QMan - Guilty Pleasures - Luis Royo

“Basura y más basura” –pienso mientras cambio continuamente de canal, sentado en un incómodo sillón que debería acompañar al tv en el fondo de un contenedor de desechos; allí seguro serían más útiles que en la sala de mi apartamento que cada vez se vuelve menos cálida y me hace sentir más preso.
Miro la puerta sin encontrarle funcionalidad, la última vez que la tuvo fue antes de que ella la atravesara y ahora repetidamente veo como se desvanece su espalda al cruzarla.
Escucho el timbre, no respondo. Debí desactivar ese molesto sonido hace tiempo, así al menos evitaría el suspenso en que me sumo cuando espero que lo siga su voz entonando mi nombre. Otra vez alguien lo acciona. Ya se irá. Entre atender al llamado y quedarme en donde estoy, empiezo a sentirme a gusto en el sillón.
Resuena, resuena, esta vez con saña, quien quiera que sea parece decidido a hacerme perder la audición. Me encamino a la puerta con la intención de gritarle un montón de palabrotas, la abro de un tirón y como si frenara un coche en seco me retraigo en el acto, incrédulo, incapaz de reaccionar.
–Puedo pasar... –Su voz, la frase, curan mis oídos. Su mirada mejora mi iracundo aspecto, su presencia eleva mi ánimo.
–Voy de salida. – ¡Rayos! Pero qué estoy haciendo, cuánto tiempo llevo deseando que esto suceda, esperando verla. ¿Y me comporto como un idiota? No puedo creerlo.
–No llevará mucho tiempo. ¿Me dejas pasar?
Por supuesto que no. ¿Qué quiere? ¿A qué ha venido? La observo. La estudio, casi. Tenía tiempo que no veía esos zapatos, lleva puesta la blusa que tantos recuerdos me trae y los pantalones ajustados que... ¡Mierda! A que lo ha hecho a posta, sabe el efecto que en mí tendrá.
Vuelvo a mirarla a la cara. ¿Es que acaso está más pálida? No se ha puesto maquillaje, lleva el pelo suelto, está más delgada. Me pregunto si habrá perdido peso a descuido o para verse más guapa.
Sigue ahí, frente a mí, sosteniéndome la mirada. ¡Qué ojos que tiene! Pero así no los recordaba. Reflejan un deje de duda, de tristeza quizá. Un repentino brillo los hace parpadear y me doy cuenta de que reprime una lágrima.
Me interroga en silencio suplicante, me hago a un lado para que pase. Iba a decirle que necesitaba que se diera prisa, pero su aroma me nubla los sentidos impidiéndolo; de igual forma sería muy cruel y una vasta mentira decirlo. La sigo hasta el centro de la sala, está nerviosa, no halla sitio para poner sus manos.
Yo también debo estarlo, de repente quiero decirle una infinidad de cosas, abro la boca esperando no poder ponerle frenos a mi lengua mientras desata una vorágine de sentimientos, pero vuelvo a cerrarla. No lo entiendo. ¿Cuándo se instaló este orgullo en mi interior? Ella balbucea, no logro oírle. Se da cuenta, suspira y de un tirón me suelta:
–Te he echado mucho de menos.
Alguien hace barra a mis espaldas mientras veo como anoto un gol. Qué bien que se escucha eso. En el pecho algo se ha soltado de las riendas y corre a campo abierto, desbocado.
–Yo no te obligué a irte. –Mi frase rezuma ironía. No es así como me siento, no debería haber dicho eso. Ella asiente resignada, mira hacia el suelo, me esquiva.
–Lo sé, es solo que... –Vuelve la vista hacia mí, quiere decir algo pero no lo dice, es obvio que también lucha con su orgullo.
Sus ojos me imploran, me piden ayuda, no sabe qué hacer y prefiere que yo decida. Hago un gesto obstinado, de pronto solo quiero abalanzármele encima, suprimir la distancia y acabar con tanto teatro. Mi estúpido orgullo se envalentona, las dudas me corroen, me devano los sesos pensando qué decirle, me canso, mi autocontrol va en picada. Reacciono y me percato de que la alejo porque me ha herido, pero al mismo tiempo temo que se vaya. Me expreso lo mejor que puedo:
–No te la pondré fácil, no decidiré por ti. Después de hoy nada será igual. No quiero encontrar alguna prenda tuya olvidada en algún rincón de la casa, ya no necesito que cocines los fines de semana y en definitiva, no soportaré de nuevo andarme despidiendo de ti cada domingo.
–Me mira perpleja, pero debo terminar lo que empecé–. Si regresas tendrás que conseguir un lugar para tus cosas en mi armario, aprenderás a aburrirte cocinando lo mismo a diario y... –Dejé la perorata a medias y salí un momento–… necesitarás comprar un llavero donde poner esto –se la coloqué en las manos–. Y si te vas, por favor, cierra la puerta cuando salgas y deshazte de la llave, porque ya en el matero no puede quedarse.
Dicho esto me marché. “Sí, ahora soy yo quien se va” –pensé. La abandoné en la sala de estar de mi casa, muda y paralizada.
Hace tres horas de eso, creo que ha tenido tiempo suficiente para decidirse, pero prefiero enfriar en un trago tras otro la incertidumbre antes de que la certeza de su ausencia, esta vez irrevocable, me derrumbe.
–Pareces ganado marcado, por más que se mezcle con otro rebaño siempre regresa a las mismas manos. –Intento ignorar al mozo y tomo nota mental de que ya es hora de que frecuente otro bar.
–La misma chica, ¿no es así? –Insiste, yo miro fijo el vaso y le hago una seña para que vuelva a llenarlo, incapaz de rebatir su argumento.
Media hora después estoy de regreso, los indicios de que se ha ido me golpean en la cara: 1. No hay llave en el matero; 2. La puerta tiene el seguro puesto; 3. Adentro, todo es oscuridad y vacío.
Arrastro los pies hasta mi habitación, rogando que los tragos de alcohol que no lograron nublarme el juicio al menos tengan un efecto somnífero. No me tomo la molestia siquiera de encender las luces. Me acuesto a un lado de la cama, a sabiendas de que no volverá me cuesta irrespetar el espacio que le había reservado.
Automáticamente cierro los ojos, sin ganas de pensar en nada más. Felicito al alcohol por su eficacia, al ser consciente de esa sensación de caída libre experimentada minutos antes de dormirse. Me hundo en la almohada y de repente unos brazos me traen de vuelta.
– ¡Pero...! ¡¿Qué...?! –exclamo asombrado. Algo cálido recae en mi pecho, me rodea el cuerpo.
–Lo siento, necesitaba hacerlo. –Se va alejando, dejando que el frío ocupe su lugar. Abro los ojos de golpe, se lo impido, la atraigo y la sujeto sobre mí. Olvidaba lo bien que encajamos, la suavidad de su piel, la forma en que mis dedos se pierden en su pelo, su embriagador aroma, lo rápido que reacciona mi cuerpo a la cercanía del suyo.
–He puesto mi ropa en tu clóset, mi llavero está colgado del portallaves que tienes al lado de la puerta y espero que tu menú diario no se reduzca solo a comida instantánea y un par de cervezas.
Sonrío sobre su cabeza, con la nariz pegada a su cabello, mientras le susurro lo feliz que me hace que esté de vuelta. Ella se inquieta, recela; después de tanto las palabras no bastan para recuperar  por completo  la tranquilidad extraviada, así que me apresto a renovarla.  Sabiendo que vamos a encontrarnos cuando despertemos, nos perdemos. A veces, para convencerse de que las aguas han vuelto a su cauce,  es necesario ver el lecho lleno.


