa por la habitación; tal vez su sabor en los cubiertos, apuesto a que hasta en ellos se grabó…
–Creo que ya me llevo todo… – ¿Un bolso sobre el hombro, una cartera colgada sobre el brazo y la maleta a su lado en el suelo? Ya. Sin duda me tocará a mí hacer el trabajo de “limpieza”, lo que se ha llevado no equivale ni a la cuarta parte de lo que aquí deja.
Se queda de pie frente a la puerta, inmóvil, esperando… Da la vuelta, me observa, vuelve a mirar a la puerta. Niego exasperado, me aproximo y la abro.
–Supongo que esto es todo –dice. Yo guardo silencio–. ¿De verdad no harás nada?
¿Algo como qué? ¿Impedir que se vaya? Trago saliva, se me seca la garganta:
– ¿Quieres que te haga una fiesta de despedida?
Sube las cejas, me mira asombrada y atraviesa el umbral. No me preocupo siquiera por seguirla con la vista, sino que empujo la puerta y dejo que al cerrarse forme una barrera entre el mundo que se aleja y la realidad que me queda.
Paseo la vista por las paredes sin ver algo en particular, repito la imagen de antes de cerrar la puerta, no recuerdo si me dijo adiós y lo dicho: todo está tan lleno de ella que me… Estoy tan lleno de ella que… ¿En verdad se marchó?
Empiezo a saborear la sensación y escucho a alguien tocar afuera. Por eso es tan difícil aceptar algo, siempre aparece un inoportuno entrometido que evita que asimiles las cosas en su momento.
– ¡Sepa que no es bienvenida su visita! –grito antes de abrir. La persona al otro lado me mira con gesto avergonzado y un tanto consternado.
– ¿Podría…?
–De ninguna manera –le corto enseguida, en lo absoluto me interesa qué querrá. Sin embargo, se cuela en la casa sin pedir permiso.
–Vengo por… –Le doy la espalda y me dirijo hacia mi habitación, tampoco me interesa saber por qué ha venido. Tomo un bolso, empaco un par de cosas, vuelvo a la sala y mientras abandono la estancia, le halo del brazo hacia la salida. Pensará que soy maleducado, pero su intrusión no merece otro trato.
Forcejea, grita, intenta zafarse. En una de esas me detengo y sin soltarle le lanzo una advertencia con la mirada...
– ¿A dónde dijiste que te ibas esta mañana? –Me observa dócil, suplicante y risueña, pero no responde. Desde luego, la respuesta también me tiene sin cuidado–. Perfecto, te vienes conmigo. Después de ésta no te quedarán ganas de irte a ningún sitio… Al menos no sin mí –murmuro.
–Pe… –Un solo sonido tosco de mi garganta bastan para acallarla. Le suelto el brazo y la sujeto de la mano mientras hago que siga mis pasos. Ni se imagina lo que le espera. No me aguanto y en un arrebato la empujo bruscamente hacia mí, impacto con fuerza sobre su boca y mis manos la estrujan sin clemencia. La apartó raudo y retomo el camino. Ella, anonada y arrebatada por mi impulsivo acto, apenas reacciona, trastabilla y me sigue con torpeza.
Me canso de sus tambaleantes pasos, la tomo por la cintura para ayudarla a caminar, aprovecho la cercanía para lanzarle otra advertencia por lo bajo:
–Más te vale que te mantengas en pie y no desfallezcas en las próximas horas.
La siento estremecerse, el rubor va asomando a sus mejillas. Quiero reírme, pero no, debo mantenerme inflexible. Me mira apesadumbrada, sus ojos suplican piedad. ¡Oh, no, no, no! Esto se lo ha buscado ella y solo acaba de empezar.


Aldo Simetra




Sí que era TONTA mi amiga Juana. Tonta con todas las letras de la palabra en mayúscula, subrayadas y en negrita. A veces me provocaba darle un par de coscorrones a ver si lograba que reaccionara con los golpes.  Así sería de tozuda. Es que en verdad esa amiga mía no tenía compón.
Venía de haber roto con un tipejo con el que llevaba apenas seis meses de “relación”, si es que se le puede llamar así. La razón: incompatibilidad de caracteres. Apuntaban en direcciones opuestas para resumir.
