Primicias de Helena

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A Helena le molestaba la duda. Le gustaban las cosas claras. Lo aplicaba hasta cuando no le correspondía del mismo modo a alguien e iba solícita y directa al grano a encararle. Mantenía que si provocaba en alguno el deseo de lanzarse a un precipicio por su cariño, era conveniente que el susodicho supiera que ella no le iba a servir de enfermera ni sentiría lástima por las heridas que se hiciera.
En caso de que sucediera a la inversa, prefería estar bien enterada de por quién no debía arrojarse a un abismo y por quién sí valía la pena quedar magullada; si el posible destinatario de sus atenciones no se daba por aludido o no apresuraba el asunto, ella misma le plantaba cara.
Siguiendo este criterio, un tanto hastiada de oír tanta palabrería bonita, pero vacía de motivación, se propuso confrontar un día a Marcos. Sin protocolo y sin rodeo alguno le manifestó su interés hacia él y le dejó claro que si iba en serio, ella también. El muchacho tras rascarse la nuca algo contrariado le expresó su negativa con un simple: “a mí nada más me gusta ver cómo se sonrojan las chavas cuando les digo esas cosas. Además, tengo novia”. Si se sonrojó en esa ocasión fue de la rabia, lo pensó idiota por decir cosas sin propósito y sin sentido, se supo tonta y se le resintió un poco el orgullo; el día siguiente se le ocurrió que le cuadricularía la cara a Marcos si se atrevía siquiera a saludarla, pero para fortuna de él (o de ella), no le vio ni el rastro. Cosa que ya luego, sosegada, agradeció; puesto que había concluido que no tenía importancia perder tiempo molestándose con semejante estupidez.
Creyó que no habría más novedades en ese tema hasta que conoció a Pedro. A diferencia de Marcos, el muchacho solo había cruzado palabra con ella el momento en que se lo presentaron y únicamente para emitir las dos sílabas que formaban su nombre de pila. Las sucesivas oportunidades en las que tuvieron al mismo tiempo la suerte y la desgracia de encontrarse, Pedro se quedaba de piedra viéndola como un pasmarote. Cierta vez, lo único que logró sacarlo de su ensimismamiento fue una mosca que equivocó el vuelo hacia una de las fosas de su nariz.
Ella no acababa de entender a qué se debía tanto retraso repentino en Pedro, aunque sus amigas le recontraexplicaran la razón.
–Es que tú lo pones tonto, niña. –Intentó hacerle ver su madre. Y ella replicó sin ápice de arrepentimiento o rastros de compasión:
– ¡Pues que se busque una que lo ponga listo! Yo no puedo con esa cara de Bobotrón-3000 con la que me mira, que pareciera retratar a todos los mongoles del mundo juntos.
– ¡Pero, Helena! ¿No te da ni un tantito de pena, mija? –Le reprochaba. Y entonces, la muchacha, algo avergonzada objetaba:
–Bueno, sí, un poco. ¡Pero no por él, sino por los mongoles!
Continuó sin dar su brazo a torcer en ese asunto incluso al provocar actitudes similares en un par de chicos más. Cuando alguien le insinúo sutilmente que aquellos comportamientos los inspiraba el reflejo de lo que veían, casi puso un brinco en el cielo al exclamar que ella ni de broma se veía así de mongólica y tampoco era la mitad de boba. Tiempo después llegó a pensar que solo atraía a idiotas.
Su percepción empezó a dar un vuelco con la llegada de Christopher. La mención del nombre le evocó a la Navidad la primera vez que lo oyó, pero de inmediato pensó en lo excéntricos que debían de ser sus padres por ponerle un nombre tan extranjero a su hijo y al instante siguiente, en lo presumido que debía ser el carajito. Iba al mismo curso que ella y no, no tuvo conductas similares a las del otro par de chicos, ni se lo presentaron como a Pedro, ni mucho menos le prodigaba alabanzas carentes de utilidad o interés. La verdad es que no hacía nada, nada que le hiciera prestarle atención, nada que le molestara o le fastidiara, nada que le hiciera ver que sabía de su existencia o que mínimamente le gustaba. Y esa nada parecía ser todo lo que necesitaba.
En los descansos entre clase y clase, se sorprendía buscándolo entre los demás alumnos e intentando divisarlo en cada dependencia de la institución. No lo perdía de vista ni de lejos. Y con él fue el primero con el que su criterio falló.