Aldo Simetra





–Bien, le escucho. Cuénteme su historia. 

–Esa noche a Diana le dio por pensar que llevaba un cajero automático entre las piernas que funcionaba cada vez que alguien le mostrase la billetera y con la promesa de que al fin se iba a comprar todas esas pendejadas de niña fresa que quería, se fue a plantar con las muy huecas de sus amigas en la esquina de las Mercedes. 
Mario tenía pensado llegar tarde a casa y quiso pasarse por allí para invertir su pasta en algo de alcohol y sexo fácil, pero no contaba con que lo segundo fuese a dárselo la misma pequeñaja que tantas veces había visto en las piernas de su mujer, mientras ella le cambiaba los pañales. 
Cristina no esperaba que su marido la viera salir a medio vestir de la casa del barbero, ni tampoco verlo a él dando tan gran espectáculo con una fresca en medio del vecindario, ni mucho menos que esta última se la hubiese dado ella misma. 
Andrés suspendió su rutina de lagartijas para zamparse unas anfetas, pero hubo de dejarlo a medias cuando escuchó un ruido a sus espaldas y luego un fuerte estropicio en el piso de abajo. 
Iván, escondido debajo de la cama, ajeno a todo, espiaba silenciosamente a su hermano. 
Lo que pasó cuando Andrés bajó las escaleras es otro cuento que termina con ambulancias, sirenas de policía, una cama de hospital y un hombre tras las rejas. 