No había pasado ni un mes cuando se lo encontró de nuevo y bastaron unas calentaditas de oreja, un “me haces falta por aquí”, una caricia por allá y ¡zas! Otra vez en las garras de ese animal. Tres días después se lo consiguió en su departamento con alguien más. Ella me refería el suceso sin caber en el asombro y yo (que ya me sabía la historia de ella, la del tipo y otras muchas) en lo único que podía pensar era: “No sé qué le sorprende”.
La cuestión era que no la había descompuesto tanto el descubrimiento como el hecho de que aquel reparara en su presencia y no se inmutara, que siguiera presto haciendo de las suyas en el otro cuerpo sin importarle que ella lo observara, más bien queriendo que lo observara. Me contó que cuando se cansó de ser ignorada se desesperó, armó un escándalo que solo sirvió para que él le dijera: “Oye, no molestes que estoy ocupado”. Y la otra salió después a secundarlo con total descaro: “Que solo serán unos minutos, nena. Si dejas de interrumpir acabamos más rápido”.
Se marchó, claro. Presa de un cúmulo de sentimientos que no alcanzó a describirme, pero que duraron como mucho una semana. No hacía más que hablar de él, de lo mucho que le gustaba, de lo que le hacía sentir cuando se le acercaba, de que si le perdonaría cualquier cosa porque se moría por él, que lo adoraba y otra sarta de palabrerías que a mí me hacían sentir pena al escucharla. Nunca entendí cómo Juana jamás percibió en ella misma la indignación que me transmitía su historia cuando para mí era ajena y para ella, propia.
En esos momentos, yo no cabía en mí de lo mucho que me sorprendía ella. Intentaba hacerle comprender por cualquier medio en qué podía terminar aquello. Incontables veces le repetí que no le convenía, entre los miles de hombres que hay en el mundo no podía quedarse ella con tan infame individuo. Juana no captaba ni porque le hablara en su idioma o en cualquier otro, ni porque le explicara gráficos (con lo harto que le gustan las matemáticas) o le hiciera dibujitos.  
Regresó con él, por supuesto. Y cuando me dio la bella noticia, el coscorrón que le quería dar a ella me lo terminé dando a mí de la impotencia:
– ¡¿Cómo se te ocurre, Juana?! ¡Piensa del ombligo hacia arriba no del ombligo hacia abajo, mijita! ¡Cuánta pendeja en una sola persona! –Le había gritado, incapaz de soportar tanto desatino. ¿Y qué me contestó la niña?:
– ¡Ay, amiga! Es que cuando estoy con él… ¡Cuando estoy con él se me olvida todo! No encuentro dónde me queda cada cosa, se me baja la cabeza a los pies, ¿yo qué sé?
Nada que hacer. Ahí me resigné. Con la cabeza pegada al suelo es muy poco lo que se puede ver. Ya no piensas. Tienes la sesera llena de barro y nadas feliz en tu charco hasta que se convierte en un chasco.
Al poco tiempo me puso al corriente de que le había hecho otra jugarreta, por partida doble además. No halló a una, sino a dos en la misma escena, en la misma habitación y con el mismo que había perdonado la vez anterior. Una de aquellas, entrelazada de cualquier forma entre él y la otra, dizque la invitó a unirse al grupo alegando: “Las cosas son mejores cuando se comparten”. A lo que, mientras aprovechaba de respirar sacando la lengua de la garganta de una de esas, el tipejo completó: “Estamos calentando. ¿Te hago un espacio?”
Salió corriendo, esta vez despavorida. El acontecimiento la desencajó. Pasó un par de semanas martirizándose con el cuento de que no se podía sacar la imagen de la mente, lo peor era que la revivía como si en lugar de haber huido se hubiese quedado en el sitio compartiendo a duras penas a su chico con un par de sanguijuelas que parecía no solo succionarlo a él sino también a ella, a quien le quedaba la porción más pequeña. Era al mismo tiempo una tortura y una pesadilla, me decía.
Sin embargo, eso pasó a segundo plano al él reclamar su presencia, al extrañarle, al necesitarle. Ella, sacudida por las mismas demandas, se dejaba manejar por sus deseos como marioneta. Sin duda algo no iba bien en ellos, aunque a esas alturas ya yo empezaba a preguntarme quién de los dos padecía de la enfermedad más grave.
Cual masoquista decidió regresar con él y con resolución tomada se le ocurrió pedirme consejo. Yo que ya tenía las cuentas claras, cansada de gastar saliva en vano, sabiendo perfectamente que ignoraría mis palabras y que caería de nuevo sin remedio, no pude más que decirle:
–Ten listo el hielo, el mentol y el ibuprofeno.
