Trapecistas II: Sin Historias No Hay Cuentos

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–Vamos abuelito, cuéntame aquel cuento.

–Y te duermes, eh.

–Solo si no te duermes tú primero.

–Vale, vale. A ver,  ¿cómo empezaba?

–Por un amor imposible.

–Ah sí, ya recuerdo. Este es el cuento de un amor imposible. De dos entes que vivían en mundos totalmente opuestos.

–Sí ya sé, uno en la tierra y otro en el cielo.

–Ah, no se te olvida nada. Solo que uno era el mismo cielo y el otro sí vivía en la tierra.

–Sí, sí, la rosa.

–Bueno, era imposible porque ¿cuándo has visto tú que una rosa y el cielo se toquen?

–Nunca, abuelo, nunca. Ni en las fotografías. Pero los del cuento sí que se tocaban, ¿a que sí? Cuando llov…

–Pero bueno, peque, ¿para qué quieres que te eche el cuento si ya te lo sabes de memoria?

–Es que me gusta que me lo cuentes tú.

–Entonces calla y deja de interrumpir. Va desde el principio. Es el cuento de un amor imposible. De dos entes que vivían en mundos totalmente opuestos. Uno era el cielo que inspiraba majestuosidad desde las alturas y la otra, una rosa que inspiraba sencillez y ternura enraizada a la tierra. Nadie sabe cómo fue que se enamoraron, el hecho era que ella no podía contenerse ante la inmensidad azul que la observaba y él no podía pensar en perder de vista a ese vivaz y dulce rojo que lo cautivaba. Sabían que jamás podrían juntarse, que jamás podrían tocarse, que era demasiado pedir estar más cerca el uno del otro, pero estaban tan perdidos ya que eso no les importó. Siempre encontraron una forma de probar su amor y demostrar su afecto. A veces el cielo sacrificaba por momentos su vista, se dejaba nublar por grandes nubarrones y conseguía acariciarla con la lluvia hasta dejarla empapada de su cariño; ella, agradecida y reconfortada abría dolorosamente y por completo sus pétalos solo para él y se desprendía de su aroma intentando embriagarlo hasta verlo de nuevo recuperar su visión. Entonces, él la iluminaba por completo y ella brillaba con su candor, ofreciéndole al cielo un espectáculo de color.
Muy pronto, otros se enteraron de su sutil idilio y…

– ¿Sutil idilio?

–Sí, su romance, es que era una historia de amor de las buenas, de las verdaderas, ya te digo. Un amor muy bonito.

–Ahh.

–Bueno, como decía. Otros se enteraron de su sutil idilio y quisieron romperlo cuanto antes. Ya sabes, nada en el cielo o en la tierra deben juntarse. El cielo es para ser admirado, la tierra es para ser pisoteada. Nada debe unirlos, cualquier cosa que vaya en contra de ese precepto debe darse por acabada.

– ¿Qué es precepto, abuelo?

–Es como una ley, como una regla, nieto. Como cuando mamá te dice que debes cepillarte los dientes antes de dormir o lavarte las manos antes de sentarte a la mesa y si no lo haces…

–Me castiga, ya sé. Sigue, sigue.

–Tal cual. Bien, el Dios de las alturas se enteró y quiso castigarlos por su osadía. ¿Cómo se atrevía?– le recriminaba al cielo. Mientras, abajo el suelo temblaba, se burlaban de la ingenuidad y la necedad de la rosa pero en lo profundo sentían envidia de su suerte.
Todo se puso en su contra, las alturas buscaban formas de ponerle al cielo otras cosas enfrente y la tierra, trataba de enterrar y ensuciar a la rosa. Querían separarles, ninguno podía permitir tal cosa.
Pero ellos no cejaron, su amor era más fuerte que el odio de todos sus enemigos juntos. Entonces hablaron con la única parte neutra que no estaba involucrada en el asunto y le pidieron ayuda.

–Aquí es donde aparecen los Magos del Viento.

–Pues sí. Ellos iban y venían, tenían una forma de pensar distinta. Y no le tenían simpatía ni a las malvadas alturas ni al infame suelo.

– ¿Infame?

–Vaya, si se me olvida que apenas estás creciendo. Es algo despreciable, que repugna.

– ¿Como la espinaca o los brócolis que mamá me obliga a comer?

–Jajaja. Anda, no exageres que esos te hacen bien. Yo diría más o menos como los gusanos o las cucarachas, tal vez.

– ¡Puaj! ¡Qué asco!

–Pues sí... ¿Por dónde iba?

–Los Magos del Viento, abue.