La ocasión en que se armó de valor para aplicarlo, ella iba bajando un grupo de escaleras entre tanto él las subía, lo medio saludó a distancia con la palma tímidamente en alto, él le correspondió abriendo demasiado los ojos y subiendo otro poco las cejas, pero por una vez se estaban viendo fijo y... Navidad, Navidad, hoy es Navidad... Helena escuchó campanas al mirar sus ojos oscuros, olvidó que estaba en un escalón y no en un terreno llano, dio un paso y su pie descansó en el vacío mientras su cuerpo comenzó a descender las escaleras a trompicones sin emplear sus extremidades inferiores.
Si hay algo que después fue imposible que no recordara  de esa caída, fueron las veces en que se dijo “torpe” a sí misma. Se lo dijo tres veces mentalmente al pasar el último peldaño. Luego un par más cuando Christopher corrió a auxiliarla entre asustado y divertido a los pies de la escalera. El doble de las que llevaba cuando, convencido de que no se había hecho gran daño y aún podía caminar, le soltó por lo bajo en tono jocoso: “¡vaya manera de dar vueltas por las escaleras! ¿Dónde te has dejado la cuerda?”. Y durante la semana entera se lo siguió repitiendo cada vez que alguien aludía a ella como “el trompo” al relatar el suceso. Sacó dos lecciones de aquello: 1. Jamás abordar a un chico en un lugar de paso; y 2. Jamás abordar a un chico en un sitio público.
De tanta conmoción que le produjo aquel acontecimiento estuvo a punto de marcarlo en su almanaque como un día memorable. A la noche, ya en casa, observándose al espejo la marca que en la frente le había dejado su torpeza, rememoró el hecho desde el saludo hasta el odioso comentario de Christopher sin darse cuenta de que en el ínterin se había quedado lela.
Al volver en sí, se topó con la imagen de un rostro atontado que sonreía bobaliconamente sin enfocar la vista en algo en concreto. No habría reparado del todo en que era su reflejo si al exclamar “¡madre mía, semerenda...!”, no vislumbrara al unísono sus labios en movimiento. Como era de esperar, no terminó la frase y al fin terminó sintiendo tantísima pena por Pedro.
Cogió la manía de caminar con la cabeza gacha, en parte por la vergüenza de su descomunal caída y en otra, por prevención. Quería evitar a toda costa que alguien tuviese oportunidad de ver lo que había visto ella en su espejo el día anterior.
Momentos más tarde tuvo el chance de comprobar que su voluntad no iba en consonancia con algún místico designio y que para su pesar, el azar, el destino o alguna otra cosa insidiosa trabajaban en su contra. En un descanso entre clase y clase, haciendo un rodeo innecesario que solo obedecía a su empeño de no emplear las escaleras ni toparse con Christopher, se dio de bruces contra el susodicho y de inmediato quiso mandar toda su prevención al carrizo, puesto que el tropiezo no habría tenido lugar si anduviera viendo al frente y no al piso. Sin embargo, su vergüenza no la pudo enviar al mismo sitio en lo que escuchó al muchacho decir: “cuando quieras empezar a girar, me avisas” y percatarse así de que la sostenía. Deseó encontrarse en el hoyo para su entierro con unas cuantas paladas de tierra cubriendo el féretro hasta que para mejorar o empeorar el asunto le escuchó añadir:
–Tienes unos ojos muy lindos. – “¿Ah? ¿Qué dice de mis ojos?”, pensó. No obstante, hizo dominio de sí y respondió:
–Eso... eso ya me lo han dicho.
– ¿Ah, sí? ¿Y seguro que también te han dicho que tienes unos labios de caramelo?
“Ehh... no, eso no... ¡Pero tampoco era que fuera algo del otro mundo!”, se dijo, aunque solo contestó con un simple gemido de afirmación que sonó como un “ajam”.
– ¡Bah! Da igual. A mí no me importa qué te hayan dicho, sino lo que quiero hacer con ellos.
“¡¿Y éste quién se cree?!”
Se aclaró la garganta y se atrevió a preguntar inocentemente:
– ¿Y eso cómo qué sería?
–Probarlos, por supuesto. Y saborear su relleno.
Se le borraron las líneas del pensamiento, el estómago se le tensó, empezó a sentir...
Calor... ¿o frío? No, no, calor. Le vino a la cabeza la imagen del espejo y se espantó. Parpadeó, se obligó a replicar alguna frase coherente y lo único que salió disparado de su boca fue:
–En la cantina también venden caramelos.