–Veamos, cuando dije "su historia", me refería a Tu historia. Necesito algo real con lo cual trabajar.

–Pues, tal vez prefiera que le diga que esa noche golpeé al imbécil que me engendró hasta que cerró los ojos deseando que no volviese a abrirlos y me dio náuseas ver a mi madre, amoratada e hinchada, llorar sobre él rogando que estuviese vivo. Subí a mi habitación y encontré a mi hermano convulsionando en el suelo luego de terminar el asunto que yo había dejado incompleto. Y mi hermana, después de maquillarse las heridas que le hizo el donador de esperma, salió de nuevo a hacer efectivo en la esquina de las Mercedes. 
Denuncié al desgraciado, pero mi madre como no podía soportar que su esposo estuviese preso, pagó su fianza con el dinero del barbero. ¡Ja! Me ha mandado aquí dizque porque le da miedo que termine como Iván, aunque a decir verdad teme que muela a golpes otra vez al cobarde que eligió y con quien nos obliga a vivir. Mi hermano sigue en el hospital, ella no ha ido a visitarlo desde que está allí; mi hermana, cada noche encuentra una cama diferente en la que dormir; y yo, estoy en esta estúpida consulta, deseando que en lugar de Iván sea yo quien esté en terapia intensiva.

–Eso está mejor. Partamos entonces de su problema con las drogas. 

– ¿Usted en qué mundo habita? Mi problema no son las malditas drogas, sino la realidad que me hace consumirlas.


Aldo Simetra





¿Cuántas hojas marchitas pueden caer de un árbol?
¿Cuántos copos de nieve vendrán a cubrirlo cuando el otoño haga sus maletas y lo deje sin nada que vestir?
¿Llegarás acaso cuando la primavera empiece a cubrir el suelo blanco de vistosos colores?
¿O cuando se deje sustituir por el sol deslumbrante que hace a muchos precipitarse a refrescarse en la alberque?
¿Estarás aquí para hacer retroceder al frío en las noches heladas?
¿Repasarás conmigo las pinceladas vivaces que plasma en el paisaje cada flor al abrirse?
¿Gritarás mi nombre de orilla a orilla del lago incitándome a apagar el calor, sumergiéndome abruptamente en sus aguas cual niño feliz de terminar la escuela?
¿Te acordarás de mi silueta o del color de mi tez aunque el verano deje su estampa en ella?
Y si el otoño se anuncia antes de ti,
Si vuelve el follaje a perder su verde,
Si otra vez las ramas muestran su desgarbada y escabrosa desnudez,
¿Estarás aquí antes de que la última hoja caiga?
¿Antes incluso de que la ilusión se marchite y la acompañe en su abatido vaivén?
Desde el lugar donde te vi partir,
Los vestigios del otoño se arrastraron por el suelo dos veces.
De nuevo se posa sobre mí un copo de nieve. 
El invierno pronto crujirá bajo mis botas
Haciéndose eco de otras cosas rotas,
Sus heladas calarán muy hondo
Y darán a las certezas un matiz afilado y tenebroso.
El hielo seguirá haciendo estragos en mí mientras las alegrías vuelvan
Al resurgir los brotes de una fresca primavera
Y recordaré que las esperanzas que acompañan tu nombre,
Que irán y vendrán con el pasar de las estaciones,
Serán ya cosa muerta.
Como mucho antes debí haber llorado tu promesa 
Hoy, dentro del suspenso de un tardío reaccionar, lloro tu ausencia.




