Secuencia Destructiva

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–Bien, le escucho. Cuénteme su historia. 

–Esa noche a Diana le dio por pensar que llevaba un cajero automático entre las piernas que funcionaba cada vez que alguien le mostrase la billetera y con la promesa de que al fin se iba a comprar todas esas pendejadas de niña fresa que quería, se fue a plantar con las muy huecas de sus amigas en la esquina de las Mercedes. 
Mario tenía pensado llegar tarde a casa y quiso pasarse por allí para invertir su pasta en algo de alcohol y sexo fácil, pero no contaba con que lo segundo fuese a dárselo la misma pequeñaja que tantas veces había visto en las piernas de su mujer, mientras ella le cambiaba los pañales. 
Cristina no esperaba que su marido la viera salir a medio vestir de la casa del barbero, ni tampoco verlo a él dando tan gran espectáculo con una fresca en medio del vecindario, ni mucho menos que esta última se la hubiese dado ella misma. 
Andrés suspendió su rutina de lagartijas para zamparse unas anfetas, pero hubo de dejarlo a medias cuando escuchó un ruido a sus espaldas y luego un fuerte estropicio en el piso de abajo. 
Iván, escondido debajo de la cama, ajeno a todo, espiaba silenciosamente a su hermano. 
Lo que pasó cuando Andrés bajó las escaleras es otro cuento que termina con ambulancias, sirenas de policía, una cama de hospital y un hombre tras las rejas. 

–Veamos, cuando dije "su historia", me refería a Tu historia. Necesito algo real con lo cual trabajar.

–Pues, tal vez prefiera que le diga que esa noche golpeé al imbécil que me engendró hasta que cerró los ojos deseando que no volviese a abrirlos y me dio náuseas ver a mi madre, amoratada e hinchada, llorar sobre él rogando que estuviese vivo. Subí a mi habitación y encontré a mi hermano convulsionando en el suelo luego de terminar el asunto que yo había dejado incompleto. Y mi hermana, después de maquillarse las heridas que le hizo el donador de esperma, salió de nuevo a hacer efectivo en la esquina de las Mercedes. 
Denuncié al desgraciado, pero mi madre como no podía soportar que su esposo estuviese preso, pagó su fianza con el dinero del barbero. ¡Ja! Me ha mandado aquí dizque porque le da miedo que termine como Iván, aunque a decir verdad teme que muela a golpes otra vez al cobarde que eligió y con quien nos obliga a vivir. Mi hermano sigue en el hospital, ella no ha ido a visitarlo desde que está allí; mi hermana, cada noche encuentra una cama diferente en la que dormir; y yo, estoy en esta estúpida consulta, deseando que en lugar de Iván sea yo quien esté en terapia intensiva.

–Eso está mejor. Partamos entonces de su problema con las drogas. 

– ¿Usted en qué mundo habita? Mi problema no son las malditas drogas, sino la realidad que me hace consumirlas.


Aldo Simetra





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