No me enteré finalmente si entendió el todo o la parte, o si se molestó conmigo por aquella frase proferida. Lo cierto es que no supe de ella hasta tres meses después cuando recibí una llamada en la que me invitaba a su casa. No se oía nada bien y solo con verla al llegar, me di cuenta de que no se encontraba mejor.
Engripada, con medias y pijama, envuelta en una manta, apocada y con aspecto de haber estado encerrada durante días, se me antojó tan indefensa como mi hermanita cuando busca refugio después de un mal sueño.
Después de abrirme la puerta se apresuró a cobijarse en el sofá, que francamente parecía un nido. Ya me imaginaba de qué iba, el tipejo seguro tenía mucho que ver. Rogué porque no hubiese sido tan suelta de tornillos como para dejarse embarazar por semejante sujeto. Por fin me dijo lo que le ocurría y supe que había sido ignorado mi ruego:
–A mi cuerpo le ha dado por ser anfitrión. –Me soltó sin esforzarse por mover los labios. Yo, que creí haber interpretado perfectamente, no hice más que suspirar.
– ¡Sí que eres tonta, Juana! –Alcancé a decir antes de escucharla terminar.
–Eso y también seropositivo.
Una expresión de escepticismo se fijó en mi rostro y me dejó muda, antes de que atinara a pronunciar alguna cosa ella lapidó las palabras no dichas con un:
–No me hagas repetirlo. –Hice amago de hablar y…– No me pidas explicaciones ni detalles. –Otra vez intenté mover la boca– No me hagas preguntas, ¿quieres?
Concluyendo que no iba a dejarme emitir sonido alguno, simplemente asentí. Menos mal que me impidió el habla porque en ese momento no sabía qué decir, negada y a punto de rabiar por la noticia, solo me pasaba por la mente resaltar lo estúpida que fue. Me le quedé viendo, el silencio se hizo pesado incluso para ella porque hubo de aliviarlo diciendo alegremente:
– ¿Ves? Te he hecho caso en algo –se llevó una mano hacia la bolsa de hielo que llevaba sobre la cabeza, me señaló una cajetilla de ibuprofeno abierta que descansaba en la mesa junto a una pomada. Me pidió que le acercara esta última, se untó un poco del contenido en las sienes y al instante un aroma mentolado inundó la estancia.
No pude más que sonreírle luego de negar con la cabeza, me hice espacio junto a ella en su “nido” y la abracé. Sus lágrimas comenzaron a brotar y con ellas su aflicción fue volcándose en un lastimero desahogo.
–Me la imagino, ¿sabes? A la niña que quiero tener y que quizás no tenga. La veo ahí frente a mí diciéndole: “Mija, si va a ser tan pendeja como para enamorarse de cualquier estúpido al menos tenga buen gusto. No vaya a caer en las manos de cualquier imbécil que venga a cantarle desafinado en la pata de la oreja, que eso no suena. Ni mucho menos se maraville con cualquier idiota que le pinte pajaritos desfigurados. Que no le pase como a mí, que suba sus expectativas y que aprenda a mirarle el dentado a caballo regalado”.
–Bueno, Jua…
–Calla, calla… –Me interrumpió entre sollozos–. En serio, no digas nada. Tantas oportunidades que tuve para enmendar y mira. Es que si en la vida no aprendes algo por las buenas, lo haces por las peores. ¿Y dime tú, amiga, de qué me sirve ahora el aprendizaje sino que para resaltar mis errores? ¿Es que no las escuchas, a esas “lecciones de vida”? Debiste haberlas escuchado porque me gritan algo parecido a lo único que te he dejado decir desde que entraste a casa: “¡Por pendeja, ¿viste?! ¡Sí que has sido tonta, Juana!”. ¡Estoy-hastiada-de-escucharlas! –Gruñó entre dientes–. Dime dónde se apagan. O mejor no, no hables. Solo acompáñame, pero quédate callada.
No abrí la boca, más por no tener respuesta a sus incógnitas que por respetar su silencio. Ese día murió Juana, la tonta. De hecho, no volví a llamarla nunca de esa forma.





