Cubo de Rubik

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Toda situación que se le presentara a mi abuelo era analizada junto a un cubo de Rubik. Cada vez que se le veía con uno en las manos ya se sabía que estaba planeando algo. Mantenía que la vida podía entenderse bien observando o resolviendo alguno de esos artilugios: por más fuera de orden que pareciera estar, bastaban unos cuantos giros para que cada pieza tomara su sitio. La clave, decía, era saber con precisión qué giros dar.
En mi reducido cubículo, frente al computador, le doy vueltas a uno y pienso que por más sabiduría que legara el viejo hay cosas que no encajan.
– ¡Me cago en su exactitud y en su teoría! –Suelto a bocajarro mientras el colorido cubo describe una torpe trayectoria luego de salir impulsado con un movimiento de mi muñeca, rebota contra el bordillo de una de las paredes del cubículo y al instante 26 cubos más pequeños se convierten en proyectiles que, en su mayoría, van a parar al cubículo de enfrente.
Se oye el ruido en cadena de las piezas de plástico al caer, un extraño chapoteo, un revuelo de papeles, el chirriar de unas ruedas sobre el suelo, un gemido o una exclamación queda y un "¡Hay que ser muy animal, maldita sea!".
Me levanto del asiento de golpe y la persona al otro lado también. Mi primer impulso al ver su antes pulcra y blanca camisa con una gran mancha ocre a nivel del pecho, es disculparme entendiendo que he sido el causante. Salen expulsados unos desesperados amagos de excusa de mi boca que, por supuesto, no son bien recibidos y a cambio me otorgan una mirada hiriente (o herida), mostrando los dientes y tensando la mandíbula, mientras la forma en que se expanden los orificios de su nariz ante la ira me hacen imaginar que si compartiera la naturaleza de un dragón alguien tendría que barrer más tarde mis cenizas.
– ¿No me digas que esa es tu camisa favorita? –Me muestro preocupado en un intento de apaciguar el ambiente, pero no sé por qué me da por sonreír.
– ¡No te basta con ser animal, también tienes que ser idiota! ¿Te parece muy divertido?
Espeta la de la mancha de café en la camisa blanca. Uso "la" para no decir Ella y me refiero a “la mancha de café en su camisa” para no desviar mi atención hacia sus mayúsculas tetas. La primera y las últimas, por separado o en conjunto, causantes de innumerables insomnios y unas cuantas fantasías incumplidas.
– ¿Qué debe parecérmelo, exactamente: ser animal, ser idiota o… haber manchado tu blusa?
A modo de respuesta me atraviesa con la mirada al borde de la impotencia. Aun resguardado en mi cubículo la veo apretar los puños y presionar los labios como para prohibirse emitir palabra y al mismo tiempo darle muerte a alguna hipotética forma de mí entre sus dientes. Una de ambas cosas tiene escaso éxito porque la escucho soltar un improperio. Se apresura a restaurar el orden en su puesto de trabajo y en sí misma, (dentro de lo que cabe). Mira a su alrededor y sé que agradece internamente que sea hora del almuerzo y no haya moros en la costa a la redonda (a excepción de mí), para pillarla en tal estado. Yo, en secreto, también lo hago.
 Tras un segundo de vacilación me decido a abandonar mi trinchera, atravesar el campo de tiro y, guarnecido con un "lo siento", ponerme a su merced. Me apresuro a ayudarle a recoger los trastos del suelo, que al igual que sus zapatos también está adornado con varias salpicaduras del líquido oscuro. Cuando estamos ambos de pie, logro tener una amplia visión de los daños en su vestimenta y más avergonzado que nunca vuelvo a ofrecer mis inútiles disculpas.
– ¡No soy sorda! –resopla– ya te oído antes, pero tus “lo siento” no me blanquearán la camisa, ni me secarán la falda, ni me limpiarán el puesto, ni me comprarán un café nuevo, ni…
–Ellos no, pero tal vez quien los emite sí –insinúo.
–Ni… ¡Aaarg! ¡Rayos! ¡Lo que me faltaba! –Coge un conjunto de hojas de la mesa de trabajo con la portada algo empapada de marrón, de las que gotean monótonamente el agente de la coloración, y recriminándome agrega–: ¡Ni me prepararán otro informe para antes de las dos!
–Bueno, yo…
– ¡No!
–Iba a o…
– ¡Rechazada!
– ¡Pero si no has…!
– ¿Para qué? Ibas a disculparte ¡por enésima vez! Y ya te dije que tus “lo siento” no arreglarían…
– ¡Sí ya sé! ¡Ni la camisa, ni la falda, ni el puesto, ni el café! Pero ya te dije que yo…
– ¿Me prepararás otro informe?
­–…yo sí puedo… ¿Qué?
–Que me prepararás otro informe…
– ¿Cuándo dije yo eso, a ver?
– Acabas de responderme que sí. ¿Se te fundió la memoria a corto plazo?
– ¿Cómo?
– ¿Lo ves? No puedes solucionar nada.
– ¡Si la solución es que te prepare otro informe…!
– ¡Aarg!
¡Pero qué mujer!
– ¿No tienes acaso un respaldo del documento en el ordenador?
