Óbsessis‏

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¡No lo podía creer! ¡No lo podía creer! A donde mirase solo había cuerpos desasidos de su cabeza. Se frotaba los ojos y volvía a abrirlos pero no se iban, seguían ahí.
Los veía desde hace tres meses, después de que al grogui de su escuela se le ocurriera demostrar su atracción hacia ella de formas tan inusuales. Pero era lerdo, llevaba el cabello grasiento más abajo de los hombros y lentes de pasta gruesa, daba una impresión contradictoria con su raro atuendo. ¿Cómo podía a ella gustarle? Y menos con las proezas que se gastaba, como por ejemplo: lanzarse en paracaídas.
Esa vez aterrizó de pena y a ella se le ocurrió decirle que no se le acercara hasta que supiese volar o hasta que al menos le salieran plumas. Él no había pillado la ironía y días después se fabricó unas alas e intentó planear sobre el instituto, terminó guindado del cableado eléctrico entre dos edificios y de milagro no se electrocutó ahí mismo.
Otro día se puso frente a un auto en medio de la carretera dizque para demostrar que su amor era invencible, por suerte el conductor pisó el freno evitando que quedara hecho papilla sobre el pavimento.
En su historial figuraban también actos como saltar del último piso de un edificio, caminar sobre fuego, atravesar una pista de motocross en plena competencia, pasearse desnudo en una bicicleta vistiendo únicamente un cartel con la foto de ella sobre su pecho. Sus demostraciones rayaban lo extremo, lo absurdo o lo ridículo, pero no cejaba aun cuando ella se cansara de rechazarlo de las mil y un maneras.
Ella estaba hastiada, obstinada de inspirar todo cuanto él hiciera y solo quería que desapareciera.
– ¿Por qué no terminas de cortarte el cuello? Seguro que me convences con eso. –Le gritó una vez en mitad de uno de sus descerebrados espectáculos, sin poder contener ya la ira y el enfado.
Todavía se pregunta cómo fue capaz de decir eso. No se imaginaba, en verdad que no, lo que pasaría después.
Tuvo un breve tiempo sin saber de él y lo siguiente que supo fue que iban a enterrarlo luego de encontrarlo casi decapitado en el bosque. Pero ella no se imaginaba, ella no sabía que...
En fin, ahora esas imágenes la perseguían por doquier. Sin embargo, no creía que fuesen solo eso. Podría asegurar que si se acercaba lo suficiente a uno de los cuerpos podía oír el manar de la sangre de la abertura del cuello e incluso si los tocaba sus manos quedaban impregnadas de rojo y si las aproximaba a su cara, percibir el hedor del óxido y la putrefacción.
Ya no iba a clases, apenas comía y si no vivía escondida en su habitación, se encerraba en sí misma.
Hace tres semanas volvió a escuchar su voz: – ¿Te he convencido? ¿Te he convencido? –repetía. A lo que ella respondía desesperada casi queriendo arrancarse la cabeza: –Sí, sí, me has convencido. ¡Vete! ¡Vete ya! –le rogaba. Pero no se iba, los cuerpos que veía se multiplicaban hasta ahogarla, la voz le imploraba: –Demuéstrame que te he convencido. Demuéstrame que te he convencido.
¡Y vaya que se lo demostró! Se puso frente a un auto en medio de la carretera, por suerte alguien la empujó evitando que esa vez fuese ella quien se hiciera papilla sobre el pavimento; intentó lanzarse de un edificio, los bomberos se lo impidieron antes de que reuniera el valor para dejarse caer al vacío; caminó desnuda vistiendo un cartel que rezaba: “Sí, sí, me has convencido”, pero solo logró que la internaran en una clínica psiquiátrica.
– ¿Te he convencido? ¿Te he convencido? –Seguían las voces–. Demuéstrame que te he convencido…
Otra vez estaba hastiada y obstinada, pero ahora de no haber logrado demostrárselo. Hasta que finalmente intentó con algo que dio resultado. No volvió a ver los cuerpos con la cabeza desasida, ni a escuchar el manar de su sangre, ni a percibir su olor, ni a escuchar esa voz, pero sí volvió a mancharse las manos de rojo.
Horas más tarde una enfermera entró a su habitación y se quedó de piedra intentando buscarle explicación a lo que allí había. ¡Y no lo podía creer! ¡No lo podía creer! A donde mirase solo había cuerpos desasidos de su cabeza. Se frotaba los ojos y volvía a abrirlos, pero no se iban. Eran dos, de eso estaba convencida.


Aldo Simetra





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