¡Chist! Que no se mueva nadie. Las sombras de la calle ayudan a ocultar a nuestro insigne personaje. Avanza con sigilo y presteza en la oscuridad de la noche en pos de su próxima presa. Hay que guardar una distancia prudencial: no muy lejos que se le pierde de vista ni muy cerca que sus sentidos lo espabilan. Él lo sabe y lo sigue a cabalidad, el asunto debe saldarse con premura y se debe evitar a los listillos que puedan causar problemas. Esa noche el hombre de edad media a quien perseguía todavía no se percataba de lo que pasaría, debía aprovechar el momento, sorprenderlo justo con las defensas bajas. Estaba a punto de voltear en la avenida; nada más perfecto, lo interceptaría en la esquina. Las manos en posición, el perfil cubierto, dos zancadas más largas y…
– ¡Te tengo pajarito! Ee, ee, eeeh, quieto. –Hay también que inmovilizarlos cuando se ponen frenéticos. Le hizo una llave al nivel del cuello.
– ¿Quién es usted?
Le apretó el brazo sobre la garganta. Ahora el hombre se quejaba, podía sentir su miedo y percibir en su modo de hablar que le daría pelea, no se la dejaría fácil.
– ¡Chist!
–Pero ¿qué es lo que quiere?
– ¡Chist! Chist! –El hombre ni se callaba ni dejaba de forcejear. Un poco de silencio para empezar no estaría mal. Se sacó el arma y se la recostó en uno de los costados.
– ¡Cállate, bichito! Con bulla no puedo trabajar. –El hombre se paralizó y se quedó mudo–. Así me gusta, tranquilito, como niño bueno. ¡Pásame la cartera y no te me pases de chistoso, ¿oíste?! Sin comedias, como dirían ustedes.
Al momento sintió que el hombre rebuscaba entre sus bolsillos, redujo la presión sobre el cuello. El arma debía quedarse donde estaba, esa sí que asustaba, así que no le quedaba más remedio que aflojarle la llave para recibir el premio.
– ¡Ee, eeh, calmadito! Ajá, así. Eso, eso, colaborandito. –Apenas rozó el cuero del material y sintió una punzada en el estómago. Le cayó la mala pava: le había tocado un listillo. En vez de darle la billetera le había asestado un buen golpe con el codo. Se la haría pagar, por supuesto.
Intentó hacer la llave de nuevo, pero con tan mal atino que recibió un mordisco; el hombre aprovechó para propinarle tremenda pisada que lo dejó bailando a saltitos. La rabia empezó a cruzársele por la frente mientras el hombre, que parecía dispuesto a dar la lucha, le arremetía con un gancho que le volteó medio rostro. Esa sí que no se la calaba: “la cara de un man es sagrada”.
“Con que muy machito” –pensó nuestro personaje. Si era cuestión de ver quién le ganaba a quién, él no estaba dispuesto a perder. Apretó el arma, se envalentonó.
–Pa’ que veas que yo también tengo dos más una. –Se señaló la entrepierna en un vulgar gesto mientras lo decía y luego encañonó al hombre. Un sonido seco tras soltar el gatillo…
¡Chist!, silencio, ni un solo suspiro. Se aprestó a quitarle lo que tuviese de valor encima. ¡Nah! El hombre no tenía ni un malvado reloj. Alcanzó la billetera y la abrió de tajo: facturas y más facturas. ¡Este desgraciado armó tanto lío por un bojote'e papel! –Masculló.
Tiró la cartera, le echó una ojeada al cuerpo y decidió que le gustaba la chaqueta, a ver si podía hacerse con ella. Intentó quitársela, pero ya se comenzaba a manchar. Se levantó obstinado, pateó al hombre que yacía malherido o muerto (lo que fuera) en el suelo y mientras se alejaba se quejaba por lo bajo:
– ¡Maldita sea! ¡Cómo odio llenarme las manos de sangre en vano! 

¡Uuuuh, uuuuh! ¡Piiii, piiii! Que se muevan todos. Que el ruido y las luces los ponga sobre aviso y haga que se aparten del camino. Avanzan con estrépito y sin cautela en el fulgor de la noche llevando alguien a quien salvar. Hay que mantener la calma: si se sucumbe ante la alarma algo puede salir mal. Él lo sabe y lo sigue con rigurosa conciencia médica, debe mantener la situación bajo control. Esa noche el hombre de edad media con una herida de bala en el torso, a quien atendía, estaba perdiendo el conocimiento; no podía desperdiciar ocasión de mantenerlo despierto. Estaba a punto de abandonarse al sueño de la misma forma que la sangre abandonaba su cuerpo. Las manos en acción, los sentidos alerta ante cualquier cambio en su respiración, los ojos no se apartan de la víctima, sus signos vitales deben…
– ¡No, no, no! ¡Hey, amigo! ¡Vamos…! ¿Me escucha?
