Todos queremos cosas permanentes porque no nos gusta perder nada. Nos gusta tener la seguridad de que todo cuanto hemos tenido no se extraviará o se marchará al final.
Sin embargo, basta mirar al pasado y ver lo que ya no está para saber que nada permanece en el mismo lugar.
Aunque bueno, a veces es un consuelo que se tengan los recuerdos, ellos inalienables e inalterables permanecen vigentes pero no palpables, al menos tenemos la certeza de que cuanto tengamos o vivamos queda guardado en algún rincón aislado de nuestra extrarrealidad. 
Y mientras ese lugar exista, nosotros no debemos preocuparnos, podremos seguir latentes con el paso de los años, basta con que la memoria sepa guardar nuestra historia en una mente resistente que no los emborrone con el tiempo hasta que el cuerpo caiga abatido definitivamente al final de sus días y le dé paso a la muerte. 
Entonces le daré cabida a tus nunca y a tus siempre, pensaré que el mundo es ínfimo cuando nos contradiga y se burle por creernos a nosotros mismos infinitos porque, aunque la eternidad no exista y la inmortalidad tampoco, nosotros viviremos sin límites y sin que nos importe el tiempo, dejaremos una huella y seremos imborrables, aunque todo se marchite, aunque todo se acabe y el olvido gane. Seremos temporalmente indelebles y eso es ya decir bastante.

Algo completamente indeleble es la muerte. Muchos me han dicho que ansían la inmortalidad y la eternidad de los muertos pero nadie quiere pagar el alto precio de convertirse en polvo por ello.


“Hicimos todo lo posible”, esas fueron las monótonas, quedas y vacías palabras que pronunciaron los doctores al salir del quirófano para anunciar tu pérdida. Deberían surtir un efecto consolador en mis adentros, pero creo que solo los reconforta a ellos; les hace pensar que, aunque no funcionara, hicieron suficiente por impedir que visitaras permanentemente el país de los muertos.
Esas cuatro palabras se me han clavado como agujas en la piel hiriéndome sin piedad, y aun así resultan tan vanas, tan incompresibles, tan incompletas que ya no sé si puedo sentir algo después de escucharlas.
Todavía trato de entenderlo. Un mecánico lo dice cuando repara un auto y el dueño adquiere otro, un estudiante lo dice al reprobar un examen de admisión y se prepara para el siguiente, los deportistas lo repiten a menudo cuando pierden un partido o una competencia, pero tienen la oportunidad de ganar la próxima; en esas situaciones la frase es aceptable y hasta tolerable, pero cómo la justifican cuando es así de inminente e irreparable.
Sea lo que sea a lo que se refiera, creo que no deberían utilizarla. Me conduce a preguntarme por qué no hicieron lo imposible para salvarte, me lleva a pensar que hacer lo posible es quedarse a medias, me impide aceptar por completo el hecho de tu inevitable ausencia porque me obliga a abrigar la diminuta esperanza de que si hubiesen dado un paso más allá, si lo hubiésemos dado, aún continuarías viviendo.
¡Cielos! No los estoy culpando, en verdad que no, solo intento encontrar otra frase para el final de nuestro cuento. Pero mientras me aferro con los ojos en blanco al frío metálico de las hostiles sillas de la sala de emergencias del hospital, con los médicos observándome con aprehensión, las enfermeras rodeándome y sosteniéndome para que me calme, rostros que me lanzan sus miradas de lástima; lo único que se repite en mi cabeza son imágenes de los doctores reviviéndote en vano con las manos, luego colocándote una inyección de epinefrina, intentando revivir tu corazón con cargas de electroshock, los cirujanos a esas alturas ya habrían alejádose y soltado los instrumentos. Ellos “haciendo todo lo posible” antes de retirar las manos de tu cuerpo y anunciar la hora del deceso, para luego cruzarse de brazos y dar la espalda porque en un mundo de posibilidades lo imposible no está a su alcance.
Tal vez pueda entender eso, más tarde. Ahora solo veo como caigo inevitablemente en medio de paredes pálidas y marmóreas, mientras las pocas luces que me alumbran se opacan, y aquí y allá hay un torbellino de manchas blancas. Mi mente me habla amargamente en voz baja: -Ojalá lo hubiesen hecho todo, ojalá hubiesen hecho nada; esos son límites que puedo comprender porque no darían lugar a dudas ni a esperanzas, ni me lo tomaría como una excusa para disculpar o absolver culpas.
Mientras me quedo en la oscuridad, preferiría que me hubiesen dicho: “Nada hay por hacer” o “todo se ha hecho ya”.
Y de verdad que no los culpo, dentro de la negación me resulta inútil sentir algo.
En este vacío mortal mi alma se debate de forma agónica: continuar haciendo lo posible no honrará tu partida, sin embargo, se me escapa de las manos hacer lo imposible incluso para atrasar la mía.