Al oír aquello Christopher prensó los labios privándose una carcajada. A Helena no le gustó sentirse burlada. Empezó a sentir rabia, a molestarle su cercanía y ya le estaba preparando un rótulo con las letras de la palabra “idiota” en mayúsculas, cuando le oyó susurrarle complacido:
– ¿Las pecas siempre te hacen ver así de chistosa o solo pasa cuando te pones roja?
¿Dónde estaba el bendito hoyo, ¡caramba!, para que la desapareciera?
A pesar de sus súplicas, la tierra no se abrió ese día. Y entonces, Christopher tuvo ocasión de divertirse otro par de veces a su costa, de compartir con ella más que un par de encuentros azarosos, de relacionarse más allá de un salón de clases, de invitarla a su casa y luego acudir a la suya a regañadientes, de girar con ella, de comprobar que siempre la hacían ver chistosa las pecas; de saber de qué estaban rellenos no solo sus labios, sino también sus pupilas y de enterarse de dónde había dejado la cuerda el día en que rodó por la escaleras.
Helena, por su parte, tuvo ocasión de designar con una sola palabra los aumentos y descensos de temperatura que Christopher le inspiraba cuando la abrumaba la incapacidad de experimentarlos por separado; de disfrutar los beneficios de hacer tareas en conjunto, incluso cuando los libros permanecieran cerrados; de comprobar que sus padres no tenían nada de excéntricos, pero sí mucho de extranjeros; que el hijo les había salido tan sencillo que lo mismo se comía los espaguetis con cubiertos que desde la boca del cuenco apurándolos con los dedos; de descubrir el relleno de sus labios, de saber de qué estaban hechas sus manos, de decretar nuevas efemérides en el calendario...
La primera vez que Christopher la besó se pasó tanto tiempo frente al almanaque pensando bajo qué rótulo marcar la anécdota que al momento de escribir, la punta del marcador ya estaba seca. Había estado decidiendo inútilmente si colocar la leyenda en plural o en singular, porque bien “sabía” (y en este punto se pasaba la lengua por los labios cual tonta) que sus bocas se habían presentado y reconocido en reiteradas oportunidades aquella tarde. Al final, marcó la fecha con la palabra “albóndigas” y lo dejó estar. Días después, de paso por su casa, Christopher habría de preguntarle a qué hacía alusión aquello y ella se encontraría respondiéndole, como para salir del apuro, que cada que le tocaba cocinar anotaba la comida para no repetir el mismo plato muy seguido. “¡Caray, pero si nada más cocinas una sola vez al mes!”, replicaría el muchacho divertido.
La vez primera en que sintió las manos de Christopher en donde nunca había sentido las de nadie, la espina dorsal se le enderezó de un respingo, se le tensaron los músculos y se paralizó en seco con los ojos abiertos cual lagartija expectante. La sola idea de desconocer hasta dónde llegaría el recorrido la agobiaba, pero por suerte el muchacho no resultó ser un explorador avieso y pronto le ganó confianza. Otra vez se encontró enfrentándose a su almanaque sin saber qué señalar con exactitud, sin embargo, a diferencia de la anterior, desistió; se dijo que era redundante estampar en el papel lo que ya llevaba impreso a tacto en la piel.
La primerísima de las primeras veces, la épica, la amistad y el compañerismo se habían convertido oficialmente en algo más íntimo. Ella le respondía a él como Lena y él le respondía a ella como Cristo. Los labios se le desbocaron en una tarde de esas en que los libros se resienten por pasar desapercibidos y las prisas los agarraron desprevenidos cuando las manos se le perdieron por rincones en donde los rayos del sol no son bien recibidos. Todo fue viento en popa hasta que se encontraron sin prendas y la desnudez les dejó claro que de ahí no había vuelta. Él dudó un segundo por miedo a que ella se le escapara; ella también, por miedo a que él no hiciera nada. Pronto el nerviosismo de una y la desesperación del otro jugaron a su favor y ahuyentaron, a punta de besos tiernos e intrépidos, de caricias curiosas y torpes, de miradas arreboladas y cómplices, de respiraciones entrecortadas y acompasadas, y de sensaciones extrañas (por desconocidas), todo rastro de vacilación o duda.
