Al Final De Esta Vida

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Triste sería que al final de esta vida no haya nadie que te eche un puñado de tierra encima, nadie que lance una rosa a tu fosa, nadie que rece sobre tu tumba, siquiera alguien que te honre leyendo tu epitafio o que derrame unas lágrimas sobre tu lápida al evocar tu partida.
Tenemos la certeza de que al nacer alguien escucha nuestros gritos, pero al morir ¿habrá alguien que comparta nuestro silencio?
Y si no hay nadie que te diga adiós cuando te quedes tieso, o que cierre tus ojos cuando sea inútil ver con ellos, que te haga compañía hasta que exhales el último aliento, que vista tu piel fría con una de esas prendas que lucías en vida, que deje algún presente en la  urna que te sirva de consuelo, que en el aniversario de tu muerte lleve flores al cementerio o que al menos encienda una vela por respeto o consideración a tus recuerdos.
Qué triste sería si, al final de esta vida, nadie levantara la vista hacia el cielo y le pidiera al Altísimo recibirte con los brazos abiertos, que lo único que quedara de ti en la tierra fuese una piedra con la fecha de nacimiento y deceso grabada en su superficie, que nadie volviese a pronunciar tu nombre y se pudriera en el olvido del mismo modo en que se descompondría tu cuerpo ya extinto.
Sabrías entonces que no vales más que las ratas que acuden a tu ataúd en busca de refugio, y que sólo les importas a los gusanos que se pelean por tu carne y a los parásitos, que carcomen lentamente tus huesos hasta convertirlos en polvo.
Qué triste si al final de esta vida no provocamos ni un diminuto sollozo, un lacerante lamento, ni siquiera un vacío latente en el lugar que en este mundo nos pertenecía o una tenue arruga en el alma de alguien que nos conocía. Pues significaría que nuestra existencia fue vana y que lo único que hicimos, además de retrasar la victoria de la muerte, fue robarle el oxígeno a las plantas. 

Pero después de todo, no hay de qué preocuparse; al final de esta vida sólo serás un cadáver.




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