Aquí los “que en paz descanse” se suceden uno tras otro sin que dé tiempo a contarlos.
Los padre nuestro se rezan más a menudo y con mayor frecuencia en las calles que en las iglesias, sin importar la hora, porque el día y la noche encierran la misma promesa.
Los billetes, cuando no están de adorno, no sirven para costear ni la cuarta parte de lo que se espera comprar; y las monedas nada más son útiles cuando se juega a la cara y el sello para decidir cuál supermercado visitar.
Las amas de casa constatan cada vez que ya no salen a hacer mercado sino a perseguir la escasez.
Se vive tanto entre robos, atracos, asesinatos y velorios que la gente ya teme decir: “Danos hoy nuestro pan de cada día” porque el sabor de la violencia y la delincuencia les repugna. Han descubierto que antes de alimentarse de eso prefieren acostarse con el estómago vacío y despiertan famélicos de deshacerse de ese yugo.
Ya no se habla de expectativas de vida, sino de expectativas de muerte; desde que la inseguridad se ha convertido en protagonista, los únicos que están seguros son los cadáveres.
Los cementerios están llenos y literalmente: No cabe un alma más en ellos.
Al pueblo se le veta la libertad de expresión mientras  las armas no se cansan de expresar su opinión, con una montaña de bramidos mandan a callar a quien diga su consigna a viva voz.
Y llaman: ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz! Pero ella se queda representando sonidos.
Y exigen: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia! Pero esta hace oídos sordos, se pone la venda en los ojos, suelta la balanza, se lava las manos, se cruza de brazos y sale corriendo.
Y claman: ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! Pero ella hace rato que está tras las rejas pagando condena sin ser criminal.
Y repudian: ¡Represión! ¡Represión! ¡Represión! Pero ésta se presenta sin dar tregua ante el rechazo. Se pone al frente, se envalentona y se apresta a causar daño.
El diálogo cuando no abunda limitando acciones, se ausenta.
La diestra y siniestra pelean.
La pobreza a cada uno le toca la puerta y si no le abren, entra a la fuerza.
Las estrellas de nuestra bandera se apagan.
El caballo de nuestro escudo, otrora inmaculado, ya no galopa.
La patria ya no sabe quiénes son sus hijos.
El Libertador en la distancia llora.
Y no se consigue detener el llanto.
Y no se consigue detener la sangre.
La miseria se acrecienta,
Las cadenas buscan inmovilizarnos,
Pero a nuestra tierra la rescatamos o la recuperamos.
Porque escucha bien, venezolano:
¡Aquí nadie nació para ser esclavo!







Otra vez, como muchas tantas, mi padre estaba transformándose. Las pupilas empezaban a agrandársele y cobrar un color amarillento, le palpitaban las venas en las sienes, fruncía el ceño, le salían arrugas en los extremos de los ojos, se le unían las cejas pobladas, los labios enrojecían húmedos mientras salían a relucir los dientes y babeaba como un animal rabioso. Presionaba la mandíbula, el cuello parecía querer desprenderse del cuerpo al punto que se notaban todos los movimientos bajo la piel, el pecho y los hombros aumentaban hasta tres veces su tamaño, los brazos tomaban la apariencia de troncos macizos, los nudillos se le separaban de los dedos, las uñas se convertían en navajas y las manos temblaban. Mejor dicho, todo él temblaba como si fuese a romperse en pedazos más pequeños.
Yo tenía miedo, pero mi madre, acurrucada en un rincón, estaba más aterrada.
No había mucho tiempo. Mi padre en cuestión de segundos olvidaría quiénes éramos, y mi madre y yo tendríamos que dejar de lado quién era él. Tenía que hacer algo, se estaba acercando y cuando eso pasaba nada terminaba bien.
Corrí hacia esa cosa de metal que había dejado sobre la mesa y la tomé entre mis manos. Era fría, pesada, dura y no sabía bien para qué servía, pero los malos siempre las usaban en las películas. Recuerdo que una vez apuntó a mamá con ella y jugó con una palanquilla que hacía un sonido igual al de un chasquido.
Ya él estaba casi sobre ella. Supe lo que vendría después, así que lo apunté.
–Papi... –dije, debí haber gritado porque él nunca me escucha. Entonces, volteó y caminó hacia mí.
Mi madre gritó también y yo volví a asustarme creyendo que era demasiado tarde, cerré los ojos, apreté la cosa entre mis manos, oí un fuerte golpe y algo me empujó al suelo. Seguro que fue papá.
No quería darle trabajo a mamá, después tendrá que curarme donde me rompa él.
Esperé, esperé a que viniera a por mí. Pero en lugar de eso, fue mi madre en su lugar. Me besó, me abrazó y me cargó sobre su regazo.
Dejé que mis ojos se abrieran y vi cómo aquel monstruo volvía a transformarse en mi padre, pero también dejaba de ser mi padre para convertirse en otra cosa. Sus ojos, marrones, ya no eran brillantes, su piel y sus brazos iban perdiendo fuerza, había un charco debajo de él, ahora sí que se hacía pedazos porque lloraba y se quejaba mientras cubría su entrepierna.
–Te han dado en lo único que te hacía hombre. –Escuché decir a mamá. Luego habló con alguien por teléfono y abandonamos para siempre ese lugar.
Me dijo que ya no tendríamos que preocuparnos por papá porque se había convertido en abono para plantas y yo le dije que estaría bien haciendo a las flores crecer.


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