Desplegando Las Alas

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Vivía en un rancho con mi abuela en un pequeño poblado cuya vivienda más lujosa era la mansión de un avicultor en la cima de una colina. Tenía las aves más exóticas de toda región y era un espectáculo ver al aire azotado por tan variado y vistoso colorido.
Atraído por tanta hermosura, un día subí la cuesta para admirar su labor y descubrí en qué consistía. Cazaba a los pájaros, los encerraba y luego de sacarles todo el provecho que podía, los dejaba libres; entonces, permitía que describiesen dos amplios círculos entre las nubes y una flecha los impactaba de lleno haciéndolos descender.
En mi asombro ante su crueldad quise encontrarle explicación a lo absurdo y lo único que el hombre dijo fue:
-Mi esposa no soporta su trino, mi hijo no puede tenerlos y a mí me perturba su vuelo.
No lo entendí, por supuesto. Corrí colina abajo en busca de mi abuela y una vez hube narrádole lo sucedido acertó a decirme:
-Si alguna vez logras elevarte lo suficiente, ve lejos. A quien no tiene alas le incomoda que otro vuele.
Seguía sin comprender. No pude más que culpar a mi tamaño y corta edad de mi estrechez mental. Sin embargo, había algo arrebujándose en mi interior que no necesitaba razonar.
Así que con firme resolución esperé a que anocheciera y en medio de la oscuridad enfilé hacia la mansión del avicultor. Una vez allí, después de cerciorarme de que nadie podía impedirlo, rompí todos y cada uno de los cerrojos dejando a los pájaros en libertad. Luego corrí tras ellos escuchando a lo lejos los bramidos y gritos de rabia e impotencia de aquel hombre atroz.
Ya en casa, sentí que mi conciencia me felicitaba. Me acosté feliz y libre de remordimientos.
(*)Cuentan que más tarde el avicultor tomó la férrea decisión de incendiar el rancho mientras dormíamos. Si así sucedió, nunca lo supe.
Lo que sí puedo asegurar es que esa noche mi alma se elevó dos veces: la primera, al ver las aves reencontrarse con el cielo; y la segunda, cuando mi abuela y yo, desde las alturas, pudimos seguir de cerca su vuelo.


(*)Final Opcional:
Cuentan que más tarde el avicultor tomó la férrea decisión de incendiar el rancho mientras dormíamos. Si así sucedió, nunca lo supe. Bastó que mi abuela me sorprendiera regresando agitado y medio asustado al final de mi travesura para adivinar lo que había hecho. Abandonamos esa misma noche el pueblo.
Años más tarde, por fin lo entendí. Ahora, cada vez que piloto mi avioneta, recuerdo vívidamente esa sensación que me invadió al ver a las aves reencontrarse con el cielo. De vez en cuando planeo sobre la vieja mansión del avicultor; no sé si todavía la habite, pero me emociona el hecho de que pueda perturbarlo con mi vuelo.





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