–Ah sí. La rosa les pidió a Los Magos del Viento que la acercaran al cielo y el cielo les pidió que lo acercaran a la rosa. Los Magos del Viento se compadecieron y les ayudaron a verse en secreto, cada que podían creaban una especie de remolino que los aislaba del resto durante unos minutos y le permitía a una volver a admirar ese azul y al otro, volver a cautivarse con ese dulce rojo.
Un día quisieron que Los Magos del Viento los acercara más, ya no podían vivir el uno sin el otro. Los Magos del Viento les advirtieron que sería peligroso, que estaban muchas cosas en juego, que no podían llegar tan lejos, pero ellos insistieron, desoyeron sus consejos. Y los Magos del Viento conmovidos por su pena, accedieron.
Los Magos hicieron todo lo que pudieron, despegaron a la tierra de sus cimientos para lograr elevar un tanto a la rosa; lo mismo hicieron con el cielo, lo halaron lo más que alcanzaron hacia abajo separándolo de las alturas. Hilos resplandecientes empezaron a aparecer  de la nada para unirlos. Nunca habían estado tan cerca. De pronto los dos extremos contrarios se dieron cuenta de lo que pretendían y desataron su furia, nunca le perdonarían al cielo y a la rosa el desafiarlos. Los Magos del Viento seguían luchando intentando lograr su cometido, la rosa y el cielo iban perdiendo su fuerza pero las alturas y la tierra no daban tregua. Muy pronto el cansancio fue envolviéndolos, hasta hacerlos perder toda muestra de resistencia. La rosa fue la primera en abandonar la lucha, estaba tan agotada y disminuida. El cielo se tornó de grises y negros. Los Magos del Viento se sintieron más devastados por los dos enamorados que por su fracaso. Las alturas y la tierra se felicitaron por su triunfo, creyeron que todo regresaría a la normalidad y volvieron cada una a despreciarse desde sus distantes e inaccesibles extremos.

–Pero nada fue como antes ¿no es cierto, abue?

–No. Desde entonces en ese lugar…

–En el cielo nunca sale el sol y siempre llueve, y las rosas siempre tienen espinas y jamás florecen.

–Así es. Hasta el final te lo sabes de memoria.

–Es una historia muy triste abuelo. Tienes que llevarme un día allí. Haré que los días sean soleados y las flores siempre vivan en primavera. ¡Tal vez consiga que el cielo y la rosa se vean!

–Con tu astucia, no lo dudo. Así como esperas que al terminar cada cuento tú seas el único que se quede despierto para hacer de las tuyas mientras duermo.

–Ay, abue.

–A ver nieto, que nos conocemos. ¡A dormir se ha dicho!

–Aunque sea cuéntame otro, en este no has cabeceado ni un poco.

–Esta noche no lo lograrás ni porque te cuente una docena. Esta historia me mantiene en vela. Así que va siendo mejor que te acuestes, que mañana hay escuela. Luego en lugar de ser tú, será a mí a quien tu mamá le hale las orejas.

–Vale, vale. Hasta mañana, abue. Ten cuidado con lo que sueñas.

–Ten cuidado con lo que sueñas tú, traviesa criatura. Descansa, nieto. Hasta mañana.

Tras dejar al niño entre sus sábanas, el abuelo se dirigió a su habitación reviviendo a su manera el cuento que recién había terminado de contar. Una vez dentro, se sentó a un lado de la cama con la vista puesta en el retrato que descansaba en la mesita auxiliar. Se quitó el anillo de bodas y lo giró entre sus dedos antes de colocarlo junto al retrato. Ahí estaba, entrada en años, su esposa. Aquella que lo había acompañado durante gran parte de su adultez, soportándolo en las buenas y en las malas y que antes de morir, le había llenado la casa de hijos, preciados momentos y carcajadas. La quería, claro que sí. Pero…
Tomó el retrato entre sus manos y extrajo la fotografía del marco. Le dio la vuelta y le sonrió a la que allí estaba. Una mujer radiante de belleza y juventud le devolvía la sonrisa. No la misma que lo había dejado viudo hace unos años, sino aquella que le había dado sentido a su vida. Esa a la que amó, a la que todavía amaba.

– ¿Habrás encontrado otro cielo, mi rosa? ¿Habrá otro revivido tus pétalos? –Le preguntó al vacío, no obstante ya sabía la respuesta. Él se había topado con muchas flores que intentaron transmitirle su brillo, pero ninguna lo había iluminado tanto, nada podía hacerlo resplandecer más que su rosa.

Apretó un rato la fotografía sobre su pecho y la besó antes de darle la vuelta y devolverla al portarretrato. Se acostó medio agradecido, medio suspirando.

–No me quejo, de verdad no me quejo. Pero ¡ah, Rosa! Lo distintas que habrían sido nuestras vidas si nos hubiéramos aferrado a esa última hebra que nos sostenía…

Cerró los ojos y dejó a sus pensamientos vagar entre los recuerdos. Que se cuidara de los sueños, le había advertido su nieto. Sin embargo, era tarde, se había sumergido en ellos.







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