Creciendo Violetas

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Otra vez, como muchas tantas, mi padre estaba transformándose. Las pupilas empezaban a agrandársele y cobrar un color amarillento, le palpitaban las venas en las sienes, fruncía el ceño, le salían arrugas en los extremos de los ojos, se le unían las cejas pobladas, los labios enrojecían húmedos mientras salían a relucir los dientes y babeaba como un animal rabioso. Presionaba la mandíbula, el cuello parecía querer desprenderse del cuerpo al punto que se notaban todos los movimientos bajo la piel, el pecho y los hombros aumentaban hasta tres veces su tamaño, los brazos tomaban la apariencia de troncos macizos, los nudillos se le separaban de los dedos, las uñas se convertían en navajas y las manos temblaban. Mejor dicho, todo él temblaba como si fuese a romperse en pedazos más pequeños.
Yo tenía miedo, pero mi madre, acurrucada en un rincón, estaba más aterrada.
No había mucho tiempo. Mi padre en cuestión de segundos olvidaría quiénes éramos, y mi madre y yo tendríamos que dejar de lado quién era él. Tenía que hacer algo, se estaba acercando y cuando eso pasaba nada terminaba bien.
Corrí hacia esa cosa de metal que había dejado sobre la mesa y la tomé entre mis manos. Era fría, pesada, dura y no sabía bien para qué servía, pero los malos siempre las usaban en las películas. Recuerdo que una vez apuntó a mamá con ella y jugó con una palanquilla que hacía un sonido igual al de un chasquido.
Ya él estaba casi sobre ella. Supe lo que vendría después, así que lo apunté.
–Papi... –dije, debí haber gritado porque él nunca me escucha. Entonces, volteó y caminó hacia mí.
Mi madre gritó también y yo volví a asustarme creyendo que era demasiado tarde, cerré los ojos, apreté la cosa entre mis manos, oí un fuerte golpe y algo me empujó al suelo. Seguro que fue papá.
No quería darle trabajo a mamá, después tendrá que curarme donde me rompa él.
Esperé, esperé a que viniera a por mí. Pero en lugar de eso, fue mi madre en su lugar. Me besó, me abrazó y me cargó sobre su regazo.
Dejé que mis ojos se abrieran y vi cómo aquel monstruo volvía a transformarse en mi padre, pero también dejaba de ser mi padre para convertirse en otra cosa. Sus ojos, marrones, ya no eran brillantes, su piel y sus brazos iban perdiendo fuerza, había un charco debajo de él, ahora sí que se hacía pedazos porque lloraba y se quejaba mientras cubría su entrepierna.
–Te han dado en lo único que te hacía hombre. –Escuché decir a mamá. Luego habló con alguien por teléfono y abandonamos para siempre ese lugar.
Me dijo que ya no tendríamos que preocuparnos por papá porque se había convertido en abono para plantas y yo le dije que estaría bien haciendo a las flores crecer.




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