– ¿Ah?
–Un respaldo… En el ordenador…
Mutis…
–Eso, que lo imprimes y ya está “tu informe para antes de las dos”.
Me observa unos segundos con la boca entreabierta, negando levemente. Luego desvía la vista y se deja caer sobre la silla en mitad de una exhalación. El peso de su cuerpo impacta en un mal ángulo sobre el mueble, que rueda alejándose de su alcance y haciéndola aterrizar justo sobre el pequeño charco que se había formado en el suelo.
¡Ouch! Eso debió doler –susurro a la vez que apoyo un codo en uno de los laterales del cubículo, aguanto la risa y no le aparto la mirada de encima.
Ella hace lo propio atravesándome con la suya, otra vez sus fosas nasales se expanden. Y yo: “dragón, dragón, que me gusta”. Y ella: “ceniza, ceniza, que me odia”.
–Habría evitado que te cayeras, pero estás tan convencidísima de que no puedo solucionar nada que sería una descortesía contrariarte. –Le extiendo la mano mientras se lo digo y ella la toma tras una breve vacilación. Se pone en pie y a su manera me agradece:
– ¿Sabes?, aún no me has contestado. Pero sin duda debe parecerte divertido.
– ¿Ser animal o ser idiota?
–Ambas. Con más inclinación a lo segundo y pidiéndole perdón a lo primero por irrespetarlo al compararlo contigo.
– ¡Ja! –Al instante, mis cejas se posicionan dos espacios más arriba de lo normal.
– ¡Ouch! Eso debió doler –me devuelve y es mi turno de negar con la cabeza.
– ¡Ahh! Estoy vuelta un asco.
–En eso te doy la razón.
– ¡Qué sutil! –contengo la risa… mentira, río.
– ¿Todavía quieres que te reponga el café? Entendería si no quisieras incurrir en excesos. –Sonrío al decirlo y mi vista apunta con descaro hacia “la mancha de café en su camisa”, eso pensaría Ella; pero otros ya sabemos que a lo que me refiero, y más cuando hay excesos de por medio, tiene que ver con sus mayúsculas…  
–Hay una tienda acá a la esquina –dejo caer con prontitud antes de que mis ojos empiecen a develar otra cosa–. Aunque si es tu blusa favorita, quizá prefieras la lavandería que está a tres cuadras.
Mutis…
Me dirijo a mi cubículo, tomo un par de cosas, me encamino a la salida y la espero sosteniéndole la puerta. Ella, dragón, dragón que me gusta, resopla, pero le basta un instante para considerarlo y decidirse a acompañarme. Y yo, sonreído y cada vez más vuelto ceniza, me pregunto si de verdad me odia.
Abandonamos las oficinas y sí, pasamos por la tienda y la lavandería, arreglamos lo de su falda y su blusa, visitamos una cafetería no muy cercana en donde nos bebimos más de lo que se había derramado al mediodía en su puesto de trabajo, el cual, para qué mentir, no sabemos quién limpió.
No le detallaré qué sucedió cuando se nos pasó la hora de almuerzo, ni cuando cayó el magistral palo de agua, ni cuando nos dejó varados el carro, ni cuando ella perdió un zapato, ni cuando quedamos atrapados en un viejo inmueble, ni cuando el suministro de energía se apagó. Pero usted ya supondrá que ese día al trabajo ninguno de los dos regresó.
–Al final nunca supe qué te parecía tan divertido –sus dedos dibujan jeroglíficos sobre mi pecho desnudo.
–Haberte manchado la blusa, sin duda –los míos intentan grabar sus huellas en las curvaturas de sus caderas y sus mayúsculas tetas.
Reímos.
Si la noche anterior mientras le daba vueltas al cubo de Rubik y analizaba la teoría del viejo alguien me hubiera dicho que las cosas resultarían así de bien, no le habría creído. Pero con seguridad esa persona hubiera recelado si le dijera que la clave no estaba precisamente en saber qué giros dar, porque esa noción quedaba obsoleta al desarmar por completo el artilugio. A veces era necesario cagarse en ciertas teorías y seguir dándoles la vuelta, desmontar las piezas, volverlas a montar, hacerlas encajar, llevarte el cubo a medio camino del desastre a la oficina, pensar en el mejor momento para resolverlo (sí, justo esa hora en la que hay menos gente y te quedas solo con la chica del cubículo de enfrente que parece ignorar tu presencia siempre), esperar a que vaya por su acostumbrado café, acordarte de forma remota de alguna clase de física y calcular a ojo la trayectoria de un objeto antes de ponerlo en movimiento. El resto es probabilidad y azar y confiar a tus manos parte de la tarea.
Lo que sí no le voy a quitar al abuelo es lo bien que se prestan esos artilugios para el análisis y la planeación de ciertos sucesos, aunque…
–No era mi favorita…
– ¿Ah? –La frase interrumpe el hilo de mis pensamientos.
–La blusa –confiesa–. En realidad, es la que menos me gusta.
– ¿De veras? –Advierto que asiente.
–Es que si no te me hubieses adelantado, terminaba manchándola yo misma.
Sonrío y el mutis, por primera vez, es mío.


Aldo Simetra




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