“Ya no sé si los caballeros se extinguieron porque existe igualdad de género o si hay mayor igualdad de género porque los caballeros se extinguieron” –me decía una amiga-. “Ya los hombres no se preocupan por tener esa deferencia para con las mujeres que las distinguía, los hacía ver galantes y subía a la civilización de categoría. Se les olvida abrirte la puerta, ofrecerte la mano para sortear algún obstáculo, dejarte pasar primero, cederte el puesto…”
¡Vaya! ¡Ceder el puesto! El otro día abordé un vagón en el que muchas mujeres iban de pie y todos los asientos, a excepción de los puestos preferenciales en donde estaban dos o tres ancianos, eran ocupados por hombres. No pude evitar pensar: ¡Qué bolas tan arrechas! Y aunque lo expresé en voz alta, ellos parecían tener sobradas razones para permanecer sentados. Sin embargo, para mí lo único que podría justificarlo (salvo exclusivos casos) es que estuviesen pegados sobre el asiento o que tuviesen aquello de allá abajo tieso y temieran que al levantarse quedase al descubierto.
Aunque bueno, creo que ahora y después de cierto tiempo empiezo a comprender. Las mujeres son tan todo terreno: Nos rebasan en inteligencia, toman nuestro papel en el hogar, nos igualan en el trabajo, ponen en jaque nuestra fuerza, usurpan nuestro poder, disponen hasta del control del televisor y hacen pensar: “Bueno, pero esta puede con todo aquello y no va a poder soportar un rato de pie”.
De lo que algunos no se enteran es de que ellas no esperan que les cedamos el puesto por una cuestión de debilidad o cansancio; porque no nos engañemos, claro que pueden soportar su propio peso sobre unos tacones desafiantes, emperifolladas de pies a cabeza, con un carterón que nada tiene que envidiarle a un kit de supervivencia, sosteniéndose vertiginosamente de los agarraderos, cuidando al mismo tiempo de que todas sus uñas salgan ilesas y manteniendo el equilibrio en un tren que es frenado intempestivamente en cada estación. ¡Qué va! Si ellas aún esperan que les cedamos el puesto, es porque cada día salen a comprobar si están rodeadas de hombres de verdad o de mamarrachos con disfraz.
Hay que ver el Chavo del 8 y prestarle mucha atención a la repetitiva escena del Prof. Jirafales y Doña Florinda:
-¿No gusta pasar a tomar una tacita de café? –pregunta ella.
-¿No será mucha molestia? –replica él.
-De ninguna manera, pase usted.
-Después de usted.
“Después de usted”, eso es lo que en definitiva se debe aprender. Porque es de saber que la educación abre más de una puerta (sino pregúntenle al Prof. Jirafales), y pensar en alguien distinto a uno mismo las mantiene abiertas.
Dejando fuera aquello de la igualdad de género, concluiré con algo que quizá no los sorprenda: Actualmente en los vagones de trenes, en las camionetas y hasta en cualquier sala de espera abundan mujeres que le dan unas cuantas patadas a muchos machos carentes de testosterona; y lo que menos me gusta de esto es que, precisamente por culpa de esos especímenes, ellas se hacen tan malas referencias de nuestro sexo.

Aldo Simetra





Fue casualidad o causalidad que se encontraran a un metro de distancia
Un metro de distancia que pudo haberse evaporado simplemente con un par de pasos
Pasos que no dieron al quedarse quietos
Quietos, mudos y paralizados en el mismo tiempo.
Tiempo en el que todo avanza sin razón ni causa
Causa que rogaron fuera develada
Aunque fuese un instante,
Aunque fuese un momento
Porque sabrían que no fue coincidencia encontrarse de nuevo.
Y entonces, probablemente sus pies habrían ido a destiempo,
Pero en la dirección correcta.
Las palabras habrían encontrado el modo de recordarles sus voces.
Tal vez, el pasado se asomaría a contemplarlos y
Descubrirían que ahí, en ese espacio, ahora más cercanos,
Serían consecuencia de un mismo acto.
¿Fue casualidad o causalidad encontrarse a un metro de distancia?
Se preguntaron mientras sus espaldas, a lo lejos, tuvieron el valor de saludarse.
Sus labios replican
La piel les reclama
La mente enloquece
El alma se apaga.
"Y eran esos los labios que quise saborear esta mañana".
"Y es esa la piel que quiero acariciar otra vez".
Cuerpo y corazón se reprochan el no ser totalmente independientes
Mientras sus dueños piensan distantes:
¡Qué raro el habernos encontrado de nuevo!
Y si la cobardía no fuese su único escudo,
Y la mente, su principal aliada
Nada les impediría darse cuenta de que las casualidades no existen,
Que solo las causalidades las crean.
Un metro de distancia los separaba esa tarde,
Pero kilómetros de una osadía inexistente los separará siempre.