De nuevo se hallaría indecisa ante su almanaque destacando el acontecimiento, pero en esa ocasión por no saber si marcarlo o no. Rememoraba ese no saber dónde poner las manos ni qué hacer con ellas, la incertidumbre a lo que le seguía a cada movimiento y a cada caricia, el temor haciéndola inspirar más de lo normal, los nervios haciéndola temblar, la cercanía de Christopher suave, cálida, lenta, precipitada, cadenciosa que la agitaba, la obnubilaba y la hacía transpirar como si sus poros estuviesen abiertos de par en par; la expectativa, la ansiedad, la atracción traspasando las barreras de la inocencia y convirtiéndose en deseo, ver a Christopher sobre ella, sentir a Christopher sobre ella y luego... Y en ese “luego” era dónde descansaba toda su indecisión. Porque le había gustado todo, pese a su inexperiencia, excepto sentir dolor. Evocó el color de aquella incómoda humedad en su entrepierna y al unísono acudió a su pensamiento aquella máxima de su madre que rezaba que los momentos más significativos en la vida de una mujer, la naturaleza se tomaba el atrevimiento de marcarlos con el rojo de la sangre. Sonrió. Se dijo que de esos momentos ya llevaba dos de tres y, satisfecha, guardó intacto el marcador.
Con el tiempo y la destreza ganada con la práctica y la repetición, se celebró el no haber resaltado ese último suceso en el calendario, puesto a que descubrió que lo que lo hacía remarcable, como a los anteriores, no era en esencia su relevancia, sino su novedad. La revelación la invadió como una especie de alumbramiento junto con otras verdades una noche de septiembre que no tuvo siquiera que apuntar porque el recuerdo se le grabó a fuego en la memoria del cuerpo. Fue cuando, tal si formaran parte de una danza exquisitamente coreografiada, Christopher y ella lograron entregarse y rendirse al otro a ciegas, con fluidez y desenvoltura, sin movimientos mecánicos y sin más pausas que las que el momento requería, dejándose llevar sin importar quién o qué los traería de vuelta, si es que la había. Así comprendió la sutileza de las cosas, que no había que forzarlas para que pasaran, y se olvidó de su criterio.
Abstraída en la mirada de Christopher pegó un brinco en el cielo al percibir que lo que ambos se inspiraban y cruzaba sus pupilas a igual tiempo era reflejo del mismo sentimiento. Ahí entendió el principio de esa idiotez que tanto había rechazado y disfrutó ser partícipe de ella, pero no pudo evitar seguir considerando idiota a todo el que la padeciera, incluyéndose.
Descubrió también, entre otras cosas, que existía una innata sincronía entre los cuerpos, que las sensaciones aunque no se expresaran en palabras, no eran mudas (lo supo en cada quejido entre sus pieles, en cada gemido involuntario, en cada suspiro contenido); que la Navidad no llegaba solo en diciembre, que la Nochebuena no tenía por qué celebrarse una sola vez al año. Aprendió que podía rezarle e implorarle a dos Cristos totalmente distintos y aún así, exaltarlos a ambos a un mismo tiempo al acercarse a lo divino; y que era en el recuerdo, y no en el almanaque, donde eran dignos de registrarse los acontecimientos memorables.
Le pareció que empezaba a nevar, como si esa vez la atmósfera o algún místico designio trabajaran a su favor y en consonancia con su repentina lucidez. Mientras un montón de copos blancos se dispersaban sobre ellos escuchó a Christopher decir: “¡dime que no es romántico tener sobre nuestras cabezas un desconchón de ese tamaño!”. Miró hacia arriba, justo encima de ellos un trozo del techo lucía destartalado y les lanzaba partículas de cal y yeso, volvió la vista hacia Cristo que la escudriñaba con una expresión imposible a la vez que una placa blanquecina le cubría de a poco el pelo, y solo deseó reírse con ganas. Mandó a su lucidez al mismo sitio en el cual todavía moraba su prevención, la respuesta se la grabó a Cristo en la piel en ese lenguaje que excluía a las palabras, la risa brotó por su cuenta amena e incontenible y estuvo segura, lo pareciera o no, de que había noche-buena en la habitación y nevaba y era diciembre. Porque habiendo descubierto la inutilidad del calendario y de la exclusividad de las fechas, podía, de esa vez en adelante, darse el lujo de inmortalizar a su antojo cada instante que viviera.






2 comentarios:

  1. Me encanta cómo acaba la historia, su aprendizaje y su lucidez, genial! sobre todo después de que al principio hasta se le secara el rotulador frente al calendario Si al otro lo llamé gramática en expansión, a éste lo titulo la felicidad atemporal. :)

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    1. El título me tienta, eh, me tienta; pero no se lo voy a cambiar.. Gracias por tan bonita definición para el texto. ¡Un abrazote!! ;)

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