Rainy Day - Jenna Martin

Cuando miro las estrellas me acuerdo de Neruda,
de cómo tiritan azules los astros a lo lejos,
escucho a Alex Ubago recitando sus versos
y dudo si llegaste a quererme
tanto como yo aún te quiero.

El fuego de la lumbre o el de una fogata
evoca incendios jamás extintos acá dentro del alma,
me conduce a Bécquer y sus probabilidades,
y pienso que, pese a todas ellas,
tampoco en mí la llama de tu amor podrá apagarse.

Cuando, transitando por la vida,
me encuentro en un abismo o una encrucijada
y perdida
recurro a Benedetti buscando protección y calma,
imagínote tranquilo
en algún rincón del mundo
y rezo porque estés a salvo
aún sin estar conmigo.

Cuando, en noches en que no acude el sueño,
el insomnio me convierte en un despojo,
y con Mistral repaso el modo cruel
en que poco a poco se nos va todo,
me invade el miedo profundo y monstruoso
de que de tu recuerdo más fiel ya me borro. 

Seguiré guardando tu fotografía,
diría Cortázar:
no para acordarme de ti cuando la miro,
sino para mirarla cuando me acuerdo de ti
a cada instante y a cada hora,
en cada sitio y en cada aurora,
gozando de compañía o estando sola,
en la alegría y en la penumbra,
leyendo prosa o poesía,
mirando al cielo o acaso al suelo,
viéndote mozo y también... viejo.

“Juventud, divino tesoro...”,
suspiro.
Mi voz, débil eco de Rubén Darío;
los labios mustios,
el rostro húmedo, 
sin todavía comprender por qué 
cuando quiero llorar, no lloro 
y otras veces, como hoy, en ti pensando, 
lloro sin querer...

Ay, mi Andresito Blanco,
es noche aciaga y mengua la luna;
si antes crédito no daba a tu palabra mi locura,
ahora te lo concede muda  mi desdicha.
Y es que, el amor que en otoño viene,
razón tenías,
si le dejamos ir, más nunca vuelve.





Last kiss - Adam Martinakis

A usted las pocas veces que sonríe se le forman unos hoyuelos en las mejillas en los que gustosa me entierro viva. A mí siempre me han atraído las causas perdidas y no sé si de antemano me destinan al fracaso su barba de más de cinco días, campo fértil para cosechar caricias, o ese aire de desamparo con el que claman por auxilio sus pupilas.
Yo ya sabía que a sus labios, carcomidos por la dureza del tiempo y las palabras profanas, había que devolverles la humedad con la calidez de otro aliento que, alevoso, les propiciara una lluvia de buenos deseos puertas adentro. No me los deje sueltos ni cerca al final de una frase vana o inacabada o, ay de mí, no respondo por ellos.
Su tez áspera me recuenta las batallas que ha librado y sus manos endurecidas por no sé yo qué pruebas claman porque acabe al fin la guerra, despreocúpese: vengo en son de paz. Abra los puños y aprenda que el sosiego se puede tocar. 
Mientras, para no perder la costumbre y aprovechar el paso de las horas, voy ideando qué hacer con esa manía irresistible suya de caminar como halado por la vida, con el cabello desgreñado de nunca haber aceptado una invitación a la barbería, vestido con la marca más cara de dejadez y desenfado, y engalanado con ese vaivén taciturno que emana de su ánimo. Y ese talante serio, meditabundo, con el que parece congeniar con entes de otro espacio aunque quepan en sí mismo; la indiferencia con que se interna en las tareas cotidianas tal si todo alrededor careciera de importancia; esa naturalidad que lo arropa y parece apartarlo de estereotipos, dejándolo a salvo de modos y modas vigentes...
Puede que luego descubra que no he hecho más que adorarlo con locura desmedida, pero mire que ha sido fructífero extraviarme en sus lindeles. Ya me lo sé de memoria y puedo recitarlo al detalle del derecho al revés y viceversa, desde adentro hacia afuera, de la carcajada a la angustia, del enojo al silencio, del suspiro a la duda, de la alegría al grito, de la congoja al gemido, del llanto al “te quiero”, del ida sin vuelta “te quedas conmigo”.
Desvarío cuando, abandonándose a mí, sale al unísono en mi auxilio y su aliento se convierte en promesa de calma y regocijo. Yo que siempre me había dejado arrastrar por causas perdidas, quién lo diría... que aún vencida, saldría ganando con la suya.