Cerré los ojos o se me están cerrando solos, no lo sé. No te vayas lejos, te seguiré hasta donde estés.




Entonces Camelot, el camelista, le preguntó a Cygnus, el hombre mitad cisne:
[-          Aún tengo curiosidad por saber qué buscáis.
-          La otra ala por supuesto. ¿Pensáis que quiero estar toda la vida con un brazo y una ala?
-          Tal vez no, pero ¿por qué no un brazo en lugar del ala? Si tuvieras dos brazos, seríais completamente humano.
-          ¿Creéis que dos brazos hacen a un hombre humano?
-          ¿Dos alas os convertirían en ave?
Cygnus sonrió con tristeza.
-          Con dos alas se puede volar.]


Lo bonito de la vida: encontrar plenitud en cosas complejas pero sencillas..


P.D.: Fragmento tomado del libro “Comitiva de Embusteros. Una novela de la peste” escrito por Karen Maitland.



 

Ese sin sentido en el que se balancea la vida.
Ese comienzo incierto y final inconcluso propio de las historias a medias recordadas.
Ese ir y venir constante que nos ata a todos lados y al mismo tiempo a ninguna parte.
Ese pertenecer a nada y conformar un todo.
Ese querer ser un todo para quien quiere nada.
Ese "no sé qué" inevitable que juega al escondite con el "sí" y el "no" sin atrapar a alguno de los dos.
Ese borrón en que se convierte el olvido, el pasado, lo vivido.
Ese avanzar hacia atrás a través del tiempo: Entre más segundos, menos momentos.
Esa frontera a la deriva atrapada entre dos mundos.
Ese agobiante sobrevivir en el futuro y sobrar en el presente.
Ese soñar con las pupilas encendidas sin edificar algo y destruirlo todo al cerrar los párpados.
Ese hablar sin decir ni sentir, ni pensar.
Ese querer ir lejos sin partir ni llegar.
Ese estar rodeado y lleno de movimiento, pero quedarse paralizado con el alma hueca y la mente en blanco en un espacio inerte donde se acumula el vacío.
Ese accionar dormido que no permanece en vigilia ni cuando el querer o el poder lo acompañan.
Ese infinito en el que nadie cree y sin embargo, sigue protagonizando papeles.
Esa verdad bien vestida con demasiado decoro para dejarse ver desnuda.
Esa nada y ese todo que son contrarios pero casi parecen sinónimos.
Ese existir sin ser, ese estar sin ocupar, ese vacuo significado de vivir que torna insignificantes el resto de las cosas.
Ese sin sentido en el que nos balanceamos todos, donde los verbos se apegan a sus infinitivos y hacen posible que hasta suenen incoherentes los sustantivos.
Ese "siempre" y ese "nunca" que se enganchan de igual modo a principios y a finales, que sostienen una cuerda casi imaginaria a la que nos asimos un instante y luego desaparece dejándonos extrañados; porque aunque no hay algo sólido y visible a lo que aferrarnos, seguimos colgando con los brazos extendidos y los puños apretados.


¿Por qué nunca la aferramos, por qué siempre la soltamos?
 


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