Vivía en un rancho con mi abuela en un pequeño poblado cuya vivienda más lujosa era la mansión de un avicultor en la cima de una colina. Tenía las aves más exóticas de toda región y era un espectáculo ver al aire azotado por tan variado y vistoso colorido.
Atraído por tanta hermosura, un día subí la cuesta para admirar su labor y descubrí en qué consistía. Cazaba a los pájaros, los encerraba y luego de sacarles todo el provecho que podía, los dejaba libres; entonces, permitía que describiesen dos amplios círculos entre las nubes y una flecha los impactaba de lleno haciéndolos descender.
En mi asombro ante su crueldad quise encontrarle explicación a lo absurdo y lo único que el hombre dijo fue:
-Mi esposa no soporta su trino, mi hijo no puede tenerlos y a mí me perturba su vuelo.
No lo entendí, por supuesto. Corrí colina abajo en busca de mi abuela y una vez hube narrádole lo sucedido acertó a decirme:
-Si alguna vez logras elevarte lo suficiente, ve lejos. A quien no tiene alas le incomoda que otro vuele.
Seguía sin comprender. No pude más que culpar a mi tamaño y corta edad de mi estrechez mental. Sin embargo, había algo arrebujándose en mi interior que no necesitaba razonar.
Así que con firme resolución esperé a que anocheciera y en medio de la oscuridad enfilé hacia la mansión del avicultor. Una vez allí, después de cerciorarme de que nadie podía impedirlo, rompí todos y cada uno de los cerrojos dejando a los pájaros en libertad. Luego corrí tras ellos escuchando a lo lejos los bramidos y gritos de rabia e impotencia de aquel hombre atroz.
Ya en casa, sentí que mi conciencia me felicitaba. Me acosté feliz y libre de remordimientos.
(*)Cuentan que más tarde el avicultor tomó la férrea decisión de incendiar el rancho mientras dormíamos. Si así sucedió, nunca lo supe.
Lo que sí puedo asegurar es que esa noche mi alma se elevó dos veces: la primera, al ver las aves reencontrarse con el cielo; y la segunda, cuando mi abuela y yo, desde las alturas, pudimos seguir de cerca su vuelo.


(*)Final Opcional:
Cuentan que más tarde el avicultor tomó la férrea decisión de incendiar el rancho mientras dormíamos. Si así sucedió, nunca lo supe. Bastó que mi abuela me sorprendiera regresando agitado y medio asustado al final de mi travesura para adivinar lo que había hecho. Abandonamos esa misma noche el pueblo.
Años más tarde, por fin lo entendí. Ahora, cada vez que piloto mi avioneta, recuerdo vívidamente esa sensación que me invadió al ver a las aves reencontrarse con el cielo. De vez en cuando planeo sobre la vieja mansión del avicultor; no sé si todavía la habite, pero me emociona el hecho de que pueda perturbarlo con mi vuelo.





Desprenderse del pasado para poder continuar. De lo contrario, cada vez que voltees a ver el ayer una bofetada te enderezará el cuello y te rasgará la piel.
Con eso concuerda la mayoría, pasan del simple “continúa” al trillado “lo perdido en el presente estorba”. Ojalá tuvieran razón con esto último, pero tu ausencia no me ha dejado en claro que no te necesite.
Me hace falta tu llamada a la oficina para preguntarme por la cosa más superflua, la escapada del trabajo a la hora del almuerzo dos por tres a la semana, tus zapatos favoritos o cualquier otra prenda olvidados en la sala o debajo de mi cama, la salida a cualquier parte después de las cinco que hacía que el fin de jornada tuviera sentido. Tus inventos culinarios de los sábados, unos deliciosos y otros, peligros disfrazados de bocados. Las esperanzadoras despedidas de las noches del domingo, dormir con la nariz hundida en tu cabello, tus caricias espontáneas, tus miradas de cejas levantadas con que reprendías mis mañas y artimañas. Tu aroma simple y natural o aquel impregnado con las notas complejas de un perfume. Tus besos, tu risa... Cómo odio no poder hacerte reír ahora y escuchar esa melodía.
Echo de menos tantas cosas, odio muchas otras; pero supongo que en virtud del "seguir adelante" ya no importan.
Todo lo que fue parece adherirse a la suela de mis zapatos frenando cada uno de mis pasos y sé que debo deshacerme de ese resistente pegoste para avanzar. Sin arrepentimientos, sin mirar atrás.
Estás tan cerca, puedo sentir tu aliento respirándome en la nuca. Desobedezco a los otros, me hago caso a mí mismo, volteo para enfrentar tu rostro y un aire gélido y vacío me golpea. Ahí está esa bofetada de nuevo atenta a mis descuidos. Me hiere la mejilla dejándome el mensaje implícito: Te vigilo, vete derechito y no te me desvíes del camino.
Pero me conoces, soy como un niño obstinado y rebelde. Los cachetones y rasguños duelen mucho menos, comparado con el verdadero dolor son poco más que nada, y me niego a ir hacia adelante sabiendo que te dejo en la dirección contraria.

Aldo Simetra


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