“Afuera, a su alrededor, se hacía más honda la herida: la calle con sus idas y venidas, sus llegadas, sus esperas, el puesto de dulces caseros que le gustaban a ella, el semáforo con sus cambios de luz desacertados, el cruzado que en lugar de rayas tenía cuadros y ese cartel anunciando permanentemente el nombre de la esquina de modo errado; el muro recién pintado sin rastros del grafiti que una vez le dedicó, la plaza que aún renovada conservaba los mismos bancos en los que, a falta de excusas mejores, la noche los pillaba desprevenidos; el aire con sus aromas rancios de tanto que se le acostumbró el olfato y...”
— ¿Y?
—Ahí termina.
— ¿Cómo que ahí termina?
—Es todo lo que tengo. 
— ¿Nada más? 
—Estoy bloqueado.
—No va tan mal.
— ¡Ja! ¡¿Tan?!
—Continúalo. 
—Eso quisiera... 
—Pero...
— ¿Pero? ¿Pero? ¡El pero es ella! No me concentro, anida mi cabeza con cada idea nueva o vieja. Todo cuánto escribo la invoca. Parece montar guardia a la vuelta de cualquier frase, prestarle sombra a cada palabra, recelar en el más nimio signo de puntuación. A veces la veo sonreírme al inicio de un párrafo y antes de acabarlo me abandona, subrayando su ausencia y dejándome el texto siempre a medias. 
— ¿Ella?
—Sí. Ni veas lo que joroba tener así de enajenado el pensamiento, que tus sentires se plieguen y desdoblen a la simple manifestación de una persona cuyo nombre, además, te fascina pronunciar; que sea causa y consecuencia de tu más alto grado de euforia y tu más exacerbada inapetencia, que sea cruz y cara a la vez, tu mayor dilema, un pozo de dudas y una gota de sosiego. Va tu imaginación y te atormenta, te hace la misma pregunta cincuenta veces al día y tú te esfuerzas por obviar la respuesta: dentro de ti la sabes nula. Te frustras, te hartas de vivir liado en una montaña rusa de emociones y quieres odiarla, molestarte con ella y su recuerdo porque ya lo estás contigo, pero no puedes más que encontrarla inocente de cuánto te hace o sin hacerte, te hizo.
— ¿Sin hacerte?
—En esto del querer el dos por uno no es tan asequible como en una promoción. 
— ¡Ja, ja! Y el uno por dos le sale caro al corazón...
— ¡Bah! El corazón es un músculo al que se le atribuyen cualidades que no posee. Los sentimientos habitan en la cabeza. Si la mayoría lo supiera...
— ¿No habría tantos poetas?
—Tontos fingiendo serlo, querrás decir.
—Y mientras... tus escritos siguen inacabados. Quizá deberías dejarte de remilgos: tendrías menos hojas en blanco.
— ¿Quién dice que el estar llenas las dotaría de contenido? De igual modo, serían un compendio de ella. No ceso de citarla y reclamarla en cada oración; desdibujada en mi presente, acabo esbozándola en la ficción.
—Estás jodido...
— ¡Buff! No creo que haga falta decirlo. 



Aldo Simetra





Puedes tener el nombre de todos mis males,
pero no te lo concedo.
También el de todos mis remedios.
Puedes dinamitar mi mundo y crear otros nuevos,
en punto muerto
la tierra y el cielo son solo terrenos.
Podría consentirte un último exceso,
una primera migaja,
pero se agota el tiempo.
Un nosotros se amilana ante lo pequeño,
llora en las esquinas,
se desangra en cada puerto,
muta en la avenida,
vaga a medias 
derritiéndose sobre el pavimento;
sus rastros 
los secará el sol de un infierno viejo.
El caminar a manos vacías
te hace inmune a profetas modernos:
te vuelve sorda cuando mencionan males y remedios;
muda, cuando insisten en que en otras lenguas 
las palabras surten otro efecto;
ciega, cuando figuran que hay por construir 
cientos de universos.
Al cruzar la calle 
a la hora justa en la que se nos entorpeció el vuelo,
los pies 
se detendrán una vez más en tiempo muerto.
Entonces, 
en un reincidente y postrer consenso,
quizá migaja o exceso,
el viento, 
luego de que los labios nos lo cobren,
barrerá los fonemas que nos nombren.





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