–Qqq-qué… D-dd-don…
–Por favor, no se mueva. No es necesario que hable. –Había que tranquilizarlo, relajarlo. La turbación aumenta el riesgo.
–C-co-com…
–Por favor, no hable, ¿sí? Estamos ayudándole. –El hombre asintió indefenso, dejándose llevar cediendo a la petición con facilidad, más bien con demasiada facilidad. ¡Rayos! ¡Como que no le iba a dar pelea!
– ¡Hey! ¡Hey! Tampoco se lo tome a pie de letra –el hombre cerraba los ojos otra vez–. ¡Hey! ¿Me escucha? No sea tan obediente, amigo, que no estamos en el ejército.
–E-e-eh –el hombre intentó hablar, mientras reía. Bien, al menos tenía conciencia todavía. Tal vez, la luz no estaba llamándolo y San Pedro no lo tenía esa noche en su lista.
–Eso es, amigo. No se preocupe, luego le cobro el chiste. –Se relajó aliviado, el hombre continuó sonriendo, estaba acariciando la idea de que se salvaría cuando repentinamente se interrumpieron sus respiraciones.
Debía actuar pronto y lo hizo, por supuesto. Sin perder tiempo empezó a llenar el cuerpo del oxígeno que estaba perdiendo.
El hombre sonreía, pero sin respirar por su cuenta. Le pareció una broma de mal gusto. Siguió insuflándolo, nada. Entró en desesperación. ¡Cielos! El hombre comenzó a ponerse cianótico, los latidos se acercaban para despedirse mientras se volvían cada vez más ausentes.
– ¡Demonios! ¡El corazón no! Te dejaba gratis el chiste si supiera que ibas a pagarme así.
Maniobras de reanimación y enardecidos malabares saltaron como única arma para hacerle frente a la muerte que quería instalarse:
– ¡Aguante, hombre, aguante! ¡No se deje vencer tan fácil!
Pulso: Ninguno. El hombre sonreía.
Respiraciones: Ninguna. El hombre sonreía.
Latidos: Ninguno. El hombre sonreía.
Reacciones: Ninguna. El hombre sonreía.
Su compañero lo instó a retirar sus manos laboriosas del hombre de edad media con una herida de bala en el torso, de quien siquiera conocía el nombre. ¡Chist! Silencio. Nadie se mueve. No hay más que hacer.
–Ya déjalo –soltó aquél mientras le cerraba los ojos al cuerpo.
El hombre sonreía. Se preguntó por qué lo hacía. Observó sus extremidades rojas apartándose del cadáver que cuando tocó por primera vez estaba vivo y con un gesto lastimero de negación, mientras volteaba la cabeza de lado a lado, soltó por lo bajo:
– ¡Maldita sea! ¡Cómo odio llenarme las manos de sangre en vano!


 Aldo Simetra




Él usa doble negación, no le importa que ella analice más lo dicho y se dé cuenta de que sus argumentos carecen de valor. El enunciado “no haré nada que te lastime” fue solo un error de gramática. Un tanto para él, no mintió.
Sus frases siempre quedan en puntos suspensivos  Aún acabadas a ella le gusta terminarlas.
Encierra en signos de exclamación sus historias para que tengan un ¡toque de gloria! Y no se deshace del punto y coma; siempre que se arrepienta de algo puede agregar un “pero” y salir de paso.
¿Ella? Se encierra entre signos de interrogación para que él la adivine. Ávida de explicaciones, abre paréntesis (para que él los cierre). Se subraya para destacar y si eso no funciona, tras aclarar la garganta y utilizar dos puntos: se hace notar.
A ninguno le gustan las redundancias. Sin embargo, les gusta tener comas guardadas para enumerar sus faltas, para enumerar sus defectos, para echarse cosas en cara.
Nunca dejan de lado las comillas, son más que útiles para citar bienintencionadamente lo que uno dijo y al otro le quedó bailando en la cabeza.
______Habían puesto sangría al comenzar su historia, pero no lograron situarse al margen del pasado. Ahora todos sus problemas parecen labas nicas que se fueron acentuando a lo largo de los años.
Y quisieron darse un punto y seguido, pero saben que ese signo adorna solo párrafos inconclusos.
No hay para más que un par de oraciones, si acaso para una palabra aguda: adiós. Que se agrave el silencio